Lo prohibido: 19

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Lo prohibido : XIX
Idilio campestre, piscatorio nadante, mareante y trapístico.
Mala sombra de todos los idilios de cualquier clase que sean

de Benito Pérez Galdós

I[editar]

Sin desconocer los encantos de la capital veraniega de las Españas, no me inspiraba simpatías aquel pueblo, que me parecía Madrid trasplantado al Norte. En él, los madrileños no buscan descanso, aire, rusticación, sino el mismo ajetreo de su bulliciosa metrópoli, y los mismos goces urbanos, remojados y refrescados por el agua y brisa cantábricas. Me fastidiaba ver por todas partes las mismas caras de Madrid, la propia vida de paseo y café, los mismos grupos de políticos, hablando del tema de siempre. El paseo de la Zurriola, en que dábamos vueltas de noria, me aburría y me mareaba. Si no hubiera sido porque esperaba a Camila, habría echado a correr de aquella tierra. Y como Camila tardaría aún quince días o más en ir, dime a buscar un entretenimiento para ir conllevando las lentitudes del plantón.
¿A que no aciertan lo que se me ocurrió para pasar el rato? Pues emprender un trabajo que a la vez me entretuviera y aleccionara. Sí, de aquel anhelo de distracción nacieron estas Memorias, que empezadas como pasatiempo, pararon pronto en verdadera lección que me daba a mí mismo. Quise, pues, consignar por escrito todo lo que me había sucedido desde que me establecí en Madrid en Setiembre del 80, y pensarlo y dar principio a la tarea, fue todo uno. Proponíame hacer un esfuerzo de sinceridad y contar todo como realmente era, sin esconder ni disimular lo desfavorable, ni omitir nada, pues así podía ser mi confesión, no sólo provechosa para mí, sino también para los demás, de modo que los reflejos de mi conciencia, a mí me iluminaran, y algo de claridad echasen también sobre los que se vieran en situación semejante a la mía. Empecé con bríos, tuve especial empeño en describir las falsas apreciaciones que hice de Eloísa, alucinado por la criminal pasión que me inspiró; di a conocer el pueril entusiasmo, el desatino con que me representaba todas las cosas, viéndolas distintas de como efectivamente eran; y poco a poco las fui trayendo a su ser natural, descubriendo su formación íntima conforme los hechos las iban descarnando. Nada se me escapó; describí mi enfermedad, las gracias del niño de Eloísa, la caída de esta, la casa, los jueves famosos y aborrecidos. Ya entraba a ocuparme de la muerte del bendito Carrillo, cuando llegaron Camila y su marido. Di carpetazo a mis cuartillas, dejando la continuación del trabajo para otros días. Con la llegada de mis amigos, tenía yo distracción de sobra, y materia abundantísima para sentir y pensar más de lo que quisiera.
No he visto persona más dispuesta que Camila a gozar de los encantos lícitos de la vida y a apurarlos hasta el fondo. Su marido le hacía pareja en esto. Ambos tortoleaban en mis barbas, haciéndome rabiar interiormente y exclamar desesperado: «Pero Señor, ¿será posible que yo me muera sin conocer y saborear esta alegría inocente, esta puericia de la edad madura, estos respingos candorosos del amor legitimado y estas zapatetas de la conciencia tranquila, que salta y brinca como los niños?».
Todos los días inventaba yo alguna cosa para que ellos se divirtieran, para divertirme yo si podía y para alcanzar mi objeto. Unas veces era expedición a Pasajes; otras caminata por el campo, excursión en coche a Loyola, pesca en bote, etc... Por todas partes y en todos los terrenos buscaba yo el idilio, y se me figuraba que lo había de encontrar si no estuviera pegado siempre a nosotros aquel odioso monigote de Constantino. Pero su bendita mujer no se divertía sin él, y él era, sin duda, quien daba la nota delirante de la alegría en nuestros paseos. Cuando salíamos al campo, Camila se embriagaba de aire puro y de luz, corría por las praderas como una loca, se tendía en el césped, saltaba zanjas, apaleaba los bardales, hacía pinitos para coger madreselvas, hablaba con todos los labriegos que encontraba, quería que yo me subiera a un árbol a ver si había nidos de pájaros, perseguía mariposas, aplastaba babosas, reunía caracoles para apedrearnos con ellos y se ponía guirnaldas de flores silvestres. He dicho que se embriagaba y es poco. Era más; se emborrachaba, perdía completamente el tino con la irradiación de su dicha. Si la única felicidad verdadera consiste en contemplar felices a los que amamos, yo no debía cambiarme por ningún mortal; pero la felicidad no es tal cosa, y el filósofo que lo dijo debió de ser un majadero de esos que fabrican frases para vendérnoslas por verdades.
Nunca había visto a mi borriquita dar tanto y tanto brinco. En su frenesí llegó a decir, tirándose al suelo: «me dan ganas de comer hierba». Por su parte Constantino hacía los mismos disparates, acomodándolos a su natural rudo y atlético. Daba vueltas de carnero y saltos mortales, hacía flexiones y planchas en la rama de un roble, andaba con las palmas de las manos, cantaba a gritos, relinchaba. Ambos concluían por abrazarse en medio del campo, y jurarse amor eterno ante el altar azul del cielo.
Cuando iba con nosotros Augusto Miquis, este y yo filosofábamos mientras los otros se hacían caricias, o nos reíamos de ellos; pero yo rabiaba.
Nuestros recreos marítimos no eran menos deliciosos para aquella pareja de enamorados, que más parecían niños que personas mayores. Nos embarcábamos en segura y cómoda lancha, y emprendíamos nuestra pesca. La primera paletada de remos era una declaración de guerra sin cuartel a toda alimaña habitante en la mar salada. Un marinerillo nos ponía la carnada en los anzuelos para no ensuciarnos las manos. ¡Qué ansiedades las de los primeros momentos, cuando los aparejos entraban en el agua! ¿Habría o no habría pesca en aquel sitio? ¿Sería mejor ir más allá, donde no hubiera tantas algas? Por fin nos fijábamos, y aquí de las emociones. ¿Quién sería el primero que sacaría algo? En nada como en esto se manifiesta el humano egoísmo. Ninguno quiere ser el segundo. Yo, sin embargo, deseaba que fuese Camila la preferida del destino, para gozar viendo su triunfo y los extremos que hacía.
«Cómo pican, cómo pican...». Pero muchas veces picaban y se iban, llevándose el cebo. Es que en las profundidades hay mucha pillería, y van aprendiendo, sí. Camila se impacientaba, estaba nerviosa; cuando sentía picar tiraba con tanta fuerza, que el pez se largaba dejándola chasqueada. Entonces, a la pescadora se le iba la lengua y se le ponía la cara encendida, los ojos echando lumbre. Pero si al fin, al tirar de la cuerda, sentía peso y estremecimiento, ¡María Santísima, qué alboroto, qué gritos! Su imaginación le abultaba la pesca. «Es grandísimo... ¡cómo pesa...! Es una merluza lo que traigo. Mirad, mirad». Por fin brillaba el agua con fulgores de plata, y salía un triste pancho enganchado por la mandíbula. El botín de julias, porredanas, cabras, monjas y chaparrudos aumentaba, y los íbamos echando en un balde, donde su horrible agonía les hacía dar saltos repentinos. Poníase mi prima febril cuando pasaba mucho tiempo sin pescar nada; nos hacía variar de sitio, cambiaba de aparejo, lo metía y lo sacaba, sacudiéndolo. Insultaba a los peces invisibles que no querían picar, llamándolos tísicos, petroleros, carcundas, y no sé cuánto disparate más. Cuando sacábamos algún pancho muy pequeño, un tierno infante que había sido robado por el anzuelo al volver del colegio, Camila imploraba la clemencia de todos los expedicionarios, y reunidos en consejo, votábamos unánimemente que se le diera libertad. Ella misma le sacaba el anzuelo, procurando no lastimarle, y devolvía el pez al agua, riéndose mucho de la prontitud y del meneo con que el muy pillo se iba a lo profundo. «Este ya va enseñado -decía-. No se dejará coger otra vez».
¡Qué horas tan dulces para todos, porque yo también me divertía, y además el contento de aquellos seres se me comunicaba, reflejándose en mi alma! Pero por más vueltas que daba, la tostada del idilio no parecía para mí. Apenas pude deslizar en el oído de Camila alguna palabra, frase o símil de la pesca aplicado a mi situación y a mis pretensiones. Ella se hacía la desentendida y aprovechaba las ocasiones para hacerme cualquier perrería, como salpicarme de agua, pasarme por la cara la barriga viscosa o el cerro punzante de algún pez.
Mi fantasía enferma, mi contrariada pasión buscaban refugio en la idealidad. Lo que los hechos reales me negaban, asimilábamelo yo con el pensamiento. En otra forma, yo era también chiquillo como ellos. Di en pensar que la mar traidora nos podía jugar repentinamente una mala pasada. La embarcación se anegaba, se hundía. ¡Naufragio! En este caso yo, que sabía nadar muy bien, salvaba a mi heroína, disputándola a las olas y a la horrorosa muerte... Vamos, que el triunfito no era malo. ¡Y qué placer tan grande! Dominado por esta idea, una tarde que se levantó un poco de Noroeste y que volvíamos a la vela, dando unos tumbos muy regulares, le dije, señalando las imponentes masas de agua verdosa: «Oye, borriquita, si se nos volcara la lancha y te cayeras al agua... ¿no te aterra pensar que te ahogarías?
-¿Yo? No tengo miedo -me respondió serena, contemplando las olas-. Al contrario, me gustaría que se levantara ahora una tempestad de padre y muy señor mío. Quiero ver eso...
-¿Y si te cayeras al agua?
-No me ahogaría.
-Claro que no, porque te sacaría yo, con riesgo de mi propia vida.
-¡Qué me habías de sacar, hombre! Me sacaría Constantino, ¿No es verdad, asno de mi corazón, que me salvarías tú?
-Si este apenas sabe nadar...
-¡Que me sacaría digo, que me sacaría, vaya! -gritaba con fe ciega.

II[editar]

Nada, nada, que el dichoso idilio no parecía por ninguna parte, ni en la calma ni en la tempestad. Aquel naufragio de novela con que yo soñaba no quería venir tampoco, y eso que una tarde... Veréis lo que nos pasó. A lo mejor apareciose por allí un barco de guerra, una de esas carracas que sostenemos y tripulamos con grandes dispendios, para hacernos creer a nosotros mismos que poseemos marina militar. Érase el tal un vapor de ruedas, que tenía en buen tiempo la vertiginosa andadura de cuatro nudos por hora. No servía para nada; pero era novedad estupenda para estos pobres madrileños que nada saben de las cosas del mar. Toda la colonia quiso verlo, y la Concha se llenó de lanchas que iban hacia donde estaba fondeada la petaca. Los gatos de Madrid se quedaban con medio palmo de boca abierta, admirando la limpieza y el orden de a bordo, la gallarda arboladura, que no es más que un adorno, la presteza con que los marineros suben como ratones por la jarcia, la comodidad de las cámaras, el reluciente y limpio acero de la artillería, la abundancia de los pañoles de galleta. Era un jubileo. Nosotros fuimos también. ¡Pues no habíamos de ir...! Tomé un bote y nos metimos en él los tres, con más Augusto Miquis, su mujer y su cuñada. Más de una hora estuvimos a bordo, subiendo y bajando escaleras, registrando todo, acompañados de un oficial. Cuando, terminada la visita, volvimos a nuestro bote, nos sucedió un percance. El mar estaba algo picado. Con los balances que hacía el bote al entrar las personas, por poco zozobramos; después el marinero encargado de que aquel arrimara bien a la escala del vapor, se descuidó, y la pequeña embarcación, ya llena de gente, metiose debajo de la escala. El vapor entonces, en un balance, dio un fuerte golpe en nuestra proa con el pico de la escala. Fue como si levantara el pie y nos diera una patada. Por pronto que quisimos desatracar no pudimos, y al siguiente balance, el pico de la escala entró en el bote, oprimiéndolo. ¡Que nos hundíamos!... Fue un momento de pánico horrible. Grito de espanto salió de todas las bocas... Nada, que nos íbamos a pique. Un bulto, una mujer estuvo casi dentro del agua por el costado de estribor. Ciego me incliné para sostenerla. ¿Era Camila? Yo no vi nada; duró aquello lo que un relámpago, y pasome fugaz por la cabeza la idea de que yo iba a realizar un acto heroico. ¡Confusión, gritos, agua!... La humana forma que sostuve en mi brazo no era Camila, era la cuñadita de Augusto Miquis. Gracias que al echarle mano me agarré al bote con la izquierda, que si no, ¡sabe Dios...! Los brazos de la niña se me pegaron al pescuezo como un pulpo, sofocándome en tal manera que me habría sido muy difícil ser héroe. Quien hizo una verdadera hombrada fue Constantino, que en el momento aquel rapidísimo del peligro, cogió a su mujer, enlazándola con el brazo izquierdo, mientras echaba la zarpa derecha a la escala del vapor. Se necesitaba para esto una agilidad y una fuerza que sólo él tenía. Quedaron ambos suspendidos, y auxiliados por dos marineros del buque, pronto volvieron a nuestro bote. ¡Ni siquiera se habían mojado...! En fin, que todo quedó reducido a unas cuantas magulladuras, remojones y un grandísimo susto. Pero convinimos en que podía haber ocurrido una gran catástrofe. Pronto nos serenamos, y remando hacia el muelle nos pusimos todos de buen humor, y no hacíamos más que recordar los pormenores del lance, relatando cada cual sus impresiones. Camila reventaba de satisfacción. ¡No se había mojado nada! Apenas había cuatro gotas en su vestido. Y refería cómo la cogió el bárbaro con aquella fuerza de Hércules, y cómo se vieron suspendidos un instante a la escala, mientras el bote se iba a lo hondo. En toda la noche no habló mi prima de otra cosa, ni quedó persona conocida en San Sebastián a quien no refiriese el tremendo conflicto, abultándolo con gallardas hipérboles... «El bote parecía tragado por la mar... La escala subía... Constantino la cogió como una pluma y no le dijo más que agárrate bien... El vapor se los quería llevar... vio los picos de los palos rayando las nubes... se le fue la vista... el agua verde causaba espanto haciendo un gargoteo de mil demonios...».
Ya estaba yo arrepentido de haberme metido en aquel pueblo, donde jamás se me arreglaban las cosas para pillar sola a Camila. Si ella hubiera querido no habrían faltado ocasiones; pero como las esquivaba por todos los medios, de nada me valía que yo las buscase.
Descubrió el manchego una sala de armas en la ciudad vieja, y nos íbamos todos los días allá. El ejercicio de la esgrima debía de ser muy saludable combinado con los baños. Augusto nos acompañaba casi siempre para presenciar nuestros asaltos. Su salvaje hermanito, en quien era necesidad orgánica poner en variadas flexiones y contracciones los poderosos músculos, hacía, antes o después de tirar el florete, ejercicios gimnásticos de los más rudimentarios. Se subía por una cuerda, se colgaba de una barra, andaba largo rato en cuclillas. Contemplábale yo con la admiración que inspira todo bruto incansable. Quizás mi odio me hacía tenerle por más bruto de lo que era en realidad.
Pero sí, era un gañán, sin género alguno de duda. Si no lo probaran otras cosas, lo probaría su maldita maña de divertirse con los juegos de fuerza o de manos, que, según dice el refrán, son juegos de villanos. Sí, villanía es dar puñetazos sin venir a cuento, agarrarle a uno la mano y apretársela hasta hacerle dar un grito, cogerle a uno descuidado por la cintura y suspenderle en el aire, con otras gansadas sin maldita la gracia. Tales juegos me cargaban. Yo le decía: «estate quieto, no me busques». (La confianza en que vivíamos nos había llevado a tutearnos sin saber cómo). Le tenía ganas; habría gozado mucho dándole un buen porrazo, ya que el matarle no estaba en mis sentimientos ni en las costumbres suaves de la época. A ratos eché yo de menos las edades románticas en que se destripaba a cualquier rival por un quítame allá esas pajas.
Un día concluimos nuestro asalto, yo rendido de fatiga, él tan campante como si nada hubiera hecho. De repente empezó con las gracias villanas que antes mencioné. «Constantino, que te estés quieto». Yo estaba nervioso, de muy mal humor, y con ganas de darle una zurra. «Que no me busques, Constantino; que no quiero bromas»... Pero él dale que dale, tan pesadote que no se le podía aguantar. De improviso, viéndome sobado y golpeado estúpidamente, nació en mí un ardiente apetito de brutalidad; cegué, perdí el tino, no supe lo que me pasaba, y echándole ambas manos a su pescuezo robusto, caímos, rodamos... Él tenía más fuerza muscular que yo; pero el odio, según creo, centuplicó las mías. La verdad es que le tuve un instante acogotado, y gocé ferozmente en la extinción de su aliento. Recordando después aquella escena, heme avergonzado y espantado de que los hombres más pacíficos se conviertan tan fácilmente en fieras.
«Es demasiado -dijo Augusto, que empezaba a alarmarse-. Para juego basta.
Mi fuerza, puramente nerviosa, por lo mismo que fue tan grande, duró poco. El manchego se repuso, y desasiéndose, ganó pronto ventaja. No tardé en estar debajo. Cogiome las manos, sujetándome los brazos con el peso de su cuerpo, dejome sin movimiento ni respiración, hecho un lío, una momia. ¡Cómo ostentaba su poder ante mi debilidad! Así me tuvo un rato, dueño de mí, mirándome y escarneciéndome como si yo fuera un muñeco con apariencias de hombre. «Muévete ahora -me decía, apretando más las argollas de hierro de sus dedos. Y tras esto soltó una carcajada de jayán vencedor, estúpida, mas no rencorosa. Cuando aflojó, yo apenas respiraba. No tenía fuerzas ni para despegarme del cuerpo la camisa. Él continuaba riendo, de un modo franco y leal, que por esta misma cualidad me era más odioso. «Bromas pesadas -repitió Augusto-. Eres un bruto, Constantino...».
Nos serenamos al fin. Él se reía, y yo disimulaba mi encono, figurando tener también ganas de reírme. Todo había sido chanza, juego, gimnasia de capricho... Declaro que le guardé rencor, y para mí decía con gozosa esperanza: «En el mar nos veremos, gandul».
Sí, en la mar era yo más fuerte, mucho más, porque nadaba muy bien, y Constantino apenas se mantenía sobre el agua. Siempre nos bañábamos juntos; era yo su maestro; enseñábale a mover los brazos, jugábamos y saltábamos, cabalgando en las olas. Cuando Camila estaba en el baño, hacía yo más, ¡oh! entonces hacía verdaderas proezas. Orgulloso de aquella habilidad que aprendí en la niñez, alumno de la marítima Inglaterra, esperaba a que mi borriquita estuviese presente para irme muy afuera, muy afuera, hasta que ya no podía más. Decíanme todos, al volver, que perdieron de vista mi sombrero de palma, lo que me llenaba de satisfacción. Todas las personas reunidas en la playa estaban con gran ansiedad, y corrían murmullos de alarma. A mi triunfal regreso, dando brazadas a las olas y abofeteando la espuma, era recibido con vítores y plácemes. Yo me ponía muy hueco, si Camila estaba presente; si no, no. No veía más que a ella, saliendo de su caseta ya vestida, colorada, fresca; y me decía con amable reprensión: «¡Qué susto nos has dado! Creí que no volvías más. A ver si te dejas de gracias».
Pues un día, el que sucedió a la escena de la sala de armas, nos bañábamos, como siempre, todos a la vez. Entrambos Miquis hacían sus pinitos sobre las olas. Constantino se me montó encima, hundiéndome un rato en el mar. Salí furioso. Había llegado mi ocasión. Cegué otra vez, y agarrándole por el cogote me sumergí con él, diciendo entre dientes: «Traga agua, perro, trágala». Un instante nos balanceamos en el agua; dimos contra la arena. Sentí la sacudida hercúlea de mi víctima, que procuraba echarme la zarpa en los apuros de la asfixia. Cuando salí a la superficie, pensé por un momento que Constantino se había ahogado, y sentí terror. Camila, que estaba lejos, empezó a chillar. Pero su marido salió de repente, atontado, pataleteando, escupiendo agua, vomitándola... Su aparición fue acogida con carcajadas por los circunstantes. Yo me reí también, y braceando agujereé una ola. Creí que no me seguiría; pero impávido me siguió, haciendo gestos de ira cómica, la única ira que en él cabía. Y me acometió, saltome a los hombros, y sus poderosas manos me hundieron a su vez. Dentro del agua, oí una voz que llegaba a mis oídos con esa vibración penetrante con que el mar transmite los sonidos. Camila gritaba: «Constantino, ahógale». Estas palabras, rasgando la masa verde y movible del mar, parecían el ras del diamante al cortar el vidrio... Y en verdad que al oírlas tuve miedo, y creí que en efecto me ahogaba. Por suerte, ambos volvimos pronto a la superficie, y nos acogieron las mismas carcajadas de antes. Tuve que reportarme y disimular. Augusto decía: «juegos pesados y de mal género, que pueden ser peligrosos». Camila reía también; pero yo no podía apartar de mi mente aquel ahógale, que me parecía dicho con toda el alma; se me quedó dentro de los oídos como cuando nos entra agua en ellos, y no la podemos extraer, ni atenuar la gran molestia que produce. Salí del baño aturdido y con despecho, que no excluía la vergüenza de haber sido tonto y brutal.
Después, al abandonar la caseta, donde permanecí largo rato procurando serenarme, vi a los dos esposos correteando por la playa y recogiendo conchas como dos inocentes. Nunca había estado mi prima tan hermosa. Los baños de mar habían puesto el sello a su robustez gallarda. Hablando de su apetito, lo pintaba con las hipérboles más graciosas. «Se desayunaría con un cabrito si no fuera de mal tono... Sentía que las chuletas no tuvieran izquierda y derecha para comérselas dos veces... Por punto no devoraba una langosta entera». Su asnito no le iba en zaga en esto. Ambos tenían coloración tostada y encendida, por efecto del sol, del agua de mar y de aquel apetito de la Edad de Oro. Ambos revelaban el apogeo de la salud y del vigor físico, así como el grado culminante de la alegría, que es consecuencia de aquel feliz estado. El indiferente que les veía y les escuchaba no podía menos de alabar a Dios ante una pareja tan bien dispuesta para los goces y los trabajos humanos, ante aquel admirable tronco que arrastraba sin esfuerzo alguno, relinchando de gusto, el carro de la vida.

III[editar]

¿Por qué Camila no era mía? vamos a ver, ¿por qué? Antojábaseme que habría sido el más feliz de los mortales teniéndola por esposa. No me contentaba con robarla al hogar y al tálamo de otro hombre; quería ganármela legítimamente y tomar posesión de ella ante el mundo y ante Dios. Sí, tal era la mujer que me convenía; Camila, sí, y no otra, pues cuando uno se liga a una mujer para toda la vida, es preciso que esta lleve en su temperamento aquellos raudales de dicha, aquel reír inefable y aquella santa salud. ¡Qué fatalidad, llegar siempre tarde! La interposición del marmolillo de Miquis me parecía una mala pasada de mi destino. ¡Dios me quería mal, me estaba trasteando y quedándose conmigo! ¡Cuánto disparate! También pensaba mucho en la primera impresión que me causó la señora de Miquis cuando la conocí. ¿Por qué me fue antipática? ¿Por qué la juzgué tan severamente? ¡Ah! Porque en aquellos días yo era idiota; no me quedaba duda de que era el mayor majadero del mundo, pues la misma equivocación que padecí con Camila la tuve con respecto a Eloísa, a quien estimé adornada de mil virtudes, sin adivinar su diabólica pasión por el lujo. ¿Y si después de ganar y poseer a Camila, me salía con un defecto semejante? Porque equivocado una vez, equivocado mil y quinientas... No, no, no; esta no tenía ninguna chispa del Infierno dentro de sí, como la otra; esta era la alegría, alma del mundo, la rectitud guardada en el vaso de la jovialidad... Tenía que ser mía en una forma u otra, y después era indispensable que el marmolillo reventara o que se le llevaran los demonios, para legitimar mi victoria.
Faltábame aún ensayar otro idilio, puesto que el piscatorio y el campestre no me habían servido de maldita cosa. Les convidé, pues, a dar un paseo por Bayona y Biarritz. Augusto y su mujer y cuñada vendrían también. Brindeles con un viajecito hasta Burdeos; pero no aceptaron. Mi idea era pasarle a Camila por delante de los ojos las tiendas francesas de novedades, y observar, al menos, qué cara ponía y si era su ánimo completamente inaccesible a cierto género de tentaciones. Cuando íbamos en ferrocarril camino de la frontera, dije a mi borriquita que se comprara lo que quisiese, un par de abrigos de invierno, tres sombreros, media docena de corbatas, dos o tres vestidos de alta novedad; en fin, que aprovechara la ocasión surtiéndose para todo el año. «No me lo digas dos veces -contestaba entre carcajadas-, mira que te arruino.
¡Ojalá que quisiera arruinarme! Con secreta satisfacción observé que el aspecto de las tiendas de Bayona la puso seria, que miraba mucho y con atención profunda, que ella y la mujer de Augusto discutían sobre lo que veían. A ruego mío entraban en algunas tiendas, pero sin escoger nada. Augusto hizo algunas compras insignificantes. Yo intenté hacerlas considerables; pero Camila no quería tomar nada, sino de acuerdo con su manchego, que a cada paso consultaba el portamonedas y hacía cuentas tácitas. No pude conseguir que aceptasen nada de lo que les ofrecí. Para obtener alguna ventaja en este terreno, tuve que hacer un regalo general, obsequiando a cada uno de los que formaban la partida.
«Pero vamos a ver, tonta, ¿por qué no te compras este abrigo...? Yo te adelanto el dinero. Ya me lo pagarás cuando puedas. Constantino, ¿no es verdad?
Constantino decía que nones.
«Y este sombrero... ¿ves qué bonito?
-Vámonos, vámonos -decía Camila, muy seca-. Me carga este pueblo. Esto es una farsantería.
-Al menos -insistía yo-, que acepte tu marido este paraguas, y tú... No me desaires. Me enfadaré si no aceptas este pardessus.
-Quita allá... Voy a parecer una de esas tías... No quiero, no quiero.
Fuimos a Biarritz y almorzamos en el Hotel de Embajadores. Felizmente, Miquis se encontró un amigo que le invitó a jugar una partida de billar en el Casino. Paseamos en tanto los demás por los alrededores de la Villa Eugenia, por las playas de los Locos, de los Vascos y por los vericuetos del Puerto Viejo. Augusto y su mujer y su cuñada se entretuvieron hablando con una familia conocida. Solo ya con Camila, la llevé por los senderos rocosos de La Chinaougue, cerca del Casino y del Puerto de los Pescadores. ¡Qué gusto verme solo con ella! Aquel ratito me parecía la gloria. Tuve el tacto de no hablarle directamente de amor. Observé en ella cierta indolencia, menos alegría que de ordinario, y una atención particular y compasiva a lo que yo decía, y a las quejas que exhalé sobre mi suerte y la soledad de mi vida. De pronto dijo: «Estoy en ascuas. Ese individuo con quien ha tropezado Constantino es una mala persona, uno de sus amigotes de Valladolid. Temo que me le pervierta.
Yo les respondí que no se cuidara de su esposo, que era la persona más formal del mundo.
«Ese granuja le invitó a echar una mesa, y temo que me le arrastre al baccarat que hay en el Casino... No creo que mi marido caiga en la tentación. Bien sabe él que le arrancaría las orejas... Me tiene miedo, y no es capaz ni de decirme una mentirijilla. ¡Ah! mi asnito es muy bueno. Y no te creas, cuando se casó conmigo tenía todos los vicios. Jugaba, bebía aguardiente, se estaba todo el día en el café diciendo gansadas, hablaba de sus jefes con poco respeto, contaba los grados que iba a ganar sublevándose, decía mil tontunas, era sucio y ordinariote. Pues ya ves: poco a poco le he ido quitando todos esos vicios. No te creas... unas veces con blandura, otras con porrazos. Un día le hice sangre... porque yo, cuando pego, no reparo... Figúrate que le mandé apartar un baúl, y se escupió las manos para agarrarlo y hacer fuerza. ¡Ay, cómo me puse! ¡me volé...!
Ved mi tontería... Estaba yo embelesado oyéndole estos cuentos de su intimidad doméstica.
«Poquito a poco -prosiguió-, le he hecho romper con todos sus amigotes. Les he ido degollando uno a uno... Hoy es un niño, un angelón, y me quiere más que cuando nos casamos. Si me preguntas que por qué nos casamos, no te sabré contestar. Nos entró muy fuerte a los dos. Nos vimos por vez primera una tarde que fui a merendar de campo en el Pardo con las de Muñoz y Nones, al día siguiente, que era martes, nos hablamos otra vez en el Retiro. El miércoles nos dijimos cuatro sandeces por el ventanillo de casa; el jueves, miraditas en la Comedia: el viernes, carta canta... contestación; el sábado nos volvimos a hablar y juramos morirnos o casarnos; el domingo quise yo almorzar fósforos, y el lunes Constantino en casa con permiso de mamá. Nos casamos contra viento y marea. La mamá de él, doña Piedad, se puso hecha un veneno, y en el Toboso se dijo que yo era una sinvergüenza, que había tenido que ver con muchos hombres. Llegaron hasta decir que... a ti te lo contaré en confianza... que yo había tenido un chiquillo. Ya ves que no me muerdo la lengua. Constantino me ha contado después todas estas tonterías de pueblo, y nos hemos reído. Su madre tenía el proyecto de casarle con una paleta rica, y él dejó todo, palurda y millones por mí. Ya ves qué mérito tengo. Después mi suegra se ha querido reconciliar conmigo, y yo le he escrito varias cartas. Soy yo muy cuca. ¿Sabes lo que dice ahora? Que tiene ganas de conocerme. Pero yo me estoy dando lustre, y no quiero ir a la Mancha. Iremos más adelante... Y aquí termina la presente historia. Nos queremos como Adán y Eva. Le domino y me tiene dominada. No te creas... si Constantino no hubiera tenido tantos vicios, y no me hubiese yo calentado los cascos para quitárselos, a estas horas nos habríamos tirado los platos a la cabeza.
No quise apartarla de aquel tema, en que tan espontáneamente se explayaba. Los recelos por la tardanza del otro la inquietaron de nuevo. Por fin lo vimos aparecer solo dando zancajos.
«¿Has jugado? -le preguntó ella, impaciente.
-Jugar, ¿a qué?
-Al baccarat.
-¿Yo?... tú estás loca. Puedes creer que no.
-Lo creo, lo creo -dijo ella, rebosando de confianza-. No hay más que hablar. Pero hazme el favor de no volverte a juntar con ese lipendi. Es un perdido, que no ha tenido una fiera que le dome... Mira, mira, qué bonito te has puesto.
-Si es la tiza, mujer, la tiza que se da a los tacos.
-No estás tú mal taco. En cuanto te separas de mí, ya no hay por dónde cogerte.
Augusto y su familia se nos reunieron, y nos volvimos a San Sebastián, ellos contentísimos, yo triste. Pero al día siguiente creí notar en Camila cierta tendencia a pensar demasiado en los vestidos y adornos de mujer que había visto. La esposa de Augusto y ella discutían con desusado calor sobre manteletas, pardessus, capotas y faralaes. ¡Si habría hecho el idilio trapístico más efecto que los otros! Porque yo la notaba un poco menos alegre, algo más atenta a cosas de vestir. ¿Se conmovería al fin aquella torre? «Quizás, quizás -pensaba yo-. Al fin tiene que ser de una manera o de otra. Tú caerás cuando menos lo pienses».

IV[editar]

Pero un día resolvieron marcharse, y con mis ruegos no les pude detener. A Constantino se le acababan los dineros. Dije a mi querida prima que no se apurase por eso y que mi bolsa estaba a su disposición; pero ni por esas. «Tú empeñado en arruinarte, y yo en que has de ser rico. ¡Si al fin tendré que ser tu administradora...!». Ojalá lo fuera. Me causó maravilla verla hacer sus cuentas al céntimo y alambicar las cantidades. Unas veces de memoria, otras con ininteligibles garabatos, presuponía todos sus gastos y se sujetaba a un plan con toda firmeza. Se había vuelto avariciosa, y no se sabe las vueltas que daba a un duro antes de cambiarlo. Se fueron ¡ay de mí! dejándome en espantosa soledad.
De buenas a primeras, encontreme un día con María Juana y su marido, que después de pasar la temporada en San Juan de Luz, se detenían dos semanas en San Sebastián antes de la rentrée. Dígolo así, porque noté en la mayor de mis primas cierto prurito de decir las cosas en francés. Había estado en Lourdes a cumplir una promesa. Rabiaban por tener sucesión, lo que Dios no les quería conceder, sin duda por haber decretado la extinción de los ordinarios de Medina por los siglos de los siglos.
Contra lo que esperaba, María Juana estuvo obsequiosísima conmigo. De confianza en confianza, se aventuró a hablarme de Eloísa, a quien puso cual no digan dueñas. Su conducta la tenía avergonzada. Era un escándalo. Al menos, cuando tuvo la debilidad de quererme, la vergüenza se quedaba en la familia. Y lo peor era que no se sabía a dónde iba a parar su dichosa hermana con aquella vida y su pasión del lujo. Estaba en la pendiente, ¿dónde se detendría? Hablamos luego de la Virgen de Lourdes, de lo bien arreglado que está aquello, de lo conveniente que sería que en España hubiera algo parecido para que no fuese el dinero de los devotos a Francia, y para que la piedad y el negocio marcharan en perfecto acuerdo. Díjome que en Madrid iba a hacer propaganda para que a la más popular de las Vírgenes se le dedicaran peregrinaciones y jubileos, a fin de llevar dinero a Zaragoza. Había patriotismo o no lo había. Yo me mostré conforme con todo. Volviendo a Eloísa, diome pruebas de mayor confianza. Comprendía que una mujer, en momentos de alucinación, faltase a sus deberes por un hombre como yo, de buena figura (movimiento de gratitud en mí); pero no comprendía que hubiera mujer capaz de echarse a pechos (textual) al carcamal asqueroso del marqués de Fúcar, sólo por estar forrado de oro; un adefesio que había sido negrero en Cuba y contrabandista por alto en España, y que, por añadidura, ¡se teñía la barba!
En tanto, Medina estaba afligidísimo. Los sucesos de Badajoz le habían llegado al alma. «¡Qué horror! ¡cuando creíamos que ese cáncer de los pronunciamientos estaba cauterizado...! Así es el cáncer. Se le cree cortado y retoña». El buen señor no hablaba de otra cosa. Su patriotismo sano y leal había sentido la injuria, como un ser delicado que recibe una coz. ¡Y el mulo que la daba era el ejército, nuestro valiente ejército! «Dios salve al país -exclamaba Medina con olozaguista concisión, juntando las manos».
El afán de saber noticias llevábale a él, y a mí también, a los círculos políticos de San Sebastián, a aquellos famosos ruedos de habladores, en cuyo centro suele verse un ex-ministro, y cuya circunferencia está formada de ex-directores y cesantes más o menos famélicos. Cansados al fin de círculos, nos marchamos todos a Madrid. Por el camino, María Juana me manifestó que pensaba organizar su casa de otro modo, que había hecho algunas compras para renovar el mueblaje, y que fijaría un día de la semana para quedarse en casa. Esto me pareció muy bien. De concepto en concepto, llegó hasta indicarme que yo debía de ser muy desgraciado en mi celibato, y que me convenía casarme. «Déjalo de mi cuenta -me dijo con cierto entusiasmo-. Yo te buscaré la novia». Esto me hizo pensar, pero pensar mucho.
Apenas llegué a Madrid y a mi casa, subí a ver a Camila, a quien hallé contenta, como siempre. El manchego estaba haciendo café en la cocinilla rusa, y ella cosiendo en una máquina nueva de Singer, que había adquirido con parte de los ahorros destinados al caballo. Esto me recordó mi promesa, que sería cumplida sin pérdida de tiempo. Constantino elegiría a su gusto.
Dijo mi prima que iba a emprender la grande obra de las camisas. Ya veríamos quién era Calleja. No quiso aguardar a otro día para tomarme las medidas, y se puso a ello con entusiasmo, dando tales pases con la cinta de cuero, que me avispé un tanto. «Pero estas camisas van a tener más medidas que la catedral de Toledo...». ¡Qué mona estaba y qué gitana!... ¡Ira de Dios! ¡casarme yo mientras aquella mujer existiera!... Jamás de los jamases. Loca estaba la que ideó tal cosa.
¡Y que no estuviéramos en los tiempos legendarios para robarla y echar a correr con ella en brazos, sobre alado caballo que nos llevase a cien leguas de allí! ¿Por qué, Dios poderoso, se me había antojado aquella, y no ninguna otra? Pollas guapísimas, de honradas familias, conocía yo, que se habrían dado con un canto en los dientes porque las requiriera de amores; muchachas de mérito que me habrían convenido para casarme, algunas de mucho talento, otras muy ricas; y no obstante, ninguna me gustaba. Había de ser precisamente aquélla, la borriquita que ya estaba uncida al asno del Toboso. Aquella, forzosamente aquella era la que se me antojaba para mujer propia y fija, para recibir mis homenajes de amor en lo que me restara de vida; aquella nada más, y aquella había de ser, pesara a todas las potencias infernales y celestiales.
Cómo llegaría a ser mi querida, no se me alcanzaba; pero ella vendría al fin. Aunque me hallaba un poco mal de salud, no paraba en casa. Habíame entrado febril desasosiego y curiosidad por averiguar lo que hacía Constantino fuera de la suya cuando salía, y si era tan formal como su mujer pensaba. Porque descubriéndole algún enredo me alegraría seguramente. No era mi ánimo delatarle, sino simplemente tomar acta y fundar en algo mis esperanzas de triunfo. Durante algunas tardes y noches, le seguí los pasos, hecho un polizonte. ¡Qué papel el mío! Me habría parecido risible e infame en otras circunstancias; pero tal como yo estaba, completamente ofuscado y fuera de mí, parecíame la cosa más natural del mundo. Siguiendo a mi amigo, deseaba ardientemente verle entrar en donde su entrada me probase su ligereza y el olvido de aquella fidelidad ejemplar de que Camila hacía tanta gala. Mi desesperación era grande al ver que mi celosa suspicacia no podía sorprender ningún acto ni aun indicio en que apoyarse. Alguna vez nos tropezamos de noche cerca de alguna calle sospechosa. Yo le cogía por la solapa, y con afectado enojo le decía: «¡Ah! tunante, tú andas en malos pasos. Tú vienes de picos pardos». Y él se reía como un bendito bruto. Tan seguro estaba en su conciencia, que no me contestaba sino con una afirmación rotunda y tranquila. «¡Parece mentira -insistía yo- que teniendo una mujer como la que tienes...! No te la mereces». Y él se reía, se reía. La honradez pintada en su cara tosca me declaraba su inocencia; pero yo volvía a la carga: «Se lo contaré a Camila».
Y él, sin mostrar contrariedad, no decía más que estas breves palabras, con sencillez grandiosa, que era toda una conciencia sacada a los labios:
«No te creerá.
Y era verdad que no me creía, pues cuando alguna vez, en la mesa, aventuraba yo alguna indicación, más bien con carácter de broma, Camila se reía y bromeaba un poco también, diciendo: «¿Con que en malos pasos... la otra noche...? Me parece que el que andaba en malos pasos eras tú».
¡Él la miraba! ¡Qué mirada aquella de rectitud sublime! Era como la mirada profundamente leal y honrada de un perrazo de Terranova. Camila le cogía la cara entre sus dedos flexibles, bonitos, encallecidos por la costura, y estrujándosela decía: «Déjate de bobadas, José María. Este animal no quiere a nadie más que a mí».
Aquella fe ciega que tenían el uno en el otro era lo que me desesperaba... ¡Que no vinieran los tiempos en que un hombre podía evocar al Diablo, y previa donación o hipoteca del alma, celebrar con él un convenio para obtener las cosas estimadas imposibles! Yo quizás no hubiera cedido mi alma sino a retroventa, para pagarla después de algún modo, o redimirme con oraciones y recobrar la que Shakespeare llama eternal joya... Pero ya no hay diablos que presten estos servicios; tiene uno que arreglarse como pueda.
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XVIII XIX XX