Lo prohibido: 21
Apariencia
I
[editar]Vamos con calma y método, que hay aquí mucho que contar.
María Juana me dijo que pensaba fijar los lunes para invitar a su mesa a seis o siete personas, y recibir después a los amigos. Deseaba ella que en estas reuniones reinase una media etiqueta, con lo cual contrariaba al bueno de Cristóbal, que renegaba de las farsas y enaltecía la confianza como flor verdadera de la amistad. Gustábale a él la abundancia de las comidas españolas, y ponía el grito en el cielo en tratándose de las fruslerías de la cocina francesa. Su mujer, habilidosa como pocas, logró encontrar el justo medio, o mejor, componendas hipócritas, con las cuales aparentaba llevarle el genio, y en realidad no hacía sino su santísimo gusto. El adorno de la casa era un campo de maniobras en que lo elegante y lo cursi andaban a la greña. Había cosas muy buenas, compradas recientemente en casa de Ruiz de Velasco, y otras del gusto fiambre, caobas y palisandros barnizados, papeles horribles con vivos de negro y oro. Porque Cristóbal era de los que se empeñan en que todo se ha de adornar con medias cañas; tenía fanatismo por este sistema decorativo, y si lo dejaran pondría las tales medias cañas hasta en la Biblia. Mi prima iba desterrando poco a poco antiguallas e introduciendo el contrabando de los muebles de arte y gusto; y como Medina la quería tanto, no le era difícil a ella triunfar en cuanto se le antojaba, aunque hubo casos en que el esposo se mostró inflexible. Tenían un portero leal, honradísimo, que llevaba veinte años comiendo el pan de los Medinas, hombre que, a decir de Cristóbal, no se pagaba con dinero. Pero aquel espejo de los porteros tenía un gran defecto. No vayáis a creer que se emborrachaba. ¡Era que usaba patillas, unas enormes zaleas negras, revueltas y despeinadas que caían tan mal con la librea...! La señora les había declarado la guerra, las odiaba como si fuese ella propia quien tuviera aquellos pelos en la cara. De buena gana habría acercado un fósforo a la de su leal servidor, para incendiar aquel matorral indecente. Pero Medina se opuso siempre a que se le hablara al tal de raparse. Le parecía un ataque al libre albedrío y una burla de la personalidad humana. Además, lo de las caras afeitadas, tratándose de criados, le parecía farsa, comedia, «moda francesa, hija, mariconadas que me revientan». Defendido por su amo, el portero continuó y aún continua tan hirsuto como siempre. La casa era una de las fundadoras del barrio de Salamanca. La compró Medina al Crédito Comercial, y después de echarle mil remiendos y composturas, porque estaba tan derrengada como todas las de su tanda, la pintó muy bien por fuera, imitando ladrillo descubierto, con ménsulas y jambas figurando piedra de Novelda, y en el portal y escalera púsole cuantas medias cañas cupieron. Arregló para sí el principal, que era hermosísimo, con vistas a la calle de Serrano y al jardín interior de la manzana. Las tales casas, mal construidas, tienen una distribución admirable, un ancho de crujía y un puntal de techos que me gusta mucho. Su única imperfección, para mí, es la curva de las escaleras, defecto que también tenía mi finca de la calle de Zurbano.
María Juana había engrosado bastante; pero siempre estaba guapa. La gordura y los quevedos aumentábanle un poco la edad; pero al propio tiempo dábanle aires de persona sentada y de buen juicio, y hasta de mujer instruida con ribetes de filósofa. Éralo realmente. Más de una vez la sorprendí bajando de su coche en las librerías para comprar lo más nuevo de por acá, o bien lo bueno y nuevo de Francia. No tenía escrúpulos monjiles y se echaba al coleto las obras de que más pestes se dicen ahora. Estaba, pues, al tanto de nuestra literatura y de la francesa; leía también a los italianos Amicis, Farina y Carducci; apechugaba sin melindres con Renan y otros de cáscara muy amarga, y algo se le alcanzaba de Spencer, traducido.
Mostrábame la señora de Medina (líbreme Dios de llamarla ordinaria), desde que nos vimos en San Sebastián, grandísima consideración. Fui el primero con quien contó para sus comidas; iba también algunas tardes y hablábamos largamente. Descubrí a poco, tras un tejido de subterfugios muy discretos, un sentimiento vivo de curiosidad, deseo ardentísimo de conocer todo lo que había pasado entre Eloísa y un servidor de ustedes. Se trataba poco con su hermana; sus relaciones eran pura etiqueta de familia en casos de enfermedad; de modo que yo sólo podía ponerla al tanto de lo que saber quería. Dirigíame pregunta tras pregunta. Y yo no me paraba en barras; ¿para qué? Si saciando aquella curiosidad sedienta y mal disimulada la hacía feliz, ¿por qué privarla de un gusto tan arraigado en su naturaleza? Preguntábame asimismo mil pormenores de la casa que ella tenía por el non plus ultra de la elegancia. ¿Cómo era el servicio del comedor? ¿Conservaba yo algunos menús de las comidas? ¿Cuántas veces se vestía Eloísa al día? ¿Se vestía por completo, de ropa interior, o nada más que cambiar de traje? ¿Usaba esas camisas de seda que ahora han dado en usar las...? ¿Sus camisas de hilo eran abiertas por delante y ajustadas como batas? ¿Cuántas docenas de pares de medias de seda de color tenía? ¿A qué hora se peinaba? ¿Era cierto que se daba baños de leche de burras para conservar la tersura terciopelosa del cutis? ¿Traía el calzado de París? Los jueves, ¿cuántos vinos servían? ¿Compraba Champagne de Reus, haciéndole poner etiquetas de la Viuda Cliquot? ¿Era cierto que debía a Prast más de seis mil duros? ¿Y a qué jugaban en la casa, al whist, a la besigue o al monte limpio? ¿Era verdad que no pagaba nunca cuando perdía? ¿Era cierto que anunciaba a los amigos con quince días de anticipación el día de su santo para que fueran preparando los regalos?... A este bombardeo contestaba yo como Dios me daba a entender, unas veces categórica, otras ambiguamente, cuidando de no poner en ridículo a la que me había sido tan cara... en todos los terrenos.
Por supuesto, María Juana no perdonaba ocasión de echarme en cara la más grave de mis faltas. ¡Oh! no me la perdonaría fácilmente, porque yo había envilecido a su hermana y a toda la familia. Verdad, que si no hubiera sido conmigo, habría sido con otro, pues Eloísa tenía en su naturaleza el instinto de la disipación. Tratando de esto a menudo, diome a conocer María Juana que no eran un misterio para ella las flaquezas de mi carácter; hablome como hablan los médicos con los enfermos a quienes de veras quieren curar, y concluía con exhortaciones cariñosas, inspiradas en sus lecturas; todo muy discreto, juicioso y hasta un tantillo erudito. ¡Vaya si tenía talento mi prima! Varias veces promulgó cosas muy sabias sobre los males que nos produce el no vencer nuestras pasiones. «Somos débiles en general; pero vosotros los hombres, sois más débiles que nosotras las mujeres, y os chifláis más pronto y con caracteres más graves. Así vemos que personas de talento hacen mil locuras por dejarse ilusionar de una cualquier cosa... Tú, que en tus negocios, según dice Medina, eres una cabeza firme, ¿cómo es que se te va el santo al cielo por unas faldas? Enigmas del hombre de nuestros días, mejor dicho, del hombre de todos los días». Por fin, una noche, después de larga conferencia, antes de comer, me espetó la siguiente conclusión: Yo estaba enfermo, yo estaba desquiciado. Para ponerme bueno, era preciso administrarme una medicina, en la cual se combinaran dos salutíferos ingredientes: el trabajo y el himeneo. Agradecí mucho la intención y admiré el talento de María Juana; pero no podía mostrarme conforme con la segunda de las drogas recomendadas por ella. El trabajo me convenía realmente, y ya me había metido en él; ¡pero el matrimonio...! Mi alma estaba tan llena de Camila, que ni una hilacha, ni una fibra de otra mujer podían entrar en ella.
Hubiérame guardado bien de revelar a María Juana la pasión que Camila me inspiraba, porque de fijo le habría dado un mal rato. Debo hacer constar que aquella señora miraba a su hermana menor con cierta indiferencia parecida al menosprecio, y teníala por mujer vulgar y sin mérito alguno. Firme en sus trece, es decir, en que yo debía trabajar y casarme, la ordinaria (sin querer se me escapa este mote), me dijo aquella misma noche con gracia mezclada de protección:
«Estate sin cuidado, que yo te buscaré la novia, mejor dicho, ya te la tengo buscada. Verás qué joya.
-No, prima, no te molestes -repliqué-. No hay mujer para mí. Es una desgracia; pero no lo puedo remediar. No creas, también yo he pensado en esto, y sólo saco en claro una cosa; y es que no tengo media naranja. Si me fijo en una que tiene buena planta, resulta con una educación deplorable. La bien educada es fea como un mico, y la bonita y lista me sale con perversidades y resabios que me aterran. Si es pobre, me parece que me quiere por el dinero; si es rica, tiene un orgullo que no hay quien la aguante. Por más vueltas que le des, la tostada no parece... Y por fin, si quieres que te diga la verdad, en mí hay un vicio fisiológico, una aberración del gusto, que no puedo vencer, porque ha echado ya sus raíces muy adentro, confabulándose con estos pícaros nervios para atormentarme. Es, te reirás, es que no me agradan más que las cosas prohibidas, las que no debieran ser para mí. Si alguna que no esté en estas condiciones me gusta, al punto la idea de que sea yo quien la prohíba a ella me quita toda la ilusión. Ríete todo lo que quieras, llámame loco, enfermo, despreciable y hasta ridículo, pero no me digas que me case.
Mirábame sonriendo con majestad, como segura de vencer aquella manía tonta. El gesto de su mano acompañaba admirablemente la frase cuando me decía: «Estate sin cuidado, que yo te quitaré esas telarañas de los ojos, mejor dicho, esos cristales, porque son falsos prismas. Eres un vicioso. Déjate estar, que cuando conozcas a la candidata...
II
[editar]Érame grata aquella casa porque en ella respiraba una atmósfera de negocios a que yo había cobrado bastante afición. Los primeros lunes eran comensales fijos Trujillo, Arnáiz, Torres y también Samaniego, nuestro agente de Bolsa. No se hablaba más que del estado de los cambios, de si se haría bien o mal la liquidación de fin de mes, y de otros particulares relacionados con la economía social. De cuanto hablaba Medina se desprendía siempre lo que llamaré el endiosamiento del arreglo, la devoción de la solidez económica. No comprendía él que nadie gastase más de lo que tiene. Odiaba la farsa, el aparentar lo que no existe, y el boato ruinoso de los aristócratas. ¡Cuánto más vale un buen pasar, la comodidad, y sobre todo la satisfacción profunda de no deber nada a nadie! Porque él quería que por todo el orbe se divulgase que jamás de los jamases había tenido una deuda, y que en su casa todo se compraba con dinero en mano. Por esto vivían él y su señora tan tranquilos. ¿Podrían otros decir lo mismo? Seguramente que no.
Muchas veces concertábamos allí, de sobremesa, operaciones para el día siguiente. La casa era nuestro Bolsín. Andando los días, allá por Febrero, cuando las reuniones se animaron con la introducción de nuevas personas, este fondo de tertulia económica era siempre el mismo, y en los corrillos de hombres solos reinaba la chismografía financiera, con vislumbres de social. En ninguna parte había oído yo sátiras tan despiadadas como las que allí escuché, referentes al lujo estúpido de muchos que no tienen sobre qué caerse muertos. Y era que en ninguna parte se tenía un conocimiento más completo de las intimidades pecuniarias de toda la gente que pasa por rica en Madrid. Torres, como hombre que había andado en tratos de préstamos menudos; Medina, como prestamista hipotecario de algunas casas grandes; Arnáiz, en su calidad de patriarca del comercio de Madrid; Trujillo, expertísimo banquero, conocían al dedillo, cada cual bajo aspecto distinto, todas las trapisondas económicas de la sociedad matritense. Cuando se tiraban a contar cosas y a ponerles comentarios, yo me encantaba oyéndolos.
¿Qué tenían que ver las anécdotas del general Morla, con aquella verdad palpitante, toda números, toda vida? Las agudezas de las conversacionistas más ingeniosos palidecían junto a aquel cuento de cuentas. Y que no se mordían la lengua los tales. «La casa de Trastamara estaba ya tambaleándose. Había tomado Pepito diez mil duros el mes anterior, y ya andaba poniendo los puntos a otros diez mil, si bien no era fácil encontrara un primo que se los diera. Sobre el palacio gravaban tres hipotecas. De las fincas históricas sólo quedaba la ganadería de toros bravos. Hasta las cargas de justicia las tenía empeñadas el anémico prócer...». -«El duque de Armada-Invencible tenía un pasivo de veinte y tres millones de reales. Su activo no llegaba seguramente a diez y nueve, comprendido el caserón, que por estar situado en sitio céntrico, valdría mucho para solares. Se susurraba que los cuadros y las armaduras habían salido para París con objeto de venderse en el Hotel Drouot. Que el duque estaba con el agua al cuello lo probaba el hecho de haberse dejado protestar una letra de Burdeos por valor de veinte y tantas mil pesetas...». -«Medina sabía de muy buena tinta que los de Casa-Bojío habían llegado a la extremidad de vivir con lo que les quería fiar el tendero de la esquina; y sin embargo, daban bailes, metían mucho ruido, salían por esas calles desempedrándolas con las ruedas de su coche, y poniendo perdidos de barro a los pobres transeúntes que han pagado al sastre la levita que llevan. Él no comprendía esto, no le cabía en la cabeza tal manera de vivir. ¡Dar bailes y comilonas, y deber la escarola! Nada, que este Madrid es muy particular...». -«Arnáiz sabía que Sobrino Hermanos tenían una cartera de sesenta mil duros incobrables. Así no era de extrañar que elevaran el valor de los géneros. Parecía mentira que el frenesí de los trapos ocasionara estos desequilibrios en la riqueza. Y lo peor es que han de seguir surtiendo a las que no les pagan, pues si les negaran el género, los desacreditarían sólo con decir que no traen más que cursilería. Así es que cuando las insolventes van a la tienda, las tienen que recibir con los brazos abiertos, y mimarlas mucho, y sacarles hasta el fondo del cofre, para que lo revuelvan todo, regateen, mareen a Cristo, carguen con lo que gusten, y después vayan pagando a pijotadas, si es que pagan algo...». -«Últimamente, se había animado algo el comercio de Madrid con el cambio político. Siempre que sube un partido que ha estado a ver venir mucho tiempo, con los dientes largos y medio palmo de lengua fuera, se animan las ventas. Muchas señoras se emperejilan entonces de nuevo; algunas echan la casa por la ventana. En estas épocas suele cobrarse algún crédito de tres o cuatro años, que ya se tenía por muerto...». -«Pero si los políticos estaban tan alicaídos como los aristócratas, en cambio, desde que se regularizó el presupuesto y el Tesoro dejó de trampear, se notaba una cierta tendencia al reposo, al orden general. Es una vulgaridad la creencia de que los políticos viven a costa del país y se regalan como príncipes. La mayoría de ellos están a la cuarta pregunta, unos porque gastan sin ton ni son, otros porque la Ley de Contabilidad los tiene metidos en un puño. Haylos también que son honrados a macha-martillo. Trujillo conocía a uno de gran importancia, que se veía perseguido por los acreedores poco después de haber estado en situación de hacerse poderoso. Verdad que todos no eran así. Algunos, arruinados con mujeres, y habiendo abandonado el bufete que les daba mucho dinero, tenían que buscar en la misma política socorros de momento, consiguiendo destinillos para Cuba y Filipinas para que el agraciado les mandase algo de sus ahorros.
Y por aquí seguían. Medina era implacable; no carecía de autoridad para dirigir aquella campaña satírica, porque su casa era el templo de la exactitud financiera, y en ella no se conocía la farsa. Torres, que en su afán de criticar no perdonaba ni a su mejor amigo, me decía una noche, solos él y yo: «No crea usted; Cristóbal tiene motivos para saber cómo andan las cajas de la Grandeza. Las mermas de aquellas casas son los crecimientos de esta. Figúrese usted que Cristóbal tiene una pajita en la boca, el otro extremo cae en la contaduría de Pepito Trastamara. Cristóbal hace así... aliquis chupatur, y se va tragando todo».
Después sacó del bolsillo del faldón de su levita un folleto, y hojeándolo añadió:
«Esta es la Memoria del Banco, con la lista de los accionistas que tienen voto en el Consejo. Mire usted a Cristóbal Medina figurando aquí con 1.250 acciones, cuando en la lista del año pasado no tenía más que 650.
III
[editar]«¿Qué te enseñaba Torres? -me preguntó María Juana un momento después.
-La lista de accionistas del Banco, en la cual figuras con mil...
-Mil doscientas cincuenta, si no lo llevas a mal. Nosotros sólo gastamos la tercera parte de nuestra renta. Mírate en este espejo y compara.
Me lo dijo con gracia. En efecto, yo me miraba en el espejo y comparaba, no pudiendo menos de señalar, en mi interior, a tal casa y familia como dignas de imitación. María Juana tenía un vestido oscuro, con preciosísima delantera de tela brochada, de un tono de oro viejo; el cuerpo admirablemente ajustado y ostentando encajes de valor. Estaba en realidad muy elegante, y nada tenían que envidiarle las de aquel otro mundo matritense tan cruelmente flagelado por Medina. En su persona sabía María Juana convertir en letra muerta las teorías del castellano viejo preconizadas por su marido. Muy santo y muy bueno que el portero no se rapara las barbas; que se conservasen en las comidas ciertos platos de saborete español, llegando el amor de lo castizo hasta servir de vez en cuando el cabrito asado a la Granullaque de Toledo; muy santo y muy bueno que se hiciese una religión del pago de las cuentas, que en el Teatro Real no bajasen nunca de los palcos principales a los entresuelos, que no hubiera en la casa boato estúpido, ni se diera de comer a troche y moche a tanto y tanto hambrón; muy santo y muy bueno que no pusiera allí los pies Pepito Trastamara, y que se evitase por todos los medios que la casa se pareciese, ni aun remotamente, a otras donde con mucho bombo, mucho platillo y mucho de high-life, quejábanse los criados de que los mataban de hambre; muy santo y muy bueno todo esto; pero ella, la señora de la casa, se vestiría siempre a la última, y del modo más rico y elegante, viniera o no de extranjis la moda, y trajera o no entre sus pliegues el pecado de la farsa y de las mariconadas francesas.
Nada más injusto que el dictado de ordinaria de Medina que la de San Salomó continuaba aplicándole. Verdad que mi prima se desquitaba muy bien y no tomaba en su boca a la maliciosa marquesa sin ponerla buena. Cuando la soltaba, no había por dónde cogerla.
«Si viene esta noche tu amigo Severiano -indicó mi prima-, le diré que venga a comer pasado mañana. Si no viene, y le ves tú, díselo. La otra noche se divirtió mucho con Barragán, y como pasado mañana vuelve este con su señora, quiero que tú y tu amigo no faltéis. Pero prométeme formalidad. Severiano es demasiado malicioso y tú también. Le tomáis el pelo al pobre Barragán que es, para que lo sepas, un excelente sujeto. Sus dos chicas son muy monas.
Me entraron fuertes ganas de reír, y le dije:
«Ya me caigo, ya... ¿Apostamos a que la novia que me tienes destinada es la hija mayor de Barragán? Tú te has vuelto loca, María Juana. Aunque Esperancita me gustara, que no me gusta; aunque estuviera bien educada, que no lo está, y aunque me la diera Barragán forrada en todas sus acciones del Banco, no la tomaría, hija, porque además de las razones que tengo para no querer casarme, eso de ser yerno de No Cabe Más excede a cuantos suplicios pueda inventar la imaginación.
-Cállate la boca, tonto -me contestó riendo también-. No es ésa, no, la que te tengo destinada. La tuya es otra y no la has visto todavía, al menos en casa...
La inopinada aparición de D. Isidro Barragán, que después de saludar a mi prima estuvo hablando un ratito con ella, nos impidió apurar el tema.
«Bárbara y Esperanza se nos han puesto malas esta tarde -dijo Barragán dando resoplidos.
-¡Pobrecitas! ¿Y qué ha sido?
-Nada, cosa del estómago... Las comidas del viernes no les caen bien... Pero Bárbara no quiere que en casa se falte a lo que manda la Iglesia, y yo le digo: «Partiendo del principio de que sea santidad eso de comer pescado en vez de carne, y yo lo pongo en duda; pero, en fin, lo admito; parto del principio de que... Yo digo: las personas delicadas ¿no deben estar exentas de cumplir esas reglas? Y no crea usted, tuvimos que llamar a Zayas. Dolores en la boca del estómago, vómitos. Al fin, paulatinamente se han ido serenando. Bien merecido les está. Yo, como no creo en esas teologías, comí en casa del amigo Lhardy buen pavo trufado, buenas salchichas y unos bisteques como ruedas de carro... Hola, Cristóbal, ¿pero ha visto usted hoy...? ¿Queda el Perpetuo por debajo del 59? ¿Qué dice Torres? ¿Ha habido malas noticias? Lo que ya sabíamos; otra sublevacioncita militar. Esto da vergüenza. Aquí no hay más que pillería, aquí no hay quien sepa gobernar. Yo fusilaría media España, y veríamos si la otra mitad andaba derecha. Porque vea usted -añadía tocándome ambas solapas y haciéndome retirar un poco, pues tenía la mala costumbre de echársele a uno encima-, si los hombres de negocios nos pusiéramos un día de acuerdo, todos compatos, y dijéramos: «ea, se acabó la farsa; desde hoy abajo la política de personas y arriba la de los grandes intereses del país...
-Seguramente que...
-Porque vea usted -prosiguió él sin dejarme meter baza-. Yo, que tengo dos mil doscientas cincuenta acciones del Banco, usted que tiene quinientas, es un suponer, otro que tiene mil, y otro y otro con otro tanto y cuanto, y Trujillo que gira diez millones de reales al año, y tal y cual, cada uno con su negocio... Suponga usted que nos reunimos todos y decimos: «hasta aquí llegó la farsa». Se me dirá que es difícil que tantos intereses se pongan de acuerdo; pero yo, partiendo del principio de que no hay ningún hombre político que tenga dos dedos de frente, sostengo...
-No tiene duda...
Felizmente se apareció Severiano y se lo endosé. Mi amigo se divertía con semejante mostrenco; yo no. Me atacaba los nervios aquel pedazo de bárbaro, que por el hecho de haberse enriquecido de la noche a la mañana, se lo quería saber todo, disputaba a gritos, quería imponer su opinión, se conceptuaba más rico que nadie, y más listo y más agudo y más caballero y rumboso, cuando en realidad era una baldosa con figura humana, grosero, ignorante y sin pizca de hidalguía ni delicadeza. La fortuna de Barragán ha sido uno de los grandes misterios de Madrid. Era, si no estoy equivocado, de tierra de Albacete. El 60 tenía una tenducha de géneros de punto en la Plaza Mayor. Metiose en no sé qué contratas; hizo préstamos al Tesoro; empezó a crecer como la espuma. El 77 se le citaba como un gran tenedor de valores del Estado. El 80 eclipsaba con su recargado lujo a muchos que siempre pasaron por muy ricos. El 83 no había ya quien le aguantara. Estaba en el apogeo de la presunción ridícula y de la suficiencia cargante. Si se trataba de una construcción pública o privada, él entendía más que los ingenieros; si de enfermedades, para él todos los médicos eran unos idiotas; si de política, él miraba de arriba abajo a las personas más eminentes. Cuestionando sobre Derecho, se atrevía a corregir a un jurisconsulto encanecido en los tribunales. Hasta en literatura se las tenía tiesas con el más pintado. En fin, que las coces de aquel burro de oro eran el providencial castigo de la sociedad por el crimen de haberle erigido.
Contome Villalonga que un día le encontró en Recoletos disputando con Castelar. Ello era algo de política, de religión o cosa tal, muy sublime. Barragán manoteaba y alzaba la voz delante del rey de los oradores, escupiendo a la faz del cielo los mayores disparates que de humana boca pueden salir. El otro se reía, y le hacía el honor increíble de contestar a sus gansadas. Cuando se separaron, D. Isidro dijo a Villalonga: «Se va porque no puede conmigo. Le he apabullado. Estos señores de las palabras bonitas se vuelven tarumba en cuanto se les ataca con razones».
En Bolsa era a veces insolente. Tenía pocos amigos, y miraba a la muchedumbre perdonándole la vida. Solía hablar del Tesoro como si fuera la faltriquera de su chaleco, y al Banco de España lo trataba de tú. Pero no tenía el valor del aventurero, ni veía los contratiempos con la serenidad del agiotista de raza. Contome Torres que un día de gran pánico y baja de valores, daba risa ver la cara que ponía Barragán oyendo publicar las últimas cotizaciones. Fue una diversión su facha, y todos iban a verle, inmóvil, espatarrado, con el hocico más estúpido que de ordinario. Los chorros de sudor le corrían por la cara abajo; él se limpiaba y mugía.
María Juana, que era bastante maliciosa, hízome reír contándome los solecismos que el tal decía a cada instante. Oíamos su risa explosiva que estallaba en el salón inmediato como un petardo, y a poco se nos acercó Severiano.
«¿Qué barbaridades ha dicho? -le preguntó María Juana.
-Muchísimas. Ha partido del principio como unas cincuenta veces en quince minutos. Ha dicho que en la cacería del lunes comió fiambre frío, y que ha puesto una pipa en Flandes. Tengo que apuntarlo, porque es oro molido. He de hacer un diccionario de este hombre, como el que Paco Morla hizo de las barbaridades del general Minio.
-Ayer -refirió María Juana, tapándose discretamente la cara con su abanico-, estábamos hablando de una mala compra que hice. Él quiso decir que me habían dado un timo; pero no pareciéndole fina la palabra, dijo que me habían dado un mito...
-Es divino ese hombre...
-No se paga con dinero...
-Lo que es eso... Ya se ha cobrado él de antemano las gracias que dice.
-Severiano -añadió mi prima-, no conoce todavía a la señora de Barragán. Esa sí que es tipo. Venga usted a comer pasado mañana. Verá usted... Yo la llamo No Cabe Más, porque esta frase no se le cae de la boca, siempre que elogia algo; y ha de saber usted que no habla sino para ponderar sus cosas. No cabe nada más rico que las cortinas de su sala; no cabe nada más ligero que su berlina de doble suspensión; no cabe nada más elegante que el vestido que le ha hecho a Esperancita...
Vimos a la señora de Barragán dos noches después. Yo la conocía, mi amigo no. Con ser bastante antipática, valía mucho más que su marido, y en parangón de él era un prodigio de talento y finura. Componíase de un gran montón de carne blanca y blanducha, de una boca enorme, de unos ojos fríos y claros. A duras penas podía el corsé contener aquellos pedazos tan exuberantes. Bajo este punto de vista no cabía más; estaba todo lleno, y parecía que toda aquella oprimida máquina iba a reventar como una bomba, haciendo destrozos entre los circunstantes. Como era de pequeña estatura, y además se había tragado el palo del molinillo, el mote que le había puesto mi prima no podía ser más adecuado, porque en efecto parecía estar diciendo en un resoplido angustioso: «No cabe más, y este palo del molinillo es excesivamente largo y lo voy a vomitar».
¿Pero qué había de vomitarlo? Lo que salía de la boca era un sin fin de palabras exprimidas, estudiadas, relamidas, queriendo que fuesen finas y sin poderlo conseguir. Esperancita era graciosa, vivaracha y bonita, pero tenía en el semblante un cierto aire de familia; el aire reventativo de su papá, según decía Severiano. Este le daba muchas bromas, y ella se pirraba por que se las diera.
«Me parece -dije en secreto a María Juana-, que limitas mucho tus invitaciones. Es preciso que animes esto. Aquí faltan mujeres. Esperancita y su hermana, No Cabe Más, la señora de Mompous, la de Torres y la de Bringas dan poco juego para tanto hombre... Es preciso que renueves el personal y traigas gente alegre, y de partido... ¿Por qué no traes a Camila?
-Si no quiere venir... Y verdaderamente no es para sentirlo. A Medina no le gustan nada los aires un tanto libres de mi hermana. Dice que si no es mala lo parece. Con todo, haré por que venga. Pero estate tranquilo, que no piarás por mujeres. ¡Ay! ¡qué sorpresa te tengo preparada!...
-¿Sabes que estoy con mucha curiosidad...?
-Vente mañana por la tarde. La convidaré a pasear conmigo, y antes de que salgamos la verás. Nada, que de esta te caso. Y no pongas peros; traga el anzuelo y dame las gracias.
IV
[editar]Por fin aquel misterio se aclaró. La joven que me proponía mi prima era la hija segunda de Trujillo. Yo la había visto alguna vez no sé si en la calle o en el teatro, pero no me había fijado en ella. Llamábase Victoria. El nombre parecía simbólico. Era, para decirlo de una vez, una de las chicas más bonitas de Madrid. ¡Oh! ¡qué Victoria aquella, y cuán feliz yo si hubiera sabido ganarla dejándome vencer! Fui presentado a ella el jueves, y nos vimos y hablamos en casa de María Juana los días siguientes, sin que sus gracias, que reconocí, ni sus buenas prendas que me parecían indudables, lograran triunfar de mi desamor. Tenía los ojos azules, el pelo castaño y rizoso, un corte de cara de los más simpáticos y agradables, boca fresca, un metal de voz que parecía música, un cierto aire de timidez y candor que no excluía la soltura de lengua y modales. Encontrábale parecido remoto con aquella pobre Kitty que aún vivía como sombra mal borrada en mis recuerdos; pero le ganaba en hermosura. Aun con esta ventaja y con aquel parecido, no lograba penetrar en mi corazón enfermo. Un lunes por la noche, después de haber bromeado mucho, noté un fenómeno extraño: Victoria empezaba a interesarme. Sentí en mi corazón algo semejante al primer picotazo que da el pollo al huevo para abrirlo y echarse fuera. Sólo que en aquel caso el pollo no picaba para salir sino para entrar. Repetile las mismas tonterías de siempre; pero con un poquito más de intención, y con cierto acento de verdad que antes no había dado yo a mis palabras. Respondíame la pobrecita con ecos de dulcísima simpatía. A poco que yo me cayera de aquel lado, vendría ella sobre mí de golpe.
Pero cuando menos lo esperaba yo, me veo entrar a Camila, y adiós mi formalidad. La miré de lejos, y su presencia, como a Macbeth las manchas de las manos, me arrancaba los ojos. Estaba yo hablando con Victoria, y Victoria se borraba delante de mí. Las palabras salían de mí como de una máquina. Mi vida toda estaba en Camila, y no veía nada que a esta no perteneciese. ¡Y cuidado que estaba elegante la borriquita! Yo la había visto confeccionando por sí propia aquel vestidillo de color metálico con adornos azules, y me admiraba de lo bien que le caía. Su hermana mirábala con cierta envidia. Debió írseme el santo al Cielo, porque la otra me puso unos hociquitos muy mimosos, y sin darse cuenta del motivo de mi distracción, me dio a entender que se sentía humillada. Aún había de ocurrir algo que me desconcertaría más. María Juana significó a Camila sus planes de casarme. Poco después, en un ratito en que Victoria no estaba presente, llegose a mí Camila para darme broma sobre el particular. «¡Qué calladito me lo tenía!». Creí notar en su acento algo como despecho, algo que trascendía a recriminación. Esto, que tal vez era un nuevo desvarío de mis ideas, levantó en mi pecho grandísimo tumulto. Díjele que no hiciera caso de su hermana; que Victoria me era indiferente, que yo no podía mirar a ninguna mujer, ni tenía alma y ojos más que para comerme a mi gitana, a mi negra, a mi borriquita de mis entretelas. Pagome este ardor con las burlas de siempre, y me dejó. Volví al lado de mi candidata, a quien vi como la criatura más vulgar y sosa del mundo. ¡Injusticia mayor...! Pero no lo podía remediar. Yo era más bruto que Constantino, más tonto que Barragán, más simple que No Cabe Más; pero Dios me había hecho así y no podía ya ser de otro modo.
Al otro día, hice presente a María Juana lo inútil de sus esfuerzos y de los míos. Victoria no me gustaba; mejor dicho, lo que no me gustaba era casarme. Vamos, que no había que pensar en tal cosa. La chica de Trujillo valía mucho; yo no era sin duda digno de ella; la pobre niña merecía un hombre sano y virtuoso, no un desquiciado como yo.
Después de meditar buen rato, díjome mi prima que yo era más tonto de lo que ella se había figurado. Sin duda Trujillo y su mujer me recibirían con palio si fuera a pedirles la chica, y en cuanto a esta, a la legua se le conocía que estaba hecha un merengue por mí. «Cásate, hombre, y ya la irás queriendo poco a poco. Si te conviene por todos conceptos...». Defendime como pude de aquellas lógicas, ocultando la verdadera causa de mi distracción. María Juana la adivinaba, sin darse cuenta del sujeto. «Tú tienes algo por ahí; tú estás chiflado por alguna... Y puede que sea una buena pieza, en cuyo caso no me tomaría yo interés por ti, dejándote entregado a las miserias de tu temperamento.
Otras veces, mostrándome una piedad que yo no merecía sin duda, se manifestaba dispuesta a hacer generosos esfuerzos en pro de mi regeneración moral y física. «Es preciso curarte a todo trance -me decía-, estás muy malito, muy malito. ¡Si fueras ingenuo conmigo, y empezaras por hacerme confesión general de tus culpas...! pero eres arca cerrada y todo te lo tragas. Que a ti te pasa algo, que no estás en tu centro, se conoce a la legua». Y a mí se me venía la verdad a la boca; mas la volvía a echar para dentro, temeroso de que mi ilustre consejera me tirara los trastos a la cabeza. En otros terrenos que no eran los de la moral, mostrábame mi prima una benevolencia digna de la mayor gratitud. Muchas noches, aprovechando un momento favorable, me obsequiaba con estas o parecidas palabras: «No vayas a la alza mañana. Vendrá de París una fuerte baja. Hay muy malas noticias. Torres se lo ha dicho a Cristóbal». Estas confidencias, por ser hechas muy cerca de Barragán y del mismo Medina, necesitaban del amparo del abanico, tapando las cotizaciones como si protegieran una sonrisa aleve.
Fiada del ascendiente que tenía sobre su marido, mi curandera iba desvirtuando poco a poco los programas de este en lo tocante a las etiquetas ramplonas y castellanas. En sus vestidos, daba ella a conocer su anhelo de elegancia y variedad. De su mesa había desterrado paulatinamente los asados de cazuela, los salmorejos, las paellas y otros platos castizos, y por fin, introdujo en la casa, con carácter de temporero, mas con idea de que fuese de plantilla, a uno de los mejores mozos de comedor que había en Madrid. Yo se lo proporcioné, a instancia suya; e hizo el papel de que creaba la plaza por favorecer a un honrado padre de familia. «Ahora -me susurró- estoy batallando con Medina para que me ponga gas en el comedor.
-No hagas tal -le respondí-, el gas ha pasado de moda. Ahora el chic es que en los comedores haya poca luz, pues así se come mejor sin que se sofoque la gente. La jilife, como dice Camila, ha inventado ahora el alumbrar las mesas con bujías de pantalla verde. Parecen escritorios de casa de banca.
Al lunes siguiente, el comedor se iluminó con bujías de pantalla verde; pero había tantas, que hube de aconsejar a María Juana que acortase las luminarias.
«Es preciso -me indicó una noche-, que me traigas a otros amigos tuyos, al general Morla, por ejemplo, que es tan divertido.
Y llevé al general, y habría llevado también al propio Saca-mantecas, si tanto mi prima como yo no temiéramos que era un pez demasiado gordo para que Medina lo tragase.
V
[editar]Como me aficioné tanto a la casa de Medina, concurría casi todas las noches, después de dar una vuelta por el Bolsín. A este iba alguna que otra mañana, y después a la Bolsa hasta las tres. Mi coche me esperaba a la salida para llevarme al Retiro, donde me juntaba con Chapa y Severiano cuando ellos no paseaban a caballo. El general Morla me acompañaba a veces, para lo cual yo le recogía en su casa de la calle del Prado, y otros días almorzábamos juntos, bien en mi casa, bien en la suya, siendo para mí muy grata tal amistad. Tenía colecciones preciosísimas y mil rarezas que me mostraba con amor, amenizando la exhibición con la sal de sus incomparables cuentos.
Visitaba menos que antes, en aquellos días, la casa de mi borriquita, porque me parecía prudente un cambio de táctica. Hacíame el interesante y afectaba enfriamientos de mi pasión, mostrándome ante ella menos triste de lo que realmente estaba. Y quizás nunca fue tan grande mi desatino. Camila era mi idea fija, el tornillo roto de mi cerebro. Me acostaba pensando en ella y con ella me levantaba, espiritualizándola y suponiéndome vencedor de su obstinado desvío. A veces no me era fácil mi papel, y me clareaba demasiado con ella.
«Si enviudaras, Camila, si enviudaras -le decía-, al año eras mi parienta. ¿Sabes por qué trabajo ahora tanto? Pues porque quiero ser muy rico, muy rico, para cuando llegue ese día feliz. Y no lo dudes, llegará; el corazón me lo dice.
-Pues lo que a mí me dice -replicaba ella impávida-, es que si Constantino se me muriera, me moriría yo también. Yo soy así. Cuando quiero, quiero de verdad.
-Esas cosas se dicen, pero luego resulta que... Viene el tiempo y consuela.
-Mira, mira, no me hables a mí de enviudar -respondía poniéndose colérica-, porque te echo por las escaleras abajo. Constantino está bien fuerte; es un roble. Ya quisieras tú, tísico pasado, parecerte a él.
-¡Oh! verdaderamente, no resisto la comparación, sobre todo en el terreno físico...
-Ni en ningún terreno, vamos; ni en ningún terreno. ¡Vaya con el señorito este...!
A lo mejor me la encontraba con una cara de Pascua que me hacía feliz. «Me parece -decía secreteando, y despidiendo chispas de alegría de los dos braseros de sus ojos-, que ahora va de veras... Tenemos aquello».
¡Pobrecilla! Era feliz, esperando y viendo venir a Belisario, su segundo génito, a quien yo aborrecía cordialmente antes de su dudosa concepción. Pero las esperanzas de Camila se frustraban. La Providencia se ponía de mi parte, y el tal Belisario se quedaba por allá.
Poco a poco me había apartado de Eloísa. Mis visitas a ella fueron muy raras en Enero, y en todo Febrero no fui una sola vez. Enviábame cartas y recados que también iban escaseando lentamente. Creíme desprendido para siempre de aquella amistad que ya era para mí tediosa y repulsiva; mas ocurrieron sucesos que la resucitaron de improviso en mi pensamiento, dándome muy malos ratos. Un lunes de aquellos de María Juana, un lunes, sí, no recuerdo cuál, me enteré del caso, que era gravísimo, aunque no inesperado. La discreta ordinaria de Medina estaba aquella noche disgustadísima. Desde que entré, conocí el trago amargo que acababa de pasar. «Ahora mismo me han dado una noticia funesta -me dijo-. ¿No sabes nada? La pobre Eloísa... trueno completo. Está la infeliz en medio del arroyo. Bien sabía yo que esto tenía que venir; y lo siento, más que por ella, pues bien merecido lo tiene, por la vergüenza que cae sobre toda la familia. En una palabra, Fúcar -añadió, deslizando las palabras con muchísima cautela-, Fúcar, hace un mes, se declaró huido».
-Eso ya lo sabía.
-Después, uno de esos malagueños ricos, no sé cuál...
-También lo sabía.
-Pero el malagueño se ha cansado también, y estos días, la pobre se ha visto acometida de toda la Inglaterra con verdadera furia. Parece que tomó dinero empeñando el mobiliario, y si no hay quien lo remedie, la dejarán sin una astilla. Los cuadros, tapices y cacharros también se los llevan. Bien sé que es muy mala, que apenas merece compasión; pero estoy disgustadísima, no lo puedo remediar. ¡Pobre mujer! ¡Si pudiéramos hacer algo por evitarle esa vergüenza...! He consultado con Cristóbal, y él, como es tan bueno, no tiene in conveniente en facilitar alguna cantidad para evitarle el embargo. Nos quedaríamos con algunos muebles. Me gusta el espejo horizontal que tú le compraste, y no me parece mal la sillería de raso del gabinete. Tú podías encargarte de arreglar esto.
Respondí que no quería meterme en tales enredos, y que allá se entendieran como quisiesen; que si los prenderos le vendían hasta la última silla, ella tenía la culpa; que si se la sacaba del atolladero, inmediatamente se metería en otro, porque era mujer para quien nada valía la experiencia. María Juana convino en esto, y no hablamos más del asunto, aunque bien se le conocía a mi prima que no podía pensar en otra cosa. A última hora díjome que se sentía afectada de su dolencia constitucional; aquella insufrible sensación de tener entre los dientes un pedazo de paño y verse obligada a mascarlo y tragarse los pedazos. Debía de ser cosa horrible. Estaba pálida y se quejaba de un fuerte dolor de cabeza, por lo cual su cariñoso marido la obligó a retirarse.
Medina, Torres y yo hablamos luego del triste asunto con más conocimiento de causa, pues Torres tenía algunos datos numéricos sobre el desastre de la Carrillo, y nos contó horrores. Medina se llevaba las manos a la cabeza, diciendo: «¿Pero esa loca en qué gastaba tanto dinero? Fúcar le daba, el malagueño le daba, y siempre más, más. ¡Oh! ¡Madrid, Madrid! Yo me aturdo pensando en esto. Por el decoro de mi familia, estoy dispuesto a hacer un sacrificio y evitar el escándalo, sacrificio completamente desinteresado, pues no quiero adjudicarme ningún mueble. No, lo he dicho a mi mujer y lo repito: por la puerta de esta casa no quiero que me entre ningún trasto de los de allá. Creería que se me metía en casa un maleficio... Soy algo supersticioso. Doy con gusto alguna cantidad con tal de evitar una vergüenza; pero conste que ese dinero lo tiro por la ventana... No quiero espejitos, no quiero monigotes de tierra cocida ni por cocer, no quiero cacharrería...
También yo, viendo la generosidad de Medina, me brindé a contribuir al mismo fin para decoro de los Buenos de Guzmán; y Torres ofreció encargarse de entrar en negociaciones con los acreedores. No hallándose en el caso de tener escrúpulos, se quedaría con algunos objetos de mérito artístico. Luego tuvimos que callarnos, porque se nos acercó mi tío Rafael, que sabía también la catástrofe; pero no hablaba de ella. Tiempo hacía que el pobre señor estaba muy cambiado, triste, pensativo, con tendencias a la taciturnidad, fenómeno muy raro en él; pero aquella noche le vi completamente agobiado por secreta pesadumbre. Apenas hablaba, se distraía con frecuencia, y daba unos suspiros que partían el alma. «Usted debiera irse al monte por dos o tres días -le dije. Y él me contestó, mirando al suelo, que aquello no se remediaba con montes. Su estado físico corría parejas con su abatimiento moral, y la humedad de sus párpados era tan grande, que ni un momento soltaba el pañuelo de la mano.
Encontré a María Juana bastante mejorada al día siguiente, mas no completamente bien. ¡Todavía el maldito paño!... Y apretaba los dientes y reclinaba la cabeza en el sofá, mirándome con cierto desvanecimiento en los ojos. «Por supuesto -decía de improviso-, he comprendido que Cristóbal tiene razón al no querer que entre aquí ningún trasto de aquella casa. Cristóbal sabe ser generoso. Así se portan los hombres. No harían todos otro tanto.
Y un día después, ya completamente sosegada de los pícaros nervios, me dijo con desabrimiento: «Al fin creo que Torres se queda con el espejo horizontal y con el cuadro de Sala. Seguramente los tomará por un pedazo de pan, porque esa gente es así. ¡Quién le había de decir a Paca, hace doce años, cuando era doncella de servicio, que iba a tener en su casa tales preciosidades! Es un escándalo cómo sube esta gentuza, y cómo se va apoderando de lo que no les corresponde por su falta de educación».
Paca era la mujer de Torres, y aunque amiga de mi prima, la amistad no obstaba para que esta la tratase como la trató en aquella ocasión, con increíble menosprecio. Hízome de ella y de sus escasas dotes una pintura cruel: apenas sabía leer; era mucho más ordinaria que No Cabe Más, y únicamente se recomendaba por su falta de pretensiones y lo bien que cuidaba de sus hijos. No tardé en comprender que María Juana le perdonaba a Paca Torres su escasa educación; pero no aquella desvergüenza de acaparar los objetos de gran lujo que habían pertenecido a Eloísa. La mayor de las groserías es la improvisación de la fortuna, y poner las manos sucias, mojadas aún con el agua de un fregadero, en los emblemas de nobleza, perteneciente por natural derecho a las personas bien nacidas.
VI
[editar]Aquel buen ordinario de Medina, en quien yo descubría poco a poco, dicho sea sin vislumbre de malicia, estimables prendas; aquel hombre que era honrado a carta cabal y hacía sus negocios con limpieza, sin ser un acaparador despiadado, como susurraba Torres, empezó a inspirarme una gran antipatía. Esto debió de consistir en que yo se la inspiré a él antes, y al conocerlo, las leyes de equilibrio me impulsaron a pagarle en la misma moneda. Pues sí, Medina no me tragaba, y aunque era bastante prudente para no manifestarlo de un modo muy claro, estas cosas siempre salen a la superficie, y es preciso ser tonto para no verlas. Medina encontraba absurdas todas las opiniones mías sobre cualquier punto que discutiéramos, y me contraponía hasta los disparates del propio Barragán. Entre los dos, el uno con su malquerencia, el otro con el candor del asno que no sabe lo que hace, intentaban apabullarme con su desdén... Yo no tenía nunca razón, aunque defendiese el criterio más puro y diáfano; yo estaba ido, veía las cosas bajo el prisma de las preocupaciones, y apoyaba mis argumentos bajo la base de los errores... ¡del materialismo! En fin, que no se abría esta boca ante ellos sin soltar una barbaridad. Llegué a tenerles miedo, francamente, porque Barragán era hombre que increpaba en voz alta y no se mordía la lengua para decir: «Pero, hijo, usted está en babia; valiente plancha se ha tirado usted; al que le enseñó eso dígale que le devuelva el dinero».
No había más remedio que llamarles burros o aguantar estos chubascos. Habría sido yo muy injusto si hubiera tratado mal a Medina, pues su malquerencia, justificada tal vez, no era motivo bastante para que yo desvirtuara su mérito, que no se me ocultaba. Lo repito sin pizca de ironía; Cristóbal Medina era un hombre que, fuera de aquellas ridiculeces de las medias cañas, de su infame gusto literario y artístico y de sus modales poco finos, no merecía más que sinceros elogios y la estimación de todo el que le tratase. Aquel Torres, cuya lengua venenosa no perdonaba ni al Padre Eterno, habíame dicho que Medina absorbía, por medio de préstamos usurarios, el dinero que les quedaba a los aristócratas. Pronto hube de saber a ciencia cierta que esto era una falsedad. Todos los préstamos que Medina había hecho con hipoteca eran con moderado interés. Además, el buen ordinario no sofocaba a sus deudores; concedíales plazos y respiros, les perdonaba picos, renunciando a algunas ganancias por no exponerles a la vergüenza pública. Era también hombre capaz de tener generosidades de esas tanto más meritorias cuanto más secretas, y bien claro se ha visto su buena ley en el asunto de Eloísa. Para evitarle un bochorno, puso a disposición de ella cierta suma, y aunque lo hizo en calidad de préstamo, bien sabía que aquel dinero era ya perdido para siempre. Y negándose a tomar en cambio ni un alfiler, desagradó a su esposa; pero se acreditó de hombre recto y compasivo.
Gozaba fama de avaricia; pero esta fama la tienen en Madrid todos los que no tiran su dinero a los cuatro vientos, y no hay que hacer caso de ella. Esta opinión la hacen los pródigos parásitos y los que se gozan en ver rodar el dinero ajeno después que han desparramado el propio. ¿Saben ustedes quién había propalado la sordidez de Medina? Pues entre otros, el pillete de Raimundo, que nunca pudo dar más que un sablazo a su cuñado, el cual hubo de pararle los pies cuando intentó descargar el segundo. Eso sí, Medina no gustaba que nadie le cogiese de primo, era en esto mucho más inglés que yo, y muchísimo más práctico. Mi tío Rafael también era algo responsable de aquella falsa opinión de avaricia. Ignoro si mediaron disgustillos entre uno y otro por cuestión parecida a la que motivó la mala voluntad que Raimundo tenía a su cuñado. Sólo sé que en cierta ocasión Medina sacó a mi tío de un gran apuro, y que si no se repitió el milagro fue porque el tal llevaba en su escudo económico el lema de non bis in idem. Cristóbal era generoso cuando veía una lástima y el lastimado no le pedía nada. Si otorgaba favores de todo corazón a algún prójimo, hacíalo por una vez; pero si el tal repetía, negábase resueltamente. He oído contar esta misma costumbre del barón Rotschild y de D. José Salamanca, y me parece, con perdón de los pedigüeños, que está basada en un sólido principio de moral financiera.
Pues bien, como lo cortés no quita lo valiente, repito que este hombre, en quien yo reconocía cualidades apreciabilísimas, empezó a serme antipático, y yo a él lo mismo. Noté que siempre que hablábamos María Juana y yo apartados de la conversación general, venía él como a interrumpirnos. Sus modos eran un tanto secos, sus palabras bastante agrias.
«Se empeña en ser desgraciado -decía la taimada de mi prima-, y en despreciar a la Trujillita, que es su salvación.
-Déjale, mujer, déjale -replicaba él con desabrimiento, sin dignarse mirarme-. ¿Quién te mete a ti a redentora? Es mayor de edad y debe saber cuántas son cinco.
Aquella noche, hablando de tabacos, Barragán me dijo que yo no había inventado la pólvora. Y a propósito, Medina fumaba muy bien. Si en el comer y en los demás goces suntuarios su religión era la medianía, en aquel maldito vicio picaba muy alto. Tenía vegueros riquísimos, marcas de primera, y todas las vitolas conocidas, desde el menudo entreacto a las regalías imperiales y cazadores más exquisitos. Recibía de la Habana, en remesas de cuatro mil, lo mejor de aquellas fábricas, y obsequiaba a sus amigos con largueza, quiero decir que daba cigarros para que los fumásemos allí; pero no regalaba nunca mazos enteros ni menos cajas. A su casa iban muchos por fumar bien, como van a otras por comer. Algunos que se pasan el día tirando de los peninsulares de estanco, con ayuda de una boquilla de cerezo, acudían allí por las noches a regalarse con un Henry Clay o un predilecto de Julián Álvarez.
Observé que casi siempre reservaba para mí piezas infumables, que parecían veneno por lo amargas y caoba por lo incombustibles. Dábamelos como cosa buena, elogiándolos mucho, mas yo le devolvía la broma, si es que lo era, llevando preparada en mi petaca alguna tagarnina capaz de hacer reventar a un bronce. A veces, este doble juego terminaba en risas, sin más consecuencias. Al cuarto de fumar lo llamábamos la sala de contratación, pues venía a ser en cierto modo nuestro Bolsín. Sobre la mesa estaba el Boletín con las cotizaciones del día, y entre chupada y chupada solíamos decir algo de que resultaba al siguiente una operación formal. «Mañana -decía Torres-, tomaré a 90 todo lo que me quieran dar». -«Doy a 95». -«Guárdeselo usted»... Otras veces, Torres se levantaba de su asiento y exclamaba: «Hechas».
Como aquel maldito explotaba el pesimismo, nos llevaba siempre cuentos lúgubres de sediciones militares y de trapisondas y crisis de mil demonios. El Ministerio estaba dando las boqueadas, el Rey enfermo y los republicanos en puerta. Siempre tenía dos o tres telegramas de París que enseñarnos anunciando depreciación; pero los de verdadero interés para él se los guardaba donde nadie los viese. Era un bajista temible, y no parecía prudente aventurarse en contra suya, porque confabulado con un sindicato de jugadores franceses, dominaba nuestra Bolsa. Medina y yo le seguíamos, unas veces juntos, otras no. Cuando mi liquidación de fin de mes, después de casar cifras, arrojaba algo en favor de Cristóbal, este me decía: «Mañana me tiene usted que aflojar cien mil pesetitas». Decíamelo con tal complacencia y regodeo que me lastimaba. No era costumbre entre jugadores hablar así. Indudablemente tiraba a dar de veras y hacía las combinaciones con saña y deseo de herirme en lo vivo. Esto y lo de los cigarros y sus interrupciones cuando María Juana y yo hablábamos, y otras señales evidentes de su recóndita inquina, movieron en mi ánimo deseos vivísimos de jugarle una mala pasada. Este sentimiento nació en mí débil, y fue tomando cuerpo, alentado por sucesos que he de referir a su tiempo, amén de otras causas inherentes a la naturaleza humana. Al principio, rechazó mi conciencia la idea de la mala pasada; pero poco a poco la idea se extendió y echó raíces, concluyendo por posesionarse de mí con fuerza irresistible. ¡Vaya si se la jugaría! Y no buscaba yo la mala pasada, sino que ella venía hacia mí, solicitándome para que la jugase; yo no tenía más que alargar la mano... Nada, nada, que aquel hombre íntegro y juicioso me pagaría juntas todas sus groserías.