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Los Apostólicos/IX

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IX

Dulce melancolía inundaba el alma pura del buen Cordero. Parecíale que todo lo de la tienda, incluso el feo hortera, concordaba con el estado de su espíritu, tiñéndose de inexplicable color lisonjero, y que había una sonrisa general en todo lo externo, como si cada objeto fuera espejo en que a sí propio se miraba. Para más dicha, hasta hubo muchas ventas aquel día, que fue, si no estamos mal informados, uno de los de Febrero del año de 1831, al cual se podría llamar, como se verá más adelante, el año sangriento.

Serían las once cuando entró en la tienda una dama y tomó asiento. Era parroquiana y amiga. D. Benigno la saludó y al punto empezó a sacar género y más género, blondas de Almagro, Valenciennes, Bruselas, Cambray, Malinas, en tal abundancia y variedad que no parecía sino que la señora iba a llevarse todo Flandes a su casa.

-¡Qué carero se ha vuelto usted!... Ya no vuelvo más acá... Me voy a casa de Capistrana... ¿Cincuenta y seis reales?, ¡qué herejía!... Esto no vale nada... Es imitación... Vaya una carestía... No doy más que tres onzas por todo.

-No es sino muy barato... Por ser usted lo llevará en cincuenta duros todo... ¿Capistrana? No hay allí más que maulas, señora... Volverá usted por más... Es legítimo de Malinas... lo recibí la semana pasada. Este encaje de Inglaterra me cuesta a mí veinticuatro. Pierdo el dinero.

-Lo que pierde usted es la caridad... ¡Santo Dios, cómo nos desuella! Así está más rico que un perulero... Con estos precios que aquí usan, ¡ya se ve!, no es extraño que se compren casas y más casas.

Tantos dimes y diretes concluyeron con que la dama pagó en buenas onzas y doblones. Mientras Cordero empaquetaba las compras para mandarlas a la casa de la señora, esta le preguntó si era cierto que se había hecho propietario de la finca donde estaba la tienda, y como el encajero le contestara que sí, la parroquiana aparentó alegrarse mucho diciendo:

-Precisamente estoy muy descontenta del cuarto en que vivo y deseo mudarme. ¿No viven en este principal los de Muñoz? ¿No se van de Madrid? Pues si dejan la casa yo la tomo.

-Mucho me alegraré -replicó el héroe-. Pero me figuro que mi principal será pequeño para quien tanto lujo tiene y a tanta gente recibe en sus tertulias.

-¡Oh!, no... pienso reducirme mucho y vivir más para mí que para los otros -dijo la dama con mucha gracia-. Estoy cansada de poetas, de mazurcas y de chismes políticos. El Gobierno ha principiado a mirar con malos ojos mis reuniones, a pesar de que mi absolutismo pasa por artículo de fe. Ya sabe usted lo que es Calomarde y toda esa gente: van de exageración en exageración... están ciegos. El poder absoluto es como el vino, una cosa muy buena y un vicio, según el uso que de él se haga. No lo dude usted, esa gente está borracha, y mientras más bebe y más se turba más quiere beber. El año comienza mal, y según dicen, las conspiraciones arrecian y el Gobierno no se para en pelillos para ahorcar.

-No faltará tampoco quien amanse y dulcifique -dijo Cordero apoyando sus codos en el mostrador para atender mejor a un tema tan de su gusto-. La Reina...

-¡Oh!, sí, la Reina... -exclamó la dama con ironía-. Sus dulcificaciones, de que tanto se ha hablado, son pura música. Ya lo ve usted, ha fundado un Conservatorio por aquello de que el arte a las fieras domestica. Me hace reír esto de querer arreglar a España con músicas. Al menos el Rey es consecuente, y al fundar su escuela de Tauromaquia, cerrando antes con cien llaves las Universidades, ha querido probar que aquí no hay más doctor que Pedro Romero. Eso es, dedíquese la juventud a las dos únicas carreras posibles hoy, que son las de músico y torero, y el Rey barbarizando y la Reina dulcificando nos darán una nación bonita... ¡Ah!, me olvidaba de otra de las principales dulcificaciones de Cristina. Por intercesión de ella ¡oh alma generosa!, se va a suprimir la horca para sustituirla ¡enternézcase usted, amigo Cordero!... para sustituirla con el garrote... No sé si en el Conservatorio se creará también una cátedra de dar garrote... con acompañamiento de arpa.

D. Benigno se rió de estas despiadadas burlas; mas lo hizo por pura galantería, pues siendo entusiasta admirador de la joven y generosa Reina, no admitía las interpretaciones malignas de su parroquiana.

-Ello es, querido D. Benigno -añadió esta- que yo he determinado quitarme de en medio. Presiento no sé qué desgracias y persecuciones. Deseo una vida retirada y oscura. No más tertulias, no más versos dedicados a bodas reales, embarazos de reinas y nacimientos de princesas, no más murmuración ni secreto sobre lo que no me importa. Si su casa de usted me gusta, a ella me vengo y en ella me encierro... Decidido, señor de Cordero.

-Como buena y cómoda no hay otra en Madrid.

-Yo quisiera verla.

-Lo haré presente al señor de Muñoz y de seguro me dará permiso para que usted la vea.

-No, no se moleste usted -dijo la dama, observando con atención el rostro de Cordero, por ver si se turbaba-. ¿No son iguales todos los pisos?

-Todos enteramente iguales.

-Pues enséñeme usted el entresuelo donde usted vive... Pero ahora mismo. Tengo prisa. Quiero decidir de una vez.

Levantose resueltamente dirigiéndose a alzar la tabla del mostrador para pasar a la trastienda. De aquel modo brusco y ejecutivo hacía ella todas sus cosas.

-No hay inconveniente, señora -dijo Cordero manifestando más bien agrado que contrariedad-. Pero la señora me permitirá que no la acompañe, porque tendría que dejar la tienda sola. El chico no está.

-No faltaba más sino que también conmigo gastara usted cumplidos. Quédese usted... subiré sola, ya sé el camino... por esta escalerilla...

-¡Sola!... ¡Cruz!... -gritó D. Benigno desde el primer peldaño.

La dama subió con ágil pie por la escalera, la cual era tan estrecha que en la angostura de las paredes se le chafaron a la señora las huecas mangas de jamón, y el chal de cachemira se le resbaló de los hombros.

En aquel mismo momento Crucita estaba limpiando jaulas y soplando la paja del alpiste, sin parar un momento en su conversación con todos los pájaros, la cual era un lenguaje compuesto de suavísimas interjecciones cariñosas, de voces incomprensibles, cuyas variadas inflexiones no expresaban ideas, sino un vago sentimiento de arrullo o los apetitos y anhelos del instinto. Era aquella charla como los rudimentos o albores de la palabra humana cuando el hombre pegado aún a la Naturaleza por el cordón umbilical de la barbarie, desconocía las relaciones sociales. ¡Oh!, ¡qué dato para aquel filósofo que tenía en D. Benigno el más entusiasta de sus admiradores! Oyendo hablar a doña Crucita con los habitantes enjaulados de su selva de balcón, Rousseau habría comprendido mejor el estado feliz y perfecto del hombre, y su amigo Voltaire se habría puesto de cuatro pies para practicar, no de burlas, sino de puras veras, las teorías del autor del Contrato.

Doña Cruz era una mujercita seca y bastante vieja, muy limpia, fuerte y dispuesta como una muchacha, lista de pies y manos, con la cabeza medio escondida dentro de una escofieta que parecía alzarse y bajarse con el mover de la cabeza, como las moñas o tocas de ciertas aves. Para mirar daba a la cara un brusco movimiento lateral, lo mismo que los pájaros cuando están azorados o en acecho. Fuera por la asociación de ideas o por verdadera semejanza, ello es que al verla daban ganas de echarle alpiste.

Interrumpida en lo mejor de su faena, doña Cruz se escandalizó, se asustó, aleteó un tanto con los bracitos flacos, miró de lado, graznó un poquillo. Al mismo tiempo dos, tres o quizás cuatro perrillos se abalanzaron a la dama, ladrando y chillando, rodeándola de tal modo que si fueran mastines en vez de falderos, la dejarían malparada. La cotorra y el loro ponían en aquel desacorde tumulto algunos comentarios roncos que aumentaban la confusión. La dama expresó el objeto de su subida al entresuelo, mas como Crucita no podía oírla, fuele preciso alzar la voz, y con esto alzaron la suya los perros, mayaron los gatos, se enfadaron cotorra y loro y los pájaros prorrumpieron en una carcajada estrepitosa de cantos y píos. Mientras más gritaba la turba animalesca más se desgañitaba doña Cruz diciendo: «¿Qué se le ofrece a usted? ¿Por quién pregunta usted?». Y a cada subida del diapasón de la vieja más elevaba el suyo la señora, mientras D. Benigno desde la escalera gritaba sin que le escucharan: «¡Cruz! ¡Sola!» armándose tal laberinto que sin duda hubiera parado en algo desagradable si no se presentara afortunadamente la Hormiga a desvanecer aquella confusión, imponiendo silencio y enterándose de lo que la dama quería.

Sorprendida y algo cortada estaba Sola ante aquel brusco modo de ver casas, y pasado el asombro primero dio en sospechar que otra intención distinta de la manifestada tenía la dama. Aunque esta le inspiraba miedo, por figurársele que su presencia le anunciaba alguna trapisonda, quiso disimular su temor. Tan bien lo consiguió, que la señora empezó a sorprenderse a su vez de hallar en la protegida de Cordero un semblante tan festivo, un ánimo tan sereno y tal disposición a la complacencia, que dijo para sí con despecho y tristeza: -O esta disimula mejor que yo, o no hay aquí hombre escondido ni cosa que lo valga.