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Los Apostólicos/XIX

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XIX

-¿Cómo te va, Elías? Señor conde de Negri, buenas noches. Buenas noches, Sr. D. Rafael Maroto.

Así saludó D. Felicísimo a sus amigos, entrando en la sala, candilón en mano. Como aún no le hemos visto andar, no hemos podido decir que andaba a pasitos cortos, muy cortos, y así tardó una buena pieza en llegar al centro de la estancia. Viose entonces la longitud de su levitón negro, el cual le llegaba hasta los pies, de modo que no parecía que andaba, sino que estaba fijo sobre una tablilla con ruedas de la cual tirara con lentitud una invisible mano. Puso el candilón sobre la mesa, y como la vecindad de la lámpara hacía que aquel palideciera de envidia, lo apagó.

-Usted siempre tan fuerte -dijo uno de los amigos dando un palmetazo en la rodilla de Carnicero.

Era este amigo un señor pequeño, o por mejor decir, archipequeño, adamado y no muy viejo.

-Defendiéndonos admirablemente -repuso Carnicero cogiéndose una pierna con las manos y levantándola para ponerla sobre la otra.

-Un cigarrito -dijo aquel de los amigos que llamaban Maroto, y era el más joven de los tres, de buena presencia, bigotudo y con señalado aspecto marcial.

El conde de Negri, con el cigarrito en la boca, sacó eslabón y piedra y empezó a echar chispas. Durilla era la faena y la mecha no quería encenderse.

-¡Maldito pedernal! -murmuró el señor conde.

Y las chispas iban en todas direcciones menos en la que se quería. Una fue a estrellarse en la cara plana de D. Felicísimo como un proyectil ardiente en la muralla de un bastión formidable, otra parecía que se le quería meter por los ojos al propio señor conde, y chispa hubo que llegó hasta el cuadro de Ánimas dando instantáneamente un resplandor verdadero a aquel Purgatorio figurado. Al fin prendió la mecha.

-¡Gracias a Dios que tenemos fuego! -dijo D. Felicísimo entre dos hipos-. Con estos tubos de vidrio que han inventado ahora para encerrar las luces, no se puede encender en las lámparas.

En tanto el tercero de los amigos, que era bastante anciano y se distinguía por la curvatura exagerada de su nariz, había puesto unos papeles sobre la mesa, y los miraba y revolvía atentamente. De repente dijo así:

-No hay que contar con Zumalacárregui.

-¡Todo sea por Dios! -exclamó Carnicero-. ¿Ha escrito? Pues a mi carta no se dignó contestar. ¿Sigue en el Ferrol?

-Pues nos pasaremos sin él -indicó el conde de Negri-. La causa revienta de partidarios, quiero decir que los tiene de sobra en todas las clases de la sociedad, y así no es bien que solicite coroneles, como es uso y costumbre entre liberalejos.

-Ya sabemos -dijo con tono de autoridad el llamado Elías alzando los ojos del papel-, que la causa que defendemos es legalmente una batalla ganada. Habiendo sucesor varón no puede suceder una hembra. Moralmente también es cosa fuera de duda. El clero en masa apoya al partido de la religión y con el clero la mayoría del reino, y la aristocracia.

-Y el ejército -declaró el conde pequeñito, plegando mucho los párpados porque le ofendía la luz.

-Eso está por ver -replicó Elías Orejón-. Desde la guerra de la Independencia, el ejército, lo mismo que la marina, están carcomidos por la masonería. La revolución del 23 obra fue de los masones militares; las intentonas de estos años también son cosa suya, y en estos momentos, señores, se está formando una sociedad llamada la Confederación Isabelina, en la que andan muchos pajarracos de alto vuelo, y que por el rotulillo ya da a entender a dónde va. Necesitamos...

-¡Claro, clarísimo, indubitable! -exclamó Carnicero, que deseaba meter baza, por no hallarse conforme con su amigo en aquel tema.

-Necesitamos -prosiguió el otro alzando la voz en señal de enojo por verse interrumpido-, necesitamos, aunque el escrupuloso señor Infante no lo crea así, asegurar y comprometer aquellas cabezas militares más potentes. Ya se puede decir que son de acá los siguientes señores: el conde de España, capitán general del Principado; el Sr. González Moreno, gobernador militar de Málaga...

-Buenos, buenos, bonísimos -dijo Carnicero, que no podía contener sus ganas de interrumpir a cada instante.

Orejón citó otros nombres, añadiendo luego.

-En el ramo de hombres civiles o eclesiásticos de gran nota, andamos a la conquista del Sr. Abarca, obispo de León, y de D. Juan Bautista Erro, consejero de Estado, a los cuales sólo les falta el canto de un duro para caer también de la parte acá.

-Bueno es que los clérigos y hombres civiles vengan -dijo Maroto- pero por santa y gloriosa que sea la causa de Su Alteza, y yo doy de barato que es la causa de Dios, no se hará nada sin tropa.

-¿Y los voluntarios realistas?

-Son buenos como auxilio; pero nada más. Denme generales aguerridos, jefes de valor y prestigio, y el día en que D. Fernando acabe, que no tardará, al decir de los médicos, don Carlos será Rey por encima de todas las cosas.

-Eso, eso -afirmó Elías sentando la palma de su mano sobre los papeles- generales aguerridos, jefes militares de valor y prestigio; al grano, al grano.

-Todo vendrá -indicó Carnicero- cuando el caso llegue. Cuando se cuenta, como ahora, ji, con el santo clero en masa, capaz de alzar en masa al reino todo, como en la guerra de la Independencia, lo demás vendrá por sus pasos contados. En cartas y por manifestaciones verbales, me han demostrado su conformidad las siguientes órdenes y religiones: los Agustinos calzados de Madrid, la Congregación benedictina Tarraconense Cesaraugustana de la corona de Aragón y de Navarra, los Menores de San Francisco, los Agustinos Recoletos o Calzados, los Canónigos seglares del Orden Premonstratense...

-Espadas, espadas -dijo bruscamente Maroto- y con espadas, no sólo no estarán demás las correas y rosarios, sino que servirán de mucho.

-Y yo -indicó el conde de Negri dirigiéndose al balcón a punto que sonaba en la calle el estrepitoso rodar de un coche- me atrevo a proponer que todas las conquistas se pospongan a la conquista del vecino.

El coche paró junto a la casa. Era el carruaje de Calomarde, que vivía frente por frente de Carnicero, en el palacio del duque de Alba.

-Su Excelencia ha entrado en su palacio -dijo el conde de Negri, atisbando por los vidrios verdosos y pequeñuelos de uno de los balcones.

-Todo se andará -manifestó D. Felicísimo-. La conversación que tuvimos él y yo hace dos días, me hace creer que D. Tadeo tardará en ser apostólico lo que tarde Su Majestad en tener, ji, el ataque de gota que corresponde al otoño próximo.

-Y si no -dijo Negri tornando a su asiento-, le barrerán. Después veremos quién toma la escoba... ¡Cuidado con doña Cristina y qué humos gasta! Si creerá que está en Nápoles y que aquí somos lazzaronis... ¿Pues no se atrevió a pedir mi destitución del puesto que tengo en la mayordomía del señor Infante? Gracias a que los señores me han sostenido contra viento y marea. Aquí entre cuatro amigos -añadió el conde bajando la voz-, puede revelarse un secreto. He dado ayer un bromazo a nuestra soberana provisional, que va a dar mucho que reír en la Corte. En imprenta que no necesito nombrar se están imprimiendo unos versos de no sé qué poeta, en elogio de su majestad napolitana. Hacia la mitad de la composición se habla de la angélica Isabel y de la inmortal Cristina. Pues yo...

El conde se detuvo, sofocado por la risa.

-¿Qué?

-Pues yo, como tengo relaciones en todas partes, me introduje en la imprenta, y di ocho duros al corrector de pruebas para que quitara bonitamente la t de la palabra inmortal.

-La inmoral Cristina, ji ji...

-Espadas, espadas -gruñó Maroto-, y no bromas de esta especie que a nada conducen.

-Toda cooperación debe aceptarse -dijo Elías refunfuñando-, aunque sea la cooperación de una errata de imprenta.

Cuando esto decían, la luz de la lámpara, ya fuera porque doña María del Sagrario, firme en sus principios económicos, no le ponía todo el aceite necesario, ya porque D. Felicísimo descompusiera a fuerza de darle arriba y abajo el sencillo mecanismo que mueve la mecha, empezó a decrecer, oscureciendo por grados la estancia.

-Voy a contar a ustedes, señores -dijo Elías-, la conversación que ayer tuve con el Sr. Abarca, obispo de León, el hombre de confianza de Su Majestad... Pero D. Felicísimo, esa luz...

-Empiece usted. Es que la mecha... -replicó Carnicero moviendo la llave.

-Pues el señor Abarca me pidió informes de lo que se pensaba y se decía en el cuarto del Infante. Yo creí que con un hombre tan sabio y leal como el señor Abarca no debía guardar misterios... Le dije pan pan, vino vino... Pero esa luz.

-No es nada; siga usted; ya arderá.

-Le expuse la situación del país, anhelante de verse gobernado por un príncipe real y verdaderamente absoluto que no transija con masones, que no admita principios revolucionarios, que cierre la puerta a las novedades, que se apoye en el clero, que robustezca al clero, que dé preeminencias al clero, que atienda al clero, que mime al clero... Pero esa luz, señor D. Felicísimo...

-Verdaderamente no sé qué tiene. Siga usted.

-Él convino conmigo en que por el camino que va el Rey, marchamos francamente y él el primero por la senda de la revolución... ¡Que nos quedamos a oscuras!...

La luz decrecía tanto que los cuatro personajes principiaron a dejar de verse con claridad. Las sombras crecían en torno suyo. Los empingorotados respaldos de los sillones parecían extenderse por las paredes en correcta formación, simulando un cabildo de fantasmas congregados para deliberar sobre el destino que debía darse a las ánimas. Las rojas llamas del cuadro se perdían en la oscuridad, y sólo se veían los cuerpos retorcidos.

-Díjome también Su Ilustrísima que ahora se va a emprender una campaña de exterminio contra los liberales... ¡Por Dios, Sr. don Felicísimo, luz, luz!

La lámpara se debilitaba y moría derramando con esfuerzo su última claridad por las paredes blancas, y por el techo blanco también. La llama lanzaba a ratos un destello triste como si suspirase y después despedía un hilo de humo negro que se enroscaba fuera del tubo. Luego se contraía en la grasienta mecha, y burbujeando con una especie de lamento estertoroso, se tomaba en rojiza. Las cuatro caras aparecían ora encendidas, ora macilentas y la sombra jugaba en las paredes y subía al techo, invadiendo a veces todo el aposento, retirándose a veces al suelo para esconderse entre los pies y debajo de los muebles.

-Esa campaña de exterminio que se va a emprender, fíjense ustedes bien -prosiguió Orejón-, no favorece al Rey, sino al Infante. Todo lo que ahora sea reprimir es en ventaja de la gente apostólica. Así nos lo darán todo hecho, y lo odioso del castigo caerá sobre ellos, mientras que nosotros... ¡Luz, luz!

D. Felicísimo quiso llamar; pero en aquella casa no se conocían las campanillas. Así es que empezó a gritar también:

-¡Luz, luz; que traigan una luz!

La lámpara se extinguió completamente y todos quedaron de un color.

-¡Luz, luz! -volvió a gritar D. Felicísimo.

Orejón, que estaba muy lleno de su asunto y no quería soltarlo de la boca, a pesar de la oscuridad, prosiguió así:

-Que utilizando con energía la horca y los fusilamientos, limpien el reino de esas perversas alimañas, es cosa que nos viene de molde.

-Aguarde usted, hombre... Estamos a oscuras...

-Ji... se han dormido y no nos traen luz -dijo D. Felicísimo-. Sagrario, Sagrario. Tablas... Nada: todos dormidos.

Así era en verdad.

-¿Tiene usted avíos de encender, señor Conde? Aquí en este cajoncillo de la mesa debe de haber, ji, ji, pajuela.

Pronto se oyó el chasquido del eslabón contra el pedernal. Las súbitas chispas sacaban momentáneamente la estancia de la oscuridad. Se veían como a luz de relámpago las cuatro caras apostólicas, la fúnebre fila de sillas de caoba y el cuadro de ánimas.

-La raza liberalesca y masónica estará ya exterminada cuando llegue el momento de la sucesión de la corona -decía Orejón entusiasmado-. ¡Admirable, señores!

D. Felicísimo tenía la pajuela en la mano para acercarla a la mecha luego que esta prendiese, y al brotar de la chispa, su cara plana, en que se pintaban la ansiedad y la atención, parecía figura de pesadilla o alma en pena.

-Trabajan para nosotros, y ahorcando a los liberales se ahorcan a sí mismos.

-Es evidente -murmuró D. Rafael Maroto.

-¡Demonches de pedernal!

-¡Luz, luz! -volvió a decir D. Felicísimo-. Pero Sagrario... Nada, lo que digo: todos dormidos.

Por fin prendió la mecha y aplicada a ella la pajuela de azufre, ardió rechinando como un condenado cuyas carnes se fríen en las ollas de Pedro Botero. A la luz sulfúrea de la pajuela reaparecieron las cuatro caras, bañadas de un tinte lívido, y la estancia parecía más grande, más fría, más blanca, más sepulcral...

-De modo -continuaba Elías, cuando D. Felicísimo encendía el candilón de cuatro mecheros-, que en vez de apartarles de ese camino, debemos instarles a que por él sigan.

-Sí, que limpien, que despojen...

-Pues ahora -dijo Negri-, contaré yo la conversación que tuve con Su Alteza la infanta doña Francisca.

-Y yo -añadió Carnicero-, referiré lo que me dijo ayer fray Cirilo de Alameda y Brea.