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Los Apostólicos/XV

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XV

En tanto que esto pasaba en casa del vendedor de encajes, doña Jenara y Pipaón andaban atortolados por el ningún éxito de sus averiguaciones, y los días iban pasando y la sombra o fantasma que ambos perseguían se les escapaba de las manos cuando creían tenerla segura. El terrible democracio albergado en la Trinidad resultó ser el más inocente y el más calavera de todos, hombre que jamás haría nada de provecho fuera de las hazañas en el glorioso campo del arte; gran poeta que pronto había de señalarse cantando dolores y melancolías desgarradoras. No sabiendo cómo lo recibiría la policía, acogiose a los frailes Trinitarios por indicación de Vega, que en aquella casa cumplió seis años antes su condena, cuando el desastre numantino. Los empeños de su familia y amigos le consiguieron pronto el indulto, y decidido a ser en lo sucesivo todo lo juicioso que su índole de poeta fuera compatible, solicitó una plaza en la Guardia de la Real Persona que le fue concedida más adelante.

Bretón, desesperado por las horribles trabas del teatro, marchó a Sevilla con Grimaldi, autor de la Pata de cabra. Vega, que luchaba con la pobreza y era muy perezoso para escribir, quería hacerse cómico y aun llegó a ajustarse en la compañía de Grimaldi. Considerando esto los amigos como una deshonra, pusieron el grito en el cielo; pero como los alimentos no podían sacar al poeta de su atolladero, fue preciso echar un guante para rescatarle, por haber cobrado con anticipación parte del sueldo de galán joven. Grimaldi era un empresario hábil que sabía elegir la gente, y en su memorable excursión por Cádiz y Sevilla, dio a conocer como actriz de grandísima precocidad a una niña llamada Matilde, que a los doce años hacía la protagonista de La huérfana de Bruselas con extraordinario primor.

En Madrid, después de la marcha de Grimaldi, el teatro se alimentaba de traducciones. Algunas de estas fueron hechas por un muchacho carpintero, de modestia suma y apellido impronunciable. Era hijo de un alemán y hacía sillas y dramas. Fue el primero que acometió en gran escala la restauración del teatro nacional, para sacar al gran Lope del polvoriento rincón en que Moratín y los clásicos le habían puesto juntamente con los demás inmortales del siglo de oro. El infeliz ebanista que no podía ver representadas sus obras originales, traducía a Voltaire y a Alfieri y refundía a Rojas y al buen Moreto. Pero su estrella era tan mala que no logró abrirse camino ni hacer resonar su nombre en la república de las letras; y así pocos años después, la víspera del estreno de su gran obra original que le llevó de un golpe a las alturas de la fama, el lenguaraz satírico de la época, el mal humorado y bilioso escritor a quien ya conocemos, decía: «Pues si el autor es sillero, la obra debe de tener mucha paja». El enrevesado nombre del ebanista nacido de alemán y criado en un taller fue, desde que se conocieron Los amantes de Teruel, uno de los más gloriosos que España tuvo y tiene en el siglo que corre.

Y el satírico seguía satirizando en la época a que nos referimos (1831); mas con poca fortuna todavía, y sin anunciar con sus escritos lo que más tarde fue. Se había casado a los veinte años, y su vida no era un modelo de arreglo, ni de paz doméstica. Recibió protección de D. Manuel Fernández Varela, a quien se debe llamar El Magnífico por serlo en todas sus acciones. Su corazón generoso, su amor a la esplendidez, a las artes, a las letras, a todo lo que fuera distinguido y antivulgar, su trato cortesano, las cuantiosas rentas de que dispuso hacían de él un verdadero prócer, un Mecenas, un magnate, superior por mil conceptos a los estirados e ignorantes señorones de su época, a los rutinarios y suspicaces ministros. Era la figura del Sr. Varela arrogante y simpática, su habla afabilísima y galante, sus modales muy finos. Vestía con magnificencia y adornaba el severo vestido sacerdotal con pieles y rasos tan artísticamente que parecía una figura de otras edades. En su mesa se comía mejor que en ninguna otra, de lo que fueron testimonio dos célebres gastrónomos a quienes convidó y obsequió mucho. El uno se llamaba Aguado, marqués de las Marismas, y el otro Rossini, no ya marqués, sino príncipe y emperador de la Música.

El Sr. Varela protegió a mucha y diversa gente, distinguiendo especialmente a sus paisanos los gallegos; fundó colegios, desecó lagunas, erigió la estatua de Cervantes que está en la plazuela de las Cortes, ayudó a Larra, a Espronceda y dio a conocer a Pastor Díez.

Cuando vino Rossini en Marzo de aquel año le encargó una misa. Rossini no quería hacer misas... «Pues un Stabat Mater» le dijo Varela. El maestro compuso en aquellos días el primer número de su gran obra religiosa que parece dramática. El resto lo envió desde el extranjero. Cuentan que Varela le pagó bien.

Algunos números del célebre Stabat se estrenaron aquella Semana Santa en San Felipe el Real, dirigidos por el mismo Rossini, y hubo tantas apreturas en la iglesia que muchos recibieron magulladuras y contusiones y se ahogaron dos o tres personas en medio del tumulto. Rossini fue obsequiado, como es de suponer, atendida su gran fama. Tenía próximamente cuarenta años, buena figura, y su hermosa cara, un poco napoleónica, revelaba, más que el estro músico y el aire de la familia de Orfeo, su afición al epigrama y a los buenos platos.

Habiendo recibido en un mismo día dos invitaciones a comer, una del Sr. Varela y otra de un grande de España, prefirió la del primero. Preguntada la causa de esta preferencia, respondió:

-Porque en ninguna parte se come mejor que en casa de los curas.

En efecto; la mesa de este generoso y espléndido sacerdote era la mejor de Madrid. A sus salones de la plazuela de Barajas concurría gente muy escogida, no faltando en ellos damas elegantes y hermosas, porque, a decir verdad, el Sr. Varela no estaba por el ascetismo en esta materia.

Pero allí la opulencia del señor y su misma gravedad de eclesiástico no permitían la confianza y esparcimientos de otras tertulias. La de Cambronero, por el contrario, era de las más agradables y divertidas, dentro de los límites de la decencia más refinada. Era el señor D. Manuel María Cambronero varón dignísimo, de altas prendas y crédito inmenso como abogado. Durante muchos años no tuvo rival en el foro de Madrid, y todos los grandes negocios de la aristocracia estaban a su cargo. Fue en su época lo que posteriormente Pérez Hernández y más tarde Cortina. Su señora era castellana vieja, algo chapada a la antigua, y sus hijos siguieron diversos destinos y carreras. Uno de ellos, D. José, casó por aquellos años con Doloritas Armijo, guapísima muchacha, cuyo nombre parece que no viene al caso en esta relación, y sin embargo, está aquí muy en su lugar.

El primer pasante de Cambronero era un joven llamado Juan Bautista Alonso, a quien el insigne letrado tomó gran cariño, legándole al morir sus negocios y su rica biblioteca. Alonso, que más tarde fue también abogado eminente, político y filósofo de nota, tuvo en su mocedad aficiones de poeta, y por tanto, amistad con todos los poetas y literatos jóvenes de la época. Él fue, pues, quien introdujo en las agradabilísimas y honestas tertulias de Cambronero a Vega, Espronceda, Felipe Pardo, Juanito Pezuela, y por último, al misántropo, al incomprensible, al que ya se llamaba con poca fortuna Duende Satírico, y más tarde se había de llamar Pobrecito hablador, Bachiller Pérez de Murguía, Andrés Niporesas, y finalmente Fígaro.

Como Pipaón había de meterse en todas partes, iba también a casa de Cambronero. Jenara, sin que se supiese la causa, había disminuido considerablemente sus tertulias; recibía poquísima gente, y sólo daba convites en muy contados días. En cambio, iba a la tertulia de Cambronero, donde hallaba casi todo el contingente de la suya, y además otras personas que no había tratado hasta entonces, tales como D. Ángel Iznardi, D. José Rives, D. Juan Bautista Erro y el conde de Negri.

También se veía por allí al joven Olózaga, pasante, como Alonso, en el bufete de Cambronero, si bien menos asiduo en el trabajo. Desde los principios del año andaba Salustiano tan distraído, que no parecía el mismo. Iba a las reuniones como por compromiso o por temor de que al echarse de menos su persona, se le creyese empeñado en conspiraciones políticas. Su mismo padre, D. Celestino, se quejaba de sus frecuentes ausencias de la casa. Tal conducta no podía atribuirse sino a dos motivos, política o amores. La familia y los conocidos, inclinándose siempre a lo menos peligroso, presumían que Salustiano andaba enamorado. Su buena figura, su elocuencia, sus distinguidos modales, la misma exaltación de sus ideas políticas y otras prendas de mucha estima, dándole desde su tierna juventud gran favor entre las damas, justificaban aquella idea. De repente, Jenara dejó de asistir también con puntualidad a las tertulias. El público, que todo lo quiere explicar según su especial modo de ver, comentó aquellas ausencias con cierta malignidad, y hasta hubo quien hablara de fuga al extranjero en busca de apartadas y placenteras soledades, propicias al amor. Se daban pormenores, se refirieron entrevistas, se repitieron frases, y sin embargo, todo esto y lo demás que se dijo y que no es para contarlo, era un castillo aéreo levantado por las delicadas manos de la chismografía. Pero acontece que tales obras, con ser de aire, son más fáciles de levantar que de destruir, y así de día en día aquella iba tomando consistencia y alzándose más y engalanándose con torreones de epigramas y chapiteles de calumnias.