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Los Apostólicos/XVII

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XVII

Hacia el promedio de la calle del Duque de Alba vivía el Sr. D. Felicísimo Carnicero, del cual es bien que se hable en esta ocasión, no sólo porque se prestó a dar asilo a la afligida amiga, sino porque dicho señor merece un párrafo entero y hasta un capítulo. Era de edad muy avanzada, pero inapreciable, porque sus facciones habían tomado desde muy atrás un acartonamiento o petrificación que le ponía, sin que él lo sospechara, en los dominios de la paleontología. Su cara, donde la piel parecía haber tomado cierta consistencia y solidez calcárea, y donde las arrugas semejaban los hoyos y los cuarteados durísimos de un guijarro, era de esas caras que no admiten la suposición de haber sido menos viejas en otra época. Fuera de esta apariencia de hombre fósil, lo que más sorprendía en la cara de don Felicísimo era lo chato de su nariz, la cual no avanzaba fuera de la tabla del rostro más que lo necesario para que él pudiera sonarse Y la chateza (pase el vocablo) del señor Carnicero era tal que no se circunscribía al reino de la nariz sino que daba motivo a que el espectador de su merced hiciera las suposiciones que vamos a apuntar. Todo el que por primera vez contemplaba al Sr. D. Felicísimo, suponía que su rostro había sido hecho de barro o pasta muy blanda, y que en el momento en que el artista le daba la última mano, la máscara se deslizó al suelo cayendo de golpe boca abajo, con lo que aplastada la nariz y la región propiamente facial resultó una superficie plana desde la raíz del cabello hasta la barba. El espectador suponía también que el artista, viendo cómo había quedado su obra, la encontró graciosa y echándose a reír la dejó en tal manera.

Ahora pongamos el santo en su nicho. A esta máscara chata, de color de tierra, rugosa y dura, añadamos primero por la parte superior un gorro negro que hasta el campo de las orejas se encaja y tiene su coronamiento en una borlita que ora se inclina al lado derecho, ora al izquierdo. Añadámosle por debajo un corbatín negro a quien sería mejor llamar corbatón, tan alto que por ciertas partes se junta con el gorro, dejando escapar algunos cabellos rucios, que a hurtadillas salen a estirarse al aire y a la luz, recordando aún con tristeza suma las grasas olientes que han tenido en el pasado siglo. Desde los dominios de la corbata, en cuyas paredes metálicas parece tener cierto eco la voz de D. Felicísimo, pongamos un revuelto oleaje de pliegues negros, el cual o no es cosa ninguna o debe llamarse levitón, más que por la forma, por el ligero matiz de ala de mosca que en las partes más usadas se advierte; derivemos de este levitón dos cabos o brazos que a la mitad se enfundan en manguitos verdes con rayas negras como los mandiles de los maragatos, y hagamos que de las bocas de esos manguitos salgan, como vomitadas, unas manos, de las cuales no se ven sino diez taponcillos de corcho que parecen dedos. El resto de la persona no puede verse porque lo ponemos detrás de la mesa, la cual está cubierta de negro hule que en ciertos sitios pasaría por playa, a causa de la arenilla que en ella se extiende. Es mesa de camilla, y una faldamenta verde la tapa toda honestamente, la cual enagua no se mueve sino cuando el gato entra para enroscarse en la banqueta junto a los pies de D. Felicísimo. Encima de la mesa, se ve un Cristo pequeño atado a la columna, con la espalda en pura llaga y la soga al cuello, obra de un realismo espantoso y aterrador que se atribuye al célebre Zarcillo. La escultura está a la derecha y vuelve su rostro dolorido y acardenalado al D. Felicísimo, cual si le pidiera informes y cuentas, más que de los azotes que le han dado los judíos, de los motivos porque está en aquella mesa y entre tal balumba de legajos como allí se ven. Son papeles atados con cintas rojas, paquetes de cartas y algunos libros de cuentas, cuyas sebosas tapas indican los años que llevan de servicio. La escribanía es de cobre, pues aunque D. Felicísimo posee algunas de plata, no las usa, y en la que allí está los dos cántaros amarillos tienen tinta y arena para seis meses. Las plumas de puro mosqueadas no tienen color, y hay un pisa-papeles que es la pezuña de un cabrón imitada en bronce, y está tan al vivo que no le falta más que correr.

En aquella mesa escribe casi todo el día el Sr. Carnicero, a quien el peso de los años no estorba para seguir trabajando; allí toma su chocolate macho con bollo maimón; allí come su cocidito con más de vaca que de carnero, algo de oreja cerdosa y algunas hilachas de jamón que el vacilante tenedor busca entre los garbanzos azafranados; allí duerme la siesta, echando la cabeza sobre las orejeras del sillón; allí se le sirve la cena que empieza invariablemente en migas esponjosas y acaba en guisado de ternera, todo muy especioso y aromático; allí cuenta el dinero que es, según dicen, el más constante de sus visitadores, y se desliza sin hacer ruido por entre sus dedos alcornoqueños, cual si por virtud rara también el oro se sometiese a tomar las apariencias del corcho o del pergamino en aquel imperio del silencio; allí recibe a los que van a ocuparle, y son por lo general clérigos o frailes, y allí está cuando entran Jenara, Pipaón y Micaelita.

Era ya de noche. Un gran candil de cuatro mecheros, de los cuales sólo dos estaban encendidos, echaba luz no muy copiosa, que la pantalla dirigía sobre el pupitre. Al sentir gente, D. Felicísimo alzó la pantalla de cobre y entonces la claridad le hirió de frente en su cara plana, que parecía un bajo-relieve gótico, roído por los siglos. Pero esto duró poco tiempo, porque abatiendo la pantalla, volvió la luz a caer forzosamente sobre los papeles como un estudiante desaplicado a quien se obliga a no apartar la vista de los libros.

-¡Oh!... gratias tibi Domine... Bendito Pipaón, ¿usted por aquí? -dijo D. Felicísimo con agrado-. ¡Oh! ¿Es Jenarita? La misma que viste y calza. Sea muy bien venida a esta humilde morada. ¡Cuánto bueno por aquí!

Y alzando la voz, que era chillona y desapacible, prosiguió:

-Sagrario, Sagrario, ven, mira quién está aquí. Micaelita, di a tu tía que venga, y de paso da una voz en la cocina para que me traigan la cena.

Mientras viene doña María del Sagrario, hija del Sr. D. Felicísimo, demos acerca de este señor las noticias que son necesarias. Llevaba más de cuarenta años en la profesión de agente de negocios eclesiásticos, y le había sido tan favorable la fortuna que, según el dicho público, estaba podrido de dinero. Por los rótulos de los legajos y papeles que sobre su mesa estaban, podía venirse en conocimiento de la multiplicidad de asuntos que bajo el dominio de sus talentos agenciales caían. Él contemplaba con no disimulado embeleso los dichos rótulos, asemejándose, aunque esté mal la comparación, a un borracho que antes de beber se deleita leyendo las etiquetas de las botellas. Por un lado se leía Subcolecturía de Espolios, Vacantes, Medias Annatas y Fondo pío beneficial del obispado de León; por otro Santa Iglesia Metropolitana de Granada; más allá Juzgado ordinario de Capellanías, Patronatos, Visita Eclesiástica, etc.; junto a esto Tribunal de Cruzada, y al lado Racioneros medios patrimoniales de Tarazona, Arcedianato de Murviedro o Señores Pabordres de Valencia; al opuesto extremo Agustinos Descalzos; más lejos Reyes Nuevos de Toledo, o bien, Nuestra Señora del Favor de Padres Teatinos.

Preciso es decir que D. Felicísimo se había distinguido siempre por su celo y actividad en despachar los mil y mil asuntos que se le confiaban. Les tomaba cariño, mirándolos como cosa propia, y ponía en ellos sus cinco sentidos y su alma toda en tal manera que llegó a identificarse con ellos y a asimilárselos, trayéndolos como a formar parte de su propia sustancia. Así no había en su larga vida suceso ni accidente que no se confundiera con cualquier negocio de su lucrativa profesión, y así jamás contaba cosa alguna sin empezar de este o parecido modo: Cuando el señor Vicario Foráneo de Paterna venía a esta casa, o bien así: Cuando me convidó a comer el Padre Prepósito de Portaceli...

Otra afición también muy vehemente, aunque secundaria, reinaba en el espíritu de nuestro insigne Carnicero; era la afición a los Toros, fiesta que, si no existieran los negocios eclesiásticos, sería para él cosa punto menos que sagrada. Como ya era tan viejo y no salía ya de casa, contentábase con hablar de los Toros pretéritos, poniéndolos cien codos más altos que los presentes y en estas conversaciones también era común oírle decir: «Cierto día en que Sentimientos y el señor Rector del Hospital de Convalecencia de Unciones vinieron a buscarme para ir a ver el encierro...» u otra frase por el estilo.

La cantidad de dinero que D. Felicísimo había ganado en tantos años de actividad, celo y honradez, no era calculable. Algunos la hacían subir a un número grande de talegas, otros reducían un poco la cifra; pero el vulgo y los vecinos juraban que siempre que se daba un golpe en los tabiques de la casa de Carnicero o en el lienzo de los cuadros viejos que allí tenía, sonaba un cierto tintineo como de monedas anacoretas que en todos los huecos y escondrijos habitaban, huyendo del mundo y sus pompas vanas. Él gastaba poco, tan poco que se había llegado a hacer la ilusión de que era pobre, siendo rico. Contaban que para ilusionar a los demás en esta materia se negaba con tenacidad heroica a dar dinero, y ya podían irle con lamentos los menesterosos, que así les hacía caso como si fueran predicadores moros. Únicamente se desprendía de alguna cantidad siempre que mediaran garantías y un interés módico, así así como de diez por ciento al mes u otra friolera semejante.

La casa en que vivía era de su propiedad y estaba toda blanqueada, sin papeles ni pinturas, con las vigas del techo apanzadas cual toldo de lienzo. Era de un solo piso alto, antiquísima, y en invierno tenía condiciones inmejorables para que cuantos entraban en ella se hicieran cargo de cómo es la Siberia. Había sido edificada en los tiempos en que la calle del Duque de Alba se llamaba de la Emperatriz, y ya, con tan largos servicios, no podía disimular las ganas que tenía de reposarse en el suelo, soltando el peso del techo, estirándose de tabiques y paredes para sepultar su cornisa en el sótano y rascarse con las tejas de su cabeza los entumecidos pies de sus cimientos. Pero D. Felicísimo que no consentía que su casa viviera menos que él, la apuntaló toda, y así desde el portal se encontraban fuertes vigas que daban el quién vive. La escalera, que partía de menguados arcos de yeso, también tenía dos o tres muletas, y los escalones se echaban de un lado como si quisieran dormir la siesta. Arriba los pisos eran tales, que una naranja tirada en ellos hubiera estado rodando una hora antes de encontrar sitio en que pararse, y por los pasillos era necesario ir con tiento so pena de tropezar con algún poste, que estaba de centinela como un suizo con orden de no permitir que el techo se cayera mientras él estuviese allí.

D. Felicísimo era toledano, no se sabe a punto fijo si de Tembleque o de Turleque o de Manzaneque, que los biógrafos no están acordes todavía. Estuvo casado con doña María del Sagrario Tablajero, de la que nacieron Mariquita del Sagrario y Leocadia. De esta, que casó pronto y mal con un tratante en ganado de cerda, nació Micaelita, que se quedó huérfana de padre y madre a los seis años. Esta Micaelita era, pues, heredera universal del Sr. D. Felicísimo, circunstancia que, a pesar de su escasa belleza, debía hacer de ella un partido apetitoso. Sin embargo, habiendo tenido en sus quince años ciertos devaneos precoces con un muchacho de la vecindad, quedó muy mal parada su honra. El mancebo se fue a las Américas, D. Felicísimo enfermó del disgusto, doña María del Sagrario, tía de la joven, enfermó también; divulgose el caso, salió mal que bien de su paso Micaelita, y desde entonces no hubo galán que la pretendiera. Cuentan los cronistas toledanos que desde entonces se arraigó en Micaelita la piadosa costumbre de reservar un Padrenuestro para todas las ocasiones apuradas en que se encontrase.

Pasados algunos años, la situación de la joven había cambiado: su carácter agriándose en extremo la hacía menos simpática aún de lo que realmente era. Su abuelo, que entrañablemente la amaba, le permitía frecuentar la sociedad y gastar algo en tocados y ropas de moda. Ella quería borrar su mancha; pero no lo podía conseguir, careciendo de aquellas prendas que fácilmente inspiran el perdón o el olvido. Lo singular es que a su mal genio unía un cierto orgullito sobremanera repulsivo y que sin duda nacía de su seguridad de enriquecer considerablemente al fallecimiento del abuelo.

Todas las noches del año, en el de 1831, luego que D. Felicísimo con un mediano vaso de vino echaba la rúbrica a su cena (frase de D. Felicísimo), se levantaba de aquella especie de trono, y tomando con su propia mano el candil de cuatro mecheros se dirigía a la sala, donde ya doña María del Sagrario había encendido una lámpara de las llamadas de Monsieur Quinquet, y allí se encontraba a varios amigos que se reunían en amena tertulia. La estancia era como una gran sala de capítulo conventual; pero estaba blanqueada, sin más adorno que un gran cuadro del Purgatorio donde ardían hasta diez docenas de ánimas. Dos cortinas de sarga, cuya amarillez declaraba haber sido verde, cubrían los balcones, y por las cuatro paredes se enfilaban en batería tres docenas de sillas de caoba con el respaldo tieso y el asiento durísimo. Cuatro sillones de cuero claveteado, contemporáneo del cuadro de las Ánimas del Purgatorio, si no del Purgatorio mismo, servían para la comodidad relativa; una urna con imagen vestida servía para la devoción, y una mesa que parecía pila bautismal para que dieran golpes sobre ella los de la tertulia. D. Felicísimo entraba diciendo, Pax vobis y después saludaba sucesivamente a sus amigos.

-Buenas noches, Elías ¿cómo te va?... Señor conde de Negri, buenas noches... Buenas noches, Sr. D. Rafael Maroto.