Los Apostólicos/XXII
XXII
Habiendo ordenado los médicos que la enferma fuera a convalecer en el campo, D. Benigno empezó a preparar el viaje a los Cigarrales de Toledo donde él poseía extensas tierras y una casa de labranza. Extraordinario gusto tenía el héroe en estos preparativos por ser muy aficionado a la dulce vida del campo, al cultivo de frutales, a la caza y a la crianza de aves y frutos domésticos. Por su desgracia él no podía abandonar su comercio en aquella estación, y érale forzoso seguir en la tienda por lo menos hasta que pasase el Corpus, fiesta de gran despacho de encajes para Iglesia y modistería. Pero resignándose a su esclavitud en la Corte se deleitaba pensando en el dichoso verano que iba a pasar. Amaba la Naturaleza por afición innata y por asimilación de lo que había leído en su autor favorito y maestro. Así nada le parecía tan de perlas como aquella frase: el campo enseña a amar a la humanidad y a servirla.
Su plan era llevar a Sola a últimos de Mayo acompañada de Crucita y los niños menores. Inmediatamente regresaría él solo a Madrid y cuando acabase Junio, volvería con los otros dos chicos a los Cigarrales donde estarían todos hasta fin de Septiembre.
¡Los Cigarrales! ¡Cuánta poesía, cuántas amenidades, qué de inocentes gustos y de puros amores despertaba esta palabra sola en el alma del buen Cordero! ¡Qué meriendas de albaricoques, qué gratos paseos por entre almendros y olivos, qué mañanitas frescas para salir con el perro y la escopeta a levantar algún conejo entre las olorosas matas de tomillo, romero y mejorana! ¡Qué limpieza y frescura la de las aguas, qué color tan hermoso el de las cerezas, y qué dulzura y maravilla en los panales fabricados por el pasmoso arte de las abejas en el tronco hueco de añosos alcornoques o entre peñas y jaras! En los cercanos montes el gruñido del jabalí hace temblar de ansiedad el corazón del audaz montero, y abajo, junto a la margen del río aurífero, del río profeta que ha visto levantarse y caer tan diferentes imperios, la peña seca y el remanso profundo solicitan al pescador de caña flor y espejo de la paciencia. Pensando en estos cuadros poéticos, y gozando ya con la fantasía estos legítimos placeres, D. Benigno se sonreía solo, se frotaba las manos y decía para sí.
-Barástolis, ¡qué bueno es Dios!
¡Y luego!... esta reticencia le regocijaba más que aquellas risueñas perspectivas bucólicas. Había decidido no hablar a Sola de cierto asunto hasta que ambos estuvieran en los Cigarrales y ella completamente restablecida.
Cordero fue una mañana a la Cava Baja en busca de arrieros y trajinantes para arreglar con ellos su viaje. Entró en la posada de la Villa, y en la que antiguamente se llamaba del Dragón. En esta y en uno de los aposentos más altos encontró a un mayoral que ha tiempo conocía, y después de concertar ambos las condiciones del viaje, siguieron en calorosa conversación sobre el mismo asunto, porque se había despertado en D. Benigno cierto entusiasmo pueril por la dichosa expedición. Allí preguntó varias veces Cordero la distancia que hay desde Madrid a Toledo, hizo comentarios sobre tal cuesta, sobre cuál mal paso, y finalmente disertó largo rato sobre si llovería o no al día siguiente, que era el señalado para la salida. Cordero opinaba resueltamente que no llovería. Ya se marchaba, cuando al pasar por el corredor alto donde había varias puertecillas numeradas vio a un hombre que tocaba en una de estas. El hombre preguntó en voz alta:
-¿D. Jaime Servet vive aquí?
Detúvose Cordero y oyó una voz que de dentro gritaba:
-No ha llegado todavía.
El héroe no dio a lo que había oído más importancia de la que merece una simple coincidencia de nombres.
¡Qué afán puso el buen señor en preparar su viaje, en disponer lo referente a vestidos, provisiones y todo lo demás que se había de llevar! Creeríase que iban a dar la vuelta al mundo, según la prolijidad con que Cordero se proveía de todo y las infinitas precauciones que tomaba, y las advertencias que hacía, y el itinerario escrupuloso que trazaba, y la elección de vituallas, y el acopio de drogas por si ocurrían descalabraduras o molimiento de huesos. Todo le parecía poco para que a Sola no faltara ninguna comodidad, ni se privase de nada que pudiera convenir a su espíritu y su salud. Y deseando anticipar las delicias del viaje, aquella noche le habló de la distancia, le describió los pueblos que habían de recorrer, pintole paisajes de ríos y montañas, diciendo estas o parecidas cosas: -Cuando pasemos de Torrejón de la Calzada, a Casarrubielos fíjese en aquellas lomas de viñas, que están en fila y hacen unos bailes tan graciosos cuando pasa el coche corriendo... Después en tierra de la Sagra verás unos panoramas que encantan... Luego que se pasa de Olías te quedarás pasmada cuando veas allá lejos la torre de la catedral que parece saluda al viajero... sin quitarse el sombrero, se entiende, el cual es un capacete que está emparentando con el cielo y que trata de tú a los rayos...
En fin, llegó la mañana y se marcharon despedidos por Alelí que se quedó muy triste. Cuando el coche, dejando atrás el puente de Toledo, entró en la extensa, libre y alegre campiña inundada de luz, D. Benigno sintió que la alegría se rebosaba del vaso de su espíritu, chorreando fuera como las caídas de una fuente de Aranjuez, y aquel chorrear de la alegría era en él risas, frases, exclamaciones, chascarrillos y por último la elocuente frase:
-Barástolis, ¡qué bueno es Dios!
Aquel mismo día corrió por Madrid la noticia de haberse escapado de la cárcel de Villa el preso que ya estaba destinado a la horca. Jenara se alegró tanto cuando Pipaón se lo dijo que al instante salió a la calle para felicitar a D. Celestino. Hacía ya dos semanas que había empezado a perder el miedo, y salía de noche a pie acompañada de Micaelita, vestidas ambas en traje tan humilde que difícilmente podían ser conocidas.
Después de dar la enhorabuena a D. Celestino y a su hija regresó a casa de Carnicero y se entretuvo escribiendo algunas cartas. Pipaón la visitó en su cuarto, donde hablaron un poco de política. Jenara fue luego a ver cenar a D. Felicísimo, operación que le hacía gracia por las singularidades y extravagancias de aquel santo hombre en tan solemne instante, y le halló sumamente ocupado con un alón que por ninguna parte quería dejarse comer, según estaba de cartilaginoso y duro.
-Bomba, señora... -dijo Carnicero picoteando el hueso por aquí y por allá de modo que unas veces se lo ponía por bigote y otras se lo tascaba como un freno-. En Portugal el señor D. Miguel está apretando las clavijas a aquel insubordinado reino. Ahora dicen que vendrán del Brasil D. Pedro y doña María de la Gloria a disputar la corona a D. Miguel... Quisiera yo ver eso... Sigue, querido Tablas, lo que me estabas contando, que esta señora no puede ser insensible a las glorias del toreo, y si es verdad, como dices, que ese muchacho rondeño...
Tablas aseguró que el muchacho rondeño que acababa de llegar a Madrid y se llamaba Montes, por sobrenombre Paquiro, era un enviado de Dios para restablecer la decaída y casi muerta orden de la tauromaquia. Dijo también que cuando Madrid le conociera bien sería puesto por encima de todos sus predecesores en aquel arte, incluso Pepe-Hillo y Romero, pues tenía todas las cualidades de los antiguos y aun algunas más, siendo autor de varias suertes y reglas, y de un toreo nuevo...
-Por lo que deberá llamarse -dijo D. Felicísimo riendo como un bobo-, el Moratín de la muleta.
Algo más se habló de este tema, aventurando en él Jenara algunas observaciones; mas como esta dijera que se verificaría una revolución en el toreo, se enfadó Carnicero al oír la palabra y dijo que no habría revoluciones en nada y que bien estaba el mundo como estaba, aunque estuviera sin toros. Jenara dio su asentimiento y mientras el anciano tomaba sus últimos bocados, se entretuvo en observar la habitación, pues nunca se cansaba de mirarla ni de reconocer la extraordinaria concordancia que había entre ella y su habitador, de tal manera que así como el capullo es molde del gusano, así parecía que D. Felicísimo había hilado su despacho envolviéndose en él. Detrás del sillón de la mesa había un largo estante del tamaño de la pared, cuyas puertas tenían en vez de vidrios rejillas de alambres y por los huecos de estas asomaban sus caras amarillentas los legajos, como enfermos que se asoman a las rejas de un hospital. Muchos tenían cruzados de cintas rojas y cartoncillos colgantes con rótulos. Algunos estaban tendidos horizontalmente, semejando no ya enfermos sino verdaderos cadáveres que no volverían a la vida aunque les royeran ratones mil; otros estaban inclinados sobre sus compañeros, como borrachos o mal heridos, y los menos aparecían completamente derechos y erguidos. Estos eran los que se asían a las rejillas y aun echaban fuera sus cintas rojas cual si meditaran una evasión arriesgada. En el más alto andamio de la sepulcral estantería Jenara vio una colección de objetos que semejaban tinajas negras, alternando con otros que si no eran avechuchos disecados, lo parecían. Eran los sombreros que había usado D. Felicísimo en su larga vida, y que en aquel retiro estaban gozando de una pingüe jubilación de polvo y telarañas, ilusionados aún con remozarse y pasar a cubrir las cabezas de otra generación menos ingrata que la pasada.
Todo lo que decimos iba pasando por la fantasía de Jenara, y después esta se fijó en la mesa, donde aquella noche había, no ya un montón, sino una cordillera de legajos por cuya recortada cima aparecía de vez en cuando la cara de D. Felicísimo, iluminada de lleno por la lámpara, como luna que platea las cumbres de los montes. En aquella altura que podría ser Calvario estaba el Cristo de la espalda en llaga y del cuello en soga, y era de ver cómo volvía su rostro ensangrentado hacia la pezuña de macho cabrío, pidiéndole misericordia, y cómo no hacía maldito caso la pezuña, sólo ocupada en oprimir duramente, cual si quisiera patearla, una carta en cuyo sobrescrito se leía:
Al Sr. D. Jaime Servet. -Posada del Dragón.