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Los Apostólicos/XXIV

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XXIV

«¡Barástolis, mayoral, que ya estamos en casa; pare usted, pare usted!». Esto decía D. Benigno, y al punto el desclavijado vehículo se detuvo en lo más fragoso de un caminejo lleno de guijarros y junto a una tapia carcomida. Bajaron todos molidos y aporreados, y D. Benigno enderezó la caminata hacia la casa, que distaba como dos tiros de fusil del lugar donde había parado el coche. Cada uno de los chicos iba abrazado con su hucha, y entre todos conducían mal que bien los cinco perros de Crucita. Esta no había querido confiar a nadie sus dos gatos, y por el camino no había cesado de echar maldiciones contra el mayoral, el camino y el coche, que era una verdadera fábrica de chichones.

El panorama de la finca se presentó de un golpe a la contemplación de los viajeros. D. Benigno no cabía en sí de gozo, y a cada paso decía a Sola:

-Vea usted cómo están esos almendros... ¿Quién diría que esos olivos no tienen más que diez años?... Aquellos otros, que aún son estacas, los planté yo por mi mano hace tres años... Mire usted a la derecha; pues aquello es lo del tío Rezaquedito, tierras que vendrán a ser mías el año que viene.

La casa era de labor, medianamente arreglada para vivienda cómoda. Tenía una huertecilla, a la que daba frescura y sustancia el agua clara de una noria. Más allá había un prado muy lucido, en el cual pastaban algunos carneros, y las gallinas en bandadas, que regía un arrogante y enfatuado gallo, recorrían libremente todo, olivar, viñas y prado, respetando la huerta, donde les prohibía la entrada, con muy mal gesto, una cerca de zarza erizada de púas.

El sitio no era prodigio de hermosura pero sí muy agradable y tenía los inapreciables encantos de la soledad, del silencio campesino y del verdor perenne aunque un poco triste de los olivos. Los horizontes eran anchos, la luz mucha, el aire puro y sano. Todo convidaba allí a la vida sosegada y a desencadenar de tristezas y preocupaciones el espíritu, dejándole libre y a sus anchas.

Interiormente la casa valía poco; pero Sola, en cuanto la vio, hizo mentalmente la reforma y compostura de toda ella, prometiéndose ponerla, si la dejaban, en un grado tal de limpieza, comodidad y arreglo que podrían allí vivir canónigos y aun obispos. Todo lo observaba ella, y si al principio no decía nada, cuando Cordero le preguntó su opinión, no pudo menos de darla, diciendo: -¡Qué bien vendría aquí un tabique...!, y abrir allá una puerta... y extender este corredor poniéndole escalera exterior para bajar a la huerta... y en la huerta yo plantaría una fila de árboles que dieran sombra a la casa por esta parte... y quitaría el gallinero de donde está para ponerlo allá en el fondo del corral donde están las mulas... Hay que cuidar mejor de la huerta y componer esa noria que sin duda es del tiempo de los moros.

Todo esto lo oía extasiado D. Benigno, prometiéndose formalmente hacer las reformas indicadas por Sola y aun algunas más.

Desgraciadamente para él, no podía estar en los Cigarrales sino un par de días, porque le precisaba volver a Madrid, pero ¡qué feliz sería cuando volviese definitivamente a sus queridas tierras para pasar todo el verano! Sí, sí, sí: era ya cosa decidida en el espíritu del bueno del comerciante liquidar cuentas, traspasar la tienda, renunciar al comercio y hacerse labrador para el resto de sus días. Estos dulces pensamientos le hacían sonreír a solas.

La historia cuenta que D. Benigno regresó a Madrid sin que le ocurriera nada de particular en su viaje, dejando buenos y sanos, y además muy contentos, a los que en los Cigarrales se quedaron. También dice que vendió muchos encajes en la temporada del Corpus, y que allá por los últimos días de Junio el héroe hizo entrega de la tienda a un amigo de toda su confianza, y se dispuso a partir para Toledo con sus dos hijos, Primitivo y Segundo, que ya estaban de vacaciones, con buenas notas y las correspondientes huchas llenas de dinero. Para colmo de dicha, el padre Alelí, a quien los médicos de la Orden habían prescrito sosiego y campo, se disponía a acompañarle a los Cigarrales. ¿Qué faltaba? Sólo faltaba para poner la veleta al edificio de la felicidad Corderil que se resolviera un asunto delicado, un asunto del alma, un problema de corazón, del cual pendían todos los demás problemas, cuestiones y proyectos del héroe de Boteros. Una de las dificultades más graves, que era la de la enunciación o planteamiento verbal del problema, estaba ya vencida, porque D. Benigno halló un medio excelente de vencer, o mejor dicho, de esquivar su timidez, y fue escribir a Sola una larga carta cuando ella se hallaba en los Cigarrales y él en Madrid.

La carta era tan fina, tan discreta y comedida, que no vacilamos en reproducir algunos párrafos de ella. Decían así:

«Esto que siento no es una pasión de mozalbete, que sería impropia de mi edad, es un afecto que empezó siendo compasión y poco a poco se fue volviendo un tanto egoísta; luego se robusteció mucho con admiraciones de las virtudes de usted, y más tarde se hizo fuerte con la consideración de asociar a mi vida una vida tan útil por todos conceptos y que me traería tan gran dote de riquezas morales y de méritos positivos.

»Aquí, apreciabilísima Hormiga, viene por sus pasos contados la cuestión del agradecimiento. Usted dirá que lo tiene por mí, y yo replico que mayor debe ser el mío porque los favores que me ha hecho son de los que no se pagan con nada del mundo. Usted ha criado a mis hijos, usted ha ordenado mi casa, usted ha hecho agradable, fácil y metódica la vida. Y quien tanto ha hecho, quien tanto merece, ¿no ha de tener una posición digna en el mundo? Sí, y mil veces sí. Huérfana y sola, pobre y sin más tesoro que sus virtudes, su amor al trabajo, su tierna solicitud por todas las criaturas débiles o enfermas, usted ha cautivado mi corazón, no con afecto ardiente de esos que más bien hacen desgraciados que felices a los hombres, sino despertando en mí un sentimiento puro, en el cual se enlazan el amor y el respeto, la consideración y la ternura, el deseo vivísimo de ser feliz y el más vivo aún de hacer feliz, rica, considerada y señora a quien ya tiene en su alma todas las señorías de Dios.

»No me conteste usted por escrito. Medite usted mi proposición, y cuando yo vaya, que será dentro de ocho o diez días, me responderá verbalmente con una sola palabra, en la inteligencia, apreciable Hormiga, de que si mi proposición mereciera una negativa, sería usted para mí lo mismo que ahora es, la primera y más santa de las amigas, y siempre sería yo para usted el mismo leal, admirador y ferviente amigo.

Benigno Cordero».

Muy satisfecho y descansado se encontró el hombre después de escrita la carta. Leída y aprobada por el padre Alelí, D. Benigno la entregó por su propia mano al ordinario de Toledo. Aquel día vendió muchos encajes. Dios estaba de su parte.