Los Apostólicos/XXIX

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XXIX

¿Y cómo habían de aparecer, santo Dios, si el cura de La Bañeza, a consecuencia de una reyerta con el obispo de la diócesis había hecho la gracia de huir del pueblo, después de arrojar a un pozo todos los libros parroquiales? Véase aquí por dónde la tremenda y sorda lucha que entre el régimen absolutista y el espíritu moderno estaba empeñada, había de estorbar la felicidad de aquel candoroso Don Benigno, que, aunque liberal, en nada se metía.

Era el obispo de León, Sr. Abarca, absolutista furibundo de ideas y aragonés de nacimiento, con lo que basta para pintarle. De consejero áulico del Rey y atizador de sus pasiones pasó a la intimidad de D. Carlos y a la dirección del partido de este, llegando a ser más tarde ministro universal de la corte de Oñate. El cura de La Bañeza se diferenciaba de su pastor en lo de liberal, y se le parecía en que era aragonés. Puede suponerse lo que sería una pendencia clerical y política entre dos aragoneses de sotana. El obispo tenía, entre otros defectos, el de los modos ásperos, los procedimientos brutales y las palabras destempladas; el cura, sobre todas estas máculas, tenía la de ser algo más presbítero de Baco que sacerdote de Cristo. Resistiose el cura a dejar la parroquia (que precisamente estaba a cuatro pasos de la taberna); insistió el obispo, salieron a relucir mil zarandajas, canónicas de un lado, liberalescas de otro, y al fin, vencido el subalterno, escapó una noche antes de que le cayera encima el brazo secular; pero como hombre de ideas filosóficas, pensó que los libros parroquiales, por ser expresión de la verdad, debían estar, como la verdad misma, en el fondo de un pozo, y de aquí la pérdida de los tales libros.

De orden de Su Ilustrísima hízose una información en el pueblo para restablecer los libros, y al cabo de algunos meses, D. Benigno supo por Carnicero que en la partida de bautismo no había ya dificultades. Pero el Demonio, que siempre está inventando diabluras, hizo que apareciese nueva contrariedad. Uno de los libros del registro de matrimonios se había conservado y en el tal libro constaba que una Soledad Gil de la Cuadra había contraído nupcias en 1823. Indudablemente no era esta Soledad nuestra simpática heroína; pero mientras se ponía en claro, ji, ji, (así lo decía D. Felicísimo a su cliente Cordero) había de pasar algún tiempo, siendo quizás preciso llevar el asunto a un tribunal eclesiástico, pues estas delicadas cosas no son buñuelos, que se hacen en un segundo.

Así, entre obispos y curas aragoneses, pozos llenos de libros, agentes eclesiásticos y torna y vuelve y daca, el héroe de Boteros sufrió el martirio de Tántalo durante un año largo, pues hasta el verano de 1832 no se allanaron las dificultades. Cuando D. Felicísimo escribió a Cordero participándole este feliz suceso añadía que sólo faltaba una firma del señor Obispo Abarca para que todo aquel grandísimo lío terminase.

Durante esta larga espera la familia de Cordero continuaba sin novedad en la salud y en las costumbres. El invierno lo pasaron en Madrid para atender a la educación de los niños y a la tienda, que D. Benigno juró no abandonar mientras el edificio de sus felicidades no fuese coronado con la gallarda cúpula de su casamiento. Desde la primavera se trasladaron todos a los Cigarrales, acompañados de Alelí que cada día tomaba más afición a la familia y se entretenía en enseñar a Mosquetín a andar en dos pies.

Innecesario será decir, pero digámoslo, que D. Benigno, si bien trataba familiarmente a Sola, no traspasó jamás, en aquella larga antesala de las bodas, los límites del decoro y de la dignidad. Se estimaba demasiado a sí mismo y amaba a Sola lo bastante para proceder de aquella manera delicada y caballerosa, magnificando su ya magnífica conducta con el mérito nuevo de la castidad. Ni siquiera se permitía tutear a su prometida, porque el tuteo, decía, trae insensiblemente libertades peligrosas, y porque el decoro del lenguaje es siempre una garantía del decoro de las acciones.

En este tiempo ocurrió también la dispersión de algunos personajes muy principales de esta historia. Salvador se fue a Andalucía donde encontró abundancia de cuadros y antigüedades de mérito. Luego subió por Extremadura a Salamanca, vino a Madrid, en febrero de 1832 a exigir a Carnicero el cumplimiento del pacto, y habiendo ocurrido ciertas dilaciones, celebraron un nuevo pacto-prórroga, que terminó cuatro meses después con feliz éxito el asunto. El aventurero vio al fin en sus manos la mitad de la herencia de su tío, gracias a las uñas de D. Felicísimo, que acariciando la otra mitad, desenmarañó la madeja. Fue Salvador a París en la primavera para rendir cuentas a Aguado, y en el verano tornó a España y a Madrid para ultimar un asunto de vales reales que en la Corte tenía.

Jenara pasó en Madrid el invierno de 1831 a 1832 y en primavera se trasladó a Valencia, volviendo al poco tiempo para instalarse en San Ildefonso. La opinión pública que, tal vez sin motivo, le tenía mala voluntad, hacía correr acerca de su conducta rumores poco favorables, aunque eran de esos que cualquier dama ilustre de aquellos tiempos y de estos y todos los tiempos soporta sin detrimento alguno en el lustre de su casa, antes bien aumentándolo y viéndose cada día más obsequiada y enaltecida. Si en el año anterior fue tildada de aficionarse con exceso a la oratoria forense y parlamentaria, ahora decían de ella que se pirraba por la poesía lírica, prefiriendo sobre todos los géneros el byroniano, o sea de las desesperaciones y lamentos, sin admitir consuelo alguno en este mundo ni en el otro.

Enorme escuadrón de amigos la despidió al marchar a la Granja. Adiós, gentil Angélica, engañadora Circe. No podemos seguirte aún. Nos llaman por algún tiempo en Madrid afecciones de literatos que nos son más caras que las propias niñas de nuestros ojos. Y era curioso ver cómo se iba encrespando aquel piélago de ideas, de temas literarios e imágenes poéticas del cafetín llamado Parnasillo. Sin duda de allí había de salir algo grande. Ya se hablaba mucho y con ardor de un drama célebre estrenado en París el 25 de Febrero de 1830 y que tenía el privilegio de dividir y enzarzar a todos los ingenios del mundo en atroz contienda. El asunto, según algunos de los nuestros, no podía ser más disparatado. Un príncipe apócrifo que se hace bandolero, una dama obsequiada por tres pretendientes, un viejo prócer enamorado, y un emperador del mundo, son los personajes principales. Luego hay aquello de que todos conspiran contra todos y de que pasan cosas históricas que la historia no ha tenido el honor de conocer jamás. Y hay un pasaje en que el prócer que aborrece al bandido lo salva del emperador; y luego el emperador se lleva la muchacha y el bandolero se une al prócer; y como uno de los dos está demás porque ambos quieren a la señorita, el bandolero jura que se matará cuando el prócer toque un cierto cuerno que aquel le da en prenda de su palabra; y cuando todo va a acabar en bien porque el emperador ha perdonado a chicos y grandes y viene el casorio de los amantes con espléndida fiesta, suena el consabido cuerno: el príncipe bandolero se acuerda de que juró matarse, y en efecto se mata.

Si a unos les parece esto el colmo del absurdo, a otros les parece de perlas. Riñen los exaltados con los retóricos, y en medio de las disputas sale a relucir una palabra que estos profieren con desprecio, aquellos con orgullo. ¡Románticos!... Aguarde un poco el lector que ya vendrán a su tiempo la amarillez del rostro, las largas y descuidadas melenas, las estrechas casacas. Por ahora el romanticismo no ha pasado a las maneras ni al vestido, y se mantiene gallardo y majestuoso en la esfera del ideal.

El drama francés es un monstruo para algunos; pero ¡qué aliento de vida, de inspiración, de grandeza en este monstruo, pariente sin duda de las hidras calderonianas, ante cuya indómita arrogancia, a veces sublime, salvaje a veces, parecen gatos disecados las esfinges del clasicismo! Contra la frialdad de un arte moribundo protesta un arte incendiario; la corrección es atropellada por el delirio; las reglas con sus gastados cachivaches se hunden para dar paso a la regla única y soberana de la inspiración. Se acaba la poesía que proscribe los personajes que no sean reyes, y se proclama la igualdad en el colosal imperio de los protagonistas. Rómpese como un código irrisorio la jerarquía de las palabras nobles e innobles, y el pueblo con su sencillez y crudeza nativa habla a las musas de . Caen heridos de muerte todos los monopolios: ya no hay asuntos privilegiados, y al templo del arte se le abren unas puertas muy grandes para dar paso a la irrupción que se prepara. Se suprimen los títulos nobiliarios de ciertas ideas, y se ordena que el Mar, por ejemplo, que de antiguo venía metiendo bulla y soplándose mucho con los retumbantes dictados de Nereo, Neptuno, Tetis, Anfitrite, sea despojado de estos tratamientos y se llame simplemente Fulano de Tal, es decir, el Mar. Lo mismo les pasa a la Tierra, al Viento, al Rayo.

Mucho podríamos decir sobre esta revolución que tuvimos la gloria de presenciar; pero damos punto aquí porque no es llegada aún la sazón de ella, y sus insignes jefes no eran todavía más que conspiradores. El café del Príncipe era una logia literaria, donde se elaborara entre disputas la gloriosa emancipación de la fantasía, al grito mágico de ¡España por Calderón!

El teatro estaba aún solitario y triste; pero ya sonaban cerca las espuelas de Don Álvaro. Marsilla y Manrique estaban más lejos, pero también se sentían sus pisadas, estremeciendo las podridas tablas de los antiguos corrales. Comenzaba a invadir los ánimos la fiebre del sentimiento heroico, y las amarguras y melancolías se ponían de moda.

Las grandes obras de Espronceda no existían aún, y de él sólo se conocían el Pelayo, la Serenata compuesta en Londres y otras composiciones de calidad secundaria. Vivía sin asiento, derramando a manos llenas los tesoros de la vida y de la inteligencia, llevando sobre sí, como un fardo enojoso que para todo le estorbaba, su genio potente y su corazón repleto de exaltados afectos. Unos versos indiscretos le hicieron perder su puesto en la Guardia Real. Fue desterrado a la villa de Cuéllar, donde se dedicó a escribir novelas.

Vega había escrito ya composiciones primorosas; pero sin entrar aún en aquellas íntimas relaciones con Talía, que tanto dieron que hablar a la Fama. Bretón había vuelto de Andalucía, y con sin igual ingenio explotaba la rica hacienda heredada de Moratín. Martínez de la Rosa trabajaba oscuramente en Granada. Gallego estaba a la sazón en Sevilla; Gil y Zárate, perseguido siempre por la inquisitorial censura del padre Carrillo, había abandonado el teatro por una cátedra de francés. Caballero, Villalta, Revilla, Vedia, Segovia y otros insignes jóvenes cultivaban con brío la lírica, la historia y la crítica.

Al propio tiempo la pintura de la vida real, es decir, del espíritu, lenguaje y modo de la sociedad en que vivimos, era acometida por un joven artista madrileño para quien esta grande empresa estaba guardada.

Miradle. No parece tener más de veintiséis o veintisiete años. Es pequeño de cuerpo, usa anteojos y siempre que mira parece que se burla. Es, más que un hombre, la observación humanada, uniéndose a la gracia y disimulando el aguijoncillo de la curiosidad maleante con el floreo de la discreción. De sus ojos parte un rayo de viveza que en un instante explora toda la superficie y sin saber cómo se mete hasta el fondo, sacando los corazones a la cara; al mismo tiempo parece que se ríe, como dando a entender que no hará daño a nadie en sus disecciones de vivos.

Este joven a quien estaba destinado el resucitar en nuestro siglo la muerta y casi olvidada pintura de la realidad de la vida española tal como la practicó Cervantes, comenzó en 1832 su labor fecunda, que había de ser principio y fundamento de una larga escuela de prosistas. Él trajo el cuadro de costumbres, la sátira amena, la rica pintura de la vida, elementos de que toma su sustancia y hechura la novela. Él arrojó en esta gran alquitara, donde bulliciosa hierve nuestra cultura, un género nuevo, despreciado de los clásicos, olvidado de los románticos, y él solo había de darle su mayor desarrollo y toda la perfección posible. Tuvo secuaces, como Larra, cuya originalidad consiste en la crítica literaria y la sátira política, siendo en la pintura de costumbres discípulo y continuador de El Curioso Parlante; tuvo imitadores sin cuento y tantos, tantos admiradores que en su larga vida los españoles no han cesado de poner laureles en la frente de este valeroso soldado de Cervantes.

En 1831 hizo el Manual de Madrid, anunciando en él sus dotes literarias y una pasión que le había de ocupar toda la vida, la pasión de Madrid. En Enero del año siguiente publicó El retrato en las Cartas Españolas de Carnerero, y tras El retrato vino sin interrupción esa galería de deliciosos cuadros matritenses, que servirá, el día en que la capital de España se pierda, para encontrarla aunque se meta cien estados bajo tierra. ¡Asombroso poder del ingenio! Aquellos revueltos tiempos en que se decidió la suerte de la nación española han quedado más impresos en nuestra mente por su literatura que por su historia; y antes que la Pragmática Sanción, y el Carlismo y la Amnistía y el Auto acordado y la Corte de Oñate y el Estatuto, viven en nuestra memoria D. Plácido Cascabelillo, D. Pascual Bailón Corredera, D. Solícito Ganzúa, D. Homobono Quiñones y otras dignas personas nacidas de la realidad y lanzadas al mundo con el perdurable sello del arte.

En Agosto del mismo año de 1832 principió a salir el Pobrecito Hablador de Larra. De este quisiéramos hablar un poco; pero el insoportable calor nos obliga a salir de Madrid.

Antes de partir haremos una visita a D. Felicísimo, en cuya casa hallamos grandísima novedad, y es que al cabo de muchas dudas y vacilaciones, el insigne Pipaón se decidió a manifestar a Micaelita su propósito de tomarla por esposa, considerando para sí que si buenos desperfectos tenía, con buenas talegas iban disimulados. Es opinión admitida por todos los historiadores que Micaelita no rezó ningún Padrenuestro al oír nueva tan lisonjera de los labios del cortesano de 1815. D. Felicísimo y doña Sagrario se regocijaron mucho, pues no podían soñar mejor partido para aquel poco solicitado género, que un individuo encaminado a ser, por sus prendas especiales el Calomarde de los venideros tiempos.

Nuestra buena suerte quiso que al dar un vistazo al agente de asuntos eclesiásticos halláramos al Sr. de Pipaón, que también se despedía. Deleitosa conversación se entabló entre los dos. Cuando el cortesano estrechó entre los suyos fuertísimos los dedos de corcho del Sr. D. Felicísimo, este exhaló un hipo y dijo:

-Me olvidaba... Querido Pipaón, puesto que va usted inmediatamente para allá, hágame el favor de llevar esta carta.

Y diciéndolo, el anciano levantó el pie de cabrón con ademán que algo tenía de ceremonioso y cabalístico, como el mágico que alza cubiletes y descubre signos. El sobre de la carta de que se hizo cargo Pipaón, decía:

Al Sr. D. Carlos Navarro, en San Ildefonso.