Los Apostólicos/XXXII
XXXII
Todos los manipuladores de aquella intriga se agitaban mucho, pero ninguno como Pipaón, el correveidile de Calomarde, el que tan pronto llevaba un recado al embajador de Nápoles, caballero Antonini, como un papelito al Padre Carranza para que lo diera a las infantas. Cuando el barullo cesó en los salones y empezó a reinar un poco de sosiego, el bueno de Bragas retirose con Calomarde y Carranza a una pieza lejana donde estuvieron charlando acaloradamente y revolviendo papeles y haciendo números hasta por la mañana. Cuando amaneció tenía la augusta cabeza tan caldeada por el hervir de ideas y proyectos que en aquella cavidad bullían, que juzgó prudente no acostarse y salir a los jardines para dar algunas vueltas. Largo rato estuvo recorriendo alamedas y bosquecillos de tallado mirto, pero sin parar mientes en la hermosura de la Naturaleza en tal hora, porque su ambición ocupaba al cortesano todas las potencias y sentidos. Así la deliciosa frescura de la mañana, el despertar de los pajarillos, la quietud soñolienta de la atmósfera, la gala de las flores humedecidas por el rocío, eran para aquel infeliz esclavo de las pasiones, como páginas de un idioma desconocido, del cual no comprendía ni una letra ni un rasgo. Ciego para todo menos para su loco apetito no veía sino la cartera ministerial, el sueldazo, las obvenciones, las veneras, el título de nobleza y todo lo demás que del próximo triunfo de los apostólicos podía obtener.
Junto a la fuente de Pomona tropezó con D. Benigno Cordero, que volvía de su paseo matinal. Era hombre que madrugaba como los pájaros y daba paseos de leguas antes del desayuno. Aquella mañana el héroe estaba tan meditabundo como Pipaón; pero por diferentes motivos.
-No he dormido en toda la noche, señor Don Benigno -dijo el cortesano con énfasis-. Hemos trabajado para evitar derramamiento de sangre. El Rey se nos muere hoy: no llegará a la noche. ¡España por D. Carlos!
-Yo tampoco he dormido, pero no me desvelan a mí esas trapisondas palaciegas, no -repuso el héroe melancólicamente-. Barástolis, rebarástolis... ¡pensar que hasta ahora no he podido conseguir de ese intrigante la cosa más fácil y sencilla que se puede pedir a un obispo!... ¡una firma, una, D. Juan, una firma! He prometido una gran cesta de albaricoques, amén de otras cosas, al familiar de Su Ilustrísima y... ni por esas... Su Ilustrísima no se puede ocupar de eso, Su Ilustrísima se debe al Rey y al Estado y al... ¿En qué país vivimos? ¿Pues así se tratan los intereses más respetables? ¿Es esto ser obispo?... ¡Le digo a usted, amigo D. Juan, que estoy de obispos hasta la corona!... ¿Qué es lo que pido? Una firma, nada más que una firma en documento corriente, informado y vuelto a informar, y que ha pasado por más manos que moneda vieja... ¡Oh!, malhadada España. ¡Y estos hombres hablan de regenerarte!
¡Una firma, nada más que una firma! Indudablemente el revoltoso obispo debía ser ahorcado. Pipaón consoló a su amigo lo mejor que pudo prometiéndole recomendar el caso a Su Ilustrísima, y conseguirle si triunfaban los apostólicos, no una firma, sino cuatro o cinco docenas de ellas.
Cuatro o cinco docenas de Barástolis echó después de su boca D. Benigno, y juntos él y Bragas se dirigieron hacia la casa de Pajes.
-Si estuviera aquí Jenarita -decía Cordero-, ella con su irresistible poder haría firmar a ese condenado.
Pipaón se acostó; pero llamado a poco rato por Su Excelencia, tuvo que dejar el blando sueño para acudir a los cónclaves que se preparaban para aquel día. El inconsolable y aburridísimo Cordero, luego que se desayunó, volvió a los jardines, único punto donde hallaba algún esparcimiento en su tristeza, y no había llegado aún a la fuente de la Fama, cuando topó con Salvador Monsalud que de palacio venía cabizbajo y de malísimo humor. El día anterior se habían visto y saludado un momento como amigos antiguos que eran desde las trapisondas de la Milicia nacional del año 22, memorable por la hazaña del nunca bastante célebre arco de Boteros. D. Benigno se alegró de verle, por tener alguien con quien hablar en aquella desolada corte, tan llena de interés para otros y para él más triste y solitaria que un desierto. De manos a boca Monsalud le habló de Sola, del casamiento, y tales elogios hizo de ella y con tanto calor la nombró, que Cordero sintió inexplicables inquietudes en su alma generosa. No sabía por qué le era desagradable la persona y la amistad de aquel hombre, protector y amigo de su futura en otro tiempo, y luego nombrado en sueños por ella. Recordó claramente cuán triste se ponía Sola si le faltaban cartas de él, y cuánto se alegraba al recibir noticias suyas; pero al mismo tiempo le consoló el recuerdo de la perfecta sinceridad, signo de pureza de conciencia, con que Sola le supo referir su entrevista con Salvador en los Cigarrales, mientras Cordero estaba en Madrid ocupado de los nunca bastante vituperados papeles. Recordó muchas cosas, unas que le agitaban, otras que calmaban su inquietud, y por último la fe ciega que tenía en el afecto puro y sencillo de la que iba a ser su señora le confortaba singularmente.
No obstante, quiso evitar la compañía de aquel hombre, y ya preparaba la conversación para buscar un pretexto de ausencia, cuando Salvador dijo:
-Reniego de esta cansada y revoltosa corte. Aquí estoy hace seis días atado por una pretensión fácil y sencilla, y aunque tengo relaciones en palacio, nada puedo conseguir. A usted no le sorprenderá el saber que lo que pretendo no es más que una firma, nada más que una firma en documento corriente. Pero el señor Calomarde que para daño eterno de nuestro país, sigue sin reventar todavía, no se ha decidido aún a tomar la pluma. ¡Y de que la tome y rubrique dependen mi fortuna y mi porvenir!
-Nuestra cuita es la misma -exclamó Don Benigno sintiéndose consolado con la desgracia ajena-. Yo también me aburro y me desespero y me quemo la sangre sólo por una firma.
-¡Qué ministros!
-Están intrigando para arrancar al Rey un codicilo que dé la corona a D. Carlos.
-¡Qué menguados hombres!... ¡Que una nación esté en tales manos...!
-Y según los vientos que corren, barástolis, lo estará para in eternum. La consigna de esa gente es que el Rey se muere hoy. Parece que han sobornado al Altísimo.
-Es gracioso.
-Ya tratan a D. Carlos de Majestad.
-Lo creo. Será Rey. Vamos progresando. ¿Piensa usted emigrar?
-¿Yo? -dijo Cordero sorprendido-. Si triunfa ese partido brutal lo sentiré mucho, porque en fin, tengo ideas liberales... algo ha leído uno en autores filosóficos...
-Sí, ya sé que lee usted a Rousseau. Rousseau dice: «no hay patria donde no hay libertad». ¿Piensa usted emigrar?
-Emigrar no, porque no me mezclo en política. Viviré retirado de estos trapicheos dejándoles que destrocen a su antojo lo que todavía se llama España, y con ellos se llamará como Dios quiera. Un padre de familia no debe comprometerse en aventuras peligrosas. Usted...
-Yo no soy padre de familia ni cosa que lo valga -dijo el otro dejando traslucir claramente una pena muy viva-. No tengo a nadie en el mundo. No hay casa, ni hogar, ni rincón que guarden un poco de calor para mí; soy tan extranjero aquí como en Francia; soy esclavo de la tristeza; no tengo en derredor mío ningún elemento de vida pacífica; la última ilusión la perdí radicalmente; vivo en el vacío; no tengo, pues, otro remedio, si he de seguir existiendo, que lanzarme otra vez a las aventuras desconocidas, a los caminos peligrosos de la idea política, cuyo término se ignora. Mi antigua vocación de revolucionario y conspirador, que estaba amortiguada y como vencida en mí, vuelve a nacer ahora, porque el freno que le puse se ha roto, porque la vocación nueva con que traté de matar aquella se ha convertido en humo. Hay que volver al humo pasado, a las locuras, a la lucha, a las ideas, cuya realización, por lo difícil, toca los límites de lo imposible.
D. Benigno le oía con estupor. Habíanse internado en uno de aquellos laberintos hechos con tijeras, que parecen decoraciones teatrales construidas para una sosa comedia galante o para una opereta de Metastasio. Solitarias y placenteras estaban las callejuelas y las bovedillas verdes. Nadie podía oírles allí. Salvador no puso trabas a su lengua y se expresó de este modo:
-Cuando vine aquí persistía en mi propósito de huir para siempre de la política, aunque estaba muy indeciso considerando que alguna dirección o empleo había de dar a mi pensamiento y a mi voluntad. No se puede vivir de monólogos, como yo vivo ahora. Mi desgracia o mi fortuna, que esto no lo sé bien, quisieron que entrara algunas veces en Palacio. Allí traté a gentiles-hombres y cortesanos, hice amistad con ministriles y empleadillos menudos; todo por el negocio maldito de esta rúbrica que pido a Su Excelencia y que no me quiere dar. Además soy amigo de un montero de Espinosa que me ha enterado de todo lo ocurrido ayer y anoche. ¡Qué cosas, amigo mío; qué horrores! Si cuando se lee la historia sentimos emociones tan hondas y queremos ser actores en los sucesos pintados, ¿qué será cuando vemos la historia viva, antes de ser libro, y asistimos a los hechos antes de que sean páginas? El drama de anoche me ha espeluznado. Pues se prepara otro drama, junto al cual el de anoche será comedia. No, no es posible ver esto como se ven por anteojo los muñecos y las vistas de un tutilimundi. De repente me he sentido exaltado, y mis antiguas vocaciones han renacido con ímpetu irresistible.
-Cuidado, cuidado -dijo D. Benigno, temeroso del sesgo peligroso que aquella conversación tomaba-. Los arbolitos oyen; chitón. Le veo a usted en camino de ser un cristino furibundo.
-Yo no sé por qué camino voy; sólo sé que cuando veo a esa Reina joven, hermosa, inocente de todos los crímenes del absolutismo: cuando considero sus virtudes y la piedad con que asiste al Rey enfermo, que sólo merece lástima; cuando veo los peligros que la cercan, los infames lazos que se le tienden y el desdén con que la miran los mismos que hace poco se arrastraban a sus pies, siento arder la sangre en mis venas, y no sé qué daría, créame usted, D. Benigno, por hallarme en situación de enseñar a esos murciélagos apostólicos cómo se respeta a una señora y a una Reina. En la corona que no han podido quitarle todavía, y que sobre su hermosa frente tiene mayor brillo, veo la monarquía templada que celebra alianzas de amistad con el pueblo; pero en la corona de hierro que esos intrigantes clérigos y cortesanos están forjando en el cuarto de D. Carlos, veo la monarquía desconfiada, implacable, que no admite más derechos que los suyos. No, no hay ya en España caballeros, si España consiente que esa turba de fanáticos expulse a la Reina y arrebate la corona a su hija...
-Sí, sí -exclamó Cordero sintiendo que revivía lentamente en su pecho su antiguo entusiasmo liberalesco-. Pero cuidado, mucho cuidado, amigo. Lo que usted dice es peligrosísimo. Todo el Real Sitio es de los apostólicos. No nos metamos en lo que no nos importa.
-¿Cómo que no nos importa? -dijo el otro con viveza-. Es cuestión de vida o muerte, de ser o no ser. En estos momentos se está decidiendo, y pronto se probará si los españoles no merecen otro destino que el de un hato de carneros o si son dignos de llamar nación a la tierra en que viven. Yo que había tomado en aborrecimiento las revoluciones y el conspirar, ahora siento en mí un apetito de rebeldía que me llevaría a los mayores atrevimientos si viera junto a mí quien me ayudase. Desanimado ayer y deseoso de la oscuridad, hoy que la vida doméstica me es negada por Dios, quisiera tener medios de revolver a España, y amotinar gente, y hacer que todo el mundo se rebelara, y romper todos los lazos, y levantar todos los destierros, y desencadenar todo lo que está encadenado por este régimen brutal. Yo iría a esa Reina atribulada y le diría: «Señora, lance Vuestra Majestad un grito, un grito sólo en medio de este país que parece dormido y no está sino asustado. No tema Vuestra Majestad; estas situaciones se vencen con el valor y la confianza. Abra Vuestra Majestad las puertas de la patria a todos los emigrados, a todos absolutamente sin distinción. Para vencer al Infante se necesita una bandera; para hacer frente a un principio se necesita otro; nada de términos medios, ni acomodos vergonzosos; esa gente pide todo o nada; pues nada y guerra a muerte. Levántese Vuestra Majestad y ande con paso seguro; no se deje asustar por los errores de los que no han sabido establecer la libertad. Es preciso tolerarles como son, porque son la salvación, y si aseguran el trono y la libertad sus imperfecciones y extravíos les serán perdonados. Y entonces, señora, se alzará del seno de la nación oprimida y deseosa de mejor suerte, un sentimiento, un prurito incontrastable, y miles de hombres generosos se agruparán al lado de Vuestra Majestad protestando con la palabra y con la espada de que quieren por soberana a la Reina del porvenir, la Reina liberal, Isabel II».