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Los Apostólicos/XXXIII

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XXXIII

-¡Chitón, chitón por todos los santos del cielo! -dijo D. Benigno poniéndole la mano en la boca para hacerle callar.

El héroe participaba de aquel noble ardor, pero temía que tales demostraciones les trajeran a ambos algún perjuicio. Tembloroso y ruborizado, Cordero llevó a su amigo fuera del verde laberinto, incitándole a que callara, porque -y lo dijo en la plenitud de la convicción- si el obispo Abarca y el ministro Calomarde llegaban a tener noticia de lo que se habló en los jardines, no firmarían ni en tres siglos. Salvador tranquilizó al buen comerciante sobre aquel endiablado negocio de las firmas y cuando se separaron invitole a que comieran juntos aquella tarde. Excusose D. Benigno, por sentirse, al oír la invitación, tocado de aquel mismo recelo o inquietud de que antes hablamos; pero las reiteradas cortesanías del otro le vencieron al fin. Mientras Cordero entraba en la casa de Pajes pensando en el convite, en la muerte del Rey, en la firma y sobre todo en los que le esperaban en los Cigarrales, Salvador penetró en Palacio y no se le vio más en todo el día.

Era aquel el 18 de Setiembre, día inolvidable en los anales de la guerra civil, porque, si bien en él no se disparó un solo cartucho, fue un día que engendró sangrientas batallas, un día en el cual se puede decir figuradamente que se cargaron todos los cañones. Desde muy temprano volvió a reinar el desasosiego en los salones y en todas las dependencias. Su Majestad seguía muy grave, y a cada vahído del monarca la causa apostólica daba un salto en señal de vida y buena salud; así es que cuando circulaban noticias desconsoladoras no se veía el dolor pintado en todas las caras, como sucede en ocasiones de esta naturaleza, aun en reales palacios, sino que a muchos les bailaban los ojos de contento, y otros aunque disimulaban el gozo, no lo hacían tanto que escondieran por completo la repugnante ansiedad de sus corazones corrompidos.

En medio de esta barahúnda, la Reina apuraba ella sola en el silencio lúgubre de la alcoba regia el cáliz amargo de la situación más triste y desairada en que pueda verse quien ha llevado una corona. Los cortesanos huían de ella; a cada hora, a cada minuto veía disminuir el número de los que parecían fieles a su causa, y cada suspiro del Rey moribundo producía una defección en el débil partido de la Reina. El día anterior aún tenía confianza en la guardia de Palacio; pero desde la mañana del 18 las revelaciones de algunos servidores leales la advirtieron de que, muerto el Rey, la guardia y probablemente todas las fuerzas del Real Sitio abrazarían el partido del Infante.

Cristina se vistió en aquellos días el hábito de la Virgen del Carmen, y con la saya de lana blanca estaba más guapa aún que con manto regio y corona de diamantes. No salía de la alcoba regia sino breves momentos, cuando el Rey parecía sosegado y ella necesitaba ver a sus hijas o desahogar su pena en amargas lágrimas, derramadas sin testigos en su cámara particular. Allí también había bullicio y movimiento, porque la servidumbre arreglaba las maletas y embaulaba el ajuar de la Reina en previsión de una fuga precipitada.

Por la noche la Reina no dormía tampoco. Sentada junto al lecho del Rey, vigilaba su enfermedad, atendía a sus dolores, preparaba por sí misma las medicinas y se las daba, le dirigía palabras de esperanza y consuelo, no permitía que los criados hicieran cosa alguna que pudiera hacer ella, esclava entonces de sus deberes de esposa con tanto rigor como la compañera del último súbdito del tirano enfermo. Haciendo entonces lo que no suelen ni saben hacer generalmente las reinas, aquella joven se puso una corona de esas que no están sujetas a los azares de un destronamiento ni a los desaires de la abdicación.

La historia no dice lo que pasó por la mente del atormentador de España al ver que en pago de sus violencias, de su bárbaro orgullo, de sus vicios y de su egoísmo brutal, Dios le enviaba aquel ángel en su última hora para que el autor de tantas agonías viera endulzada la suya y pudiera morirse en paz, como se mueren los que no han hecho daño a nadie. Cuando se entraba en la alcoba real no se podía ver sin horror el enorme cuerpo del Rey en el lecho, hinchado, sin movimiento, oprimido por bizmas, ungido con emplastos que a pesar de sus virtudes no vencían los dolores; hecho todo una miseria; conjunto lastimoso de desdichas físicas, que así remedaban la moral más perversa que ha informado un alma humana.

Su rostro variaba entre el verdoso de la muerte y el amoratado de la congestión. Ligeramente incorporado sobre las almohadas su cabeza estaba inmóvil, su mirada fija y mortecina, su nariz colgaba cual si quisiera caer saltando al suelo, y de su entreabierta boca no salía sino un quejido constante que en los breves momentos de sosiego era estertor difícil. Por fin le tocaba a él también un poco de potro. Debía de estar su conciencia bastante despierta en aquellos momentos, porque no se quejaba desesperado, como si en el fondo de su alma existiese una aprobación de aquel horrible quebrantamiento de huesos y hervor de sangre que sufría. La cama del Rey por el estado de aquel desdichado cuerpo que desde algún tiempo vivía corrompiéndose, parecía más bien un ensayo de las descomposiciones del sepulcro. Esto sólo es un elocuente elogio de la cristiana abnegación de la Reina.

En la alcoba había dos o tres crucifijos e imágenes, todos solicitados por la piedad de Cristina para que no permitieran que España se quedase sin Rey. Mas por el momento no había síntomas de que tan noble anhelo fuera atendido, porque Fernando VII se moría a pedazos. Aquella masa inerte, tan sólo vivificada por un gemido, no era ya Rey ni siquiera hombre. Hacia el medio día se temió la pérdida absoluta de las facultades mentales y antes que esto llegara, se reconoció la necesidad de dar solución al problema tremendo. Una chispa de razón quedaba en el espíritu del Rey. Era urgente, indispensable, que a la débil luz de esa chispa se resolviese el conflicto.

Cristina hubiera dilatado aquel momento. Ganando algunas horas habría podido llegar su hermana la Infanta Doña Carlota, mujer de mucho brío y resolución que para aquel caso era de perlas. Desde que se agravó Su Majestad le habían enviado correos al Puerto de Santa María, rogándola que viniese, y ya la Infanta debía de estar cerca, quizás en Madrid, quizás en camino del Real Sitio. Pero el aniquilamiento rápido del enfermo no permitía esperar más. Entraron, pues, en la real cámara tres figuras horrendas: Calomarde, el de Alcudia y el obispo de León. La Reina y el confesor del Rey habían llegado poco antes y estaban a un lado y otro de Su Majestad, Cristina casi tocando su cabeza, el clérigo bastante cerca para hablar al oído del pobre enfermo. Había llegado un momento en que ninguna alma cristiana podía conservar rencor ante tanta desdicha. No era posible ver a Fernando VII en aquel trance sin sentir ganas de perdonarle de todo corazón.

Los tres temerosos figurones se situaron por los pies de la cama. Después que uno tras otro besaron con apariencia cariñosa aquella mano lívida, que había firmado tantas atrocidades, se sentaron por los pies del lecho. El obispo estaba grave e impotente como quien, suponiéndose con autoridad divina, se cree por encima de todas las miserias humanas; el conde de la Alcudia estaba triste y acobardado por la solemnidad del momento, y Calomarde, el hombre rastrero y vil, cuya existencia y cuyo gobierno no fueron más que pura bajeza e hipocresía, arqueaba las cejas mucho más que las arqueaba de ordinario, pestañeaba sin cesar y hacía pucheros. Cruel con los débiles, servil con los poderosos, cobarde siempre, este hombre abominable adornaba con una lagrimilla la traición infame que hacía a su amo al borde del sepulcro.

Quien presenció aquella escena terrible cuenta que la luz de la estancia era escasa; que los tres consejeros estaban casi en la sombra; que el Rey volvía su rostro hacia la Reina vestida de hábito blanco; que hubo un momento en que el confesor no hacía más que morderse las uñas; que la hermosura de Cristina era la única luz de aquel cuadro sombrío, intriga política, horrible fraude, traidor escamoteo de una corona perpetrado en el fondo de un sepulcro.

Cuenta también el testigo presencial de aquella escena que el primero que habló, y habló con entereza, fue el obispo de León. Se puso de pie y parecía que llegaba al techo. Su voz hueca de sochantre retumbaba en la cámara como voz de ultratumba. Aquel hombre tan rígido como astuto principió tocando una delicada fibra del corazón del Rey; habló de las inocentes niñas de Su Majestad y de la virtuosa Reina, que según él corrían gran peligro si no pasaba la corona a las sienes de Don Carlos. Después pintó el estado del reino, en el cual, según dijo, no había un solo hombre que no fuera partidario de la monarquía eclesiástica representada por el Infante.

Fernando dio un gran suspiro y fijó sus aterrados ojos en el obispo. Este se sentó. Puesto en pie Calomarde dijo que su emoción al ver en aquel estado al mejor de los Reyes y al mejor de los padres, y al mejor de los esposos, y al mejor de los hombres no le permitía hablar con serenidad; dijo que se veía en la durísima precisión de no ocultar a su amado soberano la verdad de lo que ocurría; que había tanteado el ejército, y todo el ejército se pronunciaría por D. Carlos si no se modificaba en favor de este la Pragmática sanción del 29 de Marzo de 1830; que los voluntarios realistas, sin excepción de uno solo, proclamaban ya abiertamente como Rey de derecho divino al mismo Sr. D. Carlos, y que para evitar una lucha inútil y el derramamiento de sangre convenía a los intereses del reino...

El infame hacía tantos pucheros que no pudo continuar la frase. Sintiose que el cuerpo dolorido del Rey se estremecía en su lecho o potro de angustia. Oyose luego la voz moribunda que dijo entre dos lamentos:

-Cúmplase la voluntad de Dios.

El confesor silbó en su oído palabras no entendidas por los demás, y entonces la Reina Cristina, sin mirar a las tres sombras, volviendo su rostro al Rey y haciendo un heroico esfuerzo para no dar a conocer su dolor, pronunció estas palabras:

-Que España sea feliz, que en España haya paz.

El Rey exhaló un gran suspiro, mirando al techo, y después dijo algo que pareció el mugido de un león enfermo. La Reina tomó su pañuelo y sin decir nada, dejando correr libremente sus lágrimas, limpió el sudor abundante que bañaba la frente del Rey.

Siguió a esto un discursillo del conde de la Alcudia confirmando el dictamen de los otros dos apostólicos. Aquel famoso triunvirato traía la comedia bien aprendida, y en el cuarto de D. Carlos se habían estudiado antes detenidamente los discursos, pesando cada palabra. El confesor dijo también en voz alta su opinión, asegurando bajo su palabra que el Altísimo estaba en un todo conforme con lo expuesto por los respetabilísimos señores allí presentes. ¡Se quedó tan satisfecho después de este mensaje...!

El Rey pareció llamar a sí todas sus fuerzas. Claramente dijo:

-¿En qué forma se ha de hacer?

No vacilaron los apostólicos en la contestación, pues para todo estaban prevenidos. Calomarde fingiendo que se le ocurría en aquel mismo instante, propuso que el Rey otorgase un codicilo-decreto derogando la Pragmática sanción del 30, y revocando las disposiciones testamentarias en la parte referente a la regencia y a la sucesión de la corona.

Después de una pausa el Rey se hizo repetir la proposición del ministro, y oída por segunda vez, Cristina volvió a limpiar el sudor que corría por la frente de su marido. Con un gesto y la mano derecha este mandó a los tres apostólicos consejeros que salieran de la estancia y se quedó sólo con su esposa y con su confesor, el cual salió también poco después. Consternados los tres escamoteadores y dudando del éxito de su infame comedia, no decían una palabra, y con los ojos se comunicaban aquella duda y el temor que sentían. Calomarde y el obispo dieron algunos paseos lentamente por la cámara, esperando que el Rey les volviera a llamar, y el conde de la Alcudia aplicó el oído a la puerta y dijo en voz baja y temerosa:

-Parece que llora Su Majestad.

-No lo creo -murmuró el obispo acercando también su oído.

Entonces se abrió la puerta y apareció el confesor con las manos cruzadas y el semblante compungido, imagen exacta de la hipocresía. Los cuatro cuchichearon un momento como viejas chismosas. Media hora después Cristina les llamó y volvieron a entrar. Fernando no estaba ya incorporado en su cama sino completamente tendido de largo a largo, fijos los ojos en el techo, rígido, pesado, el resuello lento y difícil. Sin mirar a los que habían sido sus amigos, sus aduladores, terceros de sus caprichos políticos y servidores de sus gustos con la lealtad y sumisión del perro, Fernando VII les manifestó en pocas palabras que aceptaba el sacrificio que se le imponía. Esforzándose un poco, habló más para exigir secreto absoluto de lo acordado hasta que él muriese.

Los tres apostólicos bajaron; encerráronse en un gabinete. Entre tanto, la chusma del cuarto de D. Carlos ardía en impaciencias; las dos infantas estaban tan nerviosas, que no podía ser más. La historia, que es muy descuidada en ciertas cosas, no dice el número de tazas de tila que se consumieron aquel día. El obispo, Calomarde y Alcudia se mostraron tan reservados aquella tarde, que los carlinos se impacientaban y aturdían cada vez más. No obstante, algunas palabras optimistas, aunque enigmáticas, de Abarca al salir del gabinete en que los tres se encerraron para extender el decreto-codicilo, hicieron comprender a la muchedumbre apostólica que las cosas iban por buen camino. Finalmente, al llegar la noche, y cuando se difundía por Palacio, corriendo y repercutiéndose de sala en sala como un trueno, la voz de el Rey ha muerto, el señor Abarca entró triunfante en la cámara donde la corte del porvenir estaba reunida. En su mano alzaba el reverendo un papel, con el cual parecía amenazar, o que lo tremolaba como estandarte donde estuviera escrita una ley suprema. Moisés bajando del Sinaí no estaba seguramente más terrible que el señor Abarca cuando, mostrando el decreto-codicilo, exclamó:

-Señores, óiganme.

Oyeron leer con atención profunda y poco faltó para que algunos se prosternaran, quién por servilismo mezclado de entusiasmo, quién por ese especial y no bien comprendido instinto a lo Nabucodonosor que algunos entes civilizados no pueden ocultar aunque vistan casaca bordada. Toda la corte de D. Carlos estaba allí, menos D. Carlos, el candidato divino, que a tal hora se hallaba en su oratorio con la frente humillada y el corazón oprimido, pidiendo a Dios que no quitara la vida a su hermano.