Los Apostólicos/XXXIV

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XXXIV

Al llegar aquí, el narrador no puede contener el asombro que le produce el peregrino suceso que va a referir, y deteniendo su relato, exclama: ¡Oh admirables designios de la Providencia!, ¡oh vanidad de los cálculos humanos!, ¡oh peligro de jugar con las cosas del Cielo, eslabonándolas con los apetitos e intereses de un bando político! De este modo el ánimo del lector queda perfectamente dispuesto para saber que Dios Todopoderoso, que sin duda tenía a D. Carlos en más estimación que al partido apostólico, atendió al ruego que con amor fraternal y piedad cristiana le dirigió este; y así dispuso que Fernando, ya casi muerto, tornase a la vida, dando al traste con las esperanzas de lo que el obispo de León llamaba el partido del Altísimo. De este modo el Padre de todas las cosas abandonaba a su grey en lo mejor de la pelea, seguido de la Generalísima, a quien también pidió muy ardientemente D. Carlos la vida de su hermano. Hasta con su cristiandad se perjudicaba a sí mismo D. Carlos como jefe visible del partido absolutista-religioso, y si lo dejaran rezar mucho, es fácil que los furibundos apostólicos perdieran todas las batallas cortesanas y marciales que en lo futuro habían de dar.

Fernando se aletargó por la noche. Todos le creyeron muerto y la tremenda noticia circuló por el Real Sitio, llegó hasta Madrid y aun fue trasmitida a las Cortes europeas. Pero a la mañana siguiente, de aquel cadáver volvieron a salir quejas y suspiros, se reanimó con oportunas sustancias y medicinas, y en Palacio y en los jardines no se decía sino el Rey vive, el Rey vive; frase de consternación para algunos, de esperanzas para los menos. Muchas caras variaron completamente, y Cristina vio sonreír a los que el día anterior estaban cejijuntos y tenían en su rostro protervo el indefinible airecillo de la defección. ¡Y el señor obispo que la tarde del 18 salía a los jardines diciendo en voz alta en un corro de amigos: «Ya no volverán a levantar la cabeza los liberales»!... ¡Y el gracioso Padre Carranza que aquella noche había prometido solemnemente a sus allegados más de cuarenta canonjías y beneficios simples!

En todo el día 19 fueron llegando al Real Sitio muchos jóvenes de la aristocracia y militares de todas graduaciones, que iban a ponerse a las órdenes de la Reina Cristina. Con estas adquisiciones hechas por un partido que se creía muerto, iban rápidamente abatiéndose los ánimos de los apostólicos y no se sabe qué cantidad fabulosa de tazas de tila tuvieron que tomar Doña Francisca y su hermana para poner a raya sus desconcertados nervios. ¡Dios y la Generalísima ayudaban a la napolitana!

Con la irrupción de personajes civiles y militares en el Real Sitio, las habitaciones escasearon en tales términos que Pipaón tuvo que rogar a D. Benigno le dejase libre el cuarto que ocupaba en la casa de Pajes, lo que no sintió mucho el héroe porque estaba hasta la corona de cortesanos, obispos y palaciegos.

-Lo siento mucho -dijo D. Juan al despedirle-. Pero ya ve usted, media España ha venido aquí a ponerse a las órdenes de la Reina... ¡Es un ángel esa señora! Aunque no lo parezca, sepa usted que yo la admiro mucho. Dicen que será nombrada Regente... y no me pesa, no me pesa...

Cuando Cordero iba por el jardín acompañado de un chico que le llevaba las maletas encontró a Salvador, el cual se empeñó en compartir con él su alojamiento, aunque estrecho, suficiente para los dos. Dio mil excusas D. Benigno que en aquel momento sintió más vivo que nunca el misterioso recelo que su amigo le inspiraba; pero al fin no tuvo más remedio que aceptar, so pena de tener que dormir en la calle o en un banco de los jardines.

-No hay que pensar ahora -le dijo Monsalud con cariño-, en que esos señores firmen. Ninguno de ellos sabe ahora dónde tiene la mano derecha. Esperando a ver en qué para esto, viviremos juntos, charlaremos, nos contaremos nuestras desdichas y nos consolaremos mutuamente.

Al día siguiente Fernando cobró algunas fuerzas, y serenándose su mente, empezó a comprender la infame sorpresa de que había sido víctima. No obstante, todavía los Reyes legítimos estaban en Palacio como cohibidos por la gente apostólica, cuyo poder era grande aún, a pesar de la situación desfavorable en que se encontraban. Les esperaba todavía el golpe de gracia, que había de darles muerte en la esfera cortesana, cerrándoles todo camino que no fuera el de la guerra. En la madrugada del 22 llegó a San Ildefonso la infanta Carlota, esposa del infante Don Francisco y hermana de Cristina, mujer resuelta, varonil, desparpajada, libre y campechana de palabras, alta, airosa y algo manolesca de figura, valerosa hasta lo sumo, despótica, y tan ardiente de genio que, según pública opinión, trataba a bofetadas, cuando el caso lo requería, a las personas ligadas a ella por el parentesco más íntimo. Odiaba con toda su alma a las dos princesas brasileñas, Doña Francisca y la de Beira, y este aborrecimiento podrá explicar quizás mejor que ninguna razón política, la guerra que había declarado a los apostólicos. ¡Formidable influencia de la mujer en el destino de los pueblos! Los hombres pensando, plantean las teorías y los sistemas, crean los partidos; las mujeres amando o aborreciendo, determinan la acción. Imaginando que la historia es un drama, el hombre es el histrión y la mujer el autor. No ha existido ningún gran suceso político que no haya venido a la historia a impulsos de manos femeninas, y esa académica nave del Estado de que tanto hablan los tratados políticos no navegaría muchas veces si no tiraran de ella las voladoras palomitas de Venus.

Doña Carlota entró en Palacio hablando a gritos, tratando con modales bruscos a todo el mundo, servidumbre, gentiles-hombres y damas; presentose a su hermana y después de abrazarla la llamó tonta unas veinte veces. El testigo presencial de estas escenas, que ya no eran de tragedia ni de drama sino de opereta, cuenta que como Cristina y Carlota hablaban acaloradamente en italiano, no era posible a los presentes entender bien lo que decían; sólo se entendían algunas palabras, como sciocca, pazza, regina de galleria, sceleratezza... Después la Infanta descansó un momento, y a hora avanzada de la mañana anunció que recibiría a los ministros y demás personajes que quisieran cumplimentarla. Cuando Calomarde y el conde de la Alcudia entraron, Doña Carlota afectó serenidad y preguntó al ministro de Gracia y Justicia la razón de haber revelado el secreto del codicilo, contra lo dispuesto por Su Majestad. Tembloroso y cortado, D. Tadeo se excusó con el letargo del Rey, que parecía muerte.

-Su Majestad -dijo Doña Carlota, disimulando su ira-, quiere recoger el original del codicilo y me encarga decir a usted que lo presente ahora mismo.

El ministro se inclinó, saliendo en busca de lo que se le pedía. Entretanto todos los que no se habían manifestado muy claramente partidarios del Infante se reunían en la Cámara. En pie y moviéndose sin cesar de un lado para otro, altiva, nerviosa, respirando fuerte, Doña Carlota parecía que imaginaba crueldades y violencias impropias de mujer y de princesa. Los circunstantes no le dijeron nada, y Cristina misma, con ojos encendidos de tanto llorar y el seno palpitante, enmudecía ante la arrogantísima actitud de aquella nueva Semíramis, su hermana.

Cuando Calomarde entregó a la Infanta el manuscrito, que tantos desvelos y fingimiento había costado a los apostólicos, Carlota no se tomó el trabajo de leerlo y lo rasgó con furia en multitud de pedazos. Con el mismo desprecio y enojo con que arrojó al suelo los trozos de papel, echó sobre la persona del ministro estas duras palabras, que no suelen oírse en boca de príncipes:

-«Vea usted en lo que paran sus infamias. Usted ha engañado, usted ha sorprendido a Su Majestad abusando de su estado moribundo; usted al emplear los medios que ha empleado para esta traición, ha obrado en conformidad con su carácter de siempre, que es la bajeza, la doblez, la hipocresía».

Rojo como una amapola, si es permitido comparar el rubor de un ministro a la hermosura de una flor campesina, Calomarde bajó los ojos. Aquella furibunda y no vista humillación del tiranuelo compensaba sus nueve años de insolente poder. En su cobardía quiso humillarse más y balbució algunas palabras:

-Señora... yo...

-Todavía -exclamó la Semíramis borbónica en la exaltación de su ira-, todavía se atreve usted a defenderse y a insultarnos con su presencia y con sus palabras. Salga usted inmediatamente.

Ciega de furor, dejándose arrebatar de sus ímpetus de coraje, la Infanta dio algunos pasos hacia Su Excelencia, alzó el membrudo brazo, disparó la mano carnosa... ¡Plaf! Sobre los mofletes del ministro resonó la más soberana bofetada que se ha dado jamás.

Todos nos quedamos pálidos y suspensos, y digo nos, porque el narrador tuvo la suerte de presenciar este gran suceso. Calomarde se llevó la mano a la parte dolorida, y lívido, sudoroso, muerto, sólo dijo con ahogado acento:

-Señora, manos blancas...

No dijo más. La Infanta le volvió la espalda.

Calomarde acabó para siempre como hombre político. Los apostólicos, cuando se llamaron carlistas, le despreciaron, y el execrable ministril se murió de tristeza en país extranjero.

A la misma hora la muchedumbre, paseando en los amenísimos jardines, comentaba los sucesos de aquellos días. D. Benigno y Salvador paseaban juntos como viejos amigos, y ya se habían contado parte de sus secretos. Cordero estaba triste, Monsalud se iba exaltando más cada día con la idea política. De pronto vieron que la multitud se agolpaba en un sitio, por donde discurría en abigarrada procesión mucha gente de Palacio, con dorados uniformes y huecos casacones. Abría calle el público para dar paso a estos señores. Cordero y Monsalud se acercaron para ver mejor. Sostenida por una nodriza, rodeada de damas, seguida de personajes, una niña de dos años andaba con dificultad, batiendo palmas y riendo de alegría. Aquellos eran los primeros pasos de una Reina.

Del gentío salió una voz que gritó con furor: «¡Viva Isabel II!». Y una exclamación inmensa recorrió los jardines, perdiéndose y desparramándose como los primeros ecos de una tempestad naciente.

La tempestad estaba cerca: oíanse los primeros truenos; pero el que quiera conocer los notables sucesos, ya privados ya públicos, que restan por referir, tenga paciencia y espere a leer lo que con toda verdad se dirá en el libro siguiente.


 
 
FIN DE LOS APOSTÓLICOS
 
 

Madrid.-Mayo-Junio de 1879.