Los Ayacuchos/1
In diebus illis (Octubre de 1841) había en Madrid dos niñas muy monas, tiernas, vivarachas, amables y amadas, huérfanas de padre, de madre poco menos, porque ésta andaba como proscripta en tierras de extranjis, con marido nuevo y nueva prole, y aunque se desvivía por volver, empleando en ello las sutilezas de su despejado entendimiento, no acertaba con las llaves de la puerta de España. Vivía la parejita graciosa en una casa tan grande, que era como un mediano pueblo: no se podía ir de un extremo a otro de ella sin cansarse; y dar la vuelta grande, recorriendo salas por los cuatro costados del edificio, era una viajata en toda regia. Subiendo de los profundos sótanos a los altos desvanes, se podían admirar regiones y costumbres diferentes en capas sobrepuestas, distintos estados de sociedad que encajaban unos sobre otros como las bandejas de un baúl mundo. En la bandeja central, prisioneras en estuches, vivían las dos perlas, apenas visibles en la inmensidad de su albergue.
La magnitud de éste daba a las niñas idea vaga de la grandeza de su familia, que era, como puede suponerse, de las más linajudas, y así lo pensaban, pues si en el albor de sus inteligencias creían que todas las casas del pueblo eran como la suya, no tardaron en comprender que la de ellas era, con gran diferencia, mucho mayor que todas, y más bonita por dentro y por fuera. A falta de padres, rodeábalas muchedumbre de personajes vistosos, de damas bien emperifolladas, de hombres muy graves con toda la ropa bordada de oro, y no se podían contar las tropas lindísimas que fuera y dentro de la mole palatina se congregaban día y noche para custodiar a las nenas, por donde venían éstas en conocimiento del valor y mérito de sus personitas, y adquirían el sentido de la realeza. Los primeros destellos de la razón llevaron a sus entendimientos la idea de que en derredor suyo existía mucha, mucha gente que las amaba. Y por ellas se trabó años atrás una espantosa guerra: ¡como que había también regular porción de gente que no las quería nada! Su natural viveza y la intensidad de vida histórica que las rodeaba fueron parte a que se despabilaran pronto; todo lo entendían, y apoderada de sus cerebros la idea de Nación, participaron de las tristezas y alegrías de ésta. Con las primeras oraciones aprendieron los himnos que en loor de ellas cantaban los pueblos. «Me parece -dijo la hermanita menor a la mayor, después de oír cantata o recitación de poesías-, que eso de soles de inocencia lo dicen por nosotras». Y la mayor: «Claro que con nosotras va todo eso. Lo de augustos ángeles lo dicen por las dos, y lo de iris de paz por mí sola... porque a ti no te llaman iris...».
La historia de España durmió con ellas en las doradas cunas, y tomaba, para penetrar mejor en el entendimiento y adherirse a la voluntad de las regias niñas, la forma y ademanes tiesos de las lindas muñecas con que jugaban. Aprendieron a leer más pronto que otras criaturas de su misma edad, y deletrearon los emblemas liberales, interpretándolos como el mimo que todo un pueblo les daba, o como el cariñoso arrullo para que se durmiesen. Tuvieron por coco al faccioso, uno a quien llamaban Pretendiente, y como a libertadores paladines de cuentos de hadas vieron a Córdova y Espartero, a León y O'Donnell, caballeros fantásticos que corrían por los aires montados en hipogrifos, y volvían trayendo sartas de cabezas facciosas. Nunca llegaron a creer que su causa se perdía, pues en las horas de desaliento oían coros populares en que se ensalzaba la virtud del nombre de Isabel, mágico emblema que levantaba las piedras contra la Pretensión, y abría los abismos en que se hundía el monstruo rebelde. Se criaban y crecían en medio de una atmósfera poética, compuesta de marciales cánticos, y en su infantil imaginación veían adornados de rosas y claveles los fusiles de la tropa. Lloraban de gozo cuando veían a las multitudes acercarse a la casa grande cantando al paso de la marcha, y si la muchedumbre era de chiquillos, cosa frecuente, no era menor su alegría. La Milicia Nacional no les agradaba menos que la tropa, pues si ésta sobresalía por su marcialidad, aquélla daba los vivas con un ardor que hacía mucha gracia. De los enredos políticos, subidas y bajadas de ministros, no se enteraban, porque de estas cosas no les decían una palabra los palaciegos. Conocían a Mendizábal por sus largas levitas, al Duque de Frías por su peluca, a Toreno por su elegancia, a Montes de Oca por sus bonitos ojos, a Calatrava por sus blancas patillas, y no podían hacer mayores distinciones. Los motines y disturbios ruidosos, desde el de La Granja en 1836 hasta el de Barcelona en 1840, sólo fueron para las niñas rumores ininteligibles, en que no fijaban su voluble atención. La historia viva no hizo impresión en ellas hasta los sucesos de Valencia, que hubieron de tomar en su mente color muy vivo por causa de la partida de la Reina mamá. Era la primera vez que la lección histórica les dolía, y con el dolor se les quedó presente. No entendían por qué se embarcaba su madre, dejándolas aquí, y al ver llorar a toda la gente de Palacio, eran un mar de lágrimas. La Princesa no tenía consuelo. Isabelita, que ya cumplía diez años y era muy precoz, comprendió mejor que su hermana la grave mudanza, y charlando las dos sobre ello, le decía: «No seas tonta; no es para que llores tanto. Yo también lloro, ya lo ves. Pero me hago cargo de que cuando mamá nos deja es porque así debe ser. Ya volverá. Espartero también nos quiere mucho; ya lo sabemos. Mamá nos deja encargadas a Espartero y a la Milicia Nacional, que es muy buena, pero muy buena».
Viéronse victoreadas con mayor estrépito que nunca en su viaje de Valencia a Madrid, y en la capital los milicianos hicieron locuras, igualando en sus demostraciones de entusiasmo a Espartero y a las niñas. Entraron de nuevo en la casona grande, y no pasó mucho tiempo sin que se manifestara un cambio de costumbres y renovaciones del personal. Muchas damas salieron, entraron otras, y hasta en la baja servidumbre vieron las pequeñuelas sustitución de unas caras por otras. De aquí sobrevino cierta relajación en los estudios, lo que a ellas no les causó gran enfado, porque estudiando poco tenían más tiempo para jugar. Pudieron enterarse entonces de lo que eran periódicos, que habían visto más de una vez en manos de damas y gentileshombres, sin lograr que se les permitiese leerlos. Algunos llegaron al fin a poder de las niñas, y los leían, sin encontrar en lo más sustancial de ellos nada que las divirtiera, pues aquel continuo tratar de si venían o no venían las Cortes, maldito lo que les interesaba. ¿Qué eran las Cortes y por qué se hablaba tanto de ellas? Isabelita empezó a comprender que no eran cosa de juego, y que había dado y aún darían mucha guerra. En la historia de España que su maestro les iba enseñando a sorbitos, no se decía claramente lo que las Cortes significaban: de las antiguas se hacía mención; pero a la vista saltaba que aquellas Cortes eran de otro costal. La institución moderna que con aquel nombre designaban los periódicos, escribiendo acerca de ello interminables parrafadas, continuaba nebulosa para las regias alumnas, porque el librito de Historia no decía nada de elecciones, ni de diputados que pedían la palabra, ni de la razón y objeto de aquel diluvio de retórica; no traía más que hazañas de caballeros, los hechos gloriosos de los reyes, guerras sin fin por pedazos gordos y a veces por piltrafas de reinos, y los casamientos de estos príncipes con aquellas princesas, de donde venían paces, cuando no guerras más encarnizadas.
Llegaron por fin días en que Isabelita, bastante inteligente para saber medir los vacíos de su instrucción, y ansiando acortar el inmenso campo de lo que ignoraba, dirigía preguntas mil a las personas de su elevada servidumbre: «Y estas Cortes, ¿qué harán ahora? ¿Van a poner otra Regencia? ¿Qué es eso de la una y la trina? Y de Espartero, ¿qué? ¿Gobernará trinando, como gobernaba mamá, hasta que yo sea grande y pueda gobernar sola?
Rodaron los días hasta que en uno de ellos vieron las niñas que era aclamado el duque de la Victoria, y que andaban por Madrid milicianos y pueblos con músicas, cantando los himnos de costumbre. Menos mal si siempre se destacaba entre la gritería el mágico nombre de Isabel. Luego se presentó Espartero en Palacio, de gran uniforme; rodeábanle sin fin de personajes de la milicia y de lo civil, relucientes de bordados y cruces, y entre ellos, muchos de casaca negra, que debían de ser los de las Cortes. Vestidas las nenas de ceremonia, Espartero les besó la mano, y sonaron vivas. ¡Cómo las querían todos! Había venido Isabel al mundo con buena estrella: benéficas hadas rodearon su cuna y después su dorada camita de niña mayor. ¡Feliz ella, destinada a ser Reina de tal pueblo, y feliz el pueblo que se encontraba con aquel iris de paz después de tantas cerrazones y tempestades!
Pasado algún tiempo, que las regias señoritas no podían precisar, se personó en Palacio un señor viejo, alto, amarillo, con unas patillucas cortas, el mirar tierno y bondadoso, el vestir sencillísimo y casi desaliñado, sin ninguna cruz ni cintajo ni galón. Era D. Agustín Argüelles, elegido por las Cortes tutor de las hijitas de Fernando VII. ¡Y que no había visto poco mundo aquel buen señor! Condenado a muerte por el padre, al cabo de los años mil las Cortes le nombraban padre legal de las huérfanas. ¡Qué vueltas daba el mundo! En pocos años celebró cuartas nupcias el déspota; le nacían dos hijas; reñía con su hermano; reventaba después, aligerando de su opresor peso el territorio nacional; renacían las Cortes odiadas por el Rey; surgía una espantosa guerra por los derechos de las dos ramas; vencía el fuero de las hembras; muerto el oscurantismo, lucía el iris con los claros nombres de Libertad e Isabel, y el que mejor había personificado la resistencia del pueblo a las maldades y perfidias del monstruo, entraba en Palacio investido de la más alta autoridad sobre las criaturas que representaban el principio monárquico. Sorprendió a éstas la extremada sencillez de su tutor, que más que personaje de campanillas parecía un maestro de escuela; pero éste no tardó en cautivarlas con su habla persuasiva, dulce, algo parecida al sonsonete de los buenos predicadores. Decía cosas muy bonitas, enalteciendo la virtud, el respeto a la ley, el amor de la patria y la unión feliz del Trono y la Libertad. Su palabra, educada en la tribuna y más diestra en la argumentación de sentimiento que en la dialéctica, iba tomando, con el decaer de los años, un tonillo plañidero; su voz temblaba, y a poquito que extremase la intención oratoria se le humedecían los ojos. Naturalmente, las Reales criaturas, cuya sensibilidad se excitaba grandemente con el ejemplo de aquel santo varón, concluían por echarse a llorar siempre que Don Agustín a la virtud las exhortaba con su tono patético y la bien medida cadencia de su fraseo parlamentario, hábilmente construido para producir la emoción. Y no podían dudar que le querían: él se hacía querer por su bondad simplísima y por el aire un tanto sacerdotal que le daban sus años, sus austeras costumbres, su dulzura y modestia, signos evidentes de su falta de ambición. Caracteres hay refractarios al disimulo, y que en sus fisonomías llevan el verídico retrato del alma; a esta clase de personas pertenecía D. Agustín Argüelles, del cual sus enemigos pudieron decir cuanto se les antojó, pero a una le señalaron todos como ejemplo de un desinterés ascético, que ni antes ni después tuvo imitadores, y que fue su culminante virtud en la época de la tutoría y en el breve tiempo transcurrido entre ésta y su muerte. Baste decir, para pintarle de un rasgo solo, que habiéndole señalado las Cortes sueldo decoroso para el cargo de tutor de la Reina y princesa de Asturias, él lo redujo a la cantidad precisa para vivir como había vivido siempre, con limitadas necesidades y ausencia de todo lujo. Se asustó cuando le dijeron que el estipendio anual que disfrutaría no podía ser inferior al del intendente de Palacio, y todo turbado se señaló la mitad, y aún le parecía mucho. Cobraría, pues, la babilónica cifra de noventa mil reales.
Pero si no le seducían las riquezas, su ánimo no podía librarse de la vanagloria tribunicia, ni su orgullo podía satisfacerse con otros lauros que los ganados en las Cortes. No en balde había visto nacer el Sistema, figurando en nuestras asambleas deliberantes desde la gloriosa aurora del 12, pasando por los torneos admirables del Trienio, renaciendo en el Estatuto después de la emigración, y en las tumultuosas Cortes de la Regencia. Había llegado a ser el patriarca parlamentario, y no sabía vivir fuera del templo y sacristía de aquella religión. En las postrimerías de su laboriosa existencia, su apego a la vida del Parlamento era tal, que se consideraba hombre perdido si le obligaban a cambiar por la tutoría la grata rutina de oír y pronunciar discursos. Aceptó el honroso cargo con la condición precisa de seguir presidiendo las Cortes. No quería sueldos, honores ni cruces: no quería más que hablar. Por su elocuencia, que en los albores del Régimen arrebataba, le llamaron Divino. La posteridad ha dejado prescribir aquel mote, fundado en vanas retóricas, y le ha puesto marca mejor: la de su honradez, que ciertamente en tales tiempos y lugares no parecía humana.