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Los Ayacuchos/12

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De D. Serafín de Socobio a D. Fernando Calpena


Enero de 1842.

Ilustre amigo: Su carta del 12 me alivia del susto que la del 3 me dio, pues veo en ella bien manifiesta la mejoría de su señora madre, que ni aun en ese dulce clima tolera los rigores invernales. Felizmente no es cosa mayor esa dolencia que en tan gran alarma nos puso a los amigos de acá, y doy gracias a Dios por el alivio, pidiéndole que sea completo, y que las aflicciones de usted por este motivo no vuelvan a repetirse. Al propio tiempo allá van mis felicitaciones por lo que me manifiesta respecto al buen giro del interesante asunto de La Guardia, más relacionado con el corazón que con los intereses. También pido a Dios que le acelere el desenlace que ha de colmar sus justos anhelos. Si da Dios la felicidad a quien la merece, bien puede usted decir que ya la tiene en la mano. Cierre usted el puño para que no se le escape.

No resisto a la tentación de dar a usted algunas noticias que con ese negocio se enlazan. Ha llegado la semana pasada el señor Marqués de Sariñán, que trae el propósito de aprovechar la famosa ley del 2 de Septiembre último, por la cual se declaran bienes nacionales todas las propiedades del clero secular en cualesquiera clase de predios, derechos y acciones que consistiesen, de cualquier nombre y origen que fuesen, y con cualquier aplicación y destino con que hubieran sido donadas, compradas o adquiridas. Alcanza esta ley a los bienes, derechos y acciones de las cofradías y fábricas de las iglesias. Al olor de estas compras acuden terratenientes de los pueblos y logreros de las ciudades. Sigo creyendo que la ley es un despojo inicuo. El de Sariñán no se duerme, y como tiene ahorros, efecto natural del miserable y roñoso trato que se da, será de los que arrebaten con viva mano los mejores bienes de aquellas manos muertas. Allá se las haya con su conciencia. Pues bien: interrogado el señor Marqués por un amigo mío acerca de lo que llamamos el negocio de La Guardia, repitió que pronto quedarían vencidas las dificultades que suscitaba la malicia. Se lo digo para su gobierno, en la seguridad de que usted compaginará las noticias que recibe con las que me da.

Otra incumbencia, además de la compra de tierras eclesiásticas, le trae a Madrid, y de ello puedo dar testimonio, porque a un servidor de usted se le han encargado las diligencias necesarias para llevarla a efecto. Desea el señor Marqués añadir a sus títulos nobiliarios el de Duque, y consultado el caso conmigo, aconsejé pedir la reválida del ducado de Nuévalos, que en tiempos de D. Pedro V de Aragón perteneció a la casa de Idiáquez, pasando luego por enlaces a la de Lazán, y perdiéndose hacia 1710, por muerte del poseedor D. Fadrique de Lazcoiti y dejación de sus herederos, que se ligaron a la casa del Archiduque y emigraron a Francia. Conforme con mi dictamen el señor Marqués, quedé yo en comenzar las gestiones y en llevarlas con la mayor actividad. Esto me huele a próxima boda. No diga usted esto a nadie, mi buen D. Fernando, que el Sr. D. Rodrigo me ha encargado la reserva.

Dejemos a un lado al noble mayorazgo de Cintruénigo, y vamos con su amigo de usted, de quien al fin puedo darle nuevas, que siento no sean felices... No tiene usted idea, mi señor D. Fernando, de las vueltas que di por Madrid, ni de las calles y costanillas que tuve que recorrer para encontrar al desdichado Ibero, tarea ingrata, que me ha puesto perdido de los callos, pues hay que ver, amigo mío, la ruindad y abandono de los empedrados de la Villa y Corte en estos tiempos de Regencia esparterista. ¡Qué Ayuntamiento! Así está todo. Vamos al abismo, si no vienen pronto los hunos. ¿Sabe usted quiénes son los hunos? Pues son los otros. Inteligenti pauca.

Decía que tropezando aquí y acullá, tomando razones de porteras soeces y de aguadores zafios, di con Santiago Ibero en una vivienda modestísima de la calle del Limón. ¿Sabe usted dónde esta calle cae? Allá por el cuartel de Guardias, que es donde Cristo llamó, según cuentan, y no le oyeron... Sorprendiose de verme, y lo primero que hice fue hablarle de usted, por cuyo mandato iba yo en su seguimiento y captura. Al pronto pareció no recordar, no digo la persona, pero ni el nombre de usted, de donde saqué la convicción del lastimoso estado de su caletre; pero luego, mi segunda y tercera amonestación le refrescaron los aposentos de la memoria, y se manifestó complacido del recuerdo, añadiendo que no existía ningún amigo que tanto le interesase. Como yo le dijese que era fea ingratitud olvidar a tal amigo y no responder a sus cartas, contestó mil incongruencias: que no tenía tiempo de plumear; que no acertaba con lo que debía escribir a persona tan amada; que sus ideas variaban como unas setecientas veces al día; que escritas con no poco trabajo dos cartas, las había roto; que escrita una tercera, olvidada se le quedó en el bolsillo dos largos meses, entre migas de pan y picadura de tabaco.

No es cierto que le hayan concedido la licencia absoluta: la pidió al Regente; pero éste, mejor dicho, el gran mangoneador Linaje, no ha querido dar curso a la solicitud. Está el hombre de cuartel, abominando del servicio militar y de todo lo que sea guerra, fusiles y ordenanza. Causome no poca sorpresa ver gruesos libros en la mesa del mísero cuarto en que me recibió, y de punto subió mi asombro viendo que eran obras místicas: el Tratado de la Paciencia, de Malon de Chaide; la Vida de Cristo, del padre Nieremberg; el Evangelio en triunfo, de Olavide, y algo más que no recuerdo. A mis preguntas acerca de sus nuevos gustos literarios, contestó con evasivas. Luego vi que un armario próximo albergaba novelas, algunas traducidas del francés, y me parecieron, por los pocos rótulos que leí, la más abominable literatura del mundo. De paisano vestía el pobre Coronel, cubriéndose casi todo el cuerpo con una luenga bata negra que más parecía sotana, los pies en pantuflos colorados: ni en cuellos ni en puños vi asomos de camisa, gloriosa nuditas. Lo más extraño de todo es que en la frigidísima estancia no había lumbre. Interrogado por mí acerca de este punto, díjome que ignora lo que es frío, que arde su cabeza, y que su corazón es un rescoldo inextinguible. En tanto que con él hablaba, se me iban los ojos por todos los rincones del aposento, buscando rastro de mujeres o alguna señal de femenil existencia. Vi retratos de escaso mérito, que no representaban ciertamente tipos de hermosura; vi ropas colgadas de clavos y perchas, entre las cuales había prendas de mujer, viejas y sin ninguna elegancia; botas y zapatos de pie breve vi también, ya desfigurados por el uso. Mujer había sin duda, mas era de baja estofa, según las trazas, o de las que por los caminos de liviandad vienen muy a menos.

Con la discreción más sutil traté de sonsacarle quién era ella y el por qué y el cómo de tal envilecimiento; pero no quiso clarearse, demostrando en ello más marrullería que demencia, y una grande habilidad para eludir las contestaciones concretas. Y luego, exaltándose de improviso, me dijo: «Soy un hombre sin honor, y toda persona que se estime debe huir de mí como de un apestado. No merezco que ningún caballero me dirija la palabra. Caballero fui yo; pero ya no lo soy, ni a serlo volveré». Y como yo intentara quitarle de la cabeza ideas tan sombrías, se encalabrinó más, echando tal lumbre por los ojos, que empecé a sentir miedo. Mi turbación llegó a su colmo cuando le vi levantarse súbitamente cual muñeco de resortes, y medir a zancajos la estancia, cogiendo un libro de una parte para ponerlo en otra, y masticando palabras ininteligibles, como quien no está en sus cabales. A toda prisa solté las frases de retirada, y él, apretándome la mano hasta que me hizo ver las estrellas, echome su despedida en los términos más insólitos: «Le felicito a usted porque se marcha... muy señor mío y dueño... Buenas tardes... Expresiones... Váyase pronto y no vuelva... Aquí manchamos, digo, yo mancho... Conservarse. Me hará el favor de no volver acá».

Asustado en el momento de despedirme, compadecido cuando salvo me vi en la escalera, bajé con propósito de obedecerle en lo de no repetir la visita. Olvidaba decir a usted que no me salí sin entregarle su carta, y que él la tomó con rápido impulso, y sin mirarla la puso entre las hojas de un voluminoso libro, cuya tapa cerró con estrépito. Me figuro que aquel y otros infolios son el panteón donde yacen sepultadas todas las cartas que el infeliz hombre recibe.

Con que ahí tiene usted todo lo que directamente he podido inquirir del caballero sin ventura, a quien ha hechizado vilmente alguna de estas a quienes vilipendió Aristóteles llamando a toda la clase animal imperfecto. Si por vía indirecta puedo averiguar algo más, no tardaré en comunicárselo. Sé que otros amigos de usted andan en exploraciones por el lado de ciertas familias manchegas y matritenses, y quizás saquen de ello algún fruto... A propósito: me han contado que el protegido del Regente, Marianito Centurión, que de garrochista andaluz pasó a gentilhombre de Palacio, ¡o tempora!, anda por estos sociales laberintos buscando una hembra de buena dote con quien entroncarse, sin reparar que sea un espanto de fea. Parece que el hombre ha encontrado su para cual en la hija de un D. Bruno, coterráneo de D. Quijote; pero no se lleva mal chasco si la pide en matrimonio y se la dan, pues no es oro todo lo que reluce, ni la riqueza de esa familia es lo que cree Centurión, que ya se tiene por poseedor de media Mancha. Y de una de las chicas he oído que anda un poco descarriada, cosa natural en este Madrid, que a los vicios ingénitos une hoy los que nos ha traído el progresismo, conductor de nuevas, costumbres y de relajaciones extranjeras. ¿Si será esta oveja churra, descarriada, la pretendida de Centurión? Me alegraré mucho, para que, sin llevarle gran cosa de dineros, le adorne la cabeza como él se merece y le cuadra muy bien, y así podrá decir que la boda le sale a mocha por cornada.

Pasando a otra cosa, mejor enterado estará usted que yo de ese movimiento de Barcelona, del cual dicen que es democrático-socialista... ¡Vaya unos términos que vamos sacando ahora! Es lo que nos faltaba: que el desbarajuste esparteril nos trajese también un poco de democratismo, tras del cual veo asomar la oreja del republicanismo, o sea la disolución social. Por aquí se asegura que el Tío Cromwell, tan severo con los caballeros de Octubre, será blando con los insurrectos de Barcelona, lo que no ha de maravillar a nadie, por aquello de asinus asinum fricat. Bueno, Señor, bueno.

En las nuevas Cortes, los más ciegos pronostican grandes tumultos. López y Caballero están haciendo ya los guiños parlamentarios que preceden a la rabiosa oposición. Cortina y Olózaga tiran chinas contra las nulidades del Ministerio, y mi señor Regente no sabe salir del círculo de su tertulia de ayacuchos, ni gasta más ideas que las que allí le suministran. Vamos bien, tan bien que no iríamos mejor si estuvieran en nuestra mano las riendas del desgobierno. La situación es consoladora para los leales, y muy recreativa para todos, porque nos deleitamos con las crueles bufonadas de La Postdata y de La Guindilla. ¡Qué ingenio para las burlas! ¡Con cuánto gracejo y desparpajo escarnece la libertad de imprenta a los que la patrocinan, y qué bien allana el camino a los que reniegan de ella! La prensa, amigo mío, es un perro que no muerde más que a sus amos. ¿A nosotros qué ha de mordernos, si desde el primer día le ponemos bozal? En fin, que sigan ciegos y locos cometiendo torpezas, autorizando escándalos, corrompiendo al país, revolcando en el suelo el principio de autoridad, y no tendremos que hacer más que cruzarnos de brazos, hasta que llegue el momento de recoger aquel sagrado principio, roto y sucio en medio de las calles. Y como estará tan puerco, de las manos progresistas, habremos de cogerlo con un papel... que será la Constitución genuinamente moderada.

¿Qué tiene usted que decir de esto? ¿Verdad que estoy en lo firme anunciando la catástrofe progresista y el triunfo de los buenos? Y los buenos somos nosotros, Sr. D. Fernando: ya lo verá usted, que también es bueno en general, y como tal le reconoce su incondicional servidor y amigo -Socobio.