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Los Ayacuchos/14

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Continúa la carta de Gracia


Ya he llenado otro pliego, y todavía no hemos entrado en materia. Vamos allá. Dice la mujer feliz que ya puedes venir cuando quieras, que cuanto más pronto mejor. Para vosotros es el mundo... ¡ay qué pena!... Adelante: no se te pase por las mientes, hijo, venir a La Guardia, porque aquí estará Doña Juana Teresa todo el mes de Abril, y tu presencia en el pueblo traería no pocos disgustos. Te vienes para acá muy callandito sin decir nada a nadie, y sigues por el Ebro adelante hasta Briones; por allí hay un vado: lo pasas... No, no; cuidadito, que en estos meses suelen empezar las crecidas... Por Dios, no te metas a caballo en el Ebro. Sigues hasta Haro, y de allí te vienes a La Bastida, dos lenguas de camino. Avisas a mi hermana desde Zaragoza o desde Logroño, dirigiendo la carta, como todas, a Nicanor, y fijas el día probable de tu llegada a La Bastida, donde encontrarás a todos los Maltranas, que te aguardan con una docena de brazos abiertos. Valvanera te dará las instrucciones para el resto del programa... Creo, ¡ay de mí!, que el pensamiento de mi hermana es celebrar el casamiento por sorpresa, pero sin que falte ningún requisito. Me consta que ya tiene conquistado al cura de Samaniego, el cual (esto me irrita, me subleva) es tío carnal de... ese monstruo de cuyo nombre no quiero acordarme. Bueno: lo del bodorrio de sorpresa y al modo teatral es barrunto mío, pues nada me ha dicho tu adorada... Siento una congoja inmensa, como si el firmamento todo se desplomara sobre mi alma... En fin, recibidas en La Bastida las últimas órdenes, montas en tu Rocinante y picas espuelas por el camino de Samaniego, y antes de llegar al fin de la jornada verás dos quitasoles encarnados; más de cerca verás dos mozas: la una bien proporcionada de carnes, talle y miembros; la otra flaca como un junco. Son tu Dulcinea y su hermana la Micomicona, que ha venido muy a menos y se pasa la vida llorando. En fin, lo demás se verá. ¿Te has enterado bien?...

Preséntase de improviso mi señora hermana, la reina de esta casa, y después de reñirme por escribir tan largo, hase dignado leer la epístola, y se ha dignado reírse, señal evidente de que no le ha parecido mal. De ello me congratulo. Ruégole yo que añada algunas palabras, como fe de vida, a las por mí trazadas, con lo que tendréis mejor testimonio de su aprobación. Responde a mi súplica que no puede hacerlo en este instante, porque la etiqueta exige de ella que sin perder tiempo prepare unos bizcochitos borrachos que apetecen las señoras de Álava, y otras no menos golosas que con ellas han venido. Yo digo que ojalá se les vuelvan veneno los tales bizcochos, y Demetria me contesta que no sea mala. Nos ponemos a disputar; yo, que estoy ahora muy impertinente y muy mimosa, he dicho: «Ya lo veo... no quieres poner el parrafito porque la carta no te gusta...». «¡Que sí me gusta, mujer -responde ella-: está lindísima!». «Mira que si no te gusta la rompo...». Y para salvar la carta y darla por buena la besó con un cariño, ¡ay!, con una emoción que no puedo expresarte... Luego se fue, diciendo que volvería en cuanto embriagara los bizcochos.

¡Ay, qué cosa! El beso que dio mi hermana en estos pliegos, ¿sabes dónde ha caído? Pues en el mismo renglón en que pongo lo de los besos que daba yo al borriquito... más arriba, en el tercer pliego. Para tu gobierno, marco con una crucecita el punto en que puso tu novia sus divinos labios. Fíjate, hombre, fíjate en la crucecita. Cuando nos veamos has de decirme si te fijaste.

Mi hermana no se zafa de la visita tan pronto como quisiera, y allá la tienen bien cogida las señoras borrachas, digo, las golosas de bizcochos de Baco. Me aburro de esperarla, y mato el fastidio escribiendo: por variar, te digo que no hay tristeza que a la mía pueda compararse, que de tanto sufrir me ha venido una enfermedad que dará conmigo en el sepulcro.

Juraría yo que tengo calentura y que el pecho se me quiere romper. Necesito luchar como una fiera conmigo misma para no echarme a llorar. ¡Cuánto daría yo por perder la memoria y por que muchas cosas que me fueron gratas no volvieran a pasarme por las mientes! No se por qué se habla tan mal del olvido, cuando, si bien se mira, es una de las pocas cosas buenas que nos ha dado Dios. Lo triste es que no olvida una cuando quiere, sino cuando al señor olvido le da la gana... Y también digo que los hombres son muy malos, lo peor de cada casa, y que nada se perdería con que no hubiera hombres. Es lástima que los niños crezcan, lástima que no se queden siempre niños... Que crecieran sólo las niñas sería lo bueno... Después que tú te cases, yo, si fuera Dios, mandaría que no hubiera más casamientos, y aboliría los hombres, ¿qué te parece?... Pero ahora caigo en que no puede ser: los hombres son necesarios, porque ellos son el mal, y si no existiera el mal no habría libre albedrío, y sin libre albedrío no tendríamos virtud. Si el hombre nos faltara, no podríamos purificarnos abominando del amor, apeteciendo la soledad y la penitencia; creo yo que si el hombre no existiera amaríamos menos a Dios... Ya ves, ya ves, chico, qué sabia me estoy volviendo. Me admiro a mí misma, y a veces, de tanto como sé, me dan ganas de darme coscorrones en el cráneo, y de arrancarme un par de mechoncitos...

Veo que te aburro, y para que se te alegren los espíritus hablarete otra vez de mi hermana y tu novia, de esa reina, de esa diosa que te ha caído en suerte, como a mí me cayó el último diablo de los infiernos. La sin par Demetria, la misma sabiduría, es a veces más boba que yo, y con esto se dice todo. Tanto hablar de su gran carácter, de su entereza y en ocasiones es la misma timidez. Ahora me estoy riendo de una cosa: ya había recibido la reina seis o siete cartas de su rey, escritas con la mayor confianza, y no se determinaba a tutearle... Y eso que el tutear por escrito no da tanta vergüenza como el tutearde boquis. Tú no te parabas en barras, y en tus cartas apasionadísimas le dabas el tratamiento usual entre los que han determinado ser marido y mujer. Pero ella, la muy tonta, siempre con el usted y el Don Fernando. «Pero, mujer -le dije yo-, ¿no ves que él te tutea? Le ofendes con esa etiqueta ridícula». Al fin la convencí; pero, créeme, le costó algún trabajo entrar por el aro de la familiaridad. Es ella tan mirada, tan celosa del decoro, que no sabe ir sin rodeos desde los cumplidos a la confianza. Yo no soy así: el día mismo que Santiago me hizo su declaración... y bien sabe Dios que esto lo recuerdo con ira y vergüenza... pues el mismo día le traté de tú, soltándole mil injurias y perrerías muy gordas, porque en serio no me atrevía... Pues ya verás cómo, a pesar de haberos escrito tantas ternezas, el día en que te presentes a ella se ha de poner muy colorada... y las primeras palabras que pronuncie ante ti las dirá temblando y equivocándose, como el que habla un idioma mal aprendido. Pero tú no hagas caso, y en cuanto la veas le abres los brazos y le das un buen estrujón, que eso, por más que ella se ponga melindrosa, ha de gustarle... digo, me parece a mí.

Llega en este momento la Majestad de doña Demetria I, harta de visitas y de amigas. ¡Gracias a Dios que se han largado! Lo primero que hace la señora Reina es leer lo que acabo de escribir, y alarga los hociquitos; después se sonríe, duda, me riñe, y se le van bajando los morros. Yo le digo que si me tacha lo del abrazo, rompo toda la carta. Ella dice que no, que todo lo aprueba, y que para que conste escribe de su puño y letra un parrafito. Pongo en sus reales manos la pluma, que nosotros los poetas llamamos péñola.

(Escribe la hermana mayor.- Pronto, prontito, Fernando. Si tu madre está bien de salud, no tardes. Por Valvanera sabrás lo que tienes que hacer al llegar a La Bastida. Ha escrito mi hermana no pocas tonterías graciosas: hay que dejarla, y si su espíritu quiere retozar, que retoce. Gracia es tu hermana: te quiere porque me quieres. Hagamos nuestra su pena, y juntémosla con nuestra felicidad, a ver si de este modo podemos endulzarla... Doy mi suprema sanción a cuanto ha escrito en esta linda carta, y para que conste, estampo aquí mi real sello. Tendreislo entendido, etcétera. Yo no puedo entretenerme más. Las visitas me han revuelto toda la casa y me han trastornado el día. Encargo a nuestra secretaria que agregue algunas advertencias que se le habían olvidado... Te espero. Tiempo hace que cuento los días; desde hoy contará las horas tu -Demetria.)

Vuelve a mis flacas manos la pluma. Mientras Su Majestad acude a remediar la revolución que esas entrometidas señoras han hecho en nuestra casa, te escribo lo que ella me encarga, es a saber: que en tu viaje no pases por Cintruénigo, o lo hagas de noche y bien disfrazadito... Mejor será que te tomes la vuelta de Estella y recales por Campezu. En fin, tú sabes el mejor camino. Dice también que no dejes de traer a Sabas, que nos inspira absoluta confianza. Para que tengas una idea del giro que va tomando nuestra guerra civil, te informo de que el tío Navarridas no necesita más que un empujoncito muy flojo para caerse de nuestro lado. En cambio, la tía se cae con todo su peso de la otra parte, y ahora todo su afán es casarme a mí. ¿Sabes que se me ocurre pronunciar un sí como una casa? ¡Quién me verá a mí de tacaña...! Pero no; yo no estoy más que para morirme. Quiera Dios darme el descanso que deseo, y a vosotros la felicidad que merecéis.

¿No te fijaste, tonto, en que tu novia puso también el sello en lo que escribió? Ella fue la que pintó la crucecita, después de besar el papel. Luego me dijo, ¡valiente pícara!, que el beso era para mí. Naturalmente, para ti no había de ser... ¿qué creías? Pero, en fin, fíjate, hombre.

Y concluyo, que estoy cansada. Tengo fiebre. ¿Se me queda algo por decir? ¡Ah! sí, que Doña Juana Teresa se pasa la vida empollando pleitos para fastidiarte, ya que no ha podido conseguir que mi hermana te aborrezca. Ahora la emprenderá con tu madre, por los derechos a no sé qué castillo viejo de Aragón. Eso te lo contarán los simpáticos procuradores y escribanos. Dice Demetria que no hagas caso, ni te afanes por estas venganzas miserables. Pero te aconseja que tomes tus medidas antes que cambie la veleta política, porque si, como dicen, echan a tu amigo Espartero y vuelve la moderación, no será extraño que te den un disgusto, que te persigan, que te destierren, o quizás algo de mayor cuidado. Me encarga la excelsa soberana que te fijes mucho en esto.

Y ahora ¿se me olvidará algo? Creo que no. Lo único que se me había quedado en el tintero es que me mata el dolor, y que no hay consuelo para mí. Aunque lo hubiera yo no le querría, no; y así cuando os caséis y seáis felices, haced el favor de no consolarme a mí, y de no decirme nada que sea consolación. Ven pronto. Por cuenta de tu novia, y sin que ella lo sepa, ¡buena se pondría!, aquí te pongo la tercera cruz. No has de decirle nada de esto... Adiós: no tardes. Compadece a tu moribunda hermanita -Gracia.