Los Ayacuchos/20

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(Del mismo a Demetria)


Madrid, Julio.

Señora y dueña, reina, emperatriz, y más si lo hubiere: ¿con qué palabras te daré las albricias? Ayer te dije que Bretón y yo nos declarábamos vencidos, y hoy, cuando menos lo esperaba, se me presenta el gran riojano y me suelta esta bomba: «¿No le dije, mi Sr. D. Fernando, que yo con un ojo solo había de encontrar más pronto que usted con los dos suyos la aguja que buscamos en un pajar?»

En fin, adorada mujer, que ya pareció el ángel negro; al fin Dios ha tenido lástima de mí, de ti y de tu pobre hermana, si, como creo...

Espérate un poco: no sé cómo contarte con brevedad lo sucedido. ¡Si fuera posible pegar desde aquí cuatro gritos para que tú me oyeras! Pues leyendo versos estaba yo, cuando entra Bretón y me abraza, y rompe una copa de agua que yo tenía en mi mesa, y mientras acudo a contener la inundación que cae sobre el libro pasando por mi chaleco, le oigo decir: «Ya tenemos hombre...». En fin, que Ibero vive, aunque no se responde de su perfecto equilibrio cerebral... Y no vayas a creer que tengo ya entre las uñas al novio de tu hermana: aún no le he visto. Para que nuestra dicha no sea completa, el ángel negro está, como quien dice, a la vuelta de la esquina... se ha ido a Cataluña... No recuerdo si Bretón dijo que reside en Barcelona o cerca de ella... Lo mismo da. ¿Te parece que es floja caminata la que tengo que emprender ahora, mujer mía? De la pena de no verte pronto me consuela el gozo de que veré a mi madre... Fluctúo entre dos cielos. Ya los juntaré yo.

Escucha y alégrate: por obra de la casualidad (disfraz que toma Dios para sorprendernos, embromarnos y reírse de nuestros afanes), supo Bretón que Santiaguillo había sido huésped del Rector de Monserrat, en la calle de Atocha, por un mes largo, y de que el dicho Rector y otro clérigo catalán se concertaron caritativamente para curarle de sus manías y aliviarle de sus penas, determinando al fin que no había para ello medicina mejor que el cambio de aires y la compañía de sujetos graves. Dos días antes de mi entrada en Madrid, empaquetáronle en una galera de las que llaman aceleradas, consignándole a una casa religiosa donde tendrá la mejor asistencia. ¿Te vas enterando? Pues añado (y esto no se lo digas a tu hermana) que los buenos clérigos de acá, en cuyas manos cayó por designio de Dios nuestro pobre amigo, creen que su reciente vocación de vida religiosa, lejos de ser síntoma de locura, señal clara es de iluminada discreción y juicio, por lo cual recomiendan a los Padres de allá que después de cuidarle, y de nutrirle con sanos alimentos, le administren los más eficaces, o sea la doctrina necesaria para que en un plazo no muy largo cante misa.

¡Sí, sí; no es mala misa la que le voy a cantar yo!... A mi pesimismo de los pasados días ha seguido un recrudecimiento ardoroso de aquel entusiasmo con que acepté y acometí las duras penitencias que determinaste imponerme. Vuelvo a creer que me destina Dios a consumar una grande hazaña y a producir una de las más bellas eflorescencias del bien humano. Adelante, y echa la bendición a este tu enamorado caballero, que no dilatará el partir a Barcelona más tiempo del que tarde en prevenirse de los lazos mejores para captar novios fugitivos que se acogen a lugar sagrado... Ya te lo explicaré mañana, porque estoy aturdido, loco, y no respondo de que mi trémula mano escriba lo que pienso.

Tu segunda carta me ha causado tanta alegría como tristeza me dio la primera. ¡Vítor mil veces!... ¿Conque tenemos a nuestra hermana consolada, por virtud de las esperanzas con que tú, divina médica, has fortificado su espíritu? ¿Y no es broma, Cielos, que mi amigo Navarridas se tiene tragado que somos marido y mujer como quien dice? ¿Hase enterado de que nos vimos en Samaniego y de que allí charlamos y resolvimos cuanto nos dio la gana? ¿Tendrá celos de nuestro bravo capellán y casamentero D. Matías? ¡Cuánto me alegro, y qué feliz me haces con estas noticias! Mayor sería mi júbilo si me anunciaras que ha reventado Doña María Tirgo, o que apuntan síntomas del pronto estallido de tan digna señora... ¡Vaya, que la retirada de los tacaños con su brillante Estado Mayor eclesiástico es por demás donosa! ¡Lástima que no estuviera yo allí para avivarles el paso, picándoles la retaguardia con azotes, zorros o escobas! ¡Y ya las de Álava, ¡Dios clemente!, me llaman ilustrado, elegante y de buena educación! Su tardía indulgencia me hace llorar de risa...

La prensa popular no se recata para enaltecer las ideas republicanas. La República es el mejor Gobierno, según estos tribunos de las calles, porque tiene por base y principio el temor de la justicia del pueblo. Al paso que estas ideas se propagan, la procacidad, las groseras injurias a personas respetables son diario alimento de la general demencia. Como París en los días del terror recomendaba el uso constante de la guillotina, Madrid recomienda el corbatín, como eficaz correctivo de ministros y personajes. Se me ha quedado presente una cuarteta que acabo de leer, en la cual se pide que den garrote al ministro de la Gobernación del Reino, señor Solanot:

Al que todo lo trabuca
y en la adulación se ensaya,
el corbatín de Vizcaya
le pusiera yo en la nuca.



Muletilla constante en la baja prensa, y aun en la de más fuste, es que mientras el pueblo paga, los ministros no hacen más que guardar millones. El Ministerio es una cuadrilla de viejas flatulentas, rapaces, embrujadas; el Real Palacio, una casa de Tócame Roque, donde los dómines y las azafatas, las mozas de retrete y los caballerizos, a diario se tiran de los pelos; la Tesorería, el puerto de arrebata-capas; el Regente, un santón repleto de oro; Rodil, un payaso; Capaz, un Tío Carando; San Miguel, un...

¡Ay, ay, ay, niña de mi corazón!... ahora reparo que pongo en tu carta cosillas destinadas a la de mi madre, que desea le cuente algo de enredos y trapisondas políticas. Como a las dos escribo a un tiempo, alternando en mis dos amores para igualarlas en mi cariño, tiene fácil explicación el error... ¿Qué te importa a ti la política? Sea lo que quiera, no tacho nada de lo escrito... ¡Ay, ay, ay! Espérate: descubro en este momento que en la carta para mi madre he puesto por equivocación un parrafito que es forzoso trasladar a la tuya. ¡Cómo está mi cabeza! Copio en ésta lo que en la otra carta escribí, y que a la letra dice: «Mi opinión es que no atiborres de optimismo el espíritu enfermo de mi cuñadita. No vaya a creer Gracia que ya tiene reconquistado el novio, y que le llevaré la felicidad como podría llevarle una caja de pastillas para su rebelde tos. Esperanzas tengo, y eres tú quien me las da, el recuerdo de ti, la fe en tus altas concepciones, cara esposa, emperatriz y papisa mía. Ríete lo que quieras de mis disparates».

Me estremece de alegría, de orgullo, de no sé qué, tu proyecto de derribar el tabique de la sala de oriente, junto a la que ocupé yo, para hacer con las dos una estancia que será de legua y media de largo lo menos, donde instalarás mi biblioteca. Cuando leí en tu carta que ya habías mandado llamar a los albañiles para comenzar la obra, di un brinco, que no fue más que instintivo impulso de abrazar a los tales artífices, aunque me pusiese perdido de cal y yeso... ¡Bendita sea tu alma de gobernante y arquitecta! Cuando pienso que desde que nací hasta que te encontré en Oñate pasaron tantos días sin yo quererte, me causa terror aquel estado de ceguera, de ignorancia y de estupidez. Pues sí, acepto lo de la biblioteca, por el gusto de tenerla, de recrearme en el descubrimiento de que para nada la necesito, pues no hay para mí ya más biblioteca que tus ojos, y ellos son mi Enciclopedia, mi Historia, mi Biblia Poliglota y mi Homero y mi Dante... Harás de mi parte fiestas muchas, muchas, al noble Serrano.

Ya concluyo por hoy, y como ahora tengo que echarme a la calle, puntual a la cita que me ha dado Bretón, mañana terminaré la carta para mi señora madre, a quien me permitiré mandar infinitos besos de parte tuya. Antes de salir para Barcelona, te escribirá de nuevo tu fiel caballero, y esposo cuando Dios quiera, -Fernando.