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Los Ayacuchos/3

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Día tras día, llegaron los de Octubre del 41. Respondiendo a voces internas (que en un corazón de once años no faltan cositas que vocear), Isabel se decía: «Tengo que fijarme en todo lo que sucede, para ir viendo, para ir conociendo... Porque a lo mejor, aquí andan a tiros y se revoluciona toda la gente sin que una se entere de nada. ¿Qué es lo que quieren? ¿Por qué andan a la greña unos y otros? Es preciso que yo lo sepa y que tenga mucho cuidado con lo que ocurre. No se me pasará nada, y estaré con mucho ojo para que no puedan engañarme. A los malos habrá que castigarlos, y premiar a los buenos». Esto lo pensaba en la tarde del 7 de Octubre, paseando con su hermanita por lo reservado del Retiro. De regreso a Palacio les dieron de cenar, y luego emplearon un rato en la lección de música, bajo la dirección de la profesora doña Rosario Weiss, que aún no desempeñaba la plaza en propiedad. El maldito solfeo era un aburrimiento para las niñas, y la maestra tenía que desplegar toda su bondad y dulzura para contener la insubordinación que a menudo se manifestaba con síntomas alarmantes. Al fin transigían, compensando la aridez del solfeo con las canciones fáciles, aprendidas de memoria, al piano, música de Iradier, de Basili, de Cuyás o de la misma Weiss, quien empleaba esta enseñanza como prolegómenos del pomposo canto italiano.

Bueno, Señor. Acabáronse las lecciones, y las niñas se acostaron y como ángeles se durmieron, sin advertir que bajo sus almohaditas sonaban mugidos de volcán. Quizás el historiador esté en lo cierto indicando el hecho de que la viva imaginación de Isabel no permitió a ésta un sueño sosegado. Por la tarde había pensado en la necesidad de observar los acontecimientos, en averiguar el porqué de las revoluciones, calentándose los cascos más de la cuenta con este discurrir cosas impropias de su edad. Fue, pues, muy lógico que turbaran su sueño sin interrumpirlo sonidos lejanos o próximos de tiros y zambombazos; como también pudo suceder que en sueños oyese rumor de batalla real, no soñada, no lejos de su dormitorio. Lo que no tiene duda es que al despertar de nada se acordaba. Sorprendidas y aterradas quedáronse las dos niñas cuando la condesa de Mina entró en el dormitorio y les dijo que aquella noche había ocurrido en Palacio un suceso muy grave: nada menos que una batalla en la escalera, entre unos locos que querían entrar y subir, y los alabarderos que supieron cumplir y cortarles el paso. No podía Doña Juana de Vega empequeñecer y desvirtuar la página histórica reduciéndola a las proporciones de un cuento de niños, y a las curiosas preguntas de la Reina y la Princesa contestó que los tales locos eran generales... ¿Quiénes? Precisamente los más nombrados, los héroes de la última guerra, los Conchas, León, Pezuela... y tras ellos, coroneles, oficiales, alguna tropa... Pero no creyeran las niñas que el intento de éstos era matarlas o hacerles daño material, no: el ciego designio que les había impulsado a tan grande atropello no era otro que coger a la Reina y a su hermanita y llevárselas con muchísimo respeto a donde pudieran proclamar caducada la ley que felizmente nos regía, y establecer nueva Regencia. ¡Locos, locos rematados! Pero en el pecado llevaban la penitencia, porque el plan se les deshizo desde que quisieron ponerlo en ejecución, y antes de amanecer ya habían huido todos, escondiéndose cada cual donde pudo. No acababan las niñas de creer que era historia y no cuento lo que oían. La historia nace casi siempre así, adoptando formas de locura o de pueril conseja. Una de las dos hizo observaciones acerca del suceso, mostrando incredulidad, y la otra (no se sabe cuál) quitaba importancia al asunto: «Vaya, que no se enojará poco mamá cuando lo sepa. Se pondrá furiosa».

Isabel, que aprendiendo iba ya la asimilación de las ideas y las sentía pasar con murmullo grave en torno de su cabecita coronada, expresó con toda formalidad esta opinión: «¿No será todo eso intriga de la Inglaterra?»

Sonrió la Condesa ante la ingenuidad y candor de sus discípulas, y añadió que no era la Inglaterra la que andaba en aquel fregado. «Más bien la Francia...». Dio luego explicaciones de lo sucedido. Mientras la tropa y los alabarderos andaban a tiros en la escalera, toda la baja y alta servidumbre se puso en pie, previniéndose para cualquier eventualidad, y los monteros de Espinosa permanecían en la antecámara, decididos a perecer antes que consentir el paso de los sublevados hacia las regias habitaciones. Hubo un momento de desconfianza, de ansiedad, de pánico, pero fue de corta duración; y cuando vieron que la Milicia Nacional rodeaba el Palacio y que no venían nuevas tropas sediciosas a reforzar a las que peleaban en la escalera, ya no dudaron de que la locura sería castigada. Quiso Isabel que la llevasen a la escalera para ver los estragos de la batalla, los cristales rotos, los agujeros que en la pared habían hecho los balazos, las manchas de sangre... pero la Condesa no lo permitió. Pronto advirtieron las hermanitas que todo estaba trastornado en Palacio, y que las caras no eran aquel día muy risueñas. En algunas se veía el estupor, en otras el miedo, en muy pocas la confianza. Lo único bueno para las nenas de la Nación en aquel día triste fue que no había clase. Naturalmente, con tan desusados trastornos políticos, ¿quién pensaba en dar lecciones? Lo peor era que no habría tampoco paseo. Se entretendrían con las muñecas, o mirando desde los balcones la tropa que pasaba, la gente que a Palacio acudía, militares que entraban y salían a cada instante; atisbando también el ir y venir de palaciegos por la galería interior, o al través de los luengos pasillos y de la interminable serie de salas, saletas y salones.

A los diferentes conocimientos de las niñas habíase anticipado con singular precocidad el de la etiqueta, y cuando no conocían la Gramática ni la Geografía, y apenas sabían leer y escribir, érales familiar la ciencia de los uniformes, y distinguían admirablemente el carácter oficial de cada sujeto por los galones del casacón que vestía. Del personal de Palacio ningún individuo se les despintaba, en la vastísima escala que desde los servidores mercenarios más humildes asciende hasta los próceres más empingorotados. Muchos nombres sabían, y a falta de ellos aplicaban motes, fundados en las observaciones que de fachas y rostros hacían continuamente, así como de la delgadez o gordura de pantorrillas revestidas de medias rojas, negras o de color de carne. El cambio político que arrojó de Palacio a una gran parte de la servidumbre rancia, llenó los huecos con gente nueva, recomendada por liberales, con lo que se quería renovar la atmósfera y meter en la morada de los Reyes el espíritu del siglo. A muchos de los nuevos tardaron las niñas en conocerles por sus nombres, y más cómodo que aprenderlos era para ellas sustituirlos con remoquetes de su propia inventiva y de significación pintoresca, los cuales se adaptaban fácilmente al tipo a quien eran aplicados. Había un sumiller que para las niñas era el bonito, y un gentilhombre a quien conocían por el patizambo. Con algunos personajes que por razón de su proximidad a las reales personitas las trataban con relativa confianza, subsistió la travesura de los apodos después de conocidos los hombres, y en este caso se hallaba el gentilhombre D. Mariano Díaz de Centurión, a quien pusieron el mote de Don Chepe, que habían aprendido en unos versos andaluces de Rubí o de Andueza. Hallábase entonces muy en boga el género andaluz, escenas de mujerío, guapezas de contrabandistas, amores y navajazos, con ceceo y habla macarena. Las niñas sabían de memoria trozos de esta literatura, y en ella encontraron el Chepe, que aplicaron a una persona ceceosa, dicharachera y un poquito cargada de espaldas. El día de que se viene hablando, 8 de Octubre, jugaban Isabel y Luisa con sus amiguitas en la estancia interior que da a la galería, cuando vieron pasar por ésta al Sr. de Centurión. Isabel, que estaba pegando en la vidriera unos muñecos de papel recortado, obra de la niña de Álava, vio al cortesano y le llamó repiqueteando con los deditos en el cristal. Al propio tiempo, Luisa, antes que las dos azafatas de servicio pudieran impedirlo, abrió la otra ventana y gritó: «Chepe, Chepe...».

Aproximose el gentilhombre a la reja, y la primera que le habló fue Isabelita, agraciándole con estas cariñosas palabras: «No te incomodarás si te llamamos Don Chepe. Es una broma».

-Vuestra Majestad -replicó Centurión doblándose por el espinazo- puede llamarme como guste, y con cualquier nombre que me aplique me tendré por muy honrado.

-¡Qué fino eres, y qué lengua tan graciosa la tuya! Bien sabes que te estimamos. Oye una cosa: la Condesa no quiere que salgamos de paseo. ¿Por qué no influyes para que nos deje ir siquiera a la Casa de Campo?

-Don Chepe -dijo Luisa Fernanda sacando sus dos manecitas por la reja-, no seas malo y haz que nos lleven de paseo. Estamos muy aburridas.

-Permítame Vuestra Majestad, permítame Vuestra Alteza que llame su atención sobre la inconveniencia de pasear esta tarde -declaró el cortesano, cuyo ceceo se omite por no molé-. En todo Madrid es grande la inquietud por los gravísimos sucesos de anoche. A la penetración, al buen sentido de Vuestra Majestad y de Vuestra Alteza, no se ocultará que la prudencia nos aconseja no proponer la salida de las reales personas... y menos hacia la Casa de Campo, donde, según la voz pública, se han ocultado más de cuatro pillos, de los que anoche quisieron dar a la patria un día de luto. Tomadas por retenes de tropa están todas las entradas y salidas de la real posesión, y como los ilusos, por no darles otro nombre, que se esconden en aquellos matorrales han de hacer alguna barbaridad en el último rapto de su locura y desesperación, no es prudente andar por allí. Hace un ratito creímos oír tiros hacia aquella parte.

-¡Qué miedo! Tienes razón. Mejor será que nos vayamos al Retiro.

-La más vulgar prudencia nos aconseja que tampoco vayan Su Majestad y Alteza del lado del Retiro, no porque se estime peligroso, pues Madrid no anhela más que aclamar a su querida Reina, sino por otras razones. La primera es que el tiempo no es bueno: el cariz del cielo nos anuncia que nos mojaremos pronto. La segunda es que el serenísimo Regente vendrá esta tarde a visitar a Su Majestad y Alteza.

-¿Viene Espartero? Pues nos alegramos mucho.

-Ello será, según oí, después de las cinco, cuando termine el Consejo de los señores ministros. En tanto, si las señoras se aburren, yo les traeré otro romance andaluz, muy bonito...

-Ya hemos leído el de los guapos de Triana. Es precioso. ¡Cómo se parecen a ti en el modo de hablar!

-Los que se parecen -dijo Luisa Fernanda-, son el Curriyo y Media-Oreja, cuando se van al Perché y tiran de las navajas...

-Traeré a las señoras la Feria de Mayrena, descripción en el gusto clásico y castizo, sin perjuicio de la gracia andaluza. Voy por ella.

-Aguárdate un poco, y cuéntanos más cosas de lo de anoche.

-Si Vuestra Majestad me lo permite, le diré que no soy yo el llamado a referir a la Reina de las Españas los vergonzosos, los criminales sucesos de que fue teatro anoche el Alcázar de nuestros Reyes. No hay en todita la Historia ejemplo de un atentado semejante. Repito que a mí no me incumbe relatarlo a Vuestra Majestad... Y con la licencia de mi Reina, me retiraré, pues no es bien que estemos pelando la pava en esta reja...

-No, no, Don Chepe; no te vayas -dijo Luisita agarrándose con fuerza a los hierros para columpiarse.

-Tenga cuidado Vuestra Alteza... Adiós. Si me dan permiso...

-¡No hay permiso!


¿Qué ez ezto, Zeñó, qué ez ezto?
exclama saliendo Chepe.


Y después dice:


... Zus mersees
han mojao la palabra...
Ez que onde yo la mojo
ni er Papa mezmo ze mete.


-¡Qué feliz retentiva la de Vuestra Majestad y Alteza!... Voy a traerles el otro romance. Y no se descuiden las señoras, que el Regente viene... Pronto las llamarán para vestirlas.

-¿Y tú no nos acompañas, querido Chepe?

-No estoy de servicio... Aprovecho la tarde en escribir a mi familia y amigos.

-¿Y qué les cuentas? Dínoslo...

-¿Les hablas de nosotras?

-Naturalmente. Hablo de la felicidad que Dios ha concedido a España y del glorioso reinado que se aproxima...

-Dios te oiga, Don Chepe -dijo Isabel-. ¡Y no te has acordado de traerme el retrato que me prometiste de Isabel la Católica! El de mi libro de Historia es muy feo, y no da idea de aquella gran Reina.

-Pues el mío es muy guapo, y ahora mismo lo traeré... Ea, no más.

-Adiós. ¡Viva Don Chepe!

Fuese el gentilhombre por la galería adelante hasta la escalera de Cáceres, por donde debía subir a su habitación, y en todo el largo trayecto no enderezó la curva de su cuerpecillo ni deshizo la sonrisa que plegaba sus finos labios. Representaba D. Mariano Centurión cincuenta años, excediendo la edad aparente a la verdadera, que apenas de los cuarenta pasaba, diferencia que atribuían los chismosos a la disoluta vida del caballero. Segundón de una casa noble de Andalucía, criado desde su más tierna edad en la holganza, sin serios estudios, sin disciplina que le contuviera ni buenos ejemplos que le llevaran a mejores fines, acabó por perder la salud y el escaso caudal que heredó de su padre. Con estos segundones pobres reza el adagio: Iglesia, Mar o Casa Real; mas no habiendo puesto Marianito sus miras oportunamente en el estado eclesiástico ni en el militar de mar o tierra, ya no tenía edad ni espíritu para procurarse otro refugio que el de un triste empleo; y repugnándole, por la dignidad de su noble alcurnia, las plazas de oficina, se dio a solicitar un puesto en Palacio, conforme le aconsejaba el sabio refrán. Era Centurión hombre de escasos conocimientos en los diversos ramos del saber, pero de mucho despejo natural y de memoria felicísima; narrador ameno de cuentos y sucedidos, y con instintos de escritor que habrían sido verdaderas dotes si los cultivara. Se había pasado la juventud, sin sentirlo, en los ocios corruptores de las viñas andaluzas: zambras y jaleos, peladuras de pava, cañas y toros, meriendas y timbas. Cuando empezó a comprender la vanidad de semejante vida, ya era tarde para emprender otros rumbos: encontrábase viejo a los cuarenta años, el cuerpo lleno de dolores y flaquezas que le obligaban a doblarse como una caña, el espíritu sin ilusiones, la bolsa enteramente vacía. Su hermano, con quien andaba continuamente a la greña por cuestiones metálicas, le negaba todo auxilio; y la demás parentela le hacía la cruz como a un pródigo que deshonraba la clase y nombre ilustrísimo de los Centuriones. Rechazado el hombre en su patria, y no bien visto de sus compañeros de libertinaje, emigró a la Corte, dispuesto a coger una silla y un plato en el comedero social.

Lo infructuoso de las gestiones de Marianito en Madrid, y las miserias y desaires que aquí sufrió, le llevaron mansamente a un cambio radical de las ideas que trajo de Andalucía; y habiendo salido de allá con pelo moderado berrendo en absolutista, efectuó la muda tomando la pinta liberal, por ser liberales las únicas personas que le dieron socorro y le mataron el hambre. Su cruel destino empezó a marcar la mudanza favorable en los días del famoso pronunciamiento llamado de Septiembre. Un individuo de la Junta le dio un destinillo para que viviera, y González Brabo, a quien había caído muy en gracia, le presentó a personas que le tomaron bajo su protección. Una ilustre dama, cuyo nombre no hace al caso, le recomendó con eficaz empeño a cierto personaje, muy ligado con el duque de la Victoria; y cuando este volvió de Valencia presidiendo el Gobierno-Regencia, fue D. Mariano sorprendido con el nombramiento de Gentilhombre del Interior en la Casa Real, con servicio en la Cámara, cerca de las reales personas. Vio el cielo abierto Centurión y se tuvo por el más feliz de los mortales, dando por bien empleados sus anteriores desdichas y humillaciones. Diósele aposento en los altos de Palacio; su trabajo era fácil y de pura ceremonia; veíase entre personas de alta categoría, y soñaba con mayores grandezas y honores, llegando hasta el atrevido ensueño de procurarse un bodorrio con viuda rica, aunque no fuese noble. La nobleza, fuera del aparato externo, representativo de un papel en el mundo, le importaba un comino. Buscaría, pues, con el cebo de su nombre y alcurnia, una consorte rica, a la cual no habría de hacer ascos porque perteneciese a la clase de carniceros o trajinantes enriquecidos. Los tiempos habían cambiado: la libertad y las ideas revolucionarias hacían mangas y capirotes de las antiguas jerarquías, y se estaba formando una sociedad nueva, una flamante aristocracia, cuyo blasón era una onza de oro sobre dos mundos de plata y el lema in utroque invicta.

Como se ha dicho, D. Mariano Centurión, apenas llegado a su aposento, bajó sin tardanza para llevar a las niñas lo que les había prometido. Satisfecho del cumplimiento de su deber, libre de servicio aquella tarde, y no teniendo que dar solemnidad con su persona al acto de la visita del Regente, volviose arriba, y despojado de sus galas empezó a tirar de pluma, trazando una carta no breve con esmerado estilo y letra correctísima. No era la primera que a su buen amigo y favorecedor dirigía, ni había de ser la última.