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Los Keneddy: El domador de toros

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Jineteando toros Eduardo Kennedy no tiene igual. Le place montar animales vigorosos. Fieros, de morrillo borrascoso y lomos como lapacho. Renuncia a toda ventaja. Monta en la “cruz”, en la cima del cerro bellaco. En pelos. Sin más amigas que las nazarenas y una rienda pasada bajo el cuello del vacuno. Suelta la palabra de orden:
- “Lárguenlo”
Y empieza el castigo. Cuando el animal es novillo de pocas reservas, al sentir las “crueles” se alza y rompe balando. Si es valiente, digno del hombre que le ofrece tan noble pelea, arranca derecho, a saltos, cimbra y lucha sin balidos, bufando de carretilla abierto y lengua afuera. Los ollares levantan polvo. Destila babas, el hocico, mientras las pezuñas arrojan tierra sobre el lomo. Busca apedrear al jinete. Las descargas “chiflan” en los oídos. No puede voltear. Entonces intenta sacarle en las guampas. Sacude la cabeza, “derrota”. Por último huye, ciego, decidido a pechar y matarse.
El jinete se tira para atrás y cae parado con sus espuelas de riña y la golilla erizada de viento.
- “Otro!” – Grita.
En “Los Algarrobos”, cierto día de castración, Eduardo Kennedy y uno de sus hermanos, jinetearon seiscientos toros ariscos.
Es éste mismo Kennedy, gaucho de hierro, quien, producida la revolución del 6 de Setiembre, abandona su familia, sus intereses, su Entre Ríos, marcha a Europa y expone ante la “Liga de los derechos del hombre” el atentado cometido contra el doctor Hipólito Yrigoyen y la Constitución Argentina. Sabe que en el evangelio del ciudadano fue reconocido el derecho de combatir la opresión. Enciende en París la linterna de Diógenes. Busca al hombre capaz de dirigir el radicalismo Entrerriano. Lo encuentra. Predica la acción. Siente que ha pasado la hora de los cabildeos y tibiezas. Su director político ha de abandonar el bufete por esa cuesta áspera con olor a carne y pólvora, que lleva a la reconquista del derecho. Fracasa. El magnate radical se suicida como político y como argentino. Ambos regresan a la patria. Mas por distintos rumbos. Kennedy con su corazón, toma el de la guerra. El otro con su talento el de las antesalas. Eduardo vuelve a conspirar. Lucha. Sacude a los tibios. Se juega. Contagia su valor. Gasta su fortuna. Sembrando rebeldías recorre l Provincia. Cruza de noche el Uruguay. Entra de día en Buenos Aires. Donde madure un levantamiento, allí está él, en nombre de los tres hermanos. Vive amartillado. Pronto. Firme. Cuando Pomar, el Bayardo del Ejército Argentino, alza la visera, encuentra a Eduardo Kennedy.
En “La Paz” se levanta una tribuna para fustigar al dictador. Es el primer acto de público repudio realizado en la Provincia. Eduardo, el domador de toros, sube a esa barricada y pronuncia un discurso inolvidable.
Y en elegante salón parisino, Eduardo, gaucho orador, gana una medalla como bailarín de tango.
Es el hombre nuevo. El ansiado tipo racial.
Respira bondad. Tiene fácil la sonrisa y el alma fina abierta a la emoción. Es admirable y lo ignora. Entrega a sus hermanos todo el mérito de la empresa. Al advertirlo Roberto Kennedy protesta; Eduardo fue le nervio central. Fue el estoicismo. Fue quien primero subrayó la intención de morir peleando, a la antigua, al uso de Entre Ríos, en ley.