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Los Keneddy: Roberto espera

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Es rudo el trance. Asfixia el humo. Allí la prisa resulta lenta. Anda bien montada la muerte. Para ganarle, es preciso apurar el fuego, sacarse de encima la manada de cimarrones colmilludos, no perder segundo.
Pues en esos instantes angustiosos, Roberto Kennedy tiene calma para advertir que su Winchester y el de Mario amenazan al mismo enemigo.
Para que gastar dos proyectiles cuando uno solo basta? Mario tira tan bien!; Roberto levanta el arma. Espera el disparo del hermano. Entonces Mario hace fuego; el sargento recibe el plomo en la frente y cae fulminado.
Por las rendijas de la espesura asoman tres cabezas. Los Kennedy hacen tres disparos. Caen tres contrarios más.
Soportan un diluvio de hierro.
El viento se cuela en el abra como un remolino y envuelve a los tres hombrones. Gime el “guaraniná” herido; algunas balas le pellizcan, aúllan, siguen; otras se hunden en la corteza. Hoy tiene campanillas el quebrachal. El aire está lleno de lechuzas invisibles, que picotean las ramas, surcan el piso caliente, deshilachan el humo y se hacen llorar rocío a las enredaderas.
Ahora Eduardo y Roberto Kennedy descubren a un gendarme que combate rodilla en tierra. Ambos le apuntan al pecho. Caen los gatillos. El hombre rueda sobre los yuyos. Tiene dos balas en el corazón.
Llevan varios segundos de pelea. Los sitiadores han hecho cien disparos. Los Kennedy, siete. Con ellos voltearon seis gendarmes. Excepto el enemigo que recibió dos proyectiles en el pecho, todos fueron heridos en la frente. El batallón de los cuatro sigue ileso. Continúa bajo la salvaguardia de Dios.
El caudillo atacante ve diezmar sus fuerzas. Seleccionó más de veinte criollos capaces de pechar tigres. Los quería “crudos”, indios de bien probado temple. Entre Ríos se los dio a la medida. Allí lo difícil es encontrar cobardes. “Gatiando” fue con ellos hasta la boca del horno. Allí a cubierto los apostó. Son carne de cimarrón. Cuando están heridos lamen sus desgarraduras o las zurcen con tientos. Entran en pelea por disciplina y continúan combatiendo por placer. Hacen cuestión personal. Apartan al milico para dar paso al gaucho valeroso. Solo se apagan si les dan en la frente o en el corazón.
Hay siete dormidos para siempre. La crucera les picó entre los ojos.
En el claro los tres Kennedy continúan de pié.
Qué hilos les sostienen?
Es al “ñudo” cribarlos a hierro?
Si mueren no aparecerán a la primera tormenta?
Acaso esto se pregunta el Jefe enemigo, cuando Mario Kennedy hace fuego sobre un “clase”. El plomo roza el fusil. Por dicha causa hiere al hombre, en la frente, más no de punta; de través. Ese golpe brutal destapa el cráneo. Vuelan los sesos. – Y un trozo de masa encefálica da en el pecho del Jefe. Es la mano temblorosa. Llama en su corazón. El mensajero mudo parece pedir que termine el sacrificio. A esos pobres criollos que tienen el instinto de la libertad y un confuso pero arraigado amor a la democracia, es criminal hacerles caer en defensa de la dictadura, los millonarios y los pergamino. Les están robando el único minuto en que son grandes: el de la muerte.
Y el caudillo no puede más.
- “Abandonen” – ordena.
Huyen Alocados, hundiéndose en las espinas. Abren calle por el malezal, donde siembran armas, sombreros, jirones de ropas.
Dejan siete cadáveres sobre el campo.
Apenas cesa el fuego los revolucionarios levantan los winchesters.
Poco a poco se aclara el aire.
La nube de humo sube por el cañón del abra.
Vuelve el silencio y se echa. Los Kennedy, graves y mansos, recuestan sus armas en el tronco del “guaraniná” y se sientan al pie.