Los Templarios - I: 01

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Capítulo I - El suplicio de la gota de agua[editar]

Era una noche fría y lóbrega de uno de los últimos años del siglo XIII.

Toda la creación yacía sumergida en silencio, tinieblas y sueño, como si los resortes de la vida y del Universo se hubiesen paralizado. Entre las negras brumas de esta noche de invierno, se divisaban, en la cumbre de un alto y fragoso monte, dos masas imponentes, dos monstruos de fantásticos contornos, dos gigantes de piedra, que frente a frente parecían contemplarse silenciosos y amenazadores. Eran dos vastos edificios, colocado el uno a muy corta distancia del otro. El primero era un castillo de los más fuertes e inexpugnables; el segundo era una iglesia dedicada a Nuestra Señora de la Concepción. Ambos edificios pertenecían a la poderosa, acatada y temida orden de los caballeros Templarios.

A la falda septentrional del monte, entre peñascos y maleza, se elevaba una torre solitaria, carcomida, ruinosa y cuyos muros de verdinegros colores atestiguaban su edad caduca. En lo más alto de aquella torre había una campana; en lo más profundo había un subterráneo. La campana servía para comunicarse al aire libre, con la iglesia y el castillo; el subterráneo servía para el mismo objeto, si bien de una, manera invisible y misteriosa.

Sólo turbaba el espacio el murmurar monótono y eterno de un caudaloso arroyo que corría poco distante del solitario torreón, y los lúgubres chirridos de la lechuza y el búho, que, como los genios de las tinieblas y de las ruinas, agitaban en torno de la torre sus crujientes alas, produciendo un ruido semejante al choque de huesosos esqueletos que surcasen el espacio.

Quien hubiese mirado atentamente a una ventanilla practicada, en el muro del salón principal de la torre, habría podido notar las oscilaciones de una luz, que brillaba a intervalos, según que se interponía o desaparecía entre la ventana y la luz una sombra que vagaba por el aposento. Un silencio verdaderamente sepulcral reinaba en el interior de la misteriosa torre. Todo era oscuridad y silencio, excepto en aquella estancia por donde se paseaba el único habitante que, al parecer, existía en aquella mansión. En su centro, pendiente de una cadena de hierro, veíase una lámpara que esparcía en torno la moribunda luz que ya hemos divisado.

El salón, cuya techumbre estaba escaqueada de púrpura y oro, entapizado el pavimento con una alfombra oriental, y adornado con ricos y bien labrados sitiales de nogal con remates dorados, presentaba un aspecto muy diferente en su interior del que pudiera esperarse, a juzgar por la apariencia ruinosa y desvencijada de aquel caduco edificio.

En la semioscuridad que inundaba el aposento, pues que la luz espirante sólo esparcía alguna débil claridad en un círculo muy limitado, confundiendo en sombras los extremos del espacioso salón, se destacaba vigorosamente una figura blanca y una fisonomía enérgica que hubiera podido servir de estudio a un gran pintor. Era una cabeza digna de Rembrandt, el genio trágico de la pintura.

Figúrese el lector un hombre de estatura mediana, pero fornido y vigoroso como un atleta; un rostro de color cetrino, facciones muy pronunciadas, y una barba, espesa y encrespada como un matorral, larga hasta la cintura y negra corno el azabache. Una enorme y profunda cicatriz le atravesaba desde la frente y la ceja hasta la mejilla izquierda, donde se perdía entre su aborrascada barba. Excusado parece decir que era tuerto del ojo izquierdo, y que, por lo tanto, su aspecto era fiero y disforme. Sus cabellos eran espesos, ásperos y entrecanos en la parte posterior de la cabeza, mientras que la superior estaba completamente calva, y sólo dos mechones de pelo venían a caer a los lados, de su frente nebulosa, ceñuda y surcada de arrugas transversales, signo de dureza, de crueldad y de pasiones mezquinas, no de la meditación ni del estudio. Su andar era rápido y firme, y sus precipitados e impacientes paseos por el salón pudieran compararse a los del tigre encerrado en una jaula. Era, en fin, una de esas figuras sombrías de tragedia, de revolución o de venganza, una de esas cabezas de sayón o de verdugo, uno de esos hombres cuyo aspecto impresiona fuertemente, y que, una vez vistos, aun cuando sea a la luz de un relámpago, jamás se olvidan.

Vestía el hábito blanco de la orden del Templo de Salomón, y en su pecho lucía la cruz roja, señal de que era caballero profeso. Llamábase Matías Rafael Castiglione, era calabrés de nación y había merecido la más ilimitada confianza del maestro provincial de Castilla y de algunos comendadores, que le habían encargado en varias ocasiones tenebrosos manejos y confiádole algunos de esos secretos terribles que con frecuencia suelen ser el alma de ciertas sociedades o corporaciones cuando, como la orden del Templo, encuentran toda su fuerza y prestigio en sus misteriosas ceremonias, en sus reuniones ocultas y en su presencia universal. Los caballeros Templarios estaban en todas partes, como Dios, invisibles y presentes, según les convenía.

Respecto al bueno de Castiglione, debemos añadir que era el genio malo de la orden, el espíritu de ingeniosa y lenta tortura, el demonio de las venganzas misteriosas.

Largo rato continuo en sus paseos, hasta que de pronto se detuvo. La campana del reloj de la torre repitió doce veces su tañido, que se dilató en el espacio como la voz sollozante de un moribundo. Sin duda tiene algo de solemne ese momento en que decimos. ¡Es la media noche! Si es cierto que en ese instante comienza el reinado de los espíritus, infernales, de seguro debía empezar entonces la vida y el contento para el horrible italiano.

Y a la verdad, aquella hora produjo en él un efecto maravilloso. Inmediatamente encendió una lamparilla, y, cargado de un cesto, salió rápidamente del espacioso salón por una puerta que se abrió en el mismo muro de la estancia; pero una puerta, no de madera, sino cuyos tableros estaban formados de piedras de sillería. En seguida bajó una escalera de caracol estrecha, desgastada y húmeda. Al fin de aquella escalera había una habitación inmensa, dividida en tres piezas, cada una de las cuales estaba iluminada por una gran lámpara. Debe advertirse que no había aceite, ni luz ardiendo, sino que las lámparas contenían un líquido fosfórico y luminoso que en medio de las tinieblas producía una viva claridad. Aquella prodigiosa mixtura era la misma que usaban los romanos en sus enterramientos o panteones subterráneos. En nuestros días se han descubierto algunos de estos vasos pasmosos, cuyo líquido apenas se había consumido algunas líneas después de miles de años.

A la puerta de la primera pieza veíase atado con una cadena un formidable león de erizadas guedejas, al cual arrojó Castiglione grandes trozos de carne, que el terrible animal devoró con ansia. Luego el disforme caballero comenzó a acariciar a la fiera, que azotaba su roja y luciente piel con su enarcada cola, en señal de cariño y agradecimiento. El león estaba perfectamente domesticado, se entiende para Castiglione solamente, pues que otro cualquiera habría sido al punto víctima de sus robustas y sanguinarias garras. El ojo único del espantoso italiano chispeaba feroz y jubiloso al contemplarla actitud fiera, la encendida boca, el vahoso aliento y los ojos centelleantes del temible animal. Y por cierto que aquella horrible simpatía entre el hombre y la fiera, aquella especie de entre dos seres fuertes y feroces, aquella calva frente, aquella barba negra, aquel hábito blanco; el rojo león, la pálida luz, el subterráneo y la solitaria noche, todo esto formaba un grupo horrible, fantástico, espeluznador.

Por fin Matías Rafael Castiglione pasó adelante. ¡Quién podrá describir las maravillosas riquezas, los espléndidos tesoros que aquel apartado recinto contenía! En cada una de las espaciosas salas veíanse alrededor de los muros hileras de grandes vasos de bronce en forma de cáliz, todos llenos de oro, de plata y de piedras y joyas de valor. Igualmente se veían lujosos paramentos, mantas de seda de color de púrpura y sillas de montar ricamente bordadas de estriberas de plata y espuelas de oro; puñales, dagas, cimitarras, sables y espadas con suntuosas esmaltadas de diamantes, todo lo cual estaba colocado sobre la pared con admirable simetría, formando vistosos pabellones, caprichosas figuras y labores del más exquisito gusto.

Pero lo que más llamaba la atención en la última pieza era una multitud de figuras extrañas de animales, construidas de oro macizo y colocadas en nichos semejantes a los casilleros de un armario que revestían las paredes. En muchos de aquellos compartimientos había también guardadas con inmensa profusión ricas telas de brocado de ora, de sirgo y damasco de los más bellos dibujos y espléndidos colores. Tanto, arriba como abajo en los muros de la última sala, a manera de zócalo y cornisa, veíanse dos hileras de nichos, dentro de cada uno de los cuales había representado, ¡cosa rara! un gato de gran tamaño y ejecutado con prodigiosa perfección; mas las tales figuras no eran menos estimables por la materia que por el arte, pues que todas estaban hechas de luciente oro.

He aquí la razón por qué el vulgo acusaba a los Templarios de idólatras, porque decían adoraban la figura de un gato. También, muchos escritores, teniendo en cuenta las extrañas y espantosas figuras esculpidas en sus iglesias, les imputaron doctrinas gnósticas; y habiendo descubierto entre ellos varios grados de iniciación, se ha pretendido ver en esta orden el origen de las logias masónicas. El que tenga la paciencia, de seguirnos vera más adelante hasta qué punto eran o no fundadas semejantes acusaciones en el proceso más ruidoso de los siglos medios, tan fecundos, sin embargo, en procesos, pues hasta los mismos animales no estuvieron exentos de la jurisdicción de Themis.

El lector habrá reconocido fácilmente que nos encontramos en el lugar donde los opulentos Templarios tenían guardados sus inmensos tesoros; y si no era aquel su único escondite, podemos asegurar que, por lo menos, allí estaba el depósito más considerable de las riquezas de la orden en Castilla. Y en verdad que no era fácil atinar con aquellas habitaciones subterráneas, cuya entrada guardaba el rey de las fieras y en cuyo recinto habitaba el formidable tuerto. Este, cerrando la puerta, que era también un lienzo de pared que se movía por medio de ingeniosos resortes, desembocó en una extensa galería, a cuyo frente apareció una puerta de bronce. Sobre la portada veían se pintados con vivísimos colores trofeos y símbolos que hacían erizarse los cabellos. Constituían aquel horrible pabellón dos sables cruzados, un manto imperial, una cabaña, una corona, dos calaveras y una figura espantosa con cabellera de sierpes y cabeza de dragón. Aquella cabeza era el bafomet, que en la ideografía masónica de los Templarios significaba el mal principio o el genio del mal. A la temblorosa luz de la lamparilla del italiano, aquellas culebras parecían retorcerse, aquella boca de dragón parecía abrirse, y parecía que aquellos ojos feroces brillaban de júbilo y que las peladas calaveras, con sus cavidades vacías, lanzaban carcajadas llenas de un sarcasmo horrible.

Castiglione miró todo esto, y su disforme semblante se cubrió de una palidez mortal. Sin duda alguna aquella habitación encerraba terribles misterios o recuerdos espantosos para el italiano, supuesto que, sin volver atrás la cara, cerró su ojo único y se precipitó desatentado por aquellos sótanos interminables y lóbregos.

Después de haber bajado otra escalera estrechísima y que se sumergía en las entrañas de la tierra a una profundidad prodigiosa, se detuvo en un largo callejón. Allí permaneció inmóvil y de pie como una estatua durante mucho tiempo. La luz apenas ardía en aquella atmósfera estancada, y no se oía más que un ruido acompasado, lento y monótono, como una gota de agua que se estrellase sobre un cuerpo duro. Aquel ruido era la única palpitación de vida que interrumpía aquel silencio de muerte en aquella fría, lúgubre y solitaria mansión, tan distante del rumoroso y vívido estruendo que cubre la superficie de la tierra.

De repente se oyó un suspiro tristísimo que se dilató en mil ondulaciones por las tinieblas, cual si por allí vagase el ángel de los dolores. El italiano salió de su meditación y se dirigió rápidamente hacia el punto donde había sonado la dolorosa exclamación.

-¿Por qué te quejas? -preguntó Matías con una ironía cruel-. ¿No hemos sido bastante piadosos contigo dejándote la vida?

Nadie respondió; solamente sonó un nuevo suspiro más doliente, más lúgubre, más desgarrador aún que el primero.

Castiglione se había detenido delante de un edificio tan extraño como espantoso. Figúrese el lector un inmenso círculo que se hacía al fin del callejón. Aquella extensa explanada estaba rodeada de muros sólidos y macizos. Contiguo a la muralla se levantaba una perforación en toda la altura de la bóveda y pared, que eran de una elevación considerable. Aquella perforación era una celdita, que, superpuesta a la muralla, se levantaba allí, formando un cubo de prodigiosa altura, pero que seguramente no excedía de tres pies su longitud y latitud. Aquello era verdaderamente una alacena, un nicho, una tumba de piedra dentro de un panteón subterráneo, como la doble cubierta de plomo y de madera de un ataúd que contiene los restos de algún mortal célebre. Solamente que aquellos restos eran vivos.

Por la parte exterior y a la altura de un hombre sentado se veía una ventanilla con una tupida reja de fuertes barrotes de hierro. Aquella era la única comunicación del ser vivo que allí se encontraba; por aquella pequeña abertura, si se nos permite la expresión, respiraba gota a gota el aire suficiente para no morir, el aire bastante para prolongar el horroroso martirio de su existencia. En vano el Creador del mundo hacía que todas las mañanas el refulgente carro de la aurora anunciase a los mortales el movimiento y el júbilo y el estruendo de la vida. Ni los cantares de las zagalas, ni los trinos de las aves, ni el soplo de los vientos, ni el murmurar de los arroyos, ni el perfume de las flores, ni los rayos del sol penetraban jamás en aquella, espantosa mansión de tinieblas y de lágrimas. Ni ruido, ni luz, ni movimiento, ni nada que se asemejase al mundo de los vivos se experimentaba allí. Todo era silencio, soledad y horror. Aquel aire mefítico sólo guardaba dolorosos ayes, y alguna que otra vez solían oírse los pasos del horrible carcelero o los rugidos del amarrado león, que se dilataban retumbando por aquellas tenebrosas concavidades.

Castiglione sacó del cesto un pedazo de pan y un trozo de carne, y colocándolos en la reja, dijo:

-Toma, y come.

La luz que llevaba el disforme caballero hirió de lleno en la ventanilla. ¡Gran Dios! ¡Qué doloroso espectáculo!

Al través de la reja veíase una cabellera greñuda y más blanca que la nieve. Un rostro pálido y triste asomó a la abertura y una mano descarnada cogió con ansia el esperado alimento.

Nunca en humano semblante ha aparecido una palidez más intensa que la que cubría el rostro del prisionero. Sus ojos, cargados de largas cejas, tenían una expresión inexplicable de tristeza, de ternura y de odio, como si en el alma de aquel desdichado batallasen juntas la resignación más evangélica y la desesperación más diabólica.

Y en verdad que era preciso estar dotado de una bondad más que humana para no acusar al cielo de cruel en tan espantoso infortunio. El emparedado solía mezclar con frecuencia, los lamentos de su amargura y las oraciones de su fe religiosa con sus recuerdos mundanos y con las blasfemias terribles de su desesperación.

¡Cuánta nobleza y dignidad podía leerse en el semblante de aquel hombre! Su vejez era anticipada por las privaciones y amarguras de la vida más bien que por el peso de los años.

En torno de aquel inmundo tugurio se esparcía un olor repugnante. Castiglione se alejó con paso lento y aire distraído.

La luz se fue extinguiendo por grados en aquel subterráneo. Todo volvió a quedar sumergido en el más profundo silencio, que tan solamente era interrumpido por los sollozos del emparedado y por un ruido confuso, lento, extraño, casi imperceptible, pero acompasado, constante, eterno.

Una gota de agua caía a intervalos medidos sobre la cabeza del infeliz condenado al más cruel de todos los suplicios. Nunca ha podido encontrarse un símbolo, una forma, una expresión tan elocuente como repugnante del valor del tiempo y de la constancia.

El prisionero tenía la parte superior del cráneo desnuda de cabellos y en extremo dolorida por el continuo choque de la gota de agua.

Acaso parezca a primera vista que era insignificante este suplicio; pero, si atentamente se considera, se comprenderá que nunca el demonio de la tortura debió sonreír con más júbilo que cuando se ocurriera a los mortales castigar a sus hermanos con una agonía, cuya hiel inagotable se saboreaba gota a gota. Al inventar este suplicio, se inventó la manera de eternizar las ansias de la muerte. Es verdad que los reos sucumbían después de mucho tiempo; pero sucumbían con el cráneo podrido y entre dolores espantosos.

El anciano que se encontraba en la solitaria torre de los Templarios era una de esas organizaciones privilegiadas, uno de esos hombres extraordinarios que al vigor intelectual reúnen la energía del carácter y la fuerza del cuerpo. No obstante, algunas veces le abandonaba su razón y se entregaba a los más extraños delirios, y comenzaba a rugir de dolor y de ira. Esto, al parecer, sucedía a impulsos de algún recuerdo más doloroso todavía que los que cotidianamente le atormentaban. Entre las nubes hay nubarrones, así como también entre las estrellas hay luceros. Tanto en el bien como en el mal, tanto en la dicha como en el tormento, el alma humana ve siempre un más allá, un abismo más profundo que todos los abismos, un cielo más alto que todos los cielos. El mundo sin límites de lo infinito es la verdadera patria del hombre.

El Templario consideraba loco al infeliz condenado, porque en sus furiosos arrebatos demandaba al cielo la fuerza suficiente para desmoronar los muros de su tumba.

Y con ademán delirante comenzaba a sacudir fuertemente los hierros de la reja, hasta que, jadeando y maldiciendo su impotencia, caía en el fangoso piso de aquella especie de ataúd infecto.

Jamás la esperanza le había abandonado, y siempre aguardaba que de un momento a otro llegase el de su libertad. Esta fe tan viva en el porvenir le había dado fuerza sobrehumana para resistir sus desdichas. Dios ha permitido que el que cree y espera sea más fuerte que el que no abriga fe ni esperanza.

Pero con una gran actividad intelectual, sepultada entre tinieblas, no podía hacer otra cosa sino entregarse a sus delirios. La vida sólo se completa con el espectáculo del Universo, causa ocasional, aura fecundante que hace florecer la verdad con toda su plenitud en los espacios luminosos del pensamiento.

-¡No! ¡No! -exclamaba-. No es un sueño, no es un delirio... Yo he visto en esta noche interminable, yo he visto aparecer una figura blanca con una luz en la mano; me ha hablado, me ha prometido la libertad... ¡Oh! ¡La libertad!...

Mientras que el triste prisionero deliraba con esta mágica palabra, el feroz Castiglione se dirigía a su aposento por el mismo camino que antes le hemos visto llegar adonde gemía el emparedado.

Ya hemos hecho notar que cuando Castiglione pasó por la puerta, sobre la cual se veía la monstruosa cabeza del bafomet, se alejó de aquel sitio con rápida planta y ademán temeroso.

Ahora, cuando de nuevo volvió a pasar por allí, exhaló un terrible grito, que resonó siniestramente en aquel lúgubre sótano.

El Templario permaneció inmóvil, apoyado contra el muro, lívido el semblante y con todas las muestras del más helado terror, que se retrataba en su mirada atónita.

La misteriosa puerta acababa de abrirse, dando paso a una figura vestida con un hábito blanco. Su aspecto era extraño, pasmoso, sobrenatural. Llevaba los ojos fijos al frente, el andar firme y recto, y en toda su actitud se revelaba una especie de extático arrobamiento.

Pero lo que más llamaba la atención era que el misterioso fantasma llevaba en la mano derecha su misma mano izquierda, que, al parecer, le habían cortado por la muñeca mucho tiempo hacía. A lo menos así podía creerse, a juzgar por el tronco del brazo izquierdo, que llevaba descubierto y horriblemente mutilado.

Verdaderamente era terrible el espectáculo que presentaba aquella mano separada del tronco y cuyos dedos estaban rígidos y extremadamente apartados unos de otros. Aquella mano parecía señalar a Castiglione, como la víctima a su verdugo.

El calabrés, helado de terror, murmuró con voz desfallecida:

-¡Aún vive!... ¡No! ¡No!... Es que ha salido de las profundidades del infierno para maldecirme... ¿El infierno?... ¡Locura y mentira!

Y el italiano se pasó la mano por la frente como para arrancarse sus lúgubres pensamientos, y prorrumpió en una carcajada febril, procurando tranquilizarse; pero, a pesar suyo, el remordimiento le roía las entrañas y la temerosa fantasía le presentaba delante mil horrendas visiones.

El blanco fantasma se perdió en la lobreguez del subterráneo, mientras que el estupor tenía como encadenado a Castiglione.

Al cabo de mucho tiempo, el Templario se alejó de allí con paso lento y vacilante.

Luego, nada más se oyó, sino aquel ruido acompasado, como el de una péndola, ruido terrible, que servía para marcar el tiempo en aquel mundo de tinieblas, donde yacía el triste emparedado.

Cada gota de agua apagaba un latido de su corazón.