Los Templarios - I: 04

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Capítulo IV - La cita[editar]

¿Quién puebla los bosques de napeas y silvanos, los aires de sílfidas y genios y los mares de ondinas y nereidas? ¿Quién da sonrisa a la aurora y melancolía al crepúsculo? ¿Quién da formas, vida y colores al mundo seductor de las ilusiones? ¿Quién a su vez extiende el velo brillante de la ilusión sobre la creación entera? ¿Quién posee ese soplo mágico que infunde realidad a las ideas y sentimientos a lo insensible? ¿Quién sabe fabricar ese espejo encantado, en el cual se mira la imagen pura de todas las cosas sin mezcla de imperfección? ¿Quién ha sabido encontrar ese cielo jamás oscurecido por la noche y coronado por un sol que nunca sale, nunca se pone y que brilla eternamente? ¡Amor! Tú eres la verdadera fuerza del hombre, y solamente con los resplandores de tu divina hoguera es como pueden contemplarse las maravillas de la creación. ¡Amor! ¡Amor! Tu soplo fecundo es el que esparce sobre el universo mil sublimes melodías, mil deliciosos aromas que regocijan al alma como a las flores el rocío. ¿Quién entenderá la eterna conversación de la tierra con el cielo, si tu dulce llama no ilumina su inteligencia? ¡Amor! Tú eres inteligente, tu eres sensible tu eres creador. Aun en la misma estación de los hielos, tú sabes sembrar las más bellas flores de la primavera sobre los pasos de la mujer querida.

¡Con cuánta impaciencia aguardaba don Guillén el delicioso instante de ver a la encantadora Elvira!

Era la media noche. Todo en la aldea yacía en el más profundo silencio. Un hombre cuidadosamente rebozado se dirigía hacia la puerta del jardín de la casa de los Vargas. Apenas llegó al sitio que hemos indicado, tendió una mirada escrutadora en torno suyo, y después comenzó a llamar muy suavemente en el postigo del jardín. Nadie le respondió.

Algo impaciente adoptó el partido de dar algunos paseos, rondando las tapias del jardín de Elvira.

Súbito detúvose y fijó sus ojos atentamente en un punto, como si hubiese divisado algún objeto que le inspirase la más viva atención. Habla creído ver dos bultos cruzar por delante de sus ojos.

La noche estaba hermosa y serena, la luna brillaba en el cielo en toda la plenitud de su plácido esplendor. Solamente el viento que corría era un poco frío; pero la claridad de la luna hacía fácil cualquiera investigación que se intentase.

El gallardo mancebo se encaminó resueltamente hacia el punto en donde le había parecido ver los dos bultos; pero, con grande admiración suya, a nadie descubrió. Todas sus investigaciones fueron inútiles hasta que, por último, vino a convenir consigo mismo en que se había engañado.

Don Guillén volvió inmediatamente a la puerta del jardín, centro sobre que gravitaba y norte de su esperanza.

Volvió a llamar con el mismo recato que antes.

¡Oh! ¡Cuán bello es ese momento en que el apuesto galán aguarda ver a la hermosura que adora! ¡Cuán dulcemente palpita su corazón! ¡Cuán suavemente las alas del amor agitan su cabellera! Mil nacaradas tropas de placeres, como cándidos celajes, vuelan en torno de su frente, mil nuevos sentimientos agitan con delicia su corazón.

Don Guillén había visto mil veces las pintorescas cercanías de la aldea en las hermosas noches de Mayo, cuando los ruiseñores cantan, cuando las luciérnagas brillan, cuando sonríen las praderas, cuando las pintadas flores exhalan sus perfumes. Pero nunca había experimentado lo que sentía ahora en los mismos sitios, en una noche de Diciembre. ¿Qué nueva fuerza había aparecido en su ser? ¿Por qué ahora veía nuevas bellezas en todos los objetos? Porque miraba al trasluz del mágico lente que el amor ponía delante de sus ojos.

El joven creyó escuchar unos pasos ligeros que cada vez más se aproximaban a la puerta.

Luego oyó una voz suave y misteriosa que dijo:

-¿Sois vos, don Guillén?

-Señora mía, yo soy, que aguardo con impaciencia el veros.

-Tened la bondad de ir por la reja.

-¿Y en dónde está?

-Siguiendo las tapias del jardín, a mano izquierda la encontraréis.

-Allá voy.

El mancebo se dirigió rápidamente al punto de signado, en donde ya encontró a la encantadora doncella envuelta en un capotillo de terciopelo negro, que hacía resaltar maravillosamente la blancura de aquel rostro seductor, que venía a iluminar un débil rayo de luna.

Durante algunos momentos, ambos jóvenes permanecieron silenciosos y absortos en una mutua contemplación.

-¡Cuán feliz soy en volver a veros! -exclamó don Guillén-. Nunca creí que fuese tanta mi dicha. Todo el día he estado pensando en este momento venturoso.

-Yo también me he acordado mucho de vos.

-¡Cuánto os lo agradezco!... Yo venía esta noche temblando, no sea que alguna desgracia os hubiese ocurrido, supuesto que vuestra familia es perseguida por enemigos poderosos. ¿No habéis visto hoy a nadie?

-No, don Guillén.

-Según dijo vuestra madre, el hombre misterioso que ayer pensaba robaros, es enemigo implacable de los Vargas, de lo cual se deduce que vuestra madre debe conocerlo.

-Sin duda que es así.

-¿Sabéis que me devora la más viva curiosidad por saber quién es ese hombre? He dicho mal, no es la curiosidad, es el deseo de poder prevenir sus asechanzas; pues si él continuara, en sus proyectos, creo que ha de costarle muy caro.

-¡Cuánto goza, mi alma, con la idea de que vos sois mi protector!...

-Capaz de dar por vos hasta la última gota de sangre.

-¡Oh, don Guillén! ¡Cuán feliz soy!

-Solamente desearía saber cuál era el intento de ese hombre malvado, al pretender arrebataros de casa.... ¿Es posible que ese hombre sea capaz de teneros odio?

-Mi madre dice que es el enemigo de mi familia; pero...

La joven se detuvo y permaneció algunos minutos con la faz encendida y los ojos bajos.

-¿Qué queríais decir, señora mía?

-Nada... Me parece que mi madre se equivoca.

-¿Respecto a qué?

-Respecto a creer que el hombre del sayo negro me tenga odio.

-Ya lo he dicho yo también... Me parece imposible que a nadie podáis inspirar odio; aun cuando ese fuese un tigre... Además, recuerdo me habéis dicho que algunas veces os ha requerido de amores, ¿no es verdad?

-Sí, don Guillén.

Elvira temblaba como la hoja en el árbol. ¿Era a impulsos de la divina emoción de un amor volcánico? ¿Era que tal vez guardaba algún terrible recuerdo del hombre misterioso? La verdad es que este personaje, cuyo rostro apenas había ella vislumbrado, le inspiraba sentimientos desconocidos.

Elvira, en presencia de su raptor, se sentía turbada y afligida, pero al mismo tiempo fascinada y temerosa, como la paloma en presencia del milano.

Hay en el alma de la mujer una facultad divina y poderosa que hace en ella lo mismo que la inteligencia hace en el hombre. Lo que éste conoce con vaguedad, la mujer lo presiente con extraordinaria energía, con la seguridad infalible de un profeta. Hablamos de los presentimientos, y nos atrevemos a asegurar que en aquel instante eran muy negros y terribles los que agitaban el corazón de Elvira. No podía pensar en su raptor sin estremecerse, como el que, caminando por una pradera florida, ve de repente saltar de entre sus pies una verdinegra sierpe, que se desliza, silbando y crujiendo sus flexibles anillos.

Pero muy pronto la presencia de su amante disipaba en ella todos los negros fantasmas de su imaginación, como se disipan las nieblas a los rayos solares.

-¿Y no salvéis quién sea ese hombre singular? -preguntó don Guillén, que con tenacidad insistía en averiguar quién fuese el raptor de su adorada.

-¡Oh! Ignoro quién pueda ser. Todo lo que mi madre me ha dicho es que ese hombre aborrece mortalmente a mi familia, que es muy rico y poderoso, que dispone de grandes medios para sus venganzas, y por último, que es un infame, a pesar de la orden que profesa.

-Pues qué, ¿no es seglar?

-No, señor; es religioso.

Don Guillén hizo un gesto muy marcado de admiración. Sin dada alguna aquella noticia causó en él gran sorpresa. El joven quedose asaz pensativo, y desde aquel instante concibió el proyecto de averiguar a todo trance quién fuese aquel personaje, que se ponía en su camino, envuelto en el misterio y con una actitud amenazadora.

Formada esta resolución irrevocable, pensó en entregarse con toda su alma al placer de hablar de su amor con la encantadora doncella. Ésta parecía algún tanto inquieta y afligida. Don Guillén lo notó fácilmente. ¿Qué se oculta a los ojos perspicaces de quien de veras ama?

-¿Qué tenéis, hermosa señora, que me parece leo en vuestros ojos síntomas de pesar, cuando en este momento es poco un corazón para tanta y tan inefable ventura?

-¡Ah don Guillén! Parece que el cielo envía envuelta siempre la dicha con penas. ¡No hay rosas sin espinas!

-¿Pues qué os sucede, señora?

-Que como si no bastasen las pruebas crueles por que ha pasado mi pobre madre, la Providencia ha querido aumentar ahora sus padecimientos y los míos. Con el susto que anoche le causó mi corta ausencia, han tomado sus temores un carácter más sombrío, y como que ya los años son muchos y las fuerzas pocas, conozco que cada día le hace una impresión más funesta cualquier acontecimiento contrario. Desde anoche la estoy viendo sufrir y llorar, y, no obstante, aun cuando yo quisiera estorbarlo, no puedo impedir ni evitar el encontrarme dichosa.

-¡Misterios del corazón! -murmuró don Guillén en voz baja y conmovida.

-Tal vez ahora mismo la fiebre esté abrasando su venerable frente; pero yo os había prometido salir a hablaros esta noche, y no podía faltar a esta palabra... ¡Ah don Guillén! Si no hubieseis venido, yo habría muerto de dolor, porque... Yo os amo, gallardo caballero, con todo el fuego de mi corazón...

Al llegar aquí, la voz argentina de la joven estaba trémula, su seno palpitaba, sus tersas mejillas se cubrieron de un ardiente carmín, y sus hermosos ojos, humedecidos por una lágrima de ternura, se fijaron con timidez sobre el rostro varonilmente bello del amartelado galán, que, arrebatado de su entusiasmo amoroso, prorrumpió:

-¡Criatura angelical! Yo no sé qué espíritu de bendición agita sus alas de oro en torno mío, cuando mis ojos se encuentran con los tuyos. Al contemplarte, hermosa mía, conozco que mis pies se desprenden del cieno de la tierra, y que, fijas mis miradas en tu imagen circuida de soles esplendorosos, creo ver en ti, dulce criatura, el compendio y cifra de todos los cielos. ¡Mujer divina! ¡Tú no sabes lo que vales ni lo que puedes! ¿Hay por ventura sobre la tierra algún poder semejante al tuyo? ¿Quién conmoverá mi corazón y encadenará mi voluntad como una mirada de tus ojos o una sonrisa de tus labios? Hasta tu mismo nombre, Elvira encantadora, hasta tu nombre parece designado por el destino para que yo le adore. Una Elvira me dio la existencia, que yo consagro gustoso a otra Elvira.

-¿Qué queréis decir?

-Mi madre se llamaba doña Elvira de Carvajal. ¡Triste de mí! El cielo quiso que yo no la conociera... ¡Cuán cruel es causar la muerte a quien nos da la vida!... Hasta esta circunstancia de llamarte así, parece que me impone el deber de aumentar hacia ti mi idolatría, si el aumentarla fuese posible.


-¡Qué inexplicable ventura! ¡Cielos! ¿Por qué habéis permitido que yo viva tanto tiempo sin experimentar lo que ahora experimenta mi corazón y que mi lengua no alcanza a expresar?... Cuando el viento gemía en el bosque, cuando las nubes se apiñaban en el cielo, cuando veía cruzar las aves despavoridas que iban a guarecerse en sus nidos de la próxima tempestad, cuando desde mi ventana oía el eco lejano de los sencillos cantares de los pastores, cuando contemplaba el día moribundo en brazos de las primeras sombras de la noche, ¡ah, don Guillén! no podéis figuraros qué emoción tan profunda me causaba todo esto. Mi corazón palpitaba violentamente, mis ojos se deshacían en lágrimas, y allí en el bosque sombrío y entre los misterios del crepúsculo, yo descubría la imagen de un gallardo caballero, una imagen que se os parecía y que con melancólica frente suspiraba tal vez por mi amor... Yo entonces lloraba, porque mi corazón estaba muerto para la dicha real, porque mi ilusión no era una verdad, porque el mundo vacío no me ofrecía ningún deseo, ningún placer, ninguna emoción comparable a la que ahora siente mi pecho... ¡Oh Dios mío! Ahora ya puedes llamar a tu criatura hacia tu seno, porque ahora yo he gustado la dicha de la tierra, he vivido, he amado.

-¡Elvira mía! ¿Es verdad que tú me adoras? ¿Podré estar seguro de que jamás me olvidarás?...

-¡Nunca! ¡Oh! ¡Nunca! Yo te amo, sí, yo te amo.

-¡Dios mío! ¡Y dirán que ya el paraíso no está en la tierra!

-Yo conozco que debería ser menos franca, según lo exigen los usos establecidos; pero ¿se encuentra siempre la verdad en las fórmulas del mundo? Ya que con tanta fuerza experimentamos el santo sentimiento de un amor puro, entreguémonos con confianza a las emociones de nuestro corazón, que nos dice la verdad, que de seguro conoce que tu amor y el mío es sincero.

Y así diciendo, la encantadora Elvira al través de la reja abandonaba su linda mano al gentil caballero, que la cubría de besos apasionados y de lágrimas de felicidad, de esas lágrimas que el amor arranca en ciertos instantes deliciosos, en que parece que Dios derrama sobre sus criaturas los inagotables tesoros de su ternura infinita.

En aquel momento, los dos venturosos amantes habían olvidado el mezquino planeta en que habitan los hombres, y en alas de su amor se remontaban a esas regiones desconocidas, a las cuales sube el espíritu de aquellos elegidos de entre los mortales que atraviesan el piélago undoso de la vida en los cariñosos brazos del amor fiel y nunca desmentido del amor puro, generoso, desinteresado.

Pero ¡ay! Siempre junto a un placer hay un dolor, siempre en el apacible valle se descubre una roca descarnada, siempre en el florido prado se oculta una serpiente venenosa.

Don Guillén contemplaba extasiado a la hermosa Elvira; pero de vez en cuando en lo más intimo de su pensamiento se levantaba una sospecha, como una negra nube en el azul purísimo de un hermoso cielo de primavera.

¿Qué motivos tenía don Guillén para dudar del amor de Elvira? Ninguna razón tenía, es verdad; pero si él dudaba, si se afligía, si sospechaba, ciertamente que no era porque él lo desease.

A pesar suyo, de vez en cuando, en el momento más dichoso, divisaba la faz ceñuda y sombría de la desconfianza en medio de los mágicos horizontes que su amor apasionado le pintaba.

¿Tal vez amaba Elvira por ambición al señor de Alconetar? Si éste hubiese sido un simple caballero, ¿pudiera haberse lisonjeado de inspirar a la joven la misma volcánica pasión que ahora sentía o que afectaba sentir?

Tales eran los pensamientos que, tímidos, confusos e indecisos, se asomaban alguna vez a la mente del señor de Alconetar; pero éste los rechazaba con horror.

Acaso la inquietud de Gómez de Lara pudiera atribuirse a la expresión extraña de astucia y de voluptuosidad que algunas veces revelaban los ojos incitantes de la agraciada Elvira.

Pero estas llamaradas de un corazón ardiente y sediento de goces pasaban, rápidas como relámpagos, y otra vez el pudor y la tímida ternura volvían a aparecer en los bellos ojos de la joven con todo su encanto virginal.

Mientras que don Guillén y Elvira se entregaban a sus amorosos delirios, tres hombres se ocultaban entre unas encinas que formaban un bosque poco distante de las tapias del jardín de la casa nombrada de los Vargas.

El uno de ellos parecía como el jefe, según podía deducirse de las muestras de respeto y consideración que le daban los otros dos, quienes, al parecer, eran esclavos moros. El jefe de estos personajes era de mediana estatura, de color cetrino, de luenga barba y de una actitud altanera, que denotaba el hábito de mandar y ser obedecido. Traía calzadas unas grandes espuelas que hacía resonar a cada paso que daba, espada de rica empuñadura, y pendiente del cuello un cuerno de caza, primorosamente embutido de plata, que resaltaba sobre su ropilla de terciopelo negro guarnecida de finas pieles.

El caballero decía:

-¿Habéis visto a don Guillén?

-Sí, señor; cuando salió del castillo lo fuimos siguiendo hasta que se detuvo en las tapias del jardín de doña Elvira.

-¡Ira de Dios!

-El tal don Guillén, -continuó uno de los esclavos-, debe tener una vista como un águila, porque, a pesar de ser de noche, tengo para mí que nos descubrió, supuesto que, abandonando el postigo del jardín, se dirigió hacia donde nosotros nos hallábamos y comenzó a examinar a su alrededor con un cuidado y atención, que harto bien denotaba que nos había columbrado...

-¿Y por fin os descubrió? -preguntó con vivacidad el caballero.

-Nosotros tuvimos la buena ocurrencia de escondernos en un barranco rodeado de árboles, y allí nos aplastamos como gazapos. A no haberlo hecho así, sin duda alguna nos hubiera descubierto.

-Y después ¿no dio muestras de desconfianza?

-Al contrario; según pudimos deducir, él se convenció de que sus temores habían sido infundados, y con todas las señas de un hombre perfectamente tranquilo, volvió a situarse en la puerta del jardín...

-¿Y ella ha salido a hablarle? -preguntó vivamente el desconocido.

-Doña Elvira salió a los muy breves instantes.

-¿Le abrió tal vez la puerta? -preguntó el jefe con voz trémula.

-No, señor. Por lo visto, le diría que fuese a una reja que hay en el jardín al final de la tapia, pues que luego que los dos cambiaron algunas palabras por el postigo, don Guillén se dirigió a la reja que ha dicho, en donde ahora se encuentran los dos hablando.

-Si queréis verlos, señor,-dijo el esclavo que hasta entonces había guardado silencio-, no tenéis sino dar algunos pasos hacia el camino, y desde allí se descubre la ventana... ¡Venid, señor, venid!

Había en la entonación de aquel esclavo alguna cosa de irónico, de cruel, de complacencia satánica.

-¡Venid, señor, -repetía-, venid.

-No, no quiero verlos, -repuso el caballero con acento sordo e iracundo.

-Y ahora, ¿qué hemos de hacer? -preguntó el otro esclavo.

-Traedlo a mi presencia.

-¿Vivo?

-O muerto.

-¿Y si se defiende?

-¡Cobardes! Vais dos contra uno, a quien debéis acometer a traición, y todavía preguntáis: ¿Y si se defiende?

-Bueno es preverlo todo.

-Ya os lo he dicho. Nada más tenéis que prever sino que pongáis a mi disposición a ese hombre odioso. Os advierto que será mucho mejor para mis planes que lo traigáis prisionero. Solamente en el caso, poco posible, de que, le sea fácil escaparse, debéis asesinarlo. ¿Lo entendéis? Preferiré tenerlo vivo.

-Descuidad, señor, que se hará todo a medida de vuestro deseo.

-Ya sabéis que si es así, jamás habréis conocido mi prodigalidad tan en alto grado como en esta ocasión. ¡Marchad!

-¿Y en dónde nos aguardáis?

-Detrás de los setos que están próximos a la cruz. Allí también nos espera Jacinto con los caballos.

-¡Que no tardéis!

-Descuidad, señor.

El caballero se dirigió hacia el punto que había designado, y los esclavos moros fueron a cumplir las terribles órdenes que habían recibido de aquel misterioso personaje.

Don Guillén se había olvidado completamente de los dos bultos que había creído distinguir cuando se hallaba junto a la puerta del jardín de Elvira. Nada es más cierto que aquello de que «con las glorias se olvidan las memorias». ¡Cuán frecuentemente los mortales se duermen descuidados a la orilla del precipicio ¡ay! sin acordarse de que luego al despertar han de ser víctimas de la realidad mas espantosa!

Pocos momentos después de haberse separado los esclavos de su señor, óyese el ruido de un encarnizado combate junto a las tapias del jardín de Elvira.