Los Templarios - I: 07

De Wikisource, la biblioteca libre.


Capítulo VII - Lo vivo y lo pintado[editar]

Hay una fuerza interior en el hombre que le conduce al mundo ideal con irresistible encanto, con inevitable energía. En este mundo delicioso se realizan todas las ilusiones al soplo mágico de la imaginación y del deseo, que, como hermanos cariñosos, caminan siempre juntos.

Los corazones gastados llaman a esto inexperiencia o candidez.

Los hombres positivos califican los divinos vuelos del entusiasmo de tontería o locura.

Las mujeres y los poetas, entre quienes ciertamente no hay enemistad, convienen en dar a estos ensueños de oro el nombre vago, pero brillante, de ilusiones. En nada, sin embargo, existe más diferencia. Las ilusiones son como las fisonomías: cada uno tiene la suya.

Ahora bien; si es verdad que, generalmente hablando, todas las cualidades intelectuales están más desarrolladas en el hombre, afirmaremos desde luego que en el dilatado y florido campo de la ilusión las excursiones del hombre son más atrevidas, más enérgicas, más insaciables, más brillantes acaso que las de los tímidos corazones femeninos. Nunca la elegante góndola se engolfa en alta mar como el altivo navío que se complace en desafiar y vencer a las ondas embravecidas.

Como el águila ansiosa de luz se arroja hacia el disco fulgurante del sol, del mismo modo el rey de la creación se precipita en el imperio sin límites de lo infinito, de lo absoluto, de lo ideal, de lo que en la tierra no existe sino dentro de su pensamiento.

Amorosa tortolilla que bate sus trémulas alas en torno del nido amado exhalando tiernos y melancólicos arrullos, la mujer pasea por la esmaltada pradera a la margen del cristalino arroyuelo, mirando cruzar incesantemente la bella sombra del mancebo amado.

La esencia de la mujer es el sentimiento.

El rasgo característico del hombre es la inteligencia.

Ella limita su mundo al mundo visible, a los objetos que la impresionan, a lo concreto, a lo palpable que afecta sus sentidos y que excita la sensibilidad de su alma.

Ante la pode rosa deidad que llaman ciencia ofrece el hombre sus eternos sacrificios; la mujer constantemente se prosterna ante las aras del amor.

La una ama la hermosura y el placer; el otro apetece realizar lo que juzga bueno, verdadero y bello.

La mujer ama lo que ve; el hombre se enamora de lo que piensa.

Y he aquí la razón por qué la mujer es frágil y el hombre fuerte.

Flor que se mece a todos los vientos, misterioso cristal que refleja todos los colores, paloma de nítido plumaje, en cuyo enhiesto cuello vense a cada momento mil vistosos cambiantes, la mujer es víctima inevitable de la inconstancia de sus emociones producidas por los objetos, en tanto que el hombre permanece más fiel a las resoluciones interiores de su conciencia, resoluciones no arrojadas por el lago movible de las cosas, sino dirigidas al puerto de un designio por la estrella fija de los pensamientos.

Por eso la mujer es el símbolo y cifra del sentimiento bajo todas sus modificaciones.

Por eso el hombre aspira con mayor vehemencia a la realización de lo ideal, porque la fuerza de su pensamiento le hace romper el muro de lo relativo y lo palpable para buscar lo absoluto y lo invisible.

Ejemplo de esta verdad fueron Elvira y don Guillén, cuyos amores nos hemos propuesto dar a conocer, supuesto que esta primera pasión influyó de una manera enérgica y decisiva en el ánimo y carácter del mancebo.

El verdadero horóscopo del hombre no está en el día en que nace, sino en el momento en que por primera vez su espíritu y su corazón se abren a esas emociones intensas que arrastran y envuelven al ser humano en un flagrante torbellino. El signo, la estrella, el hado del hombre se decide y determina en ese instante solemne en que un poder extraño, en que una fuerza desconocida revela al corazón nuevas aspiraciones y deseos insaciables y tumultuosos, a la manera que se levantan embravecidas o se amansan humildes las olas del océano, los huracanes o los céfiros, las negras tempestades o las rosadas auroras, cuando con su vara mágica la triforme Hécate, poderosa reina de la noche, infunde a los elementos el furor o la calma, el silencio o el ruido.

Los primeros albores de la razón fijan para siempre, si así puede decirse, la temperatura, el calor y la luz de la atmósfera de la existencia. Donde nace nuestro primer amor, donde brota el primer pensamiento, la revelación primera de la fuerza que piensa y ama, allí es donde verdaderamente existe nuestra patria, aquel día es el verdadero aniversario de nuestro nacimiento, pues que desde entonces comienza nuestra existencia. Si aquel día es nebuloso, ¡ay del mísero mortal que tan aciagamente es lanzado al océano de la vida! Los vientos del norte marchitarán las flores de su alma y estrellarán su frágil barquilla contra las rocas.

Por el contrario, si el hombre bajo un cielo azul y sereno se arroja con jubilosa audacia y con ansiedad sublime por los espléndidos y floridos campos de la esperanza, el recuerdo de aquel día brillante jamás se extinguirá, de su memoria; la alas de nácar y oro de su fe y de sus ilusiones ahuyentarán en torno suyo con plácido vuelo la negra turba de los desengaños y los desalientos, que, como crueles bandoleros, le asaltarán en su camino para robarle los tesoros inestimables de su entusiasmo, los encantos indescribibles de su juventud, el contento, la delicia, el generoso afán de una vida de fuego, de ese fuero divino, antorcha santa de los cielos, faro refulgente y seguro que nos guía al través de los escollos hacia la virtud, la verdad y la belleza.

Don Guillén, naturaleza ardiente y apasionada, se entregaba ahora a su amor embellecido con la brillante aureola de todas sus esperanzas de oro, de sus aspiraciones de ternura, de la felicidad que durante mucho tiempo sólo había presentido y vislumbrado, como entre sueños.

El gallardo caballero gastaba todas las fuerzas de su corazón y de su espíritu en acumular a manos llenas sobre la hermosísima Elvira todos los nobles sentimientos, todas las perfecciones de la virgen de sus sueños, toda la ternura de la mujer enamorada.

De noche, de día, con la apacible sonrisa del alba, con los gratos misterios del crepúsculo de la tarde, a todas horas, la imagen bella de su amada Elvira se presentaba a los ojos del caballero, tierna, sensible, inteligente y rendida por completo a su albedrío.

Ya se la figuraba en el silencio de la noche paseando a la luz de la luna, por el ameno jardín, pensando en él con inefable felicidad; ya dulcemente entregada a las delicias del sueño, murmurando con cariñosa sonrisa el nombre de su amado; ora con las manos cruzadas sobre el cándido seno le parecía verla elevar al cielo tierna y fervorosa plegaria; ora le escuchaba exhalar blandos suspiros de amor, porque pronto llegase el venturoso día en que ante el altar pronunciasen ambos el solemne juramento de inextinguible ternura. Pero a todas las gratas ilusiones de su amante y hermoso desvarío, don Guillén no le prestaba otro móvil, por parte de Elvira, sino la adhesión mas sincera, el amor más platónico en toda su divina abstracción, con toda la fuerza virginal.

¡Y estos plácidos y amorosos devaneos agradaban tanto al hermoso mancebo! ¡Cuántas delicias inefables vislumbraba su espíritu en esta atmósfera límpida y refulgente de hermosos delirios!

¡De cuán divino éxtasis se impregna el espíritu del hombre, cuando en las alas de un amor puro se eleva al cielo de las ilusiones que, como una lluvia fulgurante de estrellas, envuelven y recrean al pensamiento!

Don Guillén se imaginaba que todos los tesoros y coronas de la tierra no bastarían a arrebatarle la ternura de la hermosa Elvira. Antes la creería capaz de morir mil veces que ser infiel a su amor. ¡Y es tan grata la idea de un amor correspondido!

El hermoso caballero derramaba dulces lágrimas al pensar que nada en el universo podía volcar la estatua de la fe que había colocado en Elvira como en un santuario; que ningún huracán, que ningún contrario viento era capaz de tronchar la flor lozana y aromosa de sus bellas esperanzas.

Entre tanto que tan deliciosamente soñaba don Guillén, la encantadora Elvira también le consagraba sus recuerdos en el apacible retiro de su modesta morada. Pero ¡cuán diversos eran los giros de estas dos organizaciones igualmente apasionadas! ¡Cuán diametralmente opuestas sus manifestaciones!

Para Elvira no había un hombre más hermoso, ni más valiente, ni mas apuesto y ricamente engalanado que el opulento señor feudal don Guillén de Lara. Ella se fijaba con placer en el recuerdo agradable de aquella noche en que fue libertada por su amante de los brazos de su raptor, y recordaba con delicia los venturosos momentos en que, asida al brazo del caballero, volaban sobre el rápido corcel como envueltos en una perfumada nube de oro y azul y vislumbrando en el espacio mil nacaradas imágenes de amor y felicidad.

La dulce presión del brazo del mancebo, su mirada vívida y ardiente, su maravillosa hermosura, su lenguaje apasionado, todo esto había despertado en el pecho de la joven emociones tan desconocidas como profundas e irresistibles. Exhalaba tiernos suspiros, palpitaba su corazón con precipitada energía, sus ojos brillaban con un fuego calenturiento, y sentía circular por sus venas plomo derretido.

¡Qué cambio tan extraordinario y radical se había verificado en todo su ser! La pasión la devoraba con todos sus ardores. El amor, además de que en su alma había hecho brotar la fuente del sentimiento hasta entonces adormecido, había también despertado en la joven deseos desconocidos, que se levantaban más y más enérgicos con la presencia del gallardo Lara.

El amor de Elvira, poco más o menos, era como la generalidad de las mujeres, para las cuales el amor se diferencia muy poco de la hermosura y el placer. Queremos decir que la doncella no se fijaba en las relevantes e íntimas prendas que adornaban a don Guillén. Es verdad que no había tenido tiempo de conocerlas y apreciarlas debidamente; pero, aun así y todo, nos aventuramos a afirmar que habría sucedido lo mismo.

La joven no paraba mientes en que don Guillén fuese sabio, compasivo, generoso, leal, sencillo, pundonoroso, franco, diligente, magnánimo, amigo de la verdad, puro de costumbres, guiado siempre por nobles y rectas intenciones, esclavo del deber, amante de su patria, y sobre todo, religioso sin fanatismo, honrado sin hipocresía, esforzado sin alardes ni bravatas, y accesible y familiar sin bajeza para con sus vasallos.

Para saber todo esto, para juzgar bien al gallardo caballero, era preciso ver su conducta en los actos íntimos de la vida privada; o si las ocasiones faltaban para que el joven manifestase sus excelentes calidades, se necesitaba poseer la bastante inteligencia para leer en el interior de su alma. Así, pues, Elvira no conocía ni por consiguiente, podía estimar a don Guillén bajo el verdadero punto de vista que realmente son estimables los hombres, es decir, por su virtud y su talento.

Elvira no se fijaba más que en lo que hería sus sentidos. Que don Guillén era un poderoso señor feudal, ella lo sabía por ser cosa pública y notoria. Que era hermoso como ningún mortal de los que hasta entonces había visto, sus ojos se lo decían sin género alguno de duda. Que esta incomparable belleza varonil la había enloquecido, su corazón devorado por desconocida llama se lo decía a voces. Y por último, que las ardientes y amorosas miradas del mancebo ejercían sobre ella una fascinación irresistible, no podía dudarlo al sentirse arrastrada hacia su amante por un impulso magnético, incontrastable y hasta superior a su voluntad, que por otra parte estaba muy lejos de ser por ella contrariado.

No obstante la impresión profunda que don Guillén había causado en la encantadora Elvira, es preciso convenir en que la joven experimentaba algunos vehementes deseos con cierta generalidad, y que no se limitaban a la particular complacencia que pudiesen causarle los atractivos de Lara.

Lo que ahora experimentaba era un deseo tan inexplicable como vehemente, una ansiedad calenturienta, pero mezclada de cierto placer y goce, cuando sus ojos se fijaban en algún hermoso mancebo; era, en fin, la voz de la naturaleza,: el rugido de las pasiones que tumultuosas gritaban dentro de su pecho, hasta entonces puro y límpido como el azul del cielo en una alborada de Mayo.

La causa ocasional de este sesgo que habían tomado sus sentimientos, fue en primer lugar aquella inolvidable carrera que en la soledad de la noche había dado amorosamente abrazada con su hermoso amante. En segundo lugar, el mancebo había despertado en la joven mil sensaciones de fuego la noche en que le habló por la ventana del jardín, cuando de la manera más apasionada estampaba ardientes besos en la nevada mano de la gentil doncella. Después de aquella cita todos los sentimientos de Elvira se habían cambiado completamente, como si la nueva revelación de aquellas emociones hubiese arrojado su espíritu de la región tranquila y apacible de esa santa ignorancia, que los mortales llaman inocencia, al océano borrascoso de los deseos hidrópicos y de las pasiones inflamadas.

Y a todo esto debe agregarse otra circunstancia que manifiesta hasta qué punto la flor de la inocencia es delicada y fácil de marchitarse ¡ay! para nunca recobrar su aroma y lozanía.

El maléfico influjo de la infame, Plácida había emponzoñado con su podrido aliento el alma de Elvira, cuyo carácter violento y fogoso era capaz de precipitarse en el mayor desenfreno de las pasiones. Sólo faltaba una mano que impeliese a la joven, y la maldita vieja se encargó de esta misión tentadora y satánica.

Habían trascurrido algunos días después de la funesta aventura del señor de Alconetar.

La noche, aunque fría, estaba estrellada y serena. La luna más hermosa del año, la luna de Enero, iluminaba la celeste bóveda con todo el magnífico esplendor de sus argentados rayos, que penetraban como una sonrisa del cielo por la ventana del aposento del enamorado don Guillén. Este a la sazón devoraba su inquietud en el lecho del dolor. Su faz estaba pálida, pero siempre hermosa, expresiva e interesante. El rostro del mancebo pudiera compararse ahora, no al refulgente sol que ostenta su carro chispeante al mediodía, sino a la melancólica expresión de la moribunda luz del crepúsculo de la tarde.

Allí, en aquel aposento opacamente iluminado, con la calenturienta actividad que en los corazones juveniles infunde el aislamiento, con las mil nacaradas imágenes que el aura fecundante de los amores había hecho brotar en su mente, con los deliciosos proyectos y doradas ilusiones de un amor casto y puro como la sonrisa de los ángeles, allí don Guillén no podía apartar ni un momento de sus ojos la encantadora figura de Elvira, que tal vez lloraba con amargo desconsuelo al pensar en su desgraciado amante herido y moribundo.

¡Ay! ¡cuánto la imaginación engaña y fascina a los mortales, pintando al alma enamorada el mundo seductor que ella desea y que a su gusto se finge! Vaporosa nube de oro y azul, la impalpable cuanto bella ilusión ¡ay Dios! ¿por qué no es más que un delirio?

Entre tanto que con ternura tan íntima recordaba a su amada el gallardo caballero, abriose la puerta de la estancia, y apareció una doncella más hermosa que la luz del alba.

Iba vestida de blanco, y ostentaba su rubia cabellera de cándidas rosas. Era esbelto su talle y majestuosa su estatura. El tímido pudor brillaba en su frente de marfil y en sus mejillas de clavel. Una granada entreabierta era su boca, que parecía hecha tan sólo para proferir palabras de modestia y de dulzura. En sus hermosos ojos azules brillaba el dulce fuego de esa angelical ternura que cautiva el corazón tan agradable como irresistiblemente. En toda su persona resaltaban las amables y púdicas gracias, la tranquila inocencia, la encantadora timidez de la mujer y el santo candor virginal. Su divino semblante ostentaba una expresión indefinible de melancolía que hacía respirar una atmósfera purísima de elevados y purísimos sentimientos, que conducían al espíritu a la región apacible donde habitan el tierno gozo y las deliciosas lágrimas, como si en medio de la felicidad el Eterno hubiese querido recordar su pequeñez a los mortales por una tristeza sublime, punto misterioso en donde se confunde en una unidad lo que el hombre tiene de cielo y lo que tiene de tierra.

Muy difícil es dar una idea siquiera aproximada de la hermosura de Blanca; pero al fin no sería imposible. Mas ¿quién será capaz de pintar lo que verdaderamente constituye la belleza, la expresión, el reflejo de las calidades íntimas que adornaban a la tímida virgen? Aquella beldad maravillosa no decía nada a los sentidos. Diríase que sólo estaba revestida de formas visibles, lo bastante para revelar a los mortales en toda su pureza el amor y la ternura, la abnegación y la caridad, la inocencia, la humildad, la modestia, la resignación, todas las perfecciones en fin de esa creación divina, y fecunda que se llama mujer.

Blanca no impresionaba a los que la veían como una hermosura que sólo perciben los ojos, sino como un pensamiento.

No la compararemos ni a los moribundos rayos de la plateada luna que se reflejan trémulos y alterados sobre las aguas del sereno río; ni al alegre y variado concierto de las pintadas aves, cuando el cielo abre la hermosa puerta de diamante y oro por donde todas las mañanas se anticipa al sol la risueña aurora vestida con su refulgente manto de escarlata, y se arroja al espacio en alas de las brisas matinales, sembrando de encendidas rosas su camino aéreo; ni a la vívida y fecunda primavera, que todos los años vuelve y pasa veloz conducida, por los plácidos céfiros, esparciendo con pródiga mano flores, aromas, danzas, sonrisas, placeres y amores; no la compararemos a nada de esto. Sólo nos limitaremos a decir que la presencia de Blanca inspiraba la misma impresión múltiple, tierna, y magnífica, que inspiran todos estos bellos instantes de la naturaleza.

La joven creyó al principio que don Guillén dormía, y se aproximó con lento paso, llevando una taza de plata cuyo contenido era una bebida refrigerante sabiamente preparada por el médico Isaac. El herido dirigió a la joven una sonrisa, y alargó su mano a la taza, apurando con ansia deliciosa la bienhechora pócima.

Blanca miraba al caballero, más hermoso e interesante que nunca por la palidez que le cubría, con una emoción que la doncella en vano se esforzaba por ocultar. ¡Ay! Su hermano Álvaro había dispuesto que Blanca, tan solícita y cariñosa para cuidar a los enfermos, fuese al castillo en esta ocasión para asistir con el más tierno desvelo a don Guillén de Lara.

Pero la herida del mancebo la trasladó éste de una manera más cruel al corazón de la tímida doncella.

Don Guillén no pudo menos de apercibirse de la impresión que causaba a la candorosa virgen, que en su cándida inocencia no poseía los recursos de una mujer experimentada para ocultar sus sentimientos. Eran éstos además tan santos, tan puros, tan sublimes, que la doncella habría creído un sacrilegio el hacer esfuerzos por ocultarlos.

El joven, sin embargo, mientras que Blanca estaba en su presencia, experimentaba un sentimiento inexplicable de adhesión y ternura hacia la graciosa doncella. Lara sentía la fascinación de la belleza, de la cual no es dado al hombre sustraerse, por más que la considere con admiración contemplativa en vez de apasionada, inclinación. Lo que en tal caso sucedía a don Guillén, era que todas las emociones que le inspiraba la divina Blanca, se convertían en favor de su amada Elvira, sobre la cual acumulaba todos los sentimientos de su corazón, todos los bellos pensamientos de su alma, todos los hermosos sueños de su fantasía, a la manera que el artista desea acumular sobre su obra todas las perfecciones.

Mientras que don Guillén permanecía tan enamorado y tan fiel a la beldad que le había inspirado el primer amor, Elvira tenía sus pensamientos fijos en el horizonte embriagador de ardientes y desconocidos deseos, que Plácida, como tentadora serpiente, había sabido pintarle e infundirle con lengua tan pérfida como seductora.

El día en que la astuta dueña estuvo en el castillo para informarse de la salud de don Guillén, había visto junto a su lecho a la hermosísima Blanca con ademán dolorido y semejante al ángel de la compasión y de los santos amores.

La infame vieja dilató sus labios con una sonrisa del infierno, y al punto corrió, enajenada de diabólico gozo, a participar esta nueva a la fogosa Elvira, en cuyo corazón supo verter toda la ponzoña de los celos y toda la hiel del orgullo ofendido. La cobarde y maliciosa calumnia le prestó sus más vivos colores y sus más engañosas apariencias para cubrir su iniquidad y mentira con el vestido de la justicia y la verdad.

Se ha dicho que «vindicta gaudet foemina», que la mujer se goza en su venganza, y nada es más seguro para matar su amor que herir su vanidad. Nosotros, que nos preciamos de galantes y comprendemos como el que más la misión tierna y sublime de ese hermoso ser nacido para el amor y las lágrimas, estamos muy lejos de creer que esto suceda siempre; pero por desgracia, en la presente ocasión no podemos menos de afirmar que Elvira experimentó una aversión extraordinaria hacia el hermoso y entendido Lara, víctima inocente de una calumnia infame.

Nadie hay en el mundo que sea capaz de odiar tanto a una hermosura como otra mujer hermosa. Elvira había visto algunas veces a Blanca, y no había podido menos de admirarse de tan singular belleza; y cuando supo, según le dijeron, que aquella era su rival, comprendió desde luego, muy a pesar de su amor propio, que su causa estaba perdida, porque era imposible que don Guillén no diese a Blanca la preferencia.

A esta manera de pensar se unían por otra parte pérfidas sugestiones de Plácida, que había sabido introducir, no solamente la discordia entre los dos amantes, sino que también había infundido en el corazón de Elvira deseos desconocidos y hasta criminales. Elvira era una organización de fuego, una imaginación voluptuosa, una mujer atrevida y vehemente, que acaso hubiera podido ser buena y dichosa, si en la senda de sus castos amores no hubiese arrojado el destino a aquella astuta serpiente bajo la figura de mujer y con el nombre de Plácida.

¡Cuánto un pensamiento roedor, un sentimiento de odio, una sed insaciable de criminales placeres, cambia y modifica al ser humano! Ahora la encantadora e inocente Elvira de otros tiempos se hallaba completamente trasformada. En su corazón se albergaba, un orgullo indómito y ansioso de venganza. En sus labios se dibujaba una sonrisa inexplicable, y en sus ojos brillaba un ardor satánico.

Plácida la contemplaba con infernal complacencia, como el demonio de la tentación contempla a los mortales cuando ya extienden los pies sobre las resbaladizas pendientes del crimen.

-¡Cuánto me agradan las gustosas aventuras que me habéis referido! exclamaba Elvira.

-¡Ay, hermosa niña! ¡Quién pudiera contar con vuestros años y vuestra belleza! ¡Cuán feliz podíais ser! Si yo me hallara en vuestro lugar, la vida no sería para mí sino un tejido de interminables placeres.

-Sí, sí, tenéis mucha razón, Plácida; yo no puedo menos de dar crédito a vuestra experiencia.

-Creedme, hermosa Elvira, el verdadero amor es el placer: lo demás son delirios de nuestra fantasía.

-¡Ah! Yo no había comprendido nunca el amor tal como me lo habéis explicado... Jamás me canso de oír la deliciosa historia, que tantas veces me habéis referido, de aquellos amantes que en un hermoso día de primavera, en un bosquecillo de arrayanes, junto a una cristalina fuente rodeada de frondosos olmos y en medio de una apacible y no interrumpida soledad, se entregaban, gustosos a la sabrosa lectura de un libro de amor...

-Es uno de los cuentos más bonitos que he aprendido. La historia de la princesa Desideria y del guerrero Flagicio les gusta mucho a todos los jóvenes.

Elvira se levantó como asaltada de un súbito recuerdo, y comenzó a pasearse por la estancia con inequívocas señales de impaciencia.

Luego, dirigiéndose a Plácida, preguntó:

-¿Estás segura de que me ama ese desconocido?

-¿Y quién se atreverá a dudar de la pasión que por vos le devora?

-¡Me habéis referido de él tantas magnificencias!...

-Y todo es la pura verdad. No conozco un hombre ni más rico, ni más generoso, ni más valiente.

-¿Y quién es?

-Perdonad, señora mía; pero no puedo disponer de ese secreto.

-Debe de ser algún alto personaje.

-Tan alto, que os habéis de admirar cuando sepáis su nombre.

-¿Y a qué hora vendrá?

-Después de la media noche.

-Ya poco debe tardar.

-¿Estáis dispuesta a oír sus amorosas quejas?

-¡Oh! Sí... Veremos.

-¿Oís?... Me parece que ha sonado un preludio en un laúd.

-¿Es esa la señal?

-Sí, señora.

-¡Ay! ¡Qué ansiedad!

-Voy a abrir la puerta falsa del jardín... Vuestra madre está profundamente dormida... Nada tenemos que temer... Pronto vais a ser la más dichosa de las mujeres.

Elvira se hallaba palpitante de placer, de angustia, de deseo, de curiosidad, de amor.

A los pocos momentos volvió Plácida, acompañada de un caballero, que con el ademán más apasionado se arrojó a los pies de la hermosa y conturbada joven.

Precisamente a la misma hora en que esta escena tenía lugar en la casa de los Vargas, el enamorado don Guillén, calenturiento, postrado en su lecho, casi moribundo, pensaba con una ternura infinita en su amada, a la cual embellecía con todas las galas de su imaginación brillante, de su corazón sensible, de su amor ideal y puro como el de los ángeles.

¡Cuán dolorosa diferencia existe entre la ilusión y la realidad, entre lo vivo y lo pintado!