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Los Templarios - I: 19

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Capítulo XIX - ¡Ya es tarde!

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Es la medianoche.

Nos hallamos en el subterráneo de la torre donde se ocultaban los tesoros de los caballeros Templarios en Castilla.

En el lóbrego recinto circular que ya en otra ocasión hemos procurado describir, se estaba verificando a la sazón una escena desgarradora.

Un hombre vestido de blanco y con una lamparilla en la mano, estaba de pie ante la rejilla que servía de respiradero al ataúd de piedra en que vivía muriendo y muerto para todo el mundo el mísero viviente, víctima de la más negra y refinada crueldad. Nunca ha podido escucharse un diálogo en que contrastasen más rudamente la fuerza y la debilidad, el crimen y la virtud, la cólera y la resignación. Allí, en aquel lugar recóndito y solitario, como en el último confín del mundo, se encontraban luchando frente a frente la fuerza que viene de Dios y la fuerza que viene del demonio. A veces la víctima es capaz de burlarse de todos los temores con que pretende abrumarla su verdugo. Es verdad que esto sucede sólo cuando la víctima ve en la muerte su único consuelo.

-Sí, -decía el emparedado-; sí, los tengo en mi poder; pero nunca, nunca tu codicia se verá satisfecha.

-Yo te dejaré libre, si accedes a mis deseos, -repuso Castiglione.

-Calla, serpiente; ya no volverás a seducirme.

-¿Dudas acaso de mis palabras?

-¿Por ventura se le puede dar crédito a Luzbel?

-¡Ira de Dios! Yo derribaré esta pared que te separa de mí; examinaré piedra por piedra tu infame y hediondo tugurio, y por último seré dueño de lo que ya es inútil para ti, de ese manuscrito, origen de tu desgracia y de mi furor.

-Te cansarás inútilmente. ¿No recuerdas que al encerrarme aquí me examinaste también minuciosamente? Mucho te has ensangrentado contra mí; pero yo te desafío: no me vencerás. ¿Pensabas acaso que las muestras de dolor que me dabas por mi suerte pudieran seducirte? Tarde, muy tarde conocí la iniquidad de tu corazón; pero después que ya supe tus intentos, a lo menos parte de ellos, adiviné también la causa por que no me habías asesinado. Esta piedad, inaudita e incomprensible para mí durante mucho tiempo, la comprendí al fin con maravillosa evidencia.

-Veamos. ¿Y cuál ha sido la causa de esa piedad que no mereces?

Y al hacer esta pregunta, Castiglione, se sonreía.

-Tú quieres el manuscrito: por obtenerlo me has concedido una vida más cruel que mil muertes; pero yo sufriría gustoso mil muertes tan crueles como mi vida, por tal de que tus intentos te saliesen vanos.

-Pues veremos si sucede así.

-¡Oh! No lo dudes.

Castiglione fijó su ojo de cíclope en el emparedado con una expresión tan horriblemente feroz, que habría infundido espanto al hombre más temerario.

Por fortuna no hay temeridad mayor que la que inspira la desesperación, y el infeliz prisionero era tan temerario como lo puede ser un hombre que ha llegado a perder hasta el último resquicio de esperanza. Así, pues, mientras que Castiglione daba muestras del más ardiente furor, el infeliz emparedado le contemplaba con una sonrisa insultante.

Fuera de sí el italiano se abalanzó a una palanca que había dejado en el suelo, y que a prevención había llevado aquella noche. En seguida comenzó su trabajo de derribar la hilada de piedras que cubrían el frente del miserable tugurio. Ardua empresa parecía para un hombre solo el intentar siquiera conmover aquellos enormes sillares.

Pero el soberbio calabrés estaba dotado de una fuerza titánica y de una voluntad de hierro. A cada rudo empuje de sus musculosos brazos se conmovía profundamente el sólido muro. De vez en cuando se oía un doloroso gemido que lanzaba el mísero emparedado. El bárbaro verdugo no tenía en cuenta que lastimaba cruelmente al infeliz anciano, quien, por último, se acurrucó en un ángulo del cubículo, procurando resguardarse lo mejor que le era posible del daño que le causaba el desplome de las piedras. Entretanto el fiero calabrés repetía sus golpes ciclópeos, sin cuidarse siquiera de que allí se encontraba un débil y moribundo anciano.

Al fin descarnó completamente el yeso que unía el primero de los sillares, y con el auxilio de la férrea palanca, y haciendo un esfuerzo sobrehumano, Castiglione consiguió derribar la piedra. Sucesivamente fue repitiendo esta operación hasta dejar franca la salida de aquella especie de ataúd, colocado perpendicularmente.

Entonces el italiano asió al prisionero y lo sacó de aquel nicho, arrojándolo sobre el terroso pavimento del subterráneo. El primer movimiento de Castiglione fue maniatar al emparedado; pero cuando advirtió que éste se desplomó en el suelo como una cosa sin vida, consideró inútil su propósito. El infeliz anciano apenas podía sostenerse. Después de tantos años de tan horrible reclusión, sus músculos se hallaban contraídos.

Dícese que en Italia, cuando dominaron a este país aquellos gobernantes que la historia conoce con el nombre de tiranos, era frecuente encontrar en los muros de los calabozos algunos esqueletos en la actitud de un hombre sentado con las mejillas apoyadas en la palma de la mano. Así morían aquellos desgraciados. Tales prisiones hacían tomar a los prisioneros aquella actitud de desconsuelo, como si allí, en aquella estéril y hedionda cavidad, los hubiesen concebido las peñas inertes.

Aun cuando vivo, pero muy semejante a un esqueleto, tal era también el ademán que tenía el triste emparedado a quien Castiglione dejara arrimado contra el muro.

El prisionero era un enemigo muy débil e inofensivo para el formidable tuerto. Y aun cuando así no fuese, toda fuga le estaba cerrada. El hombre más listo y fuerte no pudiera escapar de allí sin ser víctima del fiero león que amarrado a la cadena guardaba la entrada del subterráneo.

Con la luz en la mano, el feroz Castiglione escudriñaba el inmundo chiribitil, que exhalaba un olor en extremo nauseabundo y un aire tan mefítico, que hacía oscilar a la luz violentamente.

Apartó los escombros con mano ansiosa; examinó piedra por piedra con ojos hidrópicos; sacudió algunos andrajos con la curiosidad de un naturalista que observa objetos microscópicos; husmeó, rastreó, rebuscó hasta las últimas rendijas y escondrijos con la astucia y ligereza de un raposo. ¡Trabajo inútil!

Mientras que Castiglione se desesperaba practicando sus estériles investigaciones, el emparedado, sobre cuyo rostro escuálido iba a caer de tiempo en tiempo un rayo de luz, contemplaba a su enemigo con una expresión siniestra e inexplicable de ira, de júbilo y rencor.

De pronto, cansado y mohíno de su tarea, Castiglione volviose hacia el prisionero, y al sorprender en su fisonomía aquel regocijo infernal, sintió que la ira le devoraba las entrañas.

-¿En dónde, -gritó con voz de trueno-, en dónde tienes los manuscritos?

-Ya te he dicho que al principio sospeché que tu crueldad no tenía otro origen que satisfacer tu codicia por medio de esos papeles que con tanta ansia buscas...

-¿En dónde están? -interrumpió el italiano, azul de ira.

El prisionero continuó con la misma calma:

-Te iba diciendo que, sospechando tus intenciones, tomé mis medidas para evitar que tales documentos cayesen en tus manos... Después me he convencido hasta la evidencia de que mis sospechas eran harto bien fundadas, y... te lo digo, villano Castiglione, no, no caerán en tu poder esos manuscritos que valen un inmenso tesoro. ¿Lo oyes? Un tesoro de inestimable riqueza. ¡Ah! ¡Y no lo tendrás!

La cólera hizo que durante algunos minutos el italiano permaneciese inmóvil y silencioso, pero con una expresión tan ceñuda, que causaba espanto.

Por último, se conoció que hacía un grande esfuerzo sobre sí mismo, y, logrando dominarse, dijo con acento en que procuraba manifestar bondadosas disposiciones:

-Vamos, no seas avieso, yo te lo suplico. Mira que así nunca verás el término de tu desgraciada suerte.

-Ni tú tampoco tocarás el término de tus deseos.

-Bien, lo confieso francamente. Conozco tu carácter enérgico, y estoy muy convencido de que serías capaz de arrostrarlo todo por tal de dejarme derrotado y quedar tú vencedor. ¿No es así?... Pero yo no quiero que te perjudiques; yo deseo tu bien, y en tu mano está el que todo se acabe entre nosotros, que podamos entendernos, vuelvas a gozar de la vida, del aire, de la libertad. Yo deseo que esto se verifique, te lo digo en verdad; lo deseo tan ardientemente como tú mismo pudieras desearlo... Vamos, conoce tus verdaderos intereses, procura vivir, no seas rencoroso, cede a mis súplicas, dime en dónde están esos manuscritos.

Guardó silencio Castiglione.

Nunca la astucia, la perfidia y la crueldad han encontrado acento más engañoso, palabras más insinuantes intenciones más torcidas.

Harto bien conoció el mísero anciano que la serpiente trataba de ocultarse entre frescas flores a la orilla del arroyuelo; que el tigre intentaba cubrirse con la piel del cordero; que aquellas palabras melosas eran voz de sirena, llanto de cocodrilo.

Clavó el prisionero sus ojos vidriosos en el disforme y fiero rostro de Castiglione, y así lo estuvo contemplando largo rato con sonrisa irónica, una sonrisa en que hubieran podido leerse mil maldiciones.

Al fin el anciano rompió aquel prolongado silencio, diciendo:

-La inocente víctima de tu astucia infernal es ahora más astuta que su infame verdugo. ¿Piensas acaso que no leo en tu frente de sayón tus intenciones diabólicas? Después de haberte conocido a fondo, ¿imaginas tal vez que podrás seducirme de nuevo? ¡Me prometes la vida! ¿Y a qué precio? En cambio de hacerte poderoso, intensamente opulento, más aún que el mismo rey de Castilla. Esto me pides, esto pudiera yo darte, si tú lo merecieras... Porque ese tesoro es mío, siempre que haya dejado de existir la persona que me dio a guardar esos manuscritos...

-Esa persona ya debe de haber muerto.

-Para el caso es igual.

-¿Qué quieres decir?

-Que de todas maneras, nunca sería tuyo el tesoro. El único medio para conseguir tanta riqueza ha estado en tu mano, y lo has malogrado miserablemente.

-¡En mi mano!

-Sí, Castiglione.

-Yo he hecho cuanto he podido; por tal de conseguir mi objeto, ni aun el crimen me ha arredrado.

-¿Te crees muy previsor?

-Nada puede sucederme que me sorprenda.

-Y para adquirir este tesoro, has puesto en práctica toda tu astucia y toda tu crueldad, ¿no es cierto?

-Y toda mi previsión.

-En verdad que eres muy corto de vista.

-¿Por qué?

-Dices que para conseguir tu intento no has omitido nada, y que ni el crimen te ha hecho retroceder... ¡Es mucha verdad! Pero ¿no conoces que has elegido el camino peor para realizar tu propósito? Tú habrías recibido de mi mano esos papeles por cuya adquisición tanto te afanas, y los habrías recibido con mano pura, con tu conciencia tranquila, sin necesidad de haberte manchado con horrendos crímenes, sin haber necesitado otra cosa que continuar siendo mi amigo sincero, franco, leal, como yo lo era tuyo... ¡Ah! Para conseguir tus intentos, fuerza es que lo confieses, Castiglione, has elegido el peor camino, porque has elegido las vías tenebrosas, porque has contado con la mentira, porque has implorado al crimen en tu ayuda, porque te preciabas de astuto, porque me juzgabas sencillo y que, por lo tanto, sería juguete de tus cábalas. Tú creías que todo lo habías urdido a pedir de boca, que todo lo habías medido y pesado con esa astucia de que estás dotado, con la reserva, con la previsión de que tanto te envaneces. ¡Insensato! Tú no habías previsto que a la sencillez del corazón, que a la nobleza de sentimientos va unida la rectitud de la inteligencia y la indómita pujanza de una voluntad que tiene conciencia de que obra justamente. ¿Y sabes por qué no lo habías previsto? Porque eres previsor.

Al oír tal razonamiento, Castiglione prorrumpió en una estrepitosa carcajada.

-¡Pues me gusta el enigma! -exclamó-. ¡Conque el previsor es precisamente el que no puede prever! ¡A fe que es donosa la idea! ¿Te has propuesto entretenerme con trabalenguas? A lo que imagino, tan prolongada reclusión ha servido maravillosamente para avivarte el ingenio. ¡Me alegro mucho, señor don Gonzalo!

Y así diciendo, el inicuo Castiglione hacía irrisorios saludos al desdichado prisionero, que escuchaba impasible las burlas de su verdugo.

-Te digo, -insistió el anciano-, te digo que para preverlo todo es preciso antes ser capaz de saberlo todo, y el entendimiento del hombre es muy limitado. La fuerza que te arrastra en tu previsión, a más de humana, y por consiguiente restringida, es también despreciable y digna de castigo, porque la diriges hacia el crimen, porque la alejas del bien, porque la empleas en practicar el mal. Por cima de tu fuerza de mala ley hay otra fuerza superior y divina, que por esta misma razón no cabe ni puede caber en el estrecho límite de tus pensamientos mundanales. El hombre se lo finge todo a su imagen y semejanza; por su corazón juzga y mide el ajeno; y si esta necesidad es la gloria más pura y el goce más vivo de las almas grandes, que todo lo ven a su propia altura, también este es el castigo de los corazones ruines y egoístas, que en todo no ven más que a sí mismos. Se creen fuertes y sabios, y son ciegos y débiles, porque no tienen el valor de hacer un esfuerzo de voluntad para condenar severamente sus pasiones y vivificar el germen del bien que duerme en el interior de todos los mortales, aun a pesar suyo. Toda tu previsión está reducida a conjeturar lo que otros hombres pueden hacer y pensar y prever, en cuyo caso tú podrás luchar con ellos con armas de la misma especie, y unas veces serás vencido y otras vencedor, pues aun en armas de la misma fábrica cabe que unas salgan de mejor temple que otras. Pero, por lo mismo que tu previsión es de esta especie, tu no podrás vencer sino a hombres astutos y previsores, es decir, a tus semejantes. Cuando en tu camino se presente un hombre honrado, sabio y enérgico, cesará toda tu magia; todas tus facultades quedarán reducidas a la impotencia, y no hacer otra cosa que desaciertos. Porque entonces estará frente a frente la fuerza verdadera del hombre contra aquella otra fuerza del hombre que tiene algo de Luzbel; cuando la virtud es heroica, no la vence jamás el crimen, por atrevido que sea; cuando lucha la fuerza divina contra la fuerza diabólica, la victoria no es dudosa para el bien; el poder del cielo, que es la libre aspiración del hombre hacia lo bueno, arrojará una y mil veces a los abismos al poder del infierno. A cada día, a cada hora, a cada instante se está repitiendo la batalla de los ángeles, la eterna lucha entre el bien y el mal, entre la virtud y el crimen. Tú tienes la energía del infierno; pero no habías previsto la energía incomparablemente más poderosa de la virtud. He aquí lo que tú no habías visto en el corazón de los hombres honrados, porque tu corazón está encallecido en la perversidad...

-¡Qué lastima, -interrumpió Castiglione con burlona sonrisa-, qué lastima que no fueras predicador! Desde luego te digo que habías de convertir a muchos pícaros idólatras... Y todo eso me lo deberías a mí, desagradecido. Estás cubierto de andrajos; tienes la barba luenga, encanecida y aborrascada; ostentas un rostro larguirucho y macilento, en fin, estás dotado de una facha eremítica y ascética, y pudieras pasar sin contradicción por una vera efigies de San Pablo o de San Jerónimo... Te lo repito, ¡qué buenas homilías se pierde el mundo con no oírte!... ¡Lástima grande!

Y Castiglione se reía cada vez más estrepitosamente.

Aquellas carcajadas, que se dilataban huecas y sonoras por el lúgubre ámbito del subterráneo, la actitud fiera y a la vez horriblemente sardónica de Castiglione, la melancólica y venerable figura del anciano; tan insultante crueldad de una parte, tanto infortunio y resignación de otra; la hora, el sitio, la escena iluminada por la oscilante luz de la lamparilla, todo esto formaba un cuadro repugnante, tristísimo, indescribible.

Aunque exasperado por tan crueles burlas, el mísero anciano ahogó un suspiro, y se esforzó por aparecer sereno e impasible, como si intentase demostrar a su adversario la superioridad y firmeza de su carácter.

Como si nada hubiese oído, continuó su interrumpido razonamiento:

-Sí, Castiglione, te lo repito una y mil veces: has obrado, no sólo como un hombre ruin y criminal, sino, lo que es peor para tu vanidad, has procedido también de la manera más estúpida para conseguir tus intentos. Porque era sencillo y generoso, me creías débil y cándido, y creíste que te sería fácil por los medios más infames hacerte dueño de incalculables riquezas. Tú tienes el orgullo de no equivocarte nunca en tus criminales cábalas; pero conmigo te has engañado, pese a tu orgullo de demonio.

-¡Me he engañado! -exclamó Castiglione riéndose-. ¡Es donosa la idea! ¿Quieres ahora echarla también conmigo de soberbio? ¡Miserable! ¿Te atreves a compararte conmigo? Inteligencia ruin y mezquina, pobre diablo, estúpido topo, ¿quién sino yo sedujo a tu esposa, os arrebató vuestros bienes y te engañó como a un chiquillo?

Aguijado por su amor propio, que creía herido, Castiglione tuvo la horrible crueldad, el cinismo espantoso de referir al desdichado prisionero todo lo que ya sabe el lector, respecto a la triste historia de doña Beatriz, a quien, por último, había seducido el pérfido italiano.

-Sí, sí, -añadió-; en esta misma torre yo gocé de su belleza, y aquella esposa que para ti era un tesoro de amor y de ternura, aun cuando te engañaba y se burlaba de tu cariño, fue para mí no más que un objeto de risa y pasatiempo. ¡Dominarme una mujer! ¡A mí, a Castiglione! ¡Qué delirio! Eso se queda bueno para los imbéciles maridos como vos, señor don Gonzalo Pérez Sarmiento.

Estas palabras fueron acompañadas de una risa satánica.

Luego añadió:

-Y yo, yo mismo la asesiné hallándose encinta. ¿Te convences ahora de que eres un pobre diablo? ¿Conoces ahora que no me he equivocado tampoco respecto a ti? Porque te he deshonrado, te he engañado, te he emparedado. ¿A qué, pues, viene ese necio orgullo? ¿Quieres hacer conmigo alarde de soberbia? ¡Conmigo! Ni el mismo Luzbel se atreviera a tanto; y si lo intentara, quedaría vencido.

Palideció, o por mejor decir, de pálido que estaba el infeliz don Gonzalo, se puso lívido al escuchar tales palabras.

-Todo eso lo había yo adivinado, -respondió-. Nada de eso me sorprende lo más mínimo.

Esto fue pronunciado con una calma que dejó atónito a Castiglione, quien había creído desconcertar con tales revelaciones a su adversario; pero éste se había propuesto no abdicar un punto de la firmeza de su carácter en presencia de su cruel tirano.

No obstante, fuerza es decir que las orgullosas palabras de Castiglione le habían mortificado de la manera más cruel y dolorosa.

Por su parte, el calabrés se mordió los labios hasta hacerse sangre, cuando vio la impasibilidad de su enemigo, impasibilidad con que él no contaba, y que por completo dejaba vencido y derrotado a su orgullo satánico.

Durante largo rato reinó en el subterráneo un silencio sepulcral.

Al fin Castiglione lo rompió diciendo:

-Con tu charla inoportuna nos hemos alejado extraordinariamente de nuestro objeto.

-Pues yo no te he dicho todo cuanto quería decirte...

-Ni es necesario. Sólo te exijo que me respondas categóricamente a lo que voy a preguntarte. ¿Quieres hacerlo así?

-Pregunta.

-¿En dónde están los manuscritos que te he pedido?

-No están aquí.

-¿Quieres entregármelos?

-No.

-¿Lo haces por vengarte? ¡Tú, tan virtuoso! ¿Me guardas rencor?

-Desprecio.

-Haces bien, a lo menos en fingirlo así; pero vamos al caso. ¿Por qué no quieres entregarme el manuscrito?

-Porque no debo.

-Pues yo lo quiero.

-Pues veremos quién puede más.

-¿Sí? En ese caso, el tesoro será mío, supuesto que yo podré más.

-¡De veras! ¿Y por qué?

-Porque te atravesaré el corazón con mi puñal, si rehúsas obedecerme.

-Esas palabras pintan bastante bien tu ruindad y cobardía.

-¿Quieres explicármelo?

-La explicación es muy sencilla. Tú eres cruel, y piensas que todo cede a la crueldad; eres cobarde, le temes a la muerte, y piensas que en amenazando con matar, el triunfo es seguro.

-¡Muy bien! ¡Muy bien explicado! Pero se me ocurre una dificultad a que no sé yo cómo responderás.

-¿Y es?

-Que siendo dueño de tu vida, he cuidado por muchos años de que no te mueras.

-Lo has hecho así, en primer lugar, porque me martirizabas más cruelmente prolongándome una vida tan horrible; y en segundo, porque jamás te ha abandonado la esperanza de que te entregue algún día el manuscrito que tanto ambicionas.

-Pues bien; lo has acertado, y ahora te prometo dejarte ir libre, si consientes en decirme dónde está ese tesoro.

-Si tal hiciera, me asesinabas al punto. Mientras guarde mi secreto, guardo mi vida.

-¿Lo crees así? -preguntó Castiglione con voz reconcentrada por el furor.

-Estoy seguro.

El rostro del italiano se ponía cada vez más ceñudo. Nada le mortificaba tanto como el que leyesen sus íntimos pensamientos.

-¿Tanto apego le tienes a la vida? -preguntó.

-Si no tuviera esperanza, preferiría mil veces la muerte a la existencia que tu ruindad me concede.

-¡Esperanza! ¿Es posible que tengas esperanza?

-Cada día mayor.

-¿Y qué esperas?

-Vengarme un día.

-¡Tú vengarte! ¡Ah, diablo predicador! ¿No abominabas de la venganza, hipócrita?

-En ciertos casos, la venganza es justicia.

-¡Bah! ¿Conque de buena gana me atravesabas el corazón? ¿No es verdad? He ahí una cosa que la creo naturalísima.

-Me guardaría, muy bien.

-¡Diablo! ¿Pues qué harías? Hazte cuenta que esto no es más que una suposición... Ya ves que he destruido tu chiribitil... Vamos, si te vieses libre, completamente dueño de ti mismo, ¿qué harías?

-No creas que es una suposición; estoy íntimamente convencido de que será una realidad algún día.

-¿Estás en ti?

-Si yo no creyera en esto, no creería en la justicia de Dios, ni en esos misteriosos presentimientos que suele enviar al corazón de los mortales, y que nos consuelan como a las flores el rocío.

-Veamos. ¿Y qué presientes?

-Que algún día te he de ver en un cadalso público, sirviendo de espectáculo a la multitud y expiando de un modo tan afrentoso todas las afrentas que has hecho.

Estas palabras hicieron, al parecer, grande impresión en el ánimo de Castiglione, quien en vano procuró ocultar el estremecimiento nervioso que recorrió todo su cuerpo.

-¿Es posible que tal creas? -dijo.

-Con la misma fe que creo en Dios.

-Yo destruiré tu creencia, -repuso Castiglione acariciando la hoja de su puñal-; yo te probaré cuánto te equivocas al creer que vivirás, sólo porque guardas con tesón ese manuscrito...

-En cuanto a eso, yo te probaré que saldrás vencido... No, no te lo daré.

-Ni yo tampoco lo quiero. ¡Conmigo bravatas! ¡En un cadalso!... ¡Presentimientos!... ¿Quieres hacerme creer en las locas visiones de tu cerebro? ¡Echarla de profeta! Vamos a ver si tus presentimientos te anuncian lo que va a sucederte esta noche... ¿No me respondes, adivino?

-¿Quieres atemorizarme con la muerte? ¿Piensas que no conozco tus ardides? ¡No, no, el tesoro no será tuyo!

Y el emparedado comenzó a reírse, clavando insultantes miradas en su adversario.

Fuera de sí Castiglione, se precipitó sobre el mísero don Gonzalo, y clavó su puñal una y otra vez en el pecho del infeliz prisionero, que extendió sus brazos y cayó bañado en su sangre sobre el terroso pavimento, y fijando una mirada tristísima hacia un punto del subterráneo. No parecía sino que el herido aguardaba algún auxilio en tan angustiosos instantes, algún auxilio que había de venir de aquel punto misterioso, en que tan tenazmente clavaba sus ojos el triste don Gonzalo.

Súbito Castiglione lanzó un grito de horror y se precipitó en una frenética carrera.

Por el extremo opuesto apareció el fantasma blanco, que llevaba en la mano la armazón huesosa, el esqueleto, por decirlo así, de otra mano.

-¡Ah! ¿Sois vos? -murmuró don Gonzalo con voz moribunda.

-¿No os anuncié que vendría esta noche?... Pero... ¡Cielos!... ¡Qué miro! ¡Estáis bañado en vuestra propia sangre! ¡Dios mío! ¿Quién creyera que el día designado para vuestra libertad había de sucederos tamaña desgracia?

-¡Fatalidad terrible! -exclamó el triste anciano.

La blanca figura se arrojó sobre el desdichado prisionero, y comenzó a besar su rostro venerable con tan tierna efusión, con tales muestras de dolor y desconsuelo, que no parecía sino que intentaba infundirle la vida que se le escapaba por las anchas heridas abiertas por el bárbaro puñal de Castiglione.

Otro personaje contemplaba esta escena con profundo enternecimiento.

Aquel personaje llevaba vestido el hábito de los Templarios, con la diferencia de que el manto era negro, según lo usaban los armigueros, a quienes estaba prohibido llevar el manto blanco y la cruz roja.

-¡Jimeno! -exclamó la blanca figura-. ¡He aquí a tu padre! ¡Gonzalo! ¡He aquí a tu hijo!

-¡Hijo de mi alma!

-¡Padre de mi corazón!

El trovador se abrazó, llorando amargamente, al desdichado y moribundo anciano.

-¡Gracias, Dios mío, -exclamó el Joven-, gracias porque me habéis concedido la dicha de conocer a mi padre!... ¡Ay! ¡En qué momento tan cruel he llegado a conoceros, padre y señor mío!... ¿Es posible, Dios del cielo y de la tierra, es posible que sólo me hayáis concedido ver espirar a mi amado padre? ¡Oh! En el momento en que veníamos a daros libertad...

-¡Ya es tarde! -murmuró el anciano con apagado acento.

-¡Ya es tarde! -repitió la blanca figura con voz sombría.

-¡Por mi culpa ha sido tarde! -exclamó el trovador con angustia indefinible-. ¡Malditas trovas!... ¡Funesto augurio!... ¡Al nacer mi amor va a espirar mi padre!

Este pensamiento destrozaba de la manera más cruel el corazón de Jimeno.

-¡Saquémoslo de aquí! -dijo el Templario.

-Si, sí, hagamos todo lo posible por salvarlo, -añadió el triste trovador.

Enseguida ambos se perdieron en las tinieblas del subterráneo, conduciendo al infeliz don Gonzalo Pérez Sarmiento.