Los Templarios - I: 21

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Capítulo XXI - Traición[editar]

La risueña aurora con su guirnalda de encendidas rosas y con su manto brillante de fuego se ostentaba en el espacio abriendo las puertas del día.

Las auras matinales llevaban en sus alas veloces mil y mil rumores alegres y belicosos. Gritería de soldados, estruendo de clarines, relincho de caballos resonaban por todas partes. Un numeroso ejército se acampaba delante de los muros de Tarifa.

En medio del campamento se levantaba una tienda suntuosa. En aquella tienda habitaba el rey de Marruecos Aben-Jacob. El rey acababa de hacer la zalá u oración de la mañana, cuando lo avisaron que un caballero español quería hablarle. Aquel caballero era el infante don Juan, a quien recibió el rey con muestras de benevolencia y regocijo.

-¿Has enviado el mensaje? -preguntó el rey.

-Sí, repuso don Juan.

-¿Quién ha sido el mensajero?

-Tu fiel servidor Abenzayde.

-¿Y qué dice don Alonso?

-Todavía no ha vuelto Abenzayde con la respuesta.

-¿Sabes que no me fío de tu compañero?

-¿Quién?

-Ese... don Nuño Gómez de Lara.

-Don Nuño es de los nuestros.

-Más valla que así fuese; pero, por más que me asegures, yo te digo que me inspira desconfianza.

-Y por qué?

-Puso ayer muy mala cara cuando se enteró de nuestro proyecto.

-Podrá suceder muy bien que no le agrade mucho; pero no por eso hay motivo para creer que nos haga la guerra. A más de que tampoco puede perjudicarnos en nada, todo en la ocasión presente está reducido a que don Nuño difiere de nuestra opinión, cosa que sucede con harta frecuencia aun entre los mejores amigos.

El rey hizo un gesto de incredulidad.

-¿Y tardará mucho Abenzayde? -preguntó.

-Le aguardo de un momento a otro.

Súbito oyose fuera de la tienda una terrible gritería.

El rey preguntó a algunos de sus oficiales la causa de aquel extraño ruido.

-Has de saber, señor, que los nuestros han cogido en la tienda inmediata a una hechicera.

-¡Una hechicera! -exclamó el infante.

-Así dicen nuestros soldados.

-No sea alguna espía...- murmuró don Juan.

-Quizás tengas razón, -repuso Aben-Jacob.

Y volviéndose a los suyos, añadió:

-Que traigan al punto a la hechicera.

Pocos momentos después una porción de soldados penetró en la tienda real, llevando, o por mejor decir, arrastrando a una anciana que inútilmente imploraba piedad para que no la maltratasen con insultos y golpes.

El rey mandó que la soltasen; pero la infeliz llevaba los vestidos destrozados y todo el rostro cubierto de sangre. Los bárbaros soldados marroquíes, juzgándola hechicera, habían desplegado la crueldad más irritante contra aquel ser mísero y débil.

-Trazas de bruja tiene la vieja, -murmuró don Juan.

-¡Hola! ¿Quién eres? -preguntó el rey.

-Señor, tened compasión de mí; yo imploro vuestro favor, supuesto que sois cristiano.

Y la vieja se abrazó a las rodillas del infante, que pareció asaz sorprendido.

Aben-Jacob, cuyo carácter era en extremo suspicaz, clavó una mirada escrutadora en el infante.

-Esta mujer es cristiana, -dijo-; tú la debes conocer.

-Jamás la he visto, -respondió don Juan.

-Vos tal vez no recordaréis haberme visto, señor, -dijo la anciana-; pero yo os conozco muy bien: vos erais muy amigo de mi señor, y os he visto muchas veces en su casa, cuando todos estábamos en Castilla.

-¿Y quién es tu señor?

-Don Alonso Pérez de Guzmán.

-¿Pues no dicen que eres una hechicera?

-Eso dicen vuestros soldados, señor; pero... ¡Dios mío! ¡Yo que intentaba hacer una buena obra!... ¿Quién había de pensar que Dios no había de querer ayudarme?... ¡Pobre doña María! ¡Qué angustias para una madre!...

-¡Esta mujer está loca! ¿En dónde habéis cogido a esta vieja? -preguntó el rey a los suyos.

-Señor, -respondió un moro-, esta hechicera atravesó el campamento esta mañana muy temprano, cuando era apenas de día. Yo la vi entre las sombras del crepúsculo; pero tuve una disputa con mis con mis compañeros, los cuales me aseguraron que ellos nada habían visto. Por mí parte yo no podía dudar del testimonio de mis ojos, y sostuve con calor que había distinguido cruzar un bulto; mas como estaba de guardia, no me fue posible separarme de mi puesto, según lo deseaba, para convencerme de que no me había engañado. Apenas fuimos relevados por la nueva guardia, fuime a buscar a mi hermano Alí, a quien encontré muy preocupado, diciéndome que no podía detenerse, y que iba a averiguar quién era una figura de mujer que había visto pasar ligera como una sombra. Yo impuse a mi hermano de lo que acababa de sucederme, y ambos emprendimos buscar a la mágica, a la cual descubrimos a los pocos pasos que hubimos andado. En el camino se nos reunieron todos estos compañeros, y la hemos seguido hasta verla entrar en la tienda contigua a ésta.

-¡En mi tienda! -exclamó el infante.

-Sí, en la tuya, -respondió el moro volviéndose hacia don Juan.

-¿Y qué hacía allí? -preguntó el rey.

-En la tienda de este nazareno hay un rapaz que estaba durmiendo profundamente, -continuó el moro señalando al infante-. Nosotros quisimos saber qué causa conducía a esta vieja a tales sitios y en tal hora, y entonces observamos que, después de explorar con una mirada el interior de la tienda, se resolvió a penetrar en ella y se dirigió muy pausadamente adonde dormía el niño, a quien comenzó a llamar en voz muy baja. Luego, viendo que no despertaba, principió a murmurar palabras cuyo sentido no podíamos comprender, y al mismo tiempo le frotaba la frente al rapaz, que continuaba siempre sumergido en el más profundo sueño. Al ver tal escena, señor, ya no pudimos contenernos por más tiempo; pues a pesar de que nada entendíamos de su charla, bien se nos alcanzaba que estaba ejerciendo sus maleficios en el joven que habita en la tienda de tu amigo. Entonces, llenos de indignación, nos precipitamos sobre la bruja, y, como has visto, la hemos conducido a tu presencia, señor.

A pesar de que en aquella época era muy frecuente entre los cristianos el hablar o entender el árabe, con todo, la pobre anciana se quedó sin comprender la mayor parte de aquel razonamiento. En esto se oyó un ruido no menor que cuando traían a la vieja.

-Dejadme pasar, -gritaba una voz en la puerta de la tienda.

Pocos momentos después un rapaz ya crecido se precipitó en la tienda, exclamando con singular expresión de júbilo:

-¡Constanza! ¡Constanza querida!

La vieja corrió desalada hacia el niño, y ambos se estrecharon con sin igual ternura.

-¡Hijo de mi alma!... ¡Ah, señor don Pedro! Seguidme, seguidme, y vamos pronto a consolar a vuestra pobre madre.

Y la anciana olvidaba sus golpes y sus heridas, besando la frente pura y tersa del jovencito.

-Vamos, vamos pronto a Tarifa, -decía la buena vieja sonriendo dulcemente, y sin reparar siquiera en el sitio en que se encontraba y en los sayones que la rodeaban.

-¿Adónde vais, insensatos? -dijo con voz de trueno el infante, apartando bruscamente a aquellos dos seres igualmente débiles e inofensivos, el uno por su extremada juventud y el otro por su vejez.

Sin embargo, en aquel tierno niño, cuyo aliento prematuro denunciaba su generosa sangre, produjo tal indignación la conducta del infante, que encendido en ira el bello rostro, exclamó con un brío muy superior a sus años:

-A fe, señor don Juan, que habéis cometido una acción indigna de un caballero, maltratando así a la pobre Constanza.

-No os enojéis, señor don Pedro, -dijo la anciana con voz dulcísima y procurando ocultar su turbación; -eso no ha sido nada, no merece la pena de que os incomodéis con estos nobles y buenos señores.

-¡Infames! -decía el rapaz indignado-. ¡Pobre Constanza! Mira cómo te han puesto... ¡Tienes todo el rostro inundado en sangre!

Y el joven don Pedro amenazaba al infante porque tan brutalmente había tratado a la anciana. Esta, a pesar de los golpes recibidos y del lamentable estado en que se hallaba, no cesaba de implorar el auxilio de don Juan.

-Señor, -decía-, señor... ¿Es posible que no sepáis de lo que se trata?... Vos deberíais impedirlo, porque siempre mis señores os han profesado la más sincera amistad.

-¿Pues de qué se trata?

-Alto y poderoso señor, -dijo la anciana aproximándose al infante-, mi señora doña María sabe ya que los moros, estos nobles señores, intentan dar la muerte a don Pedro, si su padre el gobernador de Tarifa no les entrega la plaza...

-¡Hola! ¿Conque doña María ha recibido ya la nueva? -dijo el infante con feroz sonrisa.

-Lo sabe desde ayer.

-¡Desde ayer! ¿Estás en ti?

-Sí, señor, no tengáis la menor duda.

-¡Pues si el mensajero no hará mucho tiempo que ha llegado a Tarifa!

-¡El mensajero!

-Sí, un moro a quien llaman Abenzayde.

-Señor, yo no sé nada de eso.

-No podéis haberlo sabido por otro conducto.

-La prueba es que a media noche he conseguido salir de Tarifa con gravísimo riesgo...

-¿Pues quién ha podido deciros?...

-Un noble caballero español, un buen cristiano.

-¡Un caballero español!

-Sin duda.

-¿Sabes su nombre?

-Don Nuño Gómez de Lara.

-¡Don Nuño! ¡Ah, traidor!

-¿No te lo dije? Y ahora, ¿te convences? -dijo Aben-Jacob en tono de reconvención.

Tanto la exclamación del infante como las palabras del rey de Marruecos fueron pronunciadas en arábigo, por cuya razón pasaron sin ser comprendidas por la triste anciana, que dijo:

-Yo, señor, he venido a salvar a mi querido señor don Pedro, al hijo único de mi señora doña María, que a estas horas se halla inconsolable.

-¿Y oíste lo que dijo don Nuño a tu señora? -preguntó el infante, procurando disimular su indignación.

-Sí, señor, todo lo oí, como que me hallaba presente, es decir, en la antecámara... Cuando entró don Nuño diciendo que deseaba hablar a doña María, yo misma le conduje hasta el aposento de mi señora. Pocos instantes después acudí a los gritos y lloros de la triste dama, y entonces supe la causa, a la verdad muy justa, de su terrible aflicción. Don Nuño había manifestado a doña María el cruel intento del rey moro.

El niño escuchaba este rápido diálogo con expresión tan ceñuda, que parecía haber comprendido la inicua trama de que había sido blanco.

Súbito exclamó:

-¡Vamos!... Sígueme, Constanza, yo te acompañaré a Tarifa... ¡Oh! ¡Si yo hubiese sabido que nos hallábamos tan cerca!... ¿Cómo no había de haber ido más pronto a abrazar a mis queridos padres?... Pero al fin, gracias a Dios, dentro de brevísimo tiempo tendré la dicha de verlos... ¡Sígueme! ¡Sígueme!

Y esto diciendo, el rapaz sin más ceremonias se dirigió hacia la puerta, arrastrando en pos de sí a la buena Constanza.

-¿Adónde vais?

-¡Toma! ¿Pues no lo habéis oído? ¡A Tarifa!

-Allí no iréis, sino conmigo, -repuso el infante.

-Quiere decir que nos seguiréis también. Así cumpliréis como caballero con la palabra que empeñasteis a mi buena madre de conducirme a su poder bueno y salvo.

-Es el caso que hoy no puede ser esa.

Pues ved cómo será, porque lo que es yo no me separo ya de Constanza; quiero volver a mi antigua vida; ya estoy cansado de vivir con vos, que me tratáis duramente, y de sobra hemos tenido tiempo, desde que salimos de Granada, para reunirnos con mi querida madre.

Y el rapaz, volviéndose a la anciana, añadió:

-¡Si vieras, querida Constanza, cómo te he echado de menos! Todas las noches he tenido que dormirme sin que nadie me ayudase a rezar mis oraciones de costumbre... ¿Pues y los cuentos? ¡Ay, Constanza! No puedes figurarte qué cuesta arriba se me ha hecho acostumbrarme a dormir sin que antes me contasen historias por el estilo de las que tú me contabas... Desde hoy volveremos a nuestras antiguas costumbres, y me referirás el cuento de El caballero del cisne... y el de La princesa de los enanos... y el de El castillo de las siete serpientes... y el de Las siete ninfas del lago... ¿No es verdad? ¡Ay, qué alegría!

-Querido señor...

Vamos, no hay tiempo que perder.

El infante trabó fuertemente del brazo al aturdido mozalbete.

-¡Soltadme, vive Dios!

-Dejadnos volver a Tarifa, nobles señores, -dijo la anciana con acento suplicante.

-Vos permaneceréis aquí hasta que yo lo mande.

-No, no.

-Sí, sí.

Furioso el rapaz al verse detenido, asentó una terrible bofetada al infante. Este, fuera de sí, dio con el puño un desaforado golpe al aturdido adolescente, que cayó en tierra casi privado de sentido.

En seguida lo maniataron, maltratándole cruelmente sin compasión a su juventud y belleza.

¿Quién podrá pintar la angustia, la desolación, el martirio espantoso que esta escena cruel produjo en el ánimo de la infeliz Constanza? Ella había sido la nodriza de doña María y el aya del joven don Pedro, a quien la pobre vieja profesaba un cariño verdaderamente maternal.

-¡Por la Virgen Santísima! ¡Por el amor de Dios, señores moros, tened piedad de mi joven señor!... Él es un inocente, no os ha ofendido en nada, es un pobre niño que desea ver a sus queridos padres.. ¿Hay cosa más natural?... Matadme a mí, si queréis, matadme; pero dejadlo a él.. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿No habrá compasión? ¡Pobre niño!... ¿No oís sus roncos gemidos? ¡Piedad! ¡Piedad! ¡Ay, qué dolor de hijo!

Y la anciana, postrada de hinojos, llorando amargamente, cruzadas las convulsas manos sobre su pecho, con una actitud tan dolorida como suplicante, se arrastraba a los pies de aquellos hombres crueles. Parecía la imagen viva de la desolación. Cansados los moros, así como el infante, de tanto lamento importuno, maniataron también a la vieja, y la condujeron en compañía de don Pedro a la tienda inmediata a la del rey. Allí los encerraron, poniendo una buena guardia que los custodiase, por lo que pudiese sobrevenir.

-¡Demonio de bruja! -exclamó el infante cuando se hubieron llevado a los prisioneros.

-¡Vaya una vieja alborotadora! -dijo Aben-Jacob-. Por Alá que me ha dejado la cabeza zumbando; la estantigua gritaba como una loca. ¿Y será mágica?

-Creo que tiene sus puntas y ribetes de hechicera... Pero ¿has visto el rapaz? Estos Guzmanes son unas viborillas. ¡El atrevido! ¿Pues no me ha dado un bofetón?

Al llegar aquí se abrió la puerta y apareció un moro que, según todas las trazas, acababa de llegar al campamento.

-¡Vive el grande Alá que ya te aguardaba con impaciencia! -exclamó el rey.

-¿Qué hay de nuevo? -preguntó el infante con curiosidad.

-Llegué a Tarifa, señor; me hice anunciar como un mensajero del rey de Marruecos, y al punto me fueron franqueadas las puertas. Luego, según costumbre, vendáronme los ojos y me condujeron a la presencia del alcaide... ¡Altivo es el cristiano por vida mía!

-Ya se amansará su altivez, -interrumpió el infante con la feroz arrogancia propia de su carácter.

Abenzayde continuó:

-Yo le dije lacónicamente mi embajada: «Si no entregas a Tarifa hoy, mañana podrás ver desde el adarve degollar a tu hijo». Te digo la verdad, Aben Jacob, que yo aguardaba aterrar a don Alonso con semejantes palabras; pero ¡cuánto me había engañado! Por espacio de algunos minutos, es cierto que nada pudo contestarme. Sin duda estaba muy lejos de imaginar que tal mensaje le enviabas. A pesar de todo, pasados los primeros momentos de su sorpresa, apareció tranquilo y sereno, como si de la cosa más trivial se tratase.

-¿Y qué respondió?

-Sin demostrar flaqueza, sin palidecer siquiera, con actitud majestuosa y con voz entera me dijo: «No te mando colgar de una almena, porque eres enviado, y aunque podía muy bien quebrantar el seguro que como mensajero se te debe, supuesto que vosotros violáis todas las leyes divinas y humanas, con todo eso, Abenzayde, cumple a mi honor obrar como cristiano, caballero y español. En algo se han de diferenciar los nobles y los valientes de los malvados y cobardes. Dile de mi parte a Aben-Jacob que muchas veces en defensa de mi Dios, de mi patria y de mi rey he derramado mi sangre con prodigalidad, y pues que mi hijo es sangre mía, no me he de mostrar ahora avaro de ella. Para mí será la gloria, para él será la ignominia. Por lo demás, yo bien conozco de quién ha salido ese plan inicuo, porque no es la primera vez que ya se ha usado de ese innoble ardid para conquistar una plaza. Dígalo, si no, la alcaidesa del alcázar de Zamora en tiempo del rey don Alonso. Ahora la iniquidad es mucho más horrible todavía, pues mi amada esposa había fiado al honor de un caballero la vida de su hijo. Dile, pues, a don Juan que estaba reservado a un infante de Castilla el violar, no sólo la humanidad y la justicia, sino también la amistad, el honor y la confianza. Retírate de mi presencia, y a los que te envían repíteles fielmente mis palabras». Así dijo el cristiano; volvieron a vendarme los ojos, salí del alcázar, pusiéronme en las puertas de la ciudad, y en derechura he venido a darte cuenta de mi embajada.

Calló Abenzayde.

Aben-Jacob guardó también silencio largo rato, como si la narración del mensajero le hubiese conmovido hasta el extremo de hacerle vacilar en su resolución primera. El infante se mordió los labios hasta hacerse sangre, y la vergüenza, el despecho y el furor batallaban encarnizadamente dentro de su corazón pérfido y rencoroso.

En aquel momento avisaron a don Juan de que un cristiano deseaba hablarle.

Salió el infante de la tienda del rey, y presentose a sus ojos un joven paje que montaba un soberbio caballo.

-¿Qué tenéis que decirme? -preguntó don Juan.

-Mi encargo está reducido a entregaros esta carta.

Y esto diciendo, el paje puso en manos del infante un billete.

Don Juan rompió el sello y se puso a leer con avidez.

Cuando hubo terminado su lectura, los ojos del infante brillaron con un júbilo infernal.

-Decidle que estaré en el sitio que me indica.

-Está muy bien. Adiós, señor.

El infante guardó cuidadosamente la carta.

El paje partió al galope.