Los Templarios - I: 39

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Capítulo XXXIX - Conciliábulo de los enemigos del temple[editar]

Al oscurecer de un día de invierno caminaban dos jinetes por una extensa y pantanosa llanura no lejos de Tolosa de Francia. El toque de oraciones, como el lamento del día moribundo, salía de lo alto de los campanarios de algunos pueblecillos diseminados por la llanura. La noche se presentaba tempestuosa y fría, y aquel paraje era por demás sombrío y solitario a medida que los jinetes adelantaban en su camino. Ambos caballeros caminaban rebozados en sus capas y guardando el más profundo silencio. Sin embargo, el uno de ellos no dejaba de pasear en torno suyo miradas vagarosas y escrutadoras, como si pretendiese averiguar los designios de su compañero, o tal vez procuraba descubrir alguna otra persona que de antemano debiese aguardarles. La noche cada vez condensaba más sus sombras; un viento frío soplaba del Norte, e informes nubarrones, como inmensas pizarras lanzadas en el vacío, se arremolinaban en el espacio. Alguna que otra vez la pálida luna asomaba su frente detrás del nebuloso pabellón, con el mismo brillo incierto del fúnebre cirio que lanza su resplandor al trasluz de las negras bayetas de una capilla mortuoria.

Cada vez más el terreno se iba elevando, de manera que alla a lo lejos se distinguía confusamente una montaña. Era a la verdad solemne y tétrico el espectáculo que presentaba la naturaleza en medio de todos los siniestros ruidos de la noche. Allá se escuchaban lejanos los ladridos de los perros, acá los chirridos del búho y del mochuelo, allí el canto del gallo que anunciaba la tempestad, y aquí el resonante murmurio de un caudaloso arroyo que se arrojaba a la llanura. Nuestros caballeros refrenaron algún tanto el brío de sus cabalgaduras, a causa de que comenzaban a penetrar por un bosque sombrío de añosas encinas y de espesos matorrales que apenas dejaban paso a una angosta vereda. Los jinetes conociendo la imposibilidad de caminar ambos de frente, se pusieron uno en pos de otro.

-¡Por San Bernardo que ha sido una calamidad no hallar a nuestro hombre en el monasterio de Leniz! ¿Quién había de pensar que era preciso salir de España para encontrarle?

El que así hablaba exhaló un suspiro, y parecía asaz enojado porque tanto se prolongase su viaje.

-¿A qué sirve impacientarse? -dijo el otro jinete-. Cuando se hace lo más, es preciso hacer lo menos.

-Y con mil demonios, ¿le encontraremos esta noche?

-Sin duda alguna. Según nos han informado, nos aguarda en la abadía de San Ponce.

-¿Y está muy distante?

-Dentro de dos horas llegaremos allá.

Cambiadas estas palabras, los caminantes tornaron a guardar silencio, y picando a sus caballos comenzaron a trotar con grandísima diligencia. Poco más de una hora llevaban de camino sin que cosa notable les hubiese acaecido, cuando súbito, y por un movimiento simultáneo, ambos detuvieron sus cabalgaduras.

-¿Has oído?

-Me pareció oír pisadas de caballos.

-Y a mí también.

-Pero ahora no se oye más que el susurro del viento entre los árboles.

-¿Sería el eco de las pisadas de nuestros mismos caballos el que nos engañó?

-Eso no sería inverosímil si el terreno fuese calizo o pedregoso; pero cabalmente caminamos por un piso cubierto de césped.

-En efecto, no nos habíamos engañado. ¿Oyes?

-¡Es verdad!

Efectivamente resonaban pisadas de caballos, si bien el ruido llegaba a intervalos, según la violencia o dirección de las ráfagas del viento.

-Se acercan cada vez más.

-Debe ser una tropa muy numerosa.

-Y al parecer se dirigen exactamente por nuestro mismo camino.

-¿Irán también a la abadía de San Ponce?

-Muy útil nos sería saberlo.

-¿Nos vendrán siguiendo?

-Me parece que no; pero si así fuese, ciertamente que sería la mayor calamidad que nos pudiera acaecer.

-Todos nuestros planes abortarían.

-¡Ira de Dios! ¡Se acercan al galope!

-Convendrá que no nos vean.

-Apartémonos del camino.

-Ocultos entre la maleza podremos ver quiénes son.

Diciendo y haciendo, ambos caminantes saliéronse de la vereda, descendieron de sus caballos y procuraron ocultarlos en la espesura.

Pocos momentos después un vivo resplandor inundó la selva y un escuadrón de blancos fantasmas apareció ante sus ojos atónitos. Dos armigueros precedían a la cabalgata, llevando antorchas encendidas. Los caballeros que les seguían eran Templarios. Iban unos en pos de otros por la angosta vereda; pero caminaban con extraordinaria velocidad. Aquella escena duró poco. Los Templarios se perdieron entre las sombras de la noche en los confines de la selva como una legión de espíritus. Es inútil encarecer la sorpresa de nuestros caminantes, que felizmente para ellos no habían sido descubiertos.

-¿Has visto?

-Lo he conocido perfectamente.

-¿A quién?

-Al maestre de Tolosa.

-¡Guillermo de Villeneuve!

-El mismo.

-¿Y adónde irá tan deprisa a estas horas y de esa manera?

-Algo bueno diera yo por saberlo.

-¿Y qué haremos?

-Seguir adelante.

-¡Si nos encontraran en la abadía!

-Me parece que no hay ese peligro.

-Pues a lo menos el camino que llevan hace creer que pasarán por la abadía de San Ponce.

-En todo caso nada tenemos que temer.

-¡Nada! ¿Estás en ti?

-Claro está que no tenemos peligro alguno que temer, mientras que ellos no sepan nuestras intenciones.

-Eso es verdad; pero se me antoja que todo el mundo conoce nuestros proyectos.

-Pues es preciso tener muy en cuenta que nos va la cabeza en guardar secreto y precauciones.

Esto diciendo, ambos caminantes habían vuelto a cabalgar y a emprender de nuevo su viaje.

Como unas dos horas habrían caminado, cuando descubrieron una negra masa que se levantaba hasta perderse en el cielo.

-¿Ves esa montaña? Pues a la falda se encuentra la abadía de San Ponce.

-¿Y sabrá él que vamos allá esta noche?

-Si a punto fijo no nos aguarda, comprenderá que no debemos tardar muchos días.

Al llegar aquí, nuestros caminantes oyeron ladridos de perros y la voz de un hombre que inútilmente se esforzaba por hacer callar a los fieles animales.

Los viajeros notaron que se hallaban muy cerca de la abadía.

-¡Alto, caballeros! -dijo una voz en las tinieblas, al mismo tiempo que un vigoroso brazo trabó por las riendas al caballo del que iba delante.

Los dos jinetes hicieron un movimiento para poner mano a sus espadas; pero la voz dijo:

-Dejaos de contiendas, caballeros, pues ahora no es ocasión de reñir; antes bien debéis saber que un amigo es quien os habla. ¿Vais a la abadía?

-¿Os importa saberlo?

-Acaso os importa a vosotros más que a mí el que yo lo sepa.

-¡De veras! ¿Y cómo es eso? -dijo uno de los viajantes con acento entre burlón e iracundo.

-Señor... ¿Os gustan las plaisanteries?

-Así, así...

Es de advertir que todo este diálogo pasó en francés, y que nosotros nos hemos tomado la molestia de traducirlo.

-Pues vamos al caso, -dijo el joven que parecía venir de la abadía-. ¿Me permitiréis que os hable seriamente algunas palabras?

-Tendré mucho gusto en oíros.

El joven caballero se aproximó tanto al jinete, y en voz tan baja pronunció algunas palabras, que le fue imposible oírlas aun al mismo compañero, esto es, al otro jinete.

-¡Gracias! -exclamó el caminante-. ¡Ha sido una precaución tomada muy a tiempo!

Y volviéndose a su compañero, añadió:

-No podemos entrar en la abadía por la puerta principal.

-¡Seguidme! -dijo el joven caballero que se había aparecido.

-Pero ¿adónde vamos? -preguntó el segundo caminante.

-A la abadía de San Ponce.

-¿Pues no decís?...

-Esto quiere decir, señor caballero, -repuso el joven-, que vamos a la abadía, pero que penetraremos en ella por un lugar oculto.

-Vamos, pues.

Los dos jinetes y su conductor, que iba a pie, saliéronse del camino, y dando un gran rodeo se dirigieron hacia la espalda del edificio gigantesco de la abadía. Por aquella parte divisábanse muchas puertas correspondientes a las altas ventanas de los monjes. Además veíase la puerta de lo que se llamaba casa de campo, o sea una parte considerable del edificio que los monjes tenían destinada para alfolíes, caballerizas y demás oficinas propias de una casa de labranza.

Nuestros caballeros se detuvieron como a un tiro de ballesta de la abadía:

El joven conductor, encaminándose a unas encinas cercanas, llamó en voz muy baja:

-¡Marivaux! ¡Marivaux!

-¿Que mandáis, señor? -dijo un hombre que salió de entre la maleza, y que sin duda alguna de antemano estaba allí oculto.

-Quédate aquí con estos caballos.

-Está bien, señor.

-Si sucediese alguna cosa que me debas comunicar, ya sabes la seña.

-Descuidad, señor.

Nuestros caminantes advirtieron que el llamado Marivaux prodigó al joven caballero las muestras del más profundo respeto.

En seguida los tres se encaminaron hacia la puerta, el joven sacó una llave, abrió un postigo, penetraron los dos caminantes, volvió a cerrar el conductor, y, precediendo a los dos caballeros, los guió por un inmenso laberinto de crujías, claustros y escaleras, hasta llegar a un aposento cuyos habitantes sin duda alguna velaban, a juzgar por la luz que se irradiaba por debajo de la puerta.

-Aguardad un poco, -dijo el conductor dejando a los dos amigos en la oscuridad.

Pocos momentos después salió el joven, diciendo:

-Pasad, caballeros.

-¿Vos no entráis?

-No, amigos, yo me quedo de guardia.

-A fe que sois vigilante.

-Es preciso hacerlo así, y gracias que aun así baste.

-Pues hasta luego.

-Hasta más ver.

Apenas los caballeros penetraron en el aposento, no pudieron dejar de admirarse de tanta magnificencia como se notaba en los muebles, alfombras, y demás adornos. Seguramente que no aguardaban los recién llegados encontrar tan refinado lujo en la abadía. Sin embargo, muy pronto se convencieron de que aquella habitación estaba destinada para recibir y albergar a los más altos personajes que fuesen a visitar la antigua y opulenta abadía de San Ponce.

Después de atravesar la antesala, en cuyo centro ardía una magnífica lámpara, se encontraron con otra puerta que se abrió al punto, apareciendo un caballero que vestía galas militares.

Los dos viajeros quedáronse sorprendidos, creyendo que habían obrado con demasiada ligereza, e imaginando que habían sido víctimas de la más crasa equivocación.

-Nosotros buscábamos...

-Sí, sí; lo sé perfectamente, caballeros... Seguidme, y muy pronto encontraréis a la persona que buscáis...

En efecto, el militar condujo a los atónitos caminantes a otra habitación. Inmediatamente salió a recibirlos un hombre de estatura mediana, de facciones muy pronunciadas, de ojos vivísimos y en extremo perspicaces, de labios pálidos y delgados, por los cuales vagaba casi de continuo una falsa sonrisa, y de frente espaciosa y muy abultada por las partes laterales, de manera que formaba una de esas cabezas amartilladas, como dirían hoy nuestros frenólogos.

Estaba envuelto en un sayo negro de velarte; los calzones eran también negros del mejor paño treinteno [1], y las calzas eran igualmente negras. Todo su aspecto, en fin, era el de un avispado golilla. El personaje que acabamos de describir abrazó con muestras del más acendrado cariño a uno de los dos caminantes, mientras que el otro permanecía con cierto aire de reserva. Según todas las trazas, el habitante misterioso de la abadía y el primero de los dos jinetes eran muy íntimos amigos, en tanto que el segundo no parecía haber visto jamas a tal personaje.

Nuestros viajeros repararon, después de los primeros cumplimientos, que en un ángulo de la estancia estaba un hombre de mediana edad, pero dotado de maravillosa hermosura. Aquel hombre parecía mirar con la mayor indiferencia a los recién llegados; pero realmente, como suele decirse, no les quitaba ojo.

-Amigo mío, no me fue posible aguardaros en Leniz; pero ya supongo os informaron de que aquí debíais encontrarme.

-Efectivamente, mi querido...

-¡Chist! Cuidado con nombrarme.

-Pues os hago la misma advertencia.

-No es necesaria, pues ya habréis tenido ocasión de observar que he comprendido perfectamente que en ninguna manera os convenía se supiese aquí vuestra presencia.

-En otra ocasión no me daría cuidado; pero ahora sería para nosotros una calamidad.

-Y esta noche más particularmente.

-Sí, ya me ha indicado monsieur Brunet que esta noche hay huéspedes en la abadía.

-Huéspedes que darían algo por saber de lo que nosotros tratamos. Debéis haberos encontrado en el camino. ¿No venís de Tolosa?

-Sí, señor; pero cuando oímos el tropel, tuvimos la precaución de ocultarnos, y ellos pasaron como una exhalación.

-¡Cuánto me alegro! Me habéis tenido con grandísimo cuidado, y he aquí la causa por que ha ordenado a monsieur de Brunet que se apostase en las inmediaciones de la abadía, para evitar que los Templarios os viesen, si, ignorando que se hallaban aquí esta noche, entrabais por la portería.

-¡Oh! gracias por vuestra previsión. ¿Y ellos saben que vos habitáis bajo el mismo techo que ellos?

-Lo ignoran de todo punto. El abad es el único que sabe quiénes somos, y el abad es de los nuestros.

-¿Y adónde irá monsieur de Villeneuve con cincuenta caballeros armados de punta en blanco?

-Muy buenas ganas tengo yo de averiguarlo; pero, en fin, tarde o temprano, ya tendremos ocasión de saberlo; pero... ¡Sentaos, mis queridos señores, sentaos!

Los caminantes tomaron asiento, y el uno de ellos se hallaba visiblemente contrariado con la presencia del hermoso caballero, que, reclinado negligentemente sobre un riquísimo escaño, permanecía del todo ajeno a la conversación.

-Conque vamos, ¿este caballero es el amigo de quien me hablasteis?

-Sí, señor, -repuso el caminante señalando a su compañero-. Aquí tenéis al único que puede secundar de una manera maravillosa nuestros proyectos.

El aludido se inclinó haciendo una profunda reverencia y diciendo:

-Mi compañero sabe que puedo prestar grandes servicios en España; pero me ha indicado que es preciso además emprender un largo viaje, y he aquí sobre lo que yo desearía ver más claro y recibir algunas explicaciones.

El habitante de la abadía fijó sus ojos atentamente en el que así le hablaba, y después de examinarlo muy a su sabor dijo:

-Paréceme que en vos hemos encontrado lo que necesitábamos.

El desconocido, a quien iban dirigidas estas palabras, hizo un movimiento que parecía decir:

-En efecto, tenéis razón.

El hombre del vestido negro dijo:

-Pues, si os parece, esta noche podemos departir acerca de nuestro propósito, y dejar combinadas las bases de nuestro plan de ataque y defensa...

Nuestros caminantes echaron una mirada recelosa hacia el ángulo en que continuaba con ademán indolente el hermoso caballero.

-No os dé cuidado por la presencia de este galán; es hombre de toda mi confianza.

-¿Quién es? -preguntó por lo bajo uno de los viajeros.

-Un excelente sujeto. Su padre era amigo mío y poseía inmensas riquezas; pero después la fortuna se cansó de favorecerle, y de uno en otro suceso vino a parar al fin a la más extremada pobreza. Como el hijo ha recibido una educación la más distinguida y está dotado de las más brillantes cualidades de ingenio, puede serme muy útil en el oficio de secretario, y de esta manera también me he proporcionado un medio decoroso para ofrecerle un sueldo considerable, que pueda aceptar sin que se crea humillado. He aquí todo.

-¡A fe que es linda figura!

-Y puede servirnos de mucho con sus consejos. Cuando le conozcáis a fondo, os convenceréis de la verdad de mis palabras. Por lo demás, podemos hablar en su presencia sin que deba inspirarnos el más mínimo recelo.

Esto diciendo, el hombre vestido de negro sacó una cartera y añadió:

-Aquí tengo algunos apuntes relativos a nuestros proyectos, y en mi opinión, no carecen de importancia.

-Veamos.

El de la cartera leyó:

-«Los Templarios es indudable que aspiran a la monarquía universal. También es cosa averiguada que son idólatras, herejes y blasfemos, y en prueba de ello puede alegarse la opinión común, que refiere cosas horrendas de sus extrañas y ocultas ceremonias. Son cristianos dudosos y en demasía apegados a los intereses del mando, y en corroboración de este aserto puede alegarse que se negarán a contribuir al rescate de San Luis, y que en sus rivalidades en Palestina contra los Hospitalarios llegaron hasta el extremo de contraer alianza con el Viejo de la Montaña y a dar asilo al sultán fugitivo; guerrearon contra los reinos cristianos de Chipre y de Antioquía; talaron la Francia y la Grecia, y hasta dispararon flechas contra el santo sepulcro de Cristo. Todo esto es tan notorio, que pertenece a la historia. También en toda Europa tienen infinidad de agentes que no tratan de otra cosa que de conquistar o seducir a los personajes más ricos, a fin de que caigan en la tentación de hacerse lo que ellos llaman hermanos casados, prevaliéndose del artículo 55 de su regla, que les permite recibir en su orden esta clase de hermanos; pero con la condición expresa de que la porción de hacienda que tuvieren ambos cónyuges, y la demás que adquirieren, la concedan a la unidad común del capítulo, después de la muerte...

El hombre vestido de negro interrumpió su lectura, diciendo con aire picaresco:

-¿Qué tal? ¿Qué os parece de la bendita orden? Creo que ya basta con lo que os he leído para daros una idea del ruidoso proceso que puede entablarse, fundado en estas y en otras más razones que no serán difíciles de hallar, con tal de que se busquen. ¿No es esto?

-Verdaderamente que todos esos cargos parecen o pueden parecer tan fundados, que nadie en Europa se atreverá a negar su evidencia.

-Sin contar con los auxilios que en este negocio pudieran prestarnos el Sumo Pontífice y el rey de Francia, -dijo el caballero que hasta entonces había estado retraído y sin desplegar los labios.

-Puede interesarse también a los demás soberanos de Europa en que secunden nuestras miras. Para ellos será un poderoso cebo el despojo de los Templarios, -dijo uno de los dos caminantes.

-No creáis que son de gran importancia los demás reyes de Europa en esta cuestión, -dijo con su falsa sonrisa el hombre vestido de negro.

-Sin embargo... Castilla, Aragón, Portugal, Nápoles y Lombardía pudieran ayudar mucho.

-Estáis muy equivocado, -dijo el hermoso caballero, volviendo a terciar en la conversación.

Todos esos reinos que habéis enumerado protegerán a los Templarios más bien que hacerles la guerra.

-Me parece que, cuantos más aliados haya, será mejor, -repuso el segundo caminante.

-Es preferible que haya pocos y buenos. El Sumo Pontífice y la Francia son los que pueden abatir el orgullo de esa orden ambiciosa. Roma es la única que debe entender en la supresión de los Templarios, pues, como orden religiosa, está sujeta a la Santa Sede... En fin, se verificará un Concilio, habrá distintos pareceres, etcétera, etcétera... Pero he aquí, mis queridos señores, la llave principal y maestra de este peliagudo negocio... La Francia es la potencia más poderosa entre todas las que tomen parte en esta cuestión. Es Francia la más poderosa por muchas razones; porque en su suelo es en donde los Templarios poseen más bienes, villas y castillos, y además (y esto es lo más importante) porque Felipe el Hermoso es hoy en Europa el monarca dotado de más energía y de más talento gubernativo. Hay todavía más copia de razones... El gran maestre de la Orden del Templo es y ha sido siempre francés, privilegio debido a que los fundadores, Hugo de Paganis y sus ocho compañeros, eran todos franceses. Ahora bien; los maestres generales de la Orden están sujetos (en cuanto a la autoridad temporal) al rey de Francia. A mayor abundamiento, en París tienen los Templarios la Casa principal de Europa, y allí han residido siempre los maestres cuando por varias causas han venido a nuestras regiones desde su silla primitiva y natural, que es la Palestina. Pues bien; la Francia puede darles el golpe mortal, tomando la iniciativa en la formación del proceso, etcétera, etcétera.

Calló el golilla, y el caballero taciturno hizo una inclinación de cabeza, como si quisiese dar a entender la más completa aprobación.

-Y aun, si es preciso, -añadió el caballero de las etcéteras-, sin contar con nadie se les prende, se les acusa y se les hace sufrir el peso de la justicia...

-Sí, sí; pero para eso es preciso ante todas cosas que el gran maestre esté en Francia, -interrumpió vivamente el silencioso.

-Cabalmente, -dijeron los recién llegados-, el objeto de nuestra reunión es para tratar del modo y forma que hemos de guardar para atraer al maestre a Europa.

-En efecto, ahí está el punto de la dificultad, -dijo el hombre del vestido negro.

-Yo por mi parte, no tengo inconveniente alguno en hacer un viaje con ese designio a Tierra Santa, sin embargo de que, como ya os ha dicho mi compañero, podré prestar algunos servicios de importancia en Castilla.

-¡De veras! ¿Estáis dispuesto a partir para Jerusalén?

-Al instante.

-Y yo me ofrezco a acompañarlo, -añadió el otro viajero.

El hombre de las etcéteras cambió una mirada de inteligencia con el hermoso caballero, que le servía de secretario. Sin duda alguna debieron de entenderse, pues que en aquel mismo momento llamaron al militar que guardaba las puertas, y le intimaron con la mayor severidad la consigna de que a nadie absolutamente dejase penetrar en aquel recinto, excepto el infante.

En seguida los cuatro caballeros entraron en diálogos de la más íntima a la vez que terrible confianza.

El caballero del negro sayo dijo:

-En Palestina se puede también sacar mucho partido contra los caballeros del Templo, con tal que haya discreción y travesura para explotar las rencillas y enemistades que ahora más que nunca están exacerbadas entre los Templarios y Hospitalarios... Además, los turcos les tienen siempre ojeriza; ya en varias ocasiones han atacado algunas plazas que poseen los Templarios, como sucede con Jafa, que al fin vendrá a caer en manos de los infieles, si es que ya en este instante no pertenece a ellos, lo cual no deja de ser probable, atendidas las últimas noticias... En fin, puede hacerse tanto... tanto, que, yo os lo digo, mis queridos señores, trabajando bien en Palestina, pudiera cambiarse la faz de Europa...

-La idea general, el propósito, el blanco de todas nuestras miras debe ser el que los Templarios, arrojados de sus posesiones de Oriente, vengan a refugiarse en Europa; porque, lo repito, mientras tengan allí su gran maestre y sus posesiones, es inútil todo cuanto intentemos. Allí está su cuna, su fuerza, su vida; la salvación de los Templarios sólo se halla en Oriente. ¡Que salgan de allí, y son perdidos!

Estas frases fueron pronunciadas con extraordinaria vehemencia por el hermoso caballero, que hasta entonces se había manifestado en extremo avaro de palabras.

El golilla respondió:

-Esa es la idea, y es imposible que no estemos todos conformes en ella; pero la cuestión principal ahora son los medios.

-¡Esa es la cuestión!

-Pues buscadlos.

-Pues manos a la obra.

Los cuatro caballeros formaron entonces un grupo en que se tocaban los rostros. Tan unidos estaban y en voz tan baja departían, que al aire mismo le hubiera sido difícil sorprender una palabra de aquel conciliábulo.

Pocos momentos después de hablar con tanta intimidad, hubiera podido notarse en los dos caballeros recién llegados la expresión del más profundo respeto hacia el caballero taciturno.

De aquella conferencia resultó, como más adelante veremos, un gran trastorno para toda la cristiandad. También entre otras cosas acordose allí que al punto partiesen los dos amigos para Jerusalén.

Súbito abriose la puerta y apareció el militar que guardaba la entrada, diciendo:

-Señor, perdonadme si os interrumpo; pero es indispensable que os comunique la venida del infante.

-¡Oh! -exclamó gozoso el golilla-. Ahora sabremos adónde van los Templarios con Villeneuve.

-Decidle que entre al punto, -dijo el caballero silencioso.

Entretanto en el resto de la abadía sonaba grande tumulto.

Ahora bien; estamos seguros de que el lector habrá adivinado sin duda que los caminantes no eran otros que el antiguo prior de Tolosa Sechín de Flexián y el actual procurador de Alconetar Matías Rafael Castiglione.

Pero lo que acaso no se adivine fácilmente es que el hombre vestido de negro era el gran canciller de Francia, monsieur de Nogaret.

Y el caballero a quien aquel daba título de secretario era el rey Felipe el Hermoso de Francia.


  1. Este era el nombre que se le daba al paño de la clase más superior.