Los Templarios - I: 52

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Capítulo LII - Funesta fascinación[editar]

La blanca luna destella su luz suave sobre los edificios de Roma. Era la media noche; las calles estaban desiertas. Un gallardo joven, rebozado en una especie de esclavina, caminaba a tales horas por la dormida ciudad. El mancebo iba muy embebido en la contemplación de los edificios, a juzgar por las interrupciones que a cada instante hacía en su marcha; o tal vez algún pensamiento fijo le impulsaba a vagar por las calles en el silencio de la noche y al pálido fulgor de las estrellas. No se representaba ahora Álvaro del Olmo en su imaginación los numerosos y antiguos monumentos que ya habían desaparecido quedando sólo su fama, ni tampoco los que a la sazón existían y que podían ver sus propios ojos. Álvaro no pensaba en el Foro, ni en los templos de la Paz, de Júpiter y de la Fortuna; ni tampoco en las basílicas de Santa María y de San Pedro, ni en las Catacumbas. Ni la ciudad de Júpiter, ni la ciudad del Príncipe de los Apóstoles llamaba la atención del conturbado mancebo, que pisaba el sagrado recinto de Roma con la misma indiferencia que el pastor pisa en el invierno las amarillentas hojas del bosque.

Sólo un pensamiento llenaba ahora el alma de Álvaro. El amor que profesaba a Cattinara le arrastraba invenciblemente hacia la calle de Bancuo, en que habitaba la hermosa. Después que el joven hubo leído el aciago manuscrito que le entregó Cattinara, experimentó vehementísimos deseos de ir al punto a su casa, para que la hermosa agraviada le manifestase en dónde vivía el aborrecido Guarnacci, pero se detuvo por consideración a sus amigos, a quienes se avergonzaba de confesar su amorosa flaqueza. Sin embargo, después que ya los tres jóvenes se habían recogido, Álvaro sentíase tan acosado por el recuerdo de la hermosa que había herido su corazón de amores, que no pudo resistir a la tentación, o mejor dicho, a la necesidad de respirar el aire libre y pasear la calle de su dama.

Contemplaba el joven las paredes de la casa, y quería traspasarlas con sus ojos, imaginándose la felicidad suprema que gozaría si en la horas calladas de la noche él se encontrase departiendo amorosamente con la bella Cattinara. Súbito llegó a su oído el eco melodioso de una orquesta y la bulliciosa algazara de un baile. Álvaro del Olmo reparó en que la puerta del palacio de Cattinara estaba entornada solamente.

Aproximose, y vio en el portal y en los patios multitud de pajes, rodrigones y literas. El enamorado joven comprendió que aquella noche, mientras que él se entregaba a sus melancólicas y amorosas meditaciones, la hermosa dama daba un festín a sus amigos y conocidos. Informose el mancebo de los requisitos que se necesitaban para penetrar en las salas del festín, y supo que era necesario presentar la invitación al convite.

-¿Y no me permitiréis pasar? -preguntó Álvaro a uno de los porteros.

-Por mi parte, no hay inconveniente; pero arriba lo encontraréis.

Sin más, el joven subió la suntuosa escalera, y llegó a una puerta, donde fue detenido por algunos camareros.

-¿Adónde vais? -le preguntaron.

-Deseo hablar a la señora Cattinara.

-¿Estáis convidado al banquete?

-No en verdad; pero estoy seguro de que vuestra señora no tomará a mal el que me dejéis penetrar hasta donde ella se encuentre.

-Perdonad, caballero; pero no nos es posible separarnos ni un ápice de las órdenes que se nos han comunicado.

Insistiendo Álvaro, consiguió que uno de los camareros avisase al mayordomo, el cual, reconociendo en Álvaro a uno de los jóvenes que, acompañados de Jeroboam, habían visitado a su señora, consintió en ir a avisarle. Pocos momentos después volvió el mayordomo con el permiso de Cattinara para que Álvaro entrase a verla. Álvaro fue conducido por varias habitaciones y galerías espléndidamente iluminadas. Por todas partes resonaba el jubiloso estruendo de la música, y por doquiera veíanse hermosas damas y gallardos caballeros resplandecientes de joyas y galas. El mayordomo condujo al mancebo a un gabinete, en donde le dijo que aguardase. No se hizo esperar la encantadora Cattinara sino lo bastante para hacer que su presencia fuese ardientemente deseada por el mancebo. Como un ciego de nacimiento que de repente recobrase la vista fijándola en el espléndido disco del sol, así, y aun más gratamente admirado y sorprendido, quedose Álvaro al contemplar a la bellísima joven, como siempre seductora, y más que nunca con exquisito gusto ataviada. Por espacio de algunos minutos, Álvaro estuvo imposibilitado de articular una sola palabra. Al fin serenose algún tanto, y dijo:

-Dispensad, hermosa señora mía, el que me haya atrevido a interrumpir vuestros solaces. Tal vez mi venida os haya parecido inoportuna; pero me hubiera sido imposible entregarme al descanso sin pasear antes vuestra calle.

Y el joven le refirió cómo pensando en ella había abandonado su alojamiento, llegado al palacio, y por último, de que manera había sido introducido hasta allí, ignorando de todo punto que aquella noche tuviese lugar semejante fiesta.

-No extrañéis, caballero, que no os haya convidado, supuesto que, cuando aquí estuvisteis, nos ocupamos de cosas muy ajenas de saraos, y muy propias para despertar en mi corazón dolorosísimos recuerdos...

-Esos recuerdos, señora mía, debéis hundirlos para siempre en el olvido.

-¿Y es posible que tal me digáis, vos que ya sabréis a fondo mi afrenta?

-Confieso que es imposible encontrar quien sea tan infame como monseñor Guarnacci; pero os suplico, bella señora, que ya no debéis pensar en semejantes recuerdos.

La hermosa Cattinara comprendió perfectamente el sentido de las palabras de Álvaro, y ella entonces, con infernal artificio, dirigió al amartelado galán una sonrisa de miel y una mirada de fuego.

-¡Oh! -exclamó la hermosa-. ¿Me vengaréis, gallardo caballero?

-¡Si os vengaré! ¿Y me lo preguntáis? Señora, lo he jurado, y vos debéis saber la fuerza que tiene un juramento, sobre todo para un caballero español. ¡Y os lo repito ahora! ¡Por el alma de mis padres, por la salvación de mi alma, por la otra vida, por el cielo y la tierra, os juro que vos, hermosa señora, seréis vengada!

Cattinara escuchó estas palabras terribles tan conmovida de júbilo, que ni aun podía hablar siquiera. Para mostrar su agradecimiento al joven, le tendió su mano, que el galán besó con frenética avaricia.

Luego Álvaro continuó:

-A más del deseo de veros, me ha traído a vuestra presencia la necesidad que tengo de que me digáis en dónde habita el villano monseñor Guarnacci. Es indispensable, hermosa señora mía, que esta misma noche sepa yo en dónde podré encontrar a vuestro injusto y ruin ofensor.

-¡Ah, caballero! ¿Con qué pagaré vuestra noble y generosa adhesión?

-¡Oh! ¡Si me amaseis!

-¿Y podéis dudarlo? ¿No os he dado bastantes testimonios de mi afecto? Desde el punto en que os vi, una voz secreta, una simpatía irresistible me impulsó, a pesar mío, a manifestarme con vos franca, apasionada, y ¿quién sabe? acaso me habéis motejado de liviana, porque casi sin conoceros me he entregado a vos sin reserva, manifestándoos lo que a nadie me he atrevido a revelar todavía.

-¡Cuán feliz soy, bella Cattinara, por haber merecido vuestra confianza, vuestro amor, que es para mí la ventura celestial!

La pérfida Cattinara dejó al mancebo entrever el más delicioso premio por el servicio que el español había prometido prestarle.

-¿Y pensáis permanecer mucho tiempo en Roma? -preguntó la dama.

-Eso dependerá de vos, hermosa señora; pero en tanto que os dignéis mirarme con ternura, yo permaneceré aguardando vuestras órdenes. Vuestros bellos ojos serán para mí las estrellas en que deba leer mi destino.

-A fe que, sois galante, caballero, y en verdad que me place mucho veros tan apasionado. Creedme, soy muy dichosa considerando que un corazón como el vuestro me consagra su culto.

-¡Os adoro con toda mi alma!

Sonriose la hermosa con un aire de satisfacción que las mujeres comprenderán muy bien. Entretanto la música llegaba a intervalos hasta el aposento en que se encontraba la amorosa pareja, despertando en ella los placenteros sentimientos que conmueven el corazón siempre a la idea de una fiesta.

-¿No queréis venir al sarao?

-En donde vos estéis, señora, está para mí el paraíso.

-Pues venid.

-Antes quisiera tuvieseis la bondad de responderme a lo que os he preguntado.

-¿Y qué deseáis saber?

-El paradero de monseñor Guarnacci.

-Pues bien, caballero, voy a satisfacer vuestro deseo. Guarnacci habita, en la actualidad en una casa de campo que posee en las inmediaciones de Cívoli, junto al Tíber.

-¿Y está muy lejos ese sitio?

-A muy pocas millas de Roma.

-En ese caso, mañana en la noche sabréis el resultado. No puede ser otro que mi muerte o la de Guarnacci.

La dama fingió que palidecía y temblaba a la sola idea de ver en peligro a su amado caballero.

-Os advierto, -dijo al fin Cattinara-, os vuelvo a repetir que Guarnacci es el hombre más astuto e insinuante que conozco. Me temo mucho que os seduzca con su exterior bondadoso y con sus palabritas de miel.

-Todos sus artificios se estrellarán en mi furor, como las saetas se despuntan en la acerada coraza del impávido guerrero.

-¡Ojalá que así sucediese!

-Descuidad, señora. Mis resoluciones son siempre enérgicas, y rara vez dejan de cumplirse; y cuando esto suceda es por causas completamente ajenas a mi voluntad.

Cattinara se sonrió gozosa.

-¿Queréis saber algo más?

-No, por ahora.

-Si os place, pudiera daros un guía para que os condujese a Cívoli.

-No, yo puedo y quiero ir solo... En fin, sobre eso yo meditaré lo que crea más oportuno.

-Como gustéis.

-En seguida Cattinara condujo al mancebo a la sala del baile. Al principio Álvaro del Olmo no estaba dispuesto a tomar parte en aquella alegría universal. Veía cruzar ante sus ojos atónitos mil y mil beldades que, extendiendo los torneados brazos y sonriéndole con sus labios de rosa, parecían convidarle a que con ellas se arrojara al rápido y voluptuoso torbellino de la danza.

Álvaro del Olmo había vivido siempre con el mayor recogimiento, bajo la inspección severa del buen Gil Antúnez, cuya muerte aún era ignorada por los tres amigos. Olmo sólo había gozado de ciertas libertades juveniles cuando se encontraba en Nápoles; pero en aquella ocasión, sus emociones, por enérgicas que fuesen, pertenecían a la turbia y nebulosa atmósfera de los sentidos, y no a esa esfera de melancólico y suave resplandor que agita gratamente el alma, como en las noches de verano se agitan los trémulos rayos de la luna sobre las aguas argentadas del sereno río. Es verdad que Álvaro había tenido la primera revelación del sentimiento con ocasión de Elvira, que a la vez había herido de amores a los dos amigos de infancia; pero también es cierto que el desengaño sufrido por don Guillén había afectado de rechazo a Olmo, si bien nunca con la misma intensidad, como que él no había recibido de Elvira una promesa solemne de ser amado.


Así es que el joven no había penetrado abiertamente todavía en la esfera del sentimiento, hasta tanto que no encontró en su camino a la encantadora mujer que para siempre había de decidir de su suerte. Una mujer es en la vida como un líquido de una virtud colorante extraordinaria, que basta una sola gota para teñir el agua de un anchuroso estanque. Si el líquido es perfumado y de color de rosa, ¡bien hayan las aguas cristalinas que recibieron aromas deliciosos y matices brillantes! Pero ¡ay! si el líquido es negro y hediondo, el estanque para siempre quedará emponzoñado y negruzco y fétido.

Como todas las naturalezas cándidas y que nunca han prodigado los recónditos tesoros de su ternura, Álvaro se hallaba tan conmovido, que tuvo necesidad de sentarse para no desplomarse en tierra. Bastábale sólo mirar a Cattinara, o contemplar sus cabellos, o aspirar el aroma de unas flores que ella misma le había dado, o escuchar el crujir de su vestido, para que Álvaro se conmoviese profundamente. Su corazón palpitaba con extraordinaria violencia, queriendo romper las venas de su ardiente pecho, y un temblor nervioso agitaba todo su cuerpo, y un ardor febril coloreaba su rostro.

Le parecía que nunca hasta entonces su alma había percibido el dulce e inefable encanto de la música. Su alma se abría gozosa y sedienta a todos esos placeres envueltos en el aéreo y luminoso velo del primer amor como las auras matinales. ¡Tan profundas e indelebles son las primeras impresiones de un corazón virgen! Poco a poco Álvaro fue serenándose y experimentando el deseo vivísimo de gozar también de la embriaguez jubilosa de la danza y de la música. La misma Cattinara, que, como mujer de mundo, conocía hasta dónde llegaba la extensión de su imperio en aquel corazón apasionado, propuso al joven que danzase con ella.

Figúrese el lector lo que experimentaría Álvaro cuando sintió estrecharse su mano con la mano de la mujer a quien adoraba, respirando los dos el mismo aliento, y agitando todos sus miembros al compás de una sonata melodiosa y rápida. El joven se inclinaba sobre la hermosa, y creía que vagaba en una nube de felicidad a merced de céfiros perfumados y en brazos de la más bella de las sílfidas, y creyendo descubrir desde las alturas etéreas nuevas y distantes y luminosas regiones, adonde les sería fácil llegar en las alas del amor. De repente el mancebo exhaló un grito desgarrador y palideció espantosamente. Interrumpiose la danza, y algunos acudieron a sostener al joven, que tendía en torno suyo miradas vagarosas y terribles.

Hubiérase dicho que la desacordada demencia se había apoderado de su alma, según eran furiosos e intempestivos sus ademanes e incoherentes sus palabras. Cattinara llorando, o fingiendo que lloraba, se aproximó al mancebo, e intentó prodigarle algunos cuidados; pero él la rechazó con un brusco movimiento, como si se le hubiese acercado una serpiente.

¿Qué había sucedido en el espíritu del apuesto y enamorado galán? ¿Quién había de pensar algunos momentos antes que pudiera efectuarse una transición tan rápida y violenta? ¡Ah! Por encima de las dulces melodías de la orquesta, de las voluptuosas imágenes de la danza, y entre los rizos bellamente desordenados de aquella mujer a la cual adoraba con tan ciega idolatría, el virtuoso Álvaro había visto asomar la cabeza de un venerable sacerdote, con los cabellos blancos, con el rostro lívido, con el pecho atravesado de una feroz puñalada y con las manos juntas implorándole perdón. Aquella imagen de crimen y de remordimiento había ahuyentado todas las doradas y voluptuosas visiones que pocos momentos antes revolaban en fúlgidos tropeles en torno de la frente serena del mancebo. ¡Oh! Aquel era el primer gemido de un alma inocente que se veía impulsada por la ruda mano de las pasiones a atravesar el lóbrego dintel del crimen. Aquel era un remordimiento de una especie diversa, pues roía el corazón del joven antes que hubiese cometido su atentado.

Álvaro era de vigoroso temple, así en el alma como en el cuerpo, y consiguió al cabo de algunos minutos reponerse completamente de la impresión producida por aquella idea que lo había asaltado en medio del júbilo de una fiesta, como el carnívoro halcón que clava sus garras crueles sobre el ruiseñor enamorado en el momento mismo en que exhala sus trinos más melodiosos. Levantose, y pasándose la mano por su frente, como para arrancarse aquel recuerdo, dijo con voz serena:

-Perdonad, amables señoras...

-¿Qué ha sido eso? -preguntó Cattinara, fingiendo grande interés y casi llorando.

-¡Ay, señora! -exclamó el joven, consiguiendo disimular su turbación-. ¿Quién había de creer que en medio de tanta alegría habían de asaltarme tan crueles dolores?

-¿Y cómo os encontráis?

-Muy bien, señora. Sentí un gran desvanecimiento en la cabeza y vehementes panzadas en el corazón... Yo creí que iba a desmayarme; pero afortunadamente mi turbación pasó pronto.

Álvaro verdaderamente había sufrido mucho con las imágenes espantosas que se habían presentado a su imaginación, pero lo terrible de su sufrimiento consistía más en la parte moral que en la física. En resolución, Olmo continuó en el baile hasta que se terminó ya cerca del día. Luego se dirigió a su posada, y ordenó a su criado que ensillase dos caballos, y se aprestase a seguirle. Al partir, llamó a Jeroboam, y le dijo que un negocio muy urgente le obligaba a hacer un pequeño viaje; pero que al día siguiente estaría de vuelta. Todo lo cual dijo al judío que se lo manifestase así a sus compañeros. En seguida partieron. El escudero no sabía qué pensar del aire meditabundo, triste y abatido que se notaba en el semblante de Álvaro, quien de ordinario estaba alegre y apacible. A la tarde llegaron al pueblo de Cívolo, donde se informaron de la casa en que habitaba monseñor Guarnacci. Fácilmente les dieron razón, pues el sacerdote era muy conocido en el pequeño pueblo, a causa de su beneficencia y buena reputación. En todos estos informes Álvaro no vio otra cosa que la astucia de Guarnacci, que sabía maravillosamente ocultar sus crímenes horrendos y captarse la veneración de aquellas sencillas gentes. Por último, Álvaro descubrió la casa en que habitaba el sacerdote, y se detuvo largo rato. Al fin salió de su profunda meditación, y descendiendo de su caballo, dijo a su escudero:

-Aguárdame emboscado en las orillas del Tíber, y cuidado que no te duermas.

-Descuidad, señor. Pero, poco más o menos, ¿no pudierais decirme a que hora terminaréis vuestro negocio?

-No puedo decírtelo.

-Entonces...

-Entonces, aguardarás alerta, muy alerta, a que yo vaya a reunirme contigo. Para que yo no ande titubeando mucho tiempo, será bien que me salgas al encuentro cuando oigas el sonido de mi silbato.

Quedáronse convenidos en la dirección en que se debían encontrar, y el escudero fue a ocultarse entre algunos árboles que había cerca del famoso río, y Álvaro se encaminó resueltamente hacia la solitaria casita de Guarnacci.

Era por demás pintoresco el sitio en que aquella modesta mansión se encontraba, rodeada de frondosos olmos y de árboles frutales, y junto a las márgenes del río donde encontró Eneas el término de sus peregrinaciones. Las cercanías de la casa ofrecían un aspecto encantador. Por todas partes se veían rosales en flor que embriagaban el ambiente de perfumes. Álvaro caminaba por una calle terraplenada perfectamente y flanqueada de frondosos tilos.

Al fin de aquella calle el joven descubrió a un hombre ya entrado en años, pero cuyo aspecto revolaba la salud y la alegría. Aquel hombre acariciaba a un enorme lebrel, que comenzó a gruñir sordamente cuando divisó al extranjero; mas el anciano apaciguó al furioso animal, que parecía dispuesto a lanzarse sobre Álvaro. Éste saludó al dueño de la quinta, pues desde luego conoció que aquel hombre era monseñor Guarnacci, tanto por las señas que de él le habían dado, cuanto por su traje rigurosamente negro.

-¿En qué puedo complaceros? -preguntó Guarnacci levantándose y respondiendo atentamente el saludo que Olmo le había dirigido.

-¿Sois el dueño de esta quinta?

-Para serviros, caballero.

-Me alegro mucho, monseñor Guarnacci, -dijo Álvaro con una sonrisa espantosa.

-¿Conocéis mi nombre? -dijo el sacerdote con bondadosa sonrisa.

-Perfectamente, monseñor; vuestro nombre es muy conocido.

-En efecto; por estas cercanías me conocen mucho y me quieren bastante.

-Quisiera hablaros de un asunto de grande importancia.

-Cuando queráis podéis comenzar.

-Desearía que estuviésemos completamente solos.

-Justamente aquí nadie nos oye.

-Si os place, podemos dar un paseo por estos sitios tan deliciosos. En verdad que habitáis en una mansión encantadora.

-Ciertamente lo creo así. En esta quinta, lejos del bullicio de las ciudades, encuentro yo toda mi alegría, una calma deliciosa y un consuelo inexplicable. Aquí admiro la mano de la Providencia, que ha dado a cada árbol, a cada planta, a cada flor su aroma, sus virtudes, sus frutos para regalo del hombre.

-¡Hipócrita! -murmuró Álvaro, que comenzó a pasear.

-¡Cuán deliciosa vida la que se pasa en el campo! -añadió el sacerdote entusiasmado y siguiendo al joven!-. Ved las purpúreas rosas que recrean la vista y el olfato y engalanan el manto de la primavera; oíd cómo murmuran las brisas en el ramaje de los tilos, y mirad, mirad el sol que se oculta en Occidente entre nubes de grana... ¡Qué espectáculo tan soberbio!... ¡Oh magnificencia del Criador!... Pero yo me olvido de vuestro negocio... dispensadme, es mi flaco; en hablándome de las bellezas de la naturaleza, todo lo olvido... ¿No veis allá a lo lejos al famoso Tíber, que rodea estas verdes campiñas como una anchurosa banda de plata?

-Sí; todo esto es muy bello y muy bueno, -repuso lacónicamente Álvaro.

Siguieron ambos durante algún tiempo su paseo, sumergidos en el más profundo silencio. Olmo había tomado la precaución de dirigirse hacia donde debía aguardarle su escudero. Entretanto el sacerdote, viendo la distracción de aquel mancebo, cuya noble figura le había interesado sobremanera, comenzó a hacerle caricias a su enorme lebrel.

-Parece que tenéis en mucha estima a ese animal.

-¡Oh, sí! Es un amigo fiel que nunca me abandona. ¡El perro es el símbolo de la lealtad! ¿No habéis leído la historia de Tobías, cuando a este padre cariñoso le fue anunciada la vuelta de su hijo por el perro fiel? ¡Qué cuadro tan patético, tan bello y al mismo tiempo tan sencillo!

Parecía que un ángel inspiraba al sacerdote para que pronunciase las palabras que más profunda y dolorosamente podían herir la imaginación del desdichado mancebo. Este, a pesar suyo, recordó la edad serena y venturosa en que su buen tío Gil Antúnez lo hacía leer la Biblia con su voz inocente, con su alma de niño. Involuntariamente se venían a la memoria del mancebo estas palabras terribles, que resonaban dentro de su alma con el fragor de una tempestad:

-«¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra. Ahora, pues, maldito serás sobre la tierra.

Pero luego después el demonio del homicidio murmuró en su oído estas sofísticas razones:

-Ese sacerdote es un hipócrita; bajo el manto de la virtud oculta un alma perversa; él ha ultrajado a Cattinara, y quiso arrebatarle su belleza por los medios más bárbaros o inicuos. ¡Bien me lo decía ella! «Guarnacci te seducirá con su lenguaje bondadoso». Pero no, no será así; no me dejaré engañar... Yo lo he jurado; un juramento es una cosa sagrada e inviolable. ¡Jamás seré perjuro! Yo he jurado matar a este hombre infame, y... ¡morirá!

¡Cuán lamentable era el estado del triste Álvaro, hasta entonces modelo de generosidad y de virtud! La fascinación que, como una negra nube había esparcido Cattinara sobre el espíritu del joven, llegaba hasta el punto de que éste creía cumplir con un deber sagrado al cometer un asesinato, un sacrilegio además, porque se trataba de un sacerdote.

-Parece que estáis muy pensativo, -dijo Guarnacci-. ¿De qué tenéis que hablarme? ¿Son acaso asuntos secretos? ¿Tal vez vuestra conciencia inquieta necesita del bálsamo de la religión para tranquilizarse? Hablad, joven, hablad con franqueza y confianza, que en mí encontraréis los consejos de un anciano, la ternura de un padre y la bendición de un sacerdote. Nuestro más grato ministerio es consolar a los afligidos.

Fueron estas palabras pronunciadas con tal acento de dulzura y mansedumbre, que hubieran conmovido a un tigre; pero el terrible y apasionado Álvaro no veía en todo esto más que una farsa admirablemente representada.

-Confiadme, hijo mío, confiadme todos vuestros pesares. La misericordia de Dios es infinita, y no rechaza a ninguno de su seno. Vuestro semblante me indica que algún dolor profundo os aqueja.

Olmo padecía en aquellos momentos todas las torturas de un condenado. Su imaginación luchaba entre varias ideas y sentimientos, como un bajel combatido por vientos contrarios. La lucha era horrorosa, y el desdichado joven casi había perdido su razón, agitándose como un insensato entre las opuestas playas del bien y del mal. De repente cruzó sus manos y cayó de rodillas delante del sacerdote, exclamando:

-¡Perdón! ¡Perdón!

Guarnacci no dejaba de admirarse de la extraña conducta del mancebo, y mirándole con ojos compasivos, le dijo llorando de ternura:

-Levantaos, hijo mío; y como vuestra contrición sea sincera, yo os prometo lo que me pedís: yo os ofrezco perdonaros, en el nombre del Cordero de Dios que borra los pecados del mundo.

En aquel mismo instante, Álvaro del Olmo fijó sus ojos a lo lejos, y creyó distinguir entre las primeras sombras de la noche la blanca figura de la hermosísima Cattinara, que con sarcástica sonrisa se burlaba de él, porque se había dejado seducir por el astuto e hipócrita sacerdote. Todo esto lo veía el desdichado joven como una realidad cruel, irónica y evidente; pero aquella escena infernal era sólo un delirio funesto, una fantasmagoría fascinadora, un ensueño tentador que le fingía el genio del mal. Aquel recuerdo en aquellas circunstancias fue la sentencia de muerte para Guarnacci. Álvaro se levantó como impelido por un resorte, y diciendo con voz atropellada:

-¿Conoces a Cattinara, sacerdote?

-Sí, sí la conozco, -repuso Guarnacci en extremo sorprendido.

-¿Y sabes tú lo que es para mí esa mujer?

-¿La conocéis vos también?

-Sí; pero ¿no sabes lo que ella me ha dicho?

-Lo ignoro de todo punto... Cattinara es una hermosa criatura, a la cual yo siempre he profesado un afecto entrañable...

-¡Villano! ¿Y te atreves a decir en mi presencia que la amas?

Y esto diciendo, el furioso mancebo asió del cuello al sacerdote, y le descargó una furiosa puñalada en el pecho. Cayó el infeliz anciano revolcándose en su sangre, y aun ya caído, Álvaro, exaltado hasta la ferocidad, intentó clavar su puñal una y otra vez en el pecho del venerable ministro de Jesucristo. Pero al levantar el sacrílego brazo, el joven sintió que una fuerza poderosa le detenía, oyó un rugido detrás de sí, y él mismo lanzó un grito espantoso. No obstante, cuando el joven se enteró de cuál era su nuevo enemigo, revolvió furiosamente contra él, y desasiéndose, encaminose velozmente hacia el punto en que debía aguardarle su escudero, quien le salió al encuentro apenas oyó el silbato.

Montaron a caballo, y partieron a escape con dirección a Roma.