Los abismos: 08
Capítulo VIII
Pero no; otro automóvil negro, grande, bien tangible, que nada tenía de fantástico, era el que bajaba a la media hora y a todo escape la calle de la Princesa: el del jefe superior de Policía.
Cruzó Madrid y se detuvo en el hotel de la calle Villamagna.
Su dueño fue conducido por el impecable negro de frac rojo al bello salón de estilo inglés, que por las tardes estaba lleno de aristócratas.
Aguardando a la modista y considerando la riqueza del hotel y del salón, se afirmaba su juicio en un resumen de escuetas posibilidades que se acercaba bastante a la verdad: la linda mujer de un escritor que no ganaba para pagarla el lujo, se lo sostendría por sí misma, en combinación con la modista, estafando a sus amantes.
Puesto que el cándido niño aquel le comunicó tan sólo a la dama su entrevista, valiéndose de la intermediaria que le inspiraba tanta fe, o la intermediaria o la dama, o ambas juntas, escribieron la respuesta...; y esto le constituía una convicción capaz de lanzarle a toda clase de rigores.
Sintió pasos. Compuso en impavidez serena su cara, su ademán.
Mme. Georgette apareció con la suya sonriente de reina gigantesca.
Se inclinó, y se inclinó no menos cancilleresco el visitante.
Indicó ella un asiento con otra reverencia, y se sentaron.
-¿Qué desea usted, caballero?
Un examen rapidísimo hizo sospechar al experto policía que se encontraba ante una mujer enérgica, de cuya doblez hipócrita y suave únicamente pudiera apoderarse por sorpresa.
Inútil todo circunloquio, todo escarceo de habilidad capaz de apercibirla a una defensa impenetrable; prefirió, rudo, aturdirla de un golpe, de una sola vez.
-Señora -dijo, sacando y ofreciéndola el sobre de un anónimo- ¿Conoce usted esto?
Fulminante fue el efecto, decisivo. La modista, que por el tono cortés en que le había sido formulada la pregunta no pudo sufrir ninguna alarma, dirigió tranquilas su mano y su mirada hacia el papel...; pero lo reconoció, de pronto; tornóse lívida, y su mirada se cuajó con su sonrisa, y su mano detúvose en el aire... La mutua revelación estaba hecha: para el jefe policíaco, de la culpa; para ella, del horror de haber sido descubierta.
No hacía falta más.
Sin embargo, insistió con su frío acento el implacable:
-¿Conoce esto, señora?
En un desesperado y supremo esfuerzo de disimulo, ya ineficaz, ella recogió temblando el fatídico papel; lo miró y repuso, devolviéndolo:
-No. ¿De qué se trata?
Quiso mirar al austero señor que la miraba a ella y no pudo resistirle la luz dura de los ojos. ¿Sería el padre de Javier?...
-Se trata, señora, de un anónimo escrito por alguien, con motivo de una carta que anoche recibió usted de don Javier España para doña Libia Herráiz, y en el cual la autora permítese afirmar que el hijo del señor conde de Albear y el jefe de Policía de Madrid son dos imbéciles.
Temblaba, temblaba entera y toda destrozada la francesa. Habíase huido en el asiento; y sus labios, trémulos, vibraban en un intento de negativas que no supieron formular. El magistrado terminó, sacando del sobre un pliego:
-Éste es el anónimo. En nombre del jefe superior de Policía vengo a demostrarle a usted, señora, que no es precisamente tan imbécil como usted pudo imaginar. ¡Queda usted desde ahora mismo detenida!
-¡Oooh! -gimió madame, levantándose, y en un largo grito de terror y de rechazo-, ¡Detenida! ¿Yo?... ¿Por qué?... ¿De qué puede acusárseme?
-De tener casa de citas en este hotel, a la sombra de su oficio, y de intento de estafa a don Javier España en complicidad con doña Libia Herráiz.
-¡Ah, qué horror! ¡Falso! ¡Falso!... ¿Quién es usted, caballero?
-¡El jefe de Policía!
Habíase levantado también, cortándola con un paso el leve instinto de huida hacia la puerta, y no pudo ser más grande el pavor que a Georgette le produjo.
Desorientada, descubierta, vagó por la sala con loca irritación, apretando los puños y lanzando incongruentes frases y protestas que bien pronto se calmaron ante el riesgo de anticipado escándalo que ellas mismas pudieran provocar. Le dio miedo que acudieran gentes de la casa, del taller; y, retorciéndose en desesperación ahogada, volvióse, con las manos en cruz, al acusador impávido para demandarle la piedad entre falsas lágrimas y ruegos... ¡Era inocente! ¡Lo juraba por Dios y por los santos! ¡Sin duda, un error bien lamentable la acusaba! ¡Era, además, una crueldad imprudentísima exponer su casa al descrédito por una equivocación; y de todo podía responder la propia doña Libia!... Mas no se conmovía el inflexible; y, únicamente, accedió a que madame llamase a Libia del modo más disimulado y ejecutivo que pudiese para hacerla venir sin pérdida de tiempo. Las interrogaría. Evitaríase así el tener que citarlas en otra parte.
A ser posible dejaríalas en libertad provisional hasta la terminación del proceso que, de todas suertes, se iba a iniciar con los anónimos. En caso contrario, una, o las dos, con él, en su automóvil, saldrían de aquí camino de la cárcel.
Única y última esperanza. Acogida a ella la francesa, fue a una elegante mesita y escribió:
«Mi querida doña Libia: Para un asunto gravísimo y urgente, venga en seguida con el dador de esta esquela.
Si no lo hiciese así, podría sobrevenirnos un mal irreparable.
Su afectísima,
Georgette»
-¡Bien! -aprobó el jefe de Policía, que había estado mirando sobre el hombro de ella e impidiéndola toda prevención-. Mi automóvil puede llevar la carta y traer a esta señora.
No permitió que saliese de la estancia. Madame tuvo que resignarse a llamar por un timbre a un criado que recibió las instrucciones.
En seguida, desoladamente, fue a abrumar en una próxima butaca la angustia de la espera que se le imponía con el odioso personaje. Por un rato permaneció en una rigidez de dolor y dignidad. Luego, viendo que no causaba la comedia muda de martirio impresión alguna, se abatió a los brazos y rompió en cómicos sollozos.
Lloraba sí; y era su llanto, al menos, de impotente rabia bien sincera. Estaba ocurriendo todo con tanta rapidez, que ella no había podido meditar la espantosa situación inesperada. Ahora, allí llorando, penetrábala en el horror de sus detalles. No podía encontrarse en terreno más falso y peligroso. Hundiríanla en un público proceso. El idiota del muchacho, de Javier, revelándolo todo, valía como un testigo de afirmación contra el que ya nada pudiesen las negativas de la amante. No había que contar con perspicacias ni habilidades de la tímida, de la tonta Libia, jamás; y menos en el pánico que aquí hubiera de infundirla el cuadro de desastre. Veíase perdida, pues; enteramente perdida, y alzó en silencio la cabeza y consideró la conveniencia de aminorar su culpa de antemano confesando la verdad...
Permanecía el jefe de Policía correcto en su sillón, allá lejos, contemplándola, estudiándola.
Cruzáronse sus miradas, y fue la de él, para madame Georgette, un algo de siniestro imán que la hizo levantarse y que la atrajo.
Acercóse ella lentamente, a sentarse en el sofá; y en otra resignada esclavitud que la hizo limpiarse algunas lágrimas, empezó su demanda de esta suerte:
-Señor jefe: quiero ser franca y contarle lo ocurrido. Soy, en realidad, la autora de los anónimos, en combinación con doña Libia. Pero ni mi casa es una casa de indecencia, ni a esa abominable acción, que comprendo es un delito y de que tarde me arrepiento, dejamos doña Libia y yo de haber llegado forzadas por tristes cosas de otro modo irresolubles. Presentada a mí doña Libia Arraiz por una respetable amiga suya, la creí rica también, dados su lujo, su elegancia. No era más que una infeliz aturdida; e insensiblemente llegó a debeme tan enorme cantidad, que, por no arruinar a su esposo, se vio obligada a pensar en un amante...; la auxilié, por mi interés del cobro, y... ¡oh, la pobre desdichada, tan buena, tan chiquilla, tan...!
Tuvo que callarse. Entraba ella, Libia, justamente.
Chiquilla, bien chiquilla, traía la faz demudada por la expectación que le habían causado la esquela de la modista y el auto del lacayo con galones en que la arrancaban de su casa...
Al verla, madame Georgette creyó oportuno recibirla en una escena de patético dolor. Lanzóse a ella y la abrazó llorando:
-¡Ah, mi pobre doña Libia! ¡Presas! ¡Presas!. ¡He aquí el señor jefe de Policía que nos llevará, si no nos compadece! ¡Qué desgracia! ¡Presas! ¡Presas!
No habló una letra siquiera, la infeliz. Con los ojos muy abiertos, pálida como la cera, escuchó aquello, miró al grave personaje, a quien había levantado la piedad, y cayó al suelo desplomada.
El cuadro de rigor se convirtió inmediatamente en un cuadro de socorro. Libia se había herido en la frente contra un mueble; un hilo de sangre corríala por la mejilla...
La limpió primero y la alzó en seguida el jefe de Policía, llevándola al sofá. Llorando, ayudábale madame Georgette.
Leve la herida, por fortuna. Restañada la sangre con pañuelos, Libia proseguía inerte, como muerta... Desabrocháronla un poco. Desmayo de terror, bastaría el reposo a despertarla...
Y en tanto, sentado el jefe junto a la desdichadísima mujer tan bella, junto a la única infortunada y débil que no había podido sufrir, sin troncharse, el rigor del infortunio, en una compasiva adivinación de su martirio la comparaba con la francesa repulsiva, y hacía que ésta completásele la historia..., la historia de horror y tiranía que, a pesar de los amaños de quien referíala sin poder ser rectificada, al hombre de mundo le iba dejando comprender harto claramente cómo en ella le correspondió toda la culpa a la despótica avaricia de Georgette.
Puede tener corazón un hombre de mundo y de justicia, y el jefe de Policía sintió que le ahogaba el corazón. Llevar a estas mujeres a la cárcel era aumentar con un escarnio más de las leyes de la tierra la esclavitud de la prisionera infeliz de una garduña. Evitado el delito, cortada la estafa al hijo del conde Albear, que era lo importante, la infame francesa pudiera sufrir su pena de otro modo.
Se levantó, la miró con severidad aguda de puñal, y díjola en los ojos:
-Veo un solo medio de librarla del escándalo y la cárcel: que renuncie a su deuda, para lo cual usted me firmará ahora mismo un documento (del que yo haré el uso que en caso necesario estime conveniente) declarando que en esta fecha tiene saldadas todas las cuentas con esa señora..., y que renuncien ambas a importunar a don Javier España por jamás.
Un grito, un grito de todos sus júbilos prontos a agradecer incluso de rodillas la salvación inesperada, fue la única contestación de la modista.
Pero el jefe de Policía la condujo al escritorio, la redactó él mismo el breve documento, lo guardó... y salió severamente de la estancia.