Los bandos de Castilla: 05

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Capítulo IV[editar]

Doña Jimena.


Pasemos ahora cambiando de escena desde los solitarios alrededores del alcázar de Arlanza al país donde se elevaban las torres arabescas del castillo de Castromerín. Hallábase situado en el centro de una fértil llanura que terminaba por un lado con las montañas de Asturias, y en un río por el otro de adelgazada corriente. Las ventanas y galerías del castillo ostentaban en sus labores el cincel de primorosos artífices, lo cual hacía contraposición singular en cotejo de los toscos muros y otras partes del grandioso edificio, que manifestaban haber sido construidas en épocas más remotas. Pero lo que se hacía notar en él tanto por su frondosidad y extensión, como por ser regalo poco común en los alcázares de España, era un magnífico parque que sirviera de recreo en otros tiempos a los monarcas de León. Extendíase hasta alcanzar la falda de los montes asturianos, escarpados barrancos y apacibles llanuras, todo hecho a fuerza de trabajo e industria, para dar lances más variados y azarosos a la persecución de las fieras. Esta era la única selva que sombrease aquellos campos, a menos que se quisiera graduar de tal, un grupo de árboles bastante espesos que se elevaba hacia el río, y por entre cuyas hojas asomaban las campanas y la cúpula del venerable monasterio de san Mauro.

Tal era el hermoso castillo donde Blanca de Castromerín pasó los primeros años de la juventud: hallábase ahora recién llegada en él, pues aunque su padre una vez terminado el torneo quiso inmediatamente unirla con don Pelayo, el abatimiento en que la vio de resultas de la lucha interior que había agotado sus fuerzas en aquel famoso día, le hizo acceder a la súplica de la doncella reducida a que le permitiese recobrar la calma de su espíritu en los lugares testigos de los juegos de su infancia, al lado de su respetable maestra. Recibiola Leonor con maternal cariño, tanto más tierno a la sazón, cuanto se mezclaba a él la piedad que ya reclamaban de su pecho las desgracias de su amada discípula. No se ocultaba a su penetración el orgullo de Castromerín y lo deslumbrado que le tenían la opulencia y el poder del condestable: conocía la preponderancia del bando de este valido, y el odio del noble duque a la casa de Pimentel, y desesperaba por tanto de que pudiesen en ningún momento realizarse las esperanzas de su pupila. Razones tan poderosas inspiraron a la sensata dueña el deseo de sufocar en su pecho la pasión que empezaba a dominarlo, y con esta idea no abandonaba a Blanca en todo el día, halagándola de continuo con amorosa blandura. Viendo no obstante que nada podía desvanecer su tristeza, determinó servirse de medios más directos, pintándola francamente el peligro que reconocía en sus mal concebidas ilusiones. Por lo regular paseábase Blanca en los jardines del castillo cuando empezaba el sol a ocultarse en el horizonte, y seguíala constantemente Leonor espiando con tierno interés sus menores movimientos e involuntarios suspiros. Tal era a pesar de la angustia que la consumía, el resplandor de su hermosura, que al ver brillar por entre las aromáticas plantas la orla de su vestido blanco, cualquiera la hubiese tenido por la diosa de las selvas; y al sorprenderla al pálido rayo de la luna reclinada cabe un arroyo contemplando silenciosa el lento curso del astro de la noche, tomárala por el genio de los sepulcros, o el ángel de la melancolía. En esta última actitud hallábase la doncella a la caída de una tarde mientras los últimos reflejos del sol doraban con blanda lumbre los campos de Castromerín, cuando acercose a ella su indulgente amiga, y con muestras del más noble afecto le dijo:

-Paréceme, querida Blanca, que evitáis el encuentro de cuantas personas os tienen verdadero amor: ¿creéis por dicha que las ilusiones, acaso indiscretas de la juventud, sean preferibles a los halagos del amigo que nos dirige, o a los consejos de la madre que nos educa?

-Estoy pensando, respondió Blanca, en que perderé la madre y el amigo cuando me separen de vos.

-¡Separarnos! exclamó la dueña; no lo temáis; prometo seguiros a donde quiera que os conduzcan.

-Ya no puedo ocultaros, señora mía, lo que pasa en mi corazón: si me obligan a dar la mano a don Pelayo, no creo que esté en la vuestra la facultad de seguirme.

-¿Y por qué no? preguntó sonriéndose Leonor: ¿tan poco caballero le suponéis que me negase el único consuelo de mi vida?

-No me habéis comprendido: quise decir que ibais a perderme para siempre.

-Pues entonces haced más justicia al noble señor de Castromerín. Confesadle francamente esa invencible repugnancia y los justos motivos en que se apoya, y no tengáis miedo de que con su carácter naturalmente generoso os arrastre a un precipicio. El favor que logra en la corte don Pelayo, cierta apariencia de valentía y de marcialidad, y el crédito sobre todo de don Álvaro de Luna, convengo en que han preocupado a vuestro padre a favor suyo; pero no creáis tampoco que desconozca la arrogancia y la relajación de aquel guerrero. Por más que le cueste ahora acceder a vuestras súplicas, vendrá día en que lo contemple sin el bélico prestigio que lo engalana, y os agradezca esa respetuosa resistencia. Sin embargo cuidad de que nada tenga que echaros en cara, de que no pueda decir que nazca tal obstinación de secundario interés, sino que tuvo su origen en la rectitud del alma, en la nobleza misma de vuestro carácter.

-Os entiendo, y por mi desgracia nada os puedo prometer. Exigís un esfuerzo superior a mi ternura y a mis pocos años: mis ojos procurarán no verle, mis labios no pronunciarán su nombre; he aquí hasta donde puede llegar mi sacrificio: ahora por lo que toca a desterrarlo de mi pecho, os lo repito, Leonor, no puede ser...

-Pero venid acá, mal aconsejada joven, ¿por qué desgraciado empeño labráis la desdicha de vuestros amigos y vuestra propia desdicha? Allá en mis tiempos, amada Blanca, no era tan común en el día el odio que engendran las discordias civiles, y no obstante preferíase la muerte a la mano de un campeón, cuyo padre mantuviese con el nuestro alguna guerra feudal.

-¡Si le hubieseis visto como yo derribando con fuerte lanza los más valerosos héroes que cuenta la caballería! ¡Si después a mis plantas besándome la mano con ternura y entusiasmo, mientras ondeaban en torno de su frente los rizos de su luenga cabellera! ¡Si le oyerais decir con un acento que llegaba al corazón, no os olvidéis jamás del caballero del Cisne!... No en balde reunió naturaleza en un mismo ser las más brillantes cualidades: él sólo me ha defendido cuando me creí entregada a don Pelayo; su valor, su gentileza y cortesía habían turbado ya antes de conocerle la suave paz y la inocencia de mi alma. No es decir por esto que dé pábulo a un amor que se presenta bajo tan funestos auspicios: sufriré, lloraré en silencio; pero la familia de Castromerín no tendrá que reprenderme una inclinación desgraciada.

Quedose Leonor sorprendida al oír hablar con tanta energía a su discípula, admirándose secretamente de la fuerza de un afecto, que tan pronto desenvolvía el vigor hasta entonces oculto de aquel carácter. Sólo pasados algunos momentos soltó como maquinalmente estas palabras:

-¡Infeliz!... Con imaginación tan exaltada, con un pecho tan blando y cariñoso, temo mucho, amable Blanca, que el curso de vuestros días no sea muy digno de envidia!

Abrazola al decir esto y fingiendo alguna de sus habituales ocupaciones fuese al castillo, dejando a su discípula en los jardines para que reflexionase con más libertad sobre lo que acababa de decirla.

Entregada Blanca a sus ideas se fue alejando de aquel robusto edificio hasta llegar a la puerta del parque: entró por ella, y después de divagar sin objeto determinado cerca de una hora, se vio en medio de los enmarañados bosques que poblaban su vasto recinto. Había casi desaparecido el crepúsculo de la tarde, y la noche que venía a toda prisa se anunciaba con obscuridad espantosa. Veíase una luna amarillenta asomando de tiempo en tiempo su melancólica faz al través de grupos de amontonadas nubes, y empezaba a soplar con bastante violencia el arremolinado viento del septentrión. Echó de ver la pobre Blanca cuan indiscreta había andado en alejarse del castillo; y llamando a Beatriz, única doncella que la acompañaba, se apoyó en su brazo a fin de volver a Castromerín antes que del todo cerrase la noche.

-Yo no sé, le dijo Beatriz, por qué nos hemos separado tanto del alcázar: ignoráis sin duda las apariciones que hay frecuentemente en estos bosques.

-¿A qué viene eso? preguntó Blanca en tono de reprensión: deja tales cuentos y no te detengas.

-¡Cuentos, señora! exclamó sorprendida la crédula muchacha: ¡si oyerais hablar de ello a Lorenzo el antiguo mayordomo del castillo!... temblábannos las rodillas y se nos erizaban los cabellos, sobre todo cuando escuchamos de sus labios la singular historia ocurrida últimamente en estos sitios.

-¿De qué historia me hablas? interrumpió su señora ocultando la curiosidad bajo cierto aire de indiferencia.

-Todo lo sé, replicó Beatriz mirando en torno como azoraba; digo que Lorenzo nos lo refería cuando veníamos, bien que bajo palabra de que a nadie lo habíamos de revelar.

-Pues entonces haces mal de comunicarme ese secreto.

-Beatriz guardó un momento de silencio, y después dijo: ¡Oh! lo que es a vos, ya sé que puedo revelarlo todo.

-De esa manera, añadió Blanca sonriéndose, prometo callarlo con la misma escrupulosidad.

-Preciso es que sea así, repuso la doncella, y tomando cierto aire grave, dio principio a su discurso: ya sabéis que el castillo que habitamos es muy antiguo y fortificado, que ha sostenido diversos sitios, según cuentan, y no siempre perteneció a la familia de vuestro padre. Sólo había en eso que debía heredarlo Leopoldo, cuarto duque de Castromerín, si la dama moría sin casarse.

-¿Qué dama? preguntó Blanca con viveza.

-¡Oh! despacio que aún no hemos llegado a ella, replicó Beatriz: de la dama es precisamente de quien pretendo hablaros. Habitaba este castillo del que era absoluta dueña, y ya podéis suponer que tenía muchos criados que la sirvieran: el duque Leopoldo se enamoró de ella y trató de casarse, aunque fuesen algo parientes, pero había de malo en el proyecto que la dama estaba enamorada de otro, y despreció sus ofertas; lo cual dicen le irritó sobremanera, y es harto pública la fama de colérico y arrebatado que tenía el duque Leopoldo. Acaso le vio la señora alguna vez montado en ira, y por eso no le pareció bien para marido. En fin, como iba diciendo, ella estaba muy triste y parecía ser sumamente desgraciada... pero ¡Virgen santa! ¿qué ruido es este? ¿no oís detrás de aquel paredón arruinado a una persona que suspira.

-Es el viento que silba con más fuerza entre los árboles: prosigue tu historia, y por Dios no nos paremos un instante.

-Como iba diciendo era muy desgraciada: paseábase la pobre por los salones y las galerías del castillo llorando siempre de manera que enternecía a cuantos la miraban.

-Pero, muchacha, dime en sustancia lo que ocurrió sin más rodeos ni descripciones.

-Por Dios, todo quiere su tiempo. La dama se llamaba doña Jimena, y aunque ya no estuviese en la primera edad era muy hermosa, de donde hay quien asegura que tenía algunos asomos de altivez y arrogancia. Sea como se fuere, viendo el duque que no hacía caso de sus instancias y suspiros, dejó repentinamente de visitarla, y no se volvió a presentar en el alcázar. Todo esto era muy indiferente a la señora, porque no le podía sufrir como ya he dicho.

-¡Beatriz! interrumpió Blanca, descansemos un momento, pues el paso que llevamos, y la tempestad que ya nos alcanza, me quitan del todo las fuerza.

-¿Y qué hemos de hacer solas en ese bosque expuestas a la lluvia en medio de una noche tan tormentosa y oscura? exclamó la doncella.

-Es probable que salgan del castillo en nuestra busca, respondió Blanca: entretanto guarezcámonos en la capilla de los cazadores de las gruesas gotas que ya empiezan a caer, anunciando la tempestad.

Encamináronse a una capilla medio arruinada que se elevaba a mano izquierda, en la que oían misa los antiguos duques de Castromerín antes de dirigirse a la caza, en tiempos que habitaban de asiento en aquel castillo. Entrábase a ella por una puerta sobre cuyo arco de arquitectura gótica había una estatua de piedra, único y sencillo adorno de la fachada. Aplicó Blanca la trémula mano a un cerrojo lleno de hollín, y aún no había acabado de correrlo cuando una ráfaga de viento empujó la puerta con tal ímpetu, que abrió de repente entrambas hojas, sacudiéndolas contra las desmoronadas paredes del reducido santuario. Salieron al estruendoso golpe feas aves nocturnas dando espantosos aullidos, y tembló por un momento la ruinosa techumbre.

-Por Dios no entremos, exclamó Beatriz: vale más cien veces arrostrar los furores de la tormenta.

-¿Qué es lo que temes? dijo su pálida señora disimulando la turbación: entra conmigo y aguardaremos en este asilo a las gentes que sin duda ya vienen por nosotras.

Brilla en esto ante sus ojos la llama del primer rayo y estalla sobre su misma cabeza un horroroso trueno: inmóviles y despavoridas ya no tienen más recurso que entrar en la fúnebre capilla, y sentarse sobre un montón de escombros arrinconados en uno de sus ángulos. De cuando en cuando penetraba el lívido resplandor de los relámpagos por una especie de ventanas puntiagudas practicadas en lo alto de las paredes, cuyos vidrios pintados de diversos colores, rotos y mal unidos, formaban numerosas hendiduras. También el viento se introducía por ellas silbando al través de los arcos de la bóveda, y agitando las plantas silvestres que colgaban de los muros por la parte de afuera.

-En nombre de la Virgen no te asustes, Beatriz, y cree que no tardará a disiparse la tempestad. Luego volveremos tranquilamente a nuestro alcázar: pero ¡Dios mío! ¿qué es lo que tienes? prosiguió Blanca observando que temblaba la doncella: ya sabes que nada debemos temer; el parque está cerrado con una robusta reja de hierro.

-¡Ah! señora: ningún miedo tengo a moros ni a bandidos; pero si supierais toda aquella historia que empezaba a contaros no extrañaríais por cierto mis temores.

-Prosíguela pues, amiga mía; entretanto, repito, se apaciguará el temporal, y el descanso nos restituirá las fuerzas. Paréceme que la suspendiste cuando el duque mi bisabuelo dejó de visitar a la dama del castillo.

-Precisamente, continuó Beatriz en voz baja y arrimándose mucho a su señora: como iba diciendo, a doña Jimena no se le dio un ardite de la indiferencia del duque; mas no por eso dejaba de llorar y lamentarse, y andar sola por los campos a la última hora del día. En una de las breves tardes del mes de noviembre salió a su paseo ordinario y se metió por lo más revuelto de este bosque pensativa y melancólica. El viento era muy frío y la noche empezaba a manifestarse húmeda y obscura: una de sus doncellas que la vio a tal hora por estos sitios expuesta a todas las inclemencias de tan sañuda estación, quiso persuadirla que se volviera: pero ella gustaba de recorrer la selva en el silencio de la noche, y hallaba extraordinario placer en contemplar a la luz de la luna cual caían las hojas amarillentas de los árboles. Verdad es que entonces estaba el cielo encapotado de nubes; pero doña Jimena se deleitaba también en oír el sordo rumor del huracán, y en ver la pálida brillantez de los relámpagos.

Entretanto la campana del castillo había ya dado el toque de ánimas, y la dama no parecía. Pensaron los criados que le hubiese acometido algún accidente y salieron en tropel con el ansia de hallarla: buscáronla hasta romper la aurora... pero ¡ah! ni rastro encontraron de su cuerpo. Desde aquel terrible día no se ha oído hablar más de la pobre señora.

-¿Y es eso verdad, Beatriz? preguntó Blanca llena de asombro.

-¡Oh! no lo dudéis, respondió la atemorizada doncella.

-¿Y no se hicieron vivas diligencias para averiguar el paradero de aquella desgraciada?

-Infinitas: hasta que viendo que todo era inútil, el duque Leopoldo tomó posesión del castillo.

-¿Y fue en este mismo bosque? repuso Blanca dando un suspiro.

-En este bosque, respondió Beatriz, y he aquí lo que causa más horror. ¿No oís el viento, prosiguió con voz aún más apagada, cual nos da la idea de un prolongado y tristísimo gemido? Pues acaso sea la misma doña Jimena, porque habéis de saber que aparece a menudo por estos contornos vestida de blanco y despidiendo lúgubres ayes. ¡Virgen María! ¡qué trueno tan horrendo!... allí junto al altar está la losa de una antigua sepultura, bajo la cual suenan todavía los sollozos de la misteriosa dama. ¿Habéis oído algo?...

-Paréceme que no, respondió Blanca con voz balbuciente.

-Habrá como cerca de veinte años, prosiguió Beatriz, que vuestro padre había recogido en este mismo castillo a una señora joven, último vástago de la familia de doña Jimena. Llamábase doña Inés, y si hemos de juzgar por los retratos colgados en la galería azul, era muy semejante a la prodigiosa dama de quien descendía. Pasiones turbulentas, humor hipocóndrico y solitario formaban el carácter de esta joven. A veces efectivamente parecía dominada por una inclinación frenética hacia la soledad, a veces por los raptos de una fantasía tétrica y delirante. Amábala en extremo la duquesa vuestra madre y hacía lo posible para distraerla, para inspirarla más sosiego y dulzura. Pero por mucho que se lo repetía y siempre con el mayor cariño, la doncella no dejaba de dar pábulo a su tristeza. De noche venía a pasearse por estos bosques, o encerrada en su aposento cantaba desde la ventana algunas canciones provenzales con tal expresión de dolor, que arrancaba lágrimas.

La duquesa en tanto iba perdiendo la salud, de manera que alarmó a los habitantes del castillo. A medida que se debilitaban sus fuerzas notábase en ella cierta melancolía lúgubre, que nada podía suavizar. Cual si en fuerza de esta disposición de su ánimo se sintiese más dispuesta a sufrir el carácter áspero y salvaje de doña Inés, gustaba de pasear sola con ella y sentarse en los sitios más retirados de este parque: a menudo pasaban en él horas enteras y volvían como enajenadas al castillo, con los ojos hundidos y el semblante pálido y cadavérico. De aquí cundió la voz de que a entrambas se aparecía doña Jimena, y las aterraba con espantosas visiones. ¡Ay! cuantos la conocían lamentaban la suerte de la duquesa de Castromerín: la expresión más natural de su rostro dicen que era la de una angélica dulzura, mezclada con ciertos rasgos de abatimiento y resignación. Su sonrisa parecía bondadosa y melancólica y cuando levantaba al cielo los lánguidos ojos azules, expresaban todas sus facciones la más inocente ternura. En fin, a pesar de ser tan amable, hermosa y tierna; de no padecer ningún mal, de verse querida de su esposo, respetada de sus vasallos, admirada de los más ilustres caballeros; consumíase visiblemente en la flor de su edad, cual si una fuerza sobrehumana la arrastrase hacia el sepulcro.

-¡Oh! sí: interrumpió Blanca enternecida, todos repiten que era un ángel, y nadie me ha podido enterar de la naturaleza de su postrera dolencia. Beatriz continuó.

-Un día amaneció en que ya no pudo salir del lecho, y previno a su esposo que iba a morir. Lorenzo se acuerda bien de los clamores que lanzaba vuestro padre, y de las pruebas que diera del más profundo pesar. Ya moribunda admirose mucho la doliente de que no acudiese a asistirla doña Inés, y pidió por ella. Buscáronla los criados por todo el castillo, subieron a lo más alto de los torreones donde pasaba largos ratos aquella extravagante joven, anduvieron los jardines, llamáronla en alta voz por estos alrededores, pero todo en vano. Lorenzo la vio venir sola hacia este bosque, y en él había desaparecido la ilustre huérfana. ¡Ah! ¡tampoco se ha vuelto a saber cosa alguna de la desgraciada Inés!

-¡También Inés!... interrumpió Blanca estremeciéndose: siempre me han dicho que falleció de pesar por la muerte de su bienhechora.

-Muy al contrario, prosiguió la doncella: así que dijeron a la duquesa que por más que hacían no encontraban a su amiga, dio un grito de dolor y levantando los ojos al cielo rogó a los circunstantes que se retiraran, que la dejasen morir. Pidió al duque que la abrazase, vertió un diluvio de lágrimas sobre vos que aún estabais en la infancia, recompensó a los criados, señaló limosnas a los pobres, y exhaló el último suspiro en medio del llanto universal y de las bendiciones de todos sus vasallos.

-¡Madre mía! exclamó Blanca echándose en los brazos de Beatriz: ¡por qué no me ha concedido el cielo suavizar con mi cariño tus últimos momentos!

-En cuanto la campana del castillo, continuó la muchacha, anunció el fallecimiento de la duquesa, vinieron en tropel todos los mendigos de las cercanías, que vivían a expensas de su liberalidad, para tener el consuelo de llorar sobre su cadáver. Sin embargo ninguno de ellos pudo ver el cuerpo de vuestra madre: el duque lo había hecho encerrar en un magnífico ataúd que colocaron en medio del oratorio del castillo entre amarillas antorchas, y velado por los monjes del cercano monasterio de S. Mauro. Corría un vago rumor entre aquella muchedumbre de vasallos acerca de la misteriosa dolencia que acometiera a la infeliz duquesa, de la súbita desaparición de doña Inés, y de los prodigios que se habían observado en estos bosques. Y no sólo el bajo pueblo se ocupó de tales habladurías, sino que también cundieron entre gentes de más cuantía; por manera que la historia de doña Jimena, la singular muerte de vuestra madre, y las extravagancias de Inés, eran el tema favorito de los hidalgos y ricos-homes, que asistieron a las suntuosas honras de la señora.

A pesar de que todo esto se decía con aire de confianza y de misterio, el duque llegó a traslucir algo de lo que pasaba, y justamente enojado de que el nombre de su esposa anduviese en boca de las gentes, prohibió severamente que se hablase más de tales ocurrencias. Nadie cazó desde entonces en este parque, y llamando vuestro padre a una señora de su confianza para que atendiese al cuidado de educaros con esmero, se fue a Valladolid donde a la sazón residía la corte, al efecto sin duda de olvidar entre sus grandezas aquellos desgraciados sucesos. De cuando en cuando venía a este castillo para abrazaros y ser testigo de vuestros adelantos, hasta que ya más crecida comenzó a presentaros en los torneos y otras diversiones públicas. Ved aquí la razón por qué no había llegado a vuestros oídos la singular historia que acabo de relatar; y ved aquí también por qué me estremezco al aspecto de estas horrorosas soledades.

Atónita Blanca y despavorida por lo que acababa de referir su doncella, escuchaba en silencio el rumor de la tormenta, y pedía secretamente al cielo que le permitiese abandonar sin tardanza aquellos sitios. Tal era no obstante la violencia del temporal que a veces creían ambas que iba a desplomarse la polvorosa capilla donde estaban guarecidas, quedando sepultadas para siempre entre sus ruinas. El resplandor de los relámpagos seguía iluminando de tiempo en tiempo aquel tenebroso recinto, y entonces los objetos que descubrían en él acrecentaban su palidez y sus terrores. Pendían de la bóveda banderas medio destrozadas, adornaban las paredes cornetas y carcajes, confundidos con cabezas de lobos, jabalíes y otras feroces alimañas, ofrendas sin duda de intrépidos cazadores, y veíanse mover dos estatuas de tosca piedra puestas de rodillas sobre una urna sepulcral metida en un nicho, abierto a pico en el muro.

-¡Señora! exclamó Beatriz, se me erizan los cabellos al oír como tiembla la losa de aquella sepultura.

-¡Silencio! interrumpió Blanca: ¿no has visto al rápido vislumbre del rayo una especie de sombra que se desliza por debajo del arco de aquella capilla?

-¡Una sombra!... huyamos por Dios o desapareceremos como la malograda Inés.

-¿Y a dónde huir en medio de esa embravecida borrasca? Sálvate, querida Beatriz, si tienes aliento para hacerlo, y ven después a este mismo lugar a verter lágrimas sobre el cadáver de tu señora.

-¡Oh! no; no creáis que en tan terrible noche os abandone, respondió Beatriz: pongámonos de rodillas y roguemos al cielo que nos libre de la muerte.

-¡De la muerte! exclamó una voz desconocida.

Vuélvense temblando al oírla las dos jóvenes, y al reflejo pasajero de un relámpago, ven una figura pálida y descarnada, al parecer vestida de negro con tocas blancas en la cabeza, que las miraba atentamente puesta de pie en uno de los ángulos de la lóbrega capilla. A su aspecto doblan ambas las trémulas rodillas, la lengua entorpecida se les pega al paladar, y sin poder proferir una sola palabra, tienden los brazos hacia la terrible fantasma y caen sin sentido sobre las húmedas piedras de aquel tiempo.