Los bandos de Castilla: 10
Capítulo IX
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Las salas ocupadas por Matilde de Urgel y sus sirvientas tenían muy sencillos adornos, al paso que brillaba en ellos un pulidísimo aseo y el más exquisito gusto. Parece que se habían propuesto los dos hermanos gastar lo menos posible en ornatos lujosos, a fin de que no faltasen al conde los medios de ejercer con brillantez, y aún con profusión las virtudes hospitalarias, para aumentar de esta manera el número de sus vasallos y prosélitos. Sin embargo, no se advertía la misma simplicidad en las ropas de la nobilísima doncella: era su traje rico a la vez y elegante, y tanto en la forma como en la manera de llevarlo ostentaba la cultura de las costumbres de Venecia, y el aliño seductor de las damas de París. Caíanle los cabellos en luengos bucles sobre el seno y las espaldas, y una especie de diadema de oro, salpicada de diamantes, realzaba gallardamente su color de ébano, dando a toda su figura la apacible majestad de una reina asiática.
Matilde de Urgel tenía mucha semejanza con su hermano: igual forma de rostro, igual perfil a la griega, los brillantes ojos, las graciosas cejas, la penetrante ojeada; pero el conde estaba algo tomado del sol, y era Matilde más blanca que el alabastro: chocaba en Arnaldo un aire de marcialidad juvenil, y esta misma fiereza se veía en los rasgos de su hermana suavemente dulcificada con seductora sonrisa, y el metal de voz más sonoro y halagüeño. Cuando era de su gusto la conversación, no solamente sabía desplegar en ella los giros de una flexible elocuencia, sino tomar los tonos propios para persuadir, convencer, y hacerse escuchar sobre todo con interés y embeleso. La impetuosa mirada de Arnaldo parecía anunciar cierto despecho interior en razón de los obstáculos que había de vencer; pero pintábase en la de Matilde el irresistible encanto de una afectuosa tristeza.
Bien se descubría en estos síntomas que sólo respiraba el uno por el poder, las dignidades y la gloria, mientras la otra satisfecha con su suerte plañía de todo corazón a los que se dejaban dominar de la sed de las riquezas y los prestigios del orgullo. Entrambos ya por los principios en que se habían educado, ya por lo mucho que debían a sus ilustres bienhechores, miraban cual obligación sagrada el sacrificarse por ellos. Arnaldo como hombre que deseaba medrar, como guerrero criado entre el estruendo de las armas se inclinaba al infante de Aragón: Matilde aunque agradecida al joven príncipe la desinteresada amistad que profesaba al último vástago de su familia, creíase secretamente más obligada al señor de Pimentel: respetábalo como a un padre, y pedía de continuo al cielo en sus inocentes plegarias le permitiese consagrar sus días en beneficio de aquel anciano, y suavizarle las incomodidades de la vejez con su cariño filial. Así que supo que su famoso hijo era el objeto de las iras del condestable don Álvaro, y que por este motivo entraba el conde en los planes del infante de Aragón contra el monarca de Castilla, se alegró de ver reunidos los deseos de sus respetables protectores, y juró arrostrar toda suerte de obstáculos y hacer los más altos sacrificios para coadyuvar al feliz éxito de sus osados proyectos.
Harto se comprende por lo que acabamos de referir que su modo de pensar sobre este punto había de ser algo más generoso que el de su hermano. Acostumbrado este a los manejos de la corte, y siendo por naturaleza ambicioso, mezclábanse hasta cierto punto estas cualidades en la amistad que manifestaba al infante don Enrique. Ocupábase ante todo de su propio engrandecimiento, y a pesar del celoso fervor con que entonces reuniera sus vasallos y corría a ponerse al frente de la nueva expedición; no era fácil decidir si tenía mas parte en ello el agradecimiento a su augusto amigo, o el deseo de ensanchar sus dominios y volver a su familia la antigua y eclipsada pompa. Pero el corazón de Matilde ardía en el amor más puro y desinteresado por los que honraron la memoria del autor de sus días, enjugando las lágrimas de sus inocentes huérfanos. En obsequio de tan dulce recuerdo gran parte de una pensión, que recibía de la corte de Zaragoza, estaba consagrada a socorrer los enfermos y ancianos de los estados del conde, y era por lo mismo tan grande el amor de aquellas gentes, que la miraban como un serafín enviado del cielo para alivio de sus cuitas y miserias. En fin, los dones de que la colmó naturaleza, los elegantes modales de una fina educación, y lo mucho que entendía en la literatura italiana y provenzal, hacíanla muy superior no solamente a su hermano, sino también a todas las bellezas de los dominios de Aragón.
Y si nos fuese permitido trazar un paralelo entre las dos célebres beldades de aquel siglo Matilde de Urgel y Blanca de Castromerín, diríamos que esta parecía más tierna, y aquella más melancólica. Una y otra habían nacido para embellecer la sociedad y entusiasmar a los héroes; sin embargo, Blanca tenía más brillantez por haberse criado siempre en la opulencia, y Matilde más recogimiento por haber conocido la desgracia. Aquella lo debía casi todo a la naturaleza, esta debía mucho a la educación: si la una lloraba era porque en aquel momento se creía desdichada; pero vertía la otra lágrimas involuntarias de ternura sólo para dar pábulo a su tristeza habitual. Aunque ambas eran de carácter blando, primero se echaba de ver en Blanca la belleza que la dulzura, y esta cualidad en Matilde era aún más reparable que la de su rara belleza. La heredera de Castromerín amorosa, inocente, a veces jovial, era como el parto más risueño de la imaginación, el ser más lindo de la especie humana; la hija del infeliz conde de Urgel lánguida, pensativa y solitaria parecía en su tristeza misma ser superior a los hombres y participar de la naturaleza de los ángeles. ¡Ah! con un corazón igualmente tierno, igualmente formado para el amor, al parecer había de hallar Blanca la felicidad de su vida en esta pasión violenta, y en ella la sensible Matilde su desgracia por leerse en los rasgos de esta última aquella especie de fatalidad que apareció más tarde en los de María de Escocia.
Terminadas las ceremonias de esta presentación, tomó Arnaldo la palabra y dirigiéndose a su hermana: antes que yo baje, le dijo, a llenar los deberes que me impone la hospitalidad y la usanza de nuestros mayores, tengo el placer de participaros que el caballero del Cisne es un admirador entusiasta de los poetas provenzales, aunque con la desgracia de entender muy poco su lengua. Le he dicho que se hallaba en vos rara facilidad y talento para traducirlos en castellano, y desearía tuvieseis la condescendencia de recitarle en este idioma la composición provenzal, que Cabestany nos ha cantado en la comida. Y si no temiera vuestra inocente ira, no tendría reparo en decir a don Ramiro que sois como la musa de los trovadores, y que someten sus versos a vuestro examen antes de publicarlos.
-¿Cómo es posible que digáis eso, querido Arnaldo? Harto sabéis que mis traducciones pueden interesar muy poco a quien las oiga, aun cuando fuesen hechas con la maestría que habéis indicado.
-Yo juzgo de los demás por mí mismo: hoy me han costado los versos de Cabestany la mejor copa de plata que había en san Servando, porque ya os acordareis de aquel antiguo proverbio: «cuando la mano del barón se cierra, enmudece el trovador.»
-Muy bien dicho, Arnaldo, pero de aquí en adelante sed más prudente en guardar mis secretos si queréis que haga otro tanto con los vuestros...
-¡Bravo! carissima sorella: he aquí lo que se llama herir por los mismos filos; pero esperan mis convidados y os dejo para que habléis a vuestro sabor acerca de la belleza de los versos provenzales, sin ser incomodados por la presencia de un hombre enteramente profano a sus misterios.- Dijo, y salió del aposento.
Su amable hermana y el caballero del Cisne hicieron desde entonces el gasto de la conversación; pues aunque había en la misma estancia dos doncellas, destinadas al parecer a amenizar la vida solitaria y uniforme de Matilde, no tomaron parte alguna en el diálogo. Tuvo este por objeto el mismo tema que el conde había propuesto, y el entusiasmado Ramiro no experimentó menos sorpresa que satisfacción oyendo cuanto le refirió aquella hermosa joven acerca de la poesía de Provenza.
-Los habitantes de estas montañas, decíale Matilde, pasan las noches de invierno oyendo junto al hogar los versos en que se cuentan las guerras donde se hicieron célebres nuestros mayores, y las exageradas aventuras de los héroes. Tienen estas poesías cierto perfume de antigüedad que les da un afectuoso interés: por eso son tan conocidas en la Europa y las cantan nuestros poetas en los palacios de los reyes. Pero es preciso convenir en que pierden de su belleza cuando se traducen, y como si se evaporase el genio poético que las dictó, dan sólo una débil idea de la energía que brilla en la inspiración del trovador.
-¿Me atreveré a deciros, repuso tímidamente el caballero, que he creído oír mi nombre en los versos de Cabestany?
-Y no os habéis engañado, respondió Matilde: los poetas provenzales tienen el talento de improvisar, y como su lengua fluida, abundante y sonora se presta maravillosamente a los raptos de la fantasía; acontece que añaden por lo regular a sus cantos estrofas análogas a las circunstancias presentes.
-No sé qué daría por saber lo que le ha ocurrido decir acerca de un paladín como yo obscuro y desconocido.
-Pronto, respondió Matilde, será satisfecha vuestra curiosidad... y llamando a una de sus sirvientas, encargola que condujese al caballero a cierto paraje del bosque, más agradable que los floridos vergeles del oriente, prometiendo acudir también allí dentro de breves instantes.