Los cien mil hijos de San Luis/III

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III

Después de los aciagos días de Julio, mi situación que hasta entonces había sido franca y segura, fue comprometidísima. No es fácil dar una idea de la presteza con que se ocultaron todos aquellos hombres que pocos días antes conspiraban descaradamente. Desaparecieron como caterva de menudos ratoncillos, cuando los sorprende en sus audaces rapiñas el hombre sin poder perseguirlos, ni aun conocer los agujeros por donde se han metido. A mí me maravillaba que D. Víctor Sáez, hombre de una obesidad respetable, pudiese estar escondido sin que al punto se descubriese su guarida. Los palaciegos se filtraron también, y los que no estaban muy evidentemente comprometidos, como por ejemplo, Pipaón, dieron vivas a la Constitución vencedora, uniéndose a los liberales.

Tuve además la desgracia de perder varios papeles en casa de un pobre maestro de escuela donde nos reuníamos, y esto me causó gran zozobra; pero al fin los encontré no sin trabajo, exponiéndome a los mayores peligros. La seguridad de mi persona corrió también no poco riesgo, y en los días 9 y 10 de Julio no tuve un instante de respiro, pues por milagro no me arrastraron a la cárcel los milicianos, borrachos de vino y de patriotería. Gracias a Dios, vino en mi amparo un joven paisano y antiguo amigo mío, el cual, en otras ocasiones, había ejercido en mi vida influencia muy decisiva, semejante a la de las estrellas en la antigua cábala de los astrólogos.

Pasados los primeros días pude introducirme en Palacio a pesar de la formidable y espesa muralla liberalesca que lo defendía. Encontré a Su Majestad lleno de consternación y amargura, principalmente por verse obligado a poner semblante lisonjero a sus enemigos y aun a darles abrazos, lo cual era muy del gusto de ellos, en su mayoría gente inocentona y crédula. No me agradaba ver en nuestro Soberano tan poco corazón; pero si en él hubiera concordado el valor con las travesuras y agudezas del entendimiento, ningún tirano antiguo ni moderno le habría igualado. Su desaliento y desesperación no le impidieron que se enamorase de mí, porque en todas las ocasiones de su vida, bajo las distintas máscaras que se quitaba y se ponía, aparecía siempre el sátiro.

Temerosa de ciertas brutalidades, quise huir. Brindeme entonces a desempeñar una comisión difícil, para lo cual Fernando no se fiaba de ningún mensajero; y aunque él no quiso que yo me encargase de ella, porque no me alejara de la Corte, tanto insté y con tales muestras de verdad prometí volver, que se me dieron los pasaportes.

El mes anterior había salido para Francia D. José Villar Frontín, uno de los intrigantes más sutiles del año 14, aunque como salido de la academia del cuarto del Infante D. Antonio, no era hombre de gran iniciativa, sino muy plegadizo y servicial en bajas urdimbres. Llevaba órdenes para que el marqués de Mataflorida formase una Regencia absolutista en cualquier punto de la frontera conquistado por los guerrilleros. Estas instrucciones eran conformes al plan del Gobierno francés, que deseaba la introducción de la Carta en España y un absolutismo templado; pero Fernando, que hacía tantos papeles a la vez, deseaba que sus comisionados, afectando ser partidarios de la Carta, trabajasen por el absolutismo limpio. Esto exigía frecuentes rectificaciones en los despachos que se enviaban y avisos contradictorios, trabajo no escaso para quien había de ocultar de sus ministros todos estos y aun otros inverosímiles líos.

Yo me comprometí a hacer entender a Mataflorida y a Ugarte lo que se quería, transmitiéndoles verbalmente algunas preciosas ideas del Monarca, que no podían fiarse al papel, ni a signo ni cifra alguna. Ya por aquellos días se supo que la Seo de Urgel había sido ganada al Gobierno por el bravo Trapense, y se esperaba que en la agreste plaza se constituyera la salvadora Regencia. A la Seo, pues, debía yo dirigirme.

La partida y el viaje no eran problemas fáciles. Esto me preocupó durante algunos días, y traté de sobornar, para que me acompañase, al amigo de quien antes he hablado. A él no le faltaban en verdad ganas de ir conmigo al extremo del mundo; pero le contenía el amor de su madre anciana. Mucho luché para decidirle, empleando razonamientos y seducciones diversas; mas a pesar de la propensión de su carácter a ciertas locuras y del considerable prestigio que yo empezaba a ejercer sobre él, se resistía tenazmente, alegando motivos poderosos, cuya fuerza no me era desconocida. Al fin tanto pudo una mujer llorando, que él abandonó todo, su madre y su casa, aunque por poco tiempo y con la sana intención de volver cuando me dejase en parajes donde no existiese peligro alguno. El infeliz presagiaba sin duda su desdichada suerte en aquella expedición, porque luchó grandemente consigo mismo para decidirse, y hasta el último momento estuvo vacilante.

Aquel hombre había sido enemigo mío, o más propiamente, de mi esposo. Desde la niñez nos conocimos; fue mi novio en la edad en que se tiene novio. Sucesos lamentables que me afligen al venir a la memoria, caprichos y vanidades mías me separaron de él, yo creí que para siempre; pero Dios lo dispuso de otro modo. Durante mucho tiempo estuve creyendo que le odiaba; pero el sentimiento que en mí había era más que rencor una antipatía arbitraria y voluntariosa. Por causa de ella, siempre le tenía en la memoria y en el pensamiento. Circunstancias funestas le pusieron en contacto conmigo diferentes veces, y siempre que ocurría algo grave en la vida de él o en la mía tropezábamos providencialmente el uno con el otro, como si el alma de cada cual viéndose en peligro pidiese auxilio a su compañera.

En mí se verificó una crisis singular. Por razones que no son de este sitio, yo llegué a aborrecer todo lo que mi esposo amaba y a amar todo lo que él aborrecía. Al mismo tiempo mi antiguo novio mostraba hacia mí sentimientos tan vivos de menosprecio y desdén, que esto inclinó mi corazón a estimarle. Yo soy así, y me parece que no soy el único ejemplar. Desde la ocasión en que le arranqué de las furibundas manos de mi marido no debí de ser tampoco para él muy aborrecible.

Cuando nos encontramos en Madrid, y desde que hablamos un poco, caímos en la cuenta de que ambos estábamos muy solos. Y no sólo había semejanza en nuestra soledad, sino en nuestros caracteres, principal origen quizás de aquella. Hicimos propósito de echar a la espalda aquel trágico aborrecimiento que antes nos teníamos, el cual se fundaba en veleidades y caprichosas monomanías del espíritu, y no tardamos mucho tiempo en conseguirlo. Ambos reconocimos las grandes y ya irremediables equivocaciones de nuestra primera juventud, y nos maravillábamos de hallar tan extraordinaria fraternidad en nuestras almas. ¡Ser de este modo, haber nacido el uno para el otro, y sin embargo haber estado dándonos golpes en las tinieblas durante tanto tiempo! ¡Qué fatalidad! Hasta parece que no somos responsables de ciertas faltas, y que estas, por lo que tienen de placentero, pueden tolerarse como compensación de pasados dolores y de un error deplorable y fatal, dependiente de voluntades sobrehumanas.

Pero no: no quiero eximirme de la responsabilidad de mi culpa y de haber faltado claramente, impulsada por móviles irresistibles, a la ley de Dios. No: nada me disculpa; ni las atrocidades de mi marido, ni la espantosa soledad en que yo estaba, ni los mil escollos de la vida en la Corte, ni las grandes seducciones morales y físicas de mi paisano y dulce compañero de la niñez. Reconozco mi falta, y atenta sólo a que este papel reciba un escrupuloso retrato de mi conciencia y de mis acciones, la escribo aquí, venciendo la vergüenza que confesión tan penosa me causa.

Salimos de Madrid en una hermosa noche de Julio. Cuando dejamos de oír el rugido de la Milicia victoriosa, me pareció que entraba en el cielo. Íbamos cómodamente en una silla de postas con buenos caballos y un hábil mayoral de Palacio. Yo había tomado un nombre supuesto, diciéndome marquesa de Berceo y él era nada menos que mi esposo, una especie de marqués de Berceo. Mucho nos reímos con esta invención, que a cada paso daba lugar a picantes comentarios y agudezas. No recuerdo días más placenteros que los de aquel viaje.

¡Cuántas veces bajamos del coche para andar largos trechos a pie, recreándonos en la hermosura de las incomparables noches de Castilla! ¡Cómo se agrandaba todo ante nuestros ojos, principalmente las cosas inmateriales! Nos parecía que aquella dulce vagancia no acabaría nunca, y que los días venideros serían siempre como aquel cielo que veíamos, dilatados, serenos y sin nubes. En tales horas o hablábamos poco o vertíamos el alma del uno en la del otro alternativamente por medio de observaciones y preguntas acordes con el hermoso espectáculo que veíamos fuera y dentro de nosotros, pues de mi alma puede decirse que estaba tan llena de estrellas como el firmamento.

Han pasado muchos años: entonces tenía yo veintisiete, y ahora... no lo quiero decir por no espantarme; pero creo que he traspasado el medio siglo sido guapa, aunque, si he de creer a don Toribio, el canónigo de Tortosa, todavía puedo volver loco a cualquiera. En suma; todo ha pasado, mudándose considerablemente, e infinitas personas han pasado a ser recuerdos. Lo que siempre está lo mismo es mi país, que no deja de luchar un momento por la misma causa y con las mismas armas, y si no con las mismas personas, con los mismos tipos de guerreros y políticos. Mi país sigue siempre a la calesera.

Pues bien: en todo el tiempo transcurrido entre estas dos épocas, no he visto pasar días como aquellos. Fueron de los pocos que tiene cada mortal como un regalo del cielo para toda la existencia, y que en vano se aguardan después, porque no vuelven. Estos aguinaldos de la vida no se reciben más que una vez. Salvador era menos feliz que yo, a causa de los deberes y las afecciones que había dejado atrás. Yo procuraba hacerle olvidar todo lo que no fuese nosotros mismos; mas resultaba esto muy difícil, por ser él menos dueño de sus acciones que yo, y aun, si se quiere, menos egoísta. Íbamos de pueblo en pueblo, sin apresurarnos ni detenernos mucho. Aquel vivir entre todo el mundo y al mismo tiempo sin testigo, era mi mayor delicia. Los diversos pueblos por donde pasábamos no tenían sin duda noticia de la felicidad de los marqueses de Berceo, pues si la tuvieran, no creo que nos dejaran seguir sin quitarnos algo de ella.