Los cien mil hijos de San Luis/VI

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VI

La primera determinación del Gobierno popular que sucedió al de Martínez de la Rosa, después de las jornadas de Julio, fue nombrar general del ejército del Norte al rayo de las guerrillas, al Napoleón navarro, D. Francisco Espoz y Mina. En medio de su atolondramiento, los siete Ministros, a quienes la Corte llamaba los Siete niños de Écija, no carecían de iniciativa y de cierta arrogancia emprendedora que por algún tiempo les permitió sostenerse en el poder con prestigio. El nombramiento de Mina y aquella orden que le dieron de hacer tabla rasa de las provincias rebeldes no pudieron ser más acertados.

El gran guerrillero no necesitaba muy vivas excitaciones para sentar su pesada mano a los pueblos. Navarros y catalanes le conocían. Pero antaño había hecho la guerra con ellos, y ahora debía hacerla contra ellos, lo cual era muy distinto. Antes se batía contra tropas regulares y ahora con ellas perseguía las partidas. Bien se ve que el coloso de las guerrillas estaba fuera de su natural esfera y asiento. Iba a hacer el papel del enemigo durante la guerra de la Independencia.

A pesar de esta desventaja empezó con muy buen pie su campaña. No podía decirse propiamente que había partidas en el Norte, sino que todo el Norte desde Gerona hasta Guipúzcoa, y desde el Pirineo hasta las inmediaciones del Ebro, ardía con horrible llamarada absolutista. Quesada, a cuyo lado despuntaba un precoz muchacho llamado Zumalacárregui, dominaba en Navarra, juntamente con Guergué y D. Santos Ladrón; Albuín y Cuevillas y Merino, asolaban la tierra de Burgos; Capapé, el Aragón; Jeps dels Estanys, el Trapense, Romagosa y Caragol, a Cataluña, donde el barón de Eroles trataba de formar un ejército regular con las desperdigadas gavillas de la fe. Muchos frailes del país, empezando por los aguerridos capuchinos de Cervera que habían escapado del furor de las tropas liberales, y concluyendo por los monjes de Poblet que tanto trabajaron en la conspiración, formaban en las filas del Manco, o de Capapé o de Misas.

Mina tomó el mando de las tropas de Cataluña, y al poco tiempo el aspecto de la campaña principió a mudarse favorablemente a nuestras armas. En 24 de Octubre, después de obligar a los facciosos a levantar el sitio de Cervera, arrasó a Castellfollit, poniendo sobre sus ruinas el célebre cartel que decía: «Aquí existió Castellfollit. Pueblos, tomad ejemplo, y no deis abrigo a los enemigos de la patria».

En Noviembre tomó a Balaguer. En el mismo mes obligó a muchos facciosos a pasar la frontera en presencia del cordón sanitario con que nos amenazaban los franceses. En 20 de Enero, uno de los suyos, el brigadier Rotten, jefe de la cuarta división del ejército de Cataluña, hacía sufrir a San Llorens de Morunys el tremendo castigo de que había sido víctima Castellfollit, diciendo a las tropas en la orden del día: «La villa esencialmente rebelde llamada San Llorens de Morunys será borrada del mapa».

Aquel destructor de ciudades señalaba a cada regimiento las calles que debía saquear antes de dar principio a la operación de borrar del mapa. No de otra manera procedió Hoche en la Vendée; pero este sistema de borrar del mapa es algo expuesto, sobre todo en España.

El 8 de Diciembre puso Mina sitio a la Seo de Urgel, mientras Rotten iba convenciendo a los rebeldes catalanes con las suaves razones que indicamos, y en uno de los pueblos demolidos y arrasados, precisamente en aquel mismo San Llorens de Morunys, llamado también Piteus, ocurrió un suceso digno de mencionarse y que causó maravilla y emoción muy viva en toda la tropa.

Fue de la manera siguiente: Para que el saqueo se hiciera con orden, Rotten dispuso que el batallón de Murcia trabajase en las calles de Arañas y Balldelfred; el de Canarias, en las calles de Frecsures y Segories; el de Córdoba, en la de Ferronised y Ascervalds, dejando los arrabales para el destacamento de la Constitución y la caballería. Lo mismo en la orden de saqueo que en la de incendio, que le siguió, fueron exceptuadas doce casas que pertenecían a otros tantos patriotas.

El regimiento de Córdoba funcionaba en la calle de Ferronised, entre la consternación de los aterrados habitantes, cuando unos soldados descubrieron un hondo sótano o mazmorra, y registrándolo, por si en él había provisiones almacenadas para los facciosos, vieron a un hombre aherrojado, o más propiamente dicho, un cadáver viviente, cuya miserable postración y estado les causaron espanto. No vacilaron en prestarle auxilio cristianamente sacándole de allí en hombros, después de quitarle con no poco trabajo las cadenas; y cuando el cautivo vio la luz se desmayó, pronunciando incoherentes palabras, que más bien expresaban demencia que alegría.

Rodeáronle todos, siendo objeto de gran curiosidad por parte de oficiales y soldados, que no cesaban de denostar a los facciosos por la crueldad usada con aquel infeliz. Este parecía haber permanecido bajo tierra mucho tiempo, según estaba de lívido y exangüe, y sin duda, era víctima del furor de las hordas absolutistas, y más que criminal castigado por sus delitos, un buen patriota condenado por su amor a la Constitución.

Un capitán ayudante de Rotten, llamado D. Rafael Seudoquis, se interesó vivamente por el cautivo, y después de mandar que se le diera toda clase de socorros, le apremió para que hablase. El hombre sacado del fondo de la tierra parecía joven, a pesar de lo que le abrumaba su padecer, y se sorprendió muy agradablemente de ver los uniformes de la tropa. Las primeras palabras que pronunció fueron:

-¿En dónde están?

-¿Los facciosos? -dijo Seudoquis riendo-. Me parece que no les veremos en mucho tiempo, según la prisa que llevan... Ahora, buen amigo, díganos cómo se llama usted y quién es.

El cautivo hacía esfuerzos para recordar.

-¿En qué año estamos? -preguntó al fin mirando a todos con extraviados ojos.

-En el de 1823, que parece será el peor año del siglo, según como empieza.

-¿Y en qué mes?

-En Enero y a 15, día de San Pablo ermitaño. Si usted recuerda cuándo le empaquetaron puede hacer la cuenta del tiempo que ha estado en conserva.

-He estado preso -dijo el hombre después de una larga pausa-, seis meses y algunos días.

-Pues no es mucho, otros han estado más. No le habrán tratado a usted muy bien: eso es lo malo; pero descuide usted, que ahora las van a pagar todas juntas. El pueblo será incendiado y arrasado.

-¡Incendiado y arrasado! -exclamó el cautivo con pena-. ¡Qué lástima que no sea Benabarre!

-Sin duda, el cautiverio de usted -dijo Seudoquis, intimando más con el desgraciado-, empezó en ese horrible pueblo aragonés.

-Sí señor, de allí me trajeron a Tremp y de Tremp a Masbrú y de Masbrú aquí.

-¡Oh!, ¡buen viaje ha sido! ¡Y seis meses de encierro, bajo el poder de esa canalla! No sé cómo no le fusilaron a usted seiscientas veces.

-Eran demasiado inhumanos para hacerlo.

Lleváronle fuera del pueblo en una camilla y a presencia del brigadier, que le interrogó. Desde el cuartel general vio las llamas que devoraban San Llorens, y entonces dijo:

-Arde lo inocente, las guaridas y los perversos lobos están en el monte.

El bravo y generoso Seudoquis fue encargado por el brigadier de vestirle, pues los andrajos que cubrían el cuerpo del cautivo se caían a pedazos. Al día siguiente de su maravillosa redención, hallose muy repuesto por la influencia del aire sano y de los alimentos que le dieron, y aunque le era imposible dar un paso, podía hablar sin acongojarse como el primer día por falta de aliento.

-¿Qué ha pasado en todo este tiempo? -preguntó con voz débil y temblorosa al que continuamente le daba pruebas de generosidad e interés-. ¿Sigue reinando Fernando VII?

-Hombre, sí, todavía le tenemos encima -dijo Seudoquis atizando la hoguera, alrededor de la cual vivaqueaban juntamente con el cautivo cuatro o cinco oficiales-. Gotosillo sigue nuestro hombre; pero aún nos está embromando y nos embromará por mucho tiempo.

-¿Y la Constitución, subsiste?

-También está gotosa, o mejor dicho, acatarrada. Me parece que de esta fecha enterramos a la señora.

-¿Y hay Cortes?

-Cortes y recortes. Pero me parece que pronto no quedarán más que los de los sastres.

-Y qué, ¿hay revolución en España?

-Nada: estamos en una balsa de aceite.

-¿Qué Ministerio tenemos?

-El de los Siete niños de Écija. ¿Pues qué, vamos a estar mudando de niños todos los días?

-¿Y ha vuelto la Milicia a sacudir el polvo a la Guardia Real?

-Ahora nos ocupamos todos en cazar frailes y guerrilleros, siempre que ellos no nos cacen a nosotros.

-¿Y Riego?

-Ha ido a Andalucía.

-¿Hay agitación allá?

-Lo que hay es mucha sangre vertida en todas partes.

-Revolución completa. ¿Dónde hay partidas?

-Pregunte usted que dónde hay españoles.

-Toda Cataluña parece estar en armas contra el Gobierno.

-Y casi todo Aragón y Navarra y Vizcaya y Burgos y León y mucha parte de Guadalajara, Cuenca, Ávila, Toledo, Cáceres. Hay facciones hasta en Andalucía, que es como decir que hasta las ranas han criado pelo.

-¡Qué horrible sueño el mío -dijo lúgubremente el cautivo-, y qué triste despertar!

-Esto es un volcán, amigo mío.

-¿Pero qué quieren?

-Confites. Piden Inquisición y cadenas.

-¿Y quién los dirige?

-El Rey y en su real nombre la Regencia de Urgel.

-Una Regencia...

-Que tiene su Gobierno regular, sus embajadores en las Cortes de Europa y ha contratado hace poco un gran empréstito. ¡Si no hay país ninguno como este! Espanta el ver cómo falta dinero para todo menos para conspirar.

-¿Y qué hace el Gobierno?

-¿Qué ha de hacer? Boberías. Trasladar los curas de una parroquia a otra, declarar vacantes las sillas de los obispos que están en la facción, fomentar las sociedades patrióticas, suprimir los conventos que están en despoblado y otras grandes medidas salvadoras.

-¿No ha cerrado el Gobierno las sociedades patrióticas?

-Ha abierto la Landaburiana, para que los liberales tengan una buena plazuela donde insultarse.

-¿Siguen los discursos?

-Sí; pero abundan más los cachetes.

-¿Y qué generales mandan los ejércitos de operaciones?

-Aquí Mina, en Castilla la Nueva O'Daly, Quiroga en Galicia, en Aragón Torrijos.

-¿Y vencen?

-Cuando pueden.

-Es una delicia lo que encuentro a mi vuelta del otro mundo.

-Si casi era mejor que se hubiese usted quedado por allá. Así al menos no sufriría la vergüenza de la intervención extranjera.

-¿Intervención?

-¡Y se asusta! ¿Pues hay nada más natural? Según parece, allá por el mundo civilizado corre el rumor de que esto que aquí pasa es un escándalo.

-Sí que lo es.

-Los Reyes temen que a sus Naciones respectivas les entre este maleficio de las Constituciones, de las sociedades Landaburianas, de las partidas de la Fe, de los frailes con pistolas, y nos van a quitar todos estos motivos de distracción. Lejos del mundo ha estado usted, y muy dentro de tierra cuando no han llegado a sus oídos las célebres notas.

-¿Qué notas?

-El re mi fa de las Potencias. Las notas han sido tres, todas muy desafinadas, y las potencias que las han dado, tres también como las del alma: Rusia, Prusia y Austria.

-¿Y qué pedían?

-No puedo decírselo a usted claramente porque los embajadores no me las han leído; pero si sé que la contestación del Gobierno español ha sido retumbante y guerrera como un redoble de tambor.

-Es decir que desafía a Europa.

-Sí señor, la desafiamos. Ahora se recuerda mucho la guerra de la Independencia; pero yo digo, como Cervantes, que nunca segundas partes fueron buenas.

-¿De modo que tendremos otra vez extranjeros?

-Franceses. Ahí tiene usted en lo que ha venido a parar el ejército de observación. Entre el cordón sanitario y el de San Francisco, nos van a dar que hacer... Digo... y los diputados el día en que aprobaron la contestación a las notas fueron aclamados por el pueblo. Yo estaba en Madrid esa noche, y como vivo frente al coronel San Miguel, las murgas no me dejaron dormir en toda la noche. Por todas partes no se oyen más que mueras a la Santa Alianza, a las Potencias del Norte, a Francia y a la Regencia de Urgel. Ahora se dice también como entonces «dejarles que se internen»; pero la tropa no está muy entusiasmada que digamos. Con todo, si entran los interventores no les recibiremos con las manos en los bolsillos.

-Tremendos días vienen -dijo el cautivo-. Si los absolutistas vencen, no podremos vivir aquí. O ellos o nosotros. Hay que exterminarles para que no nos exterminen.

-Diga usted que si hubiera muchos brigadieres Rotten, pronto se acababa esa casta maligna. Fusilamos realistas por docenas, sin distinción de sexo ni edad, ni formalidades de juicio... ¡Ay del que cae en nuestras manos! Nuestro brigadier dice que no hay otro remedio, ni entienden más razón que el arcabuzazo. Ayer hicimos catorce prisioneros en San Llorens. Hay de toda casta de gentes: mujeres, hombres, dos clérigos, un jesuita que usa gafas, un escribano de setenta años, una mujer pública, dos guerrilleros inválidos; en fin, un muestrario completo. El jefe les ha sentenciado ya; pero como esto no se puede decir así, se hace la comedia de enviarles a la cárcel de Solsona, y por el camino cuando viene la noche y se llega a un sitio conveniente... pim, pam, se les despacha en un santiamén, y a otra.

-Si no me engaño -dijo el cautivo-, aquellos paisanos que por allí se ven, son los prisioneros de San Llorens.

En una loma cercana, a distancia de dos tiros de fusil se veía un grupo de personas, custodiadas por la tropa. Parecía un rebaño que se había detenido a sestear.

-Cabalmente -dijo Seudoquis-, aquellos son. Dentro de una hora se pondrán en camino para la eternidad. ¡Y están tan tranquilos!... Como que no han probado aún las recetas del brigadier Rotten...

-Ojo por ojo y diente por diente -dijo el cautivo contemplando el grupo de prisioneros-. ¡Ah, gran canalla!, no se entierran hombres impunemente durante seis meses, no se baila encima de su sepultura para atormentarle, no se les insulta por la reja, no se les arroja saliva e inmundicia, sin sentir más tarde o más temprano la mano justiciera que baja del cielo.

Después callaron todos. No se oía más que el rasgueo de la pluma con que uno de los oficiales escribía, teniendo el papel sobre una cartera y esta sobre sus rodillas. Cuando hubo concluido, el cautivo rogó que se le diese lo necesario para escribir una carta a su madre, anunciándole que vivía, pues, según dijo, en todo el tiempo de su ya concluida cautividad no había podido dar noticia de su existencia a los que le amaban.

-¿Vivirán como yo -dijo tristemente-, o afligidos por mi desaparición habrán muerto?

-Dispénseme usted -manifestó Seudoquis-, pero a medida que hablamos, me ha parecido reconocer en usted a una persona con quien hace algunos años tuve relaciones.

-Sí, Sr. Seudoquis -dijo el cautivo sonriendo-. El mismo soy. Conspiramos juntos el año 19 y a principios del año 20.

-Señor Monsalud -exclamó el oficial abrazándole-, buen hallazgo hemos hecho sacándole a usted de aquella mazmorra. ¡Ya se ve! ¿Cómo podría conocerle, si está usted hecho un esqueleto?... Además en estos tiempos se olvida pronto. ¡He visto tanta gente desde aquellos felices días!... porque eran felices, sí. Aunque sea entre peligros, el conspirar es siempre muy agradable, sobre todo si se tiene fe.

-Entonces tenía yo mucha fe.

-¡Ah! Y yo también. Me hubiera dejado descuartizar por la libertad.

-¡Con qué afán trabajábamos!

-Sí; ¡con qué afán!

-¡Nos parecía que de nuestras manos iba a salir acabada y completa la más liberal y al mismo tiempo la más feliz Nación de la tierra!

-Sí, ¡qué ilusiones!... Si no estoy trascordado, también nos hallamos juntos en la logia de la calle de las Tres Cruces.

-Sí; allí estuve yo algún tiempo. En aquello nunca tuve mucha fe.

-Yo sí; pero la he perdido completamente. Vea usted en qué han venido a parar aquellas detestables misas masónicas.

-Nunca tuve ilusiones respecto a la Orden de la Viuda.

-Pues nosotros -dijo Seudoquis riendo-, tuvimos hasta hace poco en el regimiento nuestra caverna de Adorinam. Pero apenas funcionaba ya. ¡Cuánta ruina, amigo mío!... ¡Cómo se ha desmoronado aquel fantástico edificio que levantamos!... Yo he sido de los que con más gana, con más convicción y hasta con verdadera ferocidad han gritado: ¡Constitución o muerte! Hábleme usted con franqueza, Salvador, ¿tiene usted fe?

-Ninguna -repuso el cautivo-, pero tengo odio, y por el odio que siento contra mis carceleros, estoy dispuesto a todo, a morir matando facciosos, si el general Mina quiere hacerme un hueco entre sus soldados.

-Pues yo -manifestó Seudoquis con frialdad-, no tengo fe; tampoco tengo odio muy vivo; pero el deber militar suplirá en mí la falta de estas dos poderosas fuerzas guerreras. Pienso batirme con lealtad y llevar la bandera de la Constitución hasta donde se pueda.

-Eso no basta -dijo Monsalud moviendo la cabeza-. Para este conflicto nacional se necesita algo más... En fin, Dios dirá.

Y empezó a escribir a su madre.