Los cien mil hijos de San Luis/VIII
VIII
Hasta el 25 de Enero no llegaron a Canyellas donde Mina tenía su cuartel general, frente a la Seo de Urgel. Habían pasado más de sesenta días desde que puso sitio a la plaza, y aunque la Regencia se había puesto en salvo llevándose el dinero y los papeles, los testarudos catalanes y aragoneses se sostenían fieramente en la población, en los castillos y en la formidable ciudadela.
Mina, hombre de mucha impaciencia, tenía en aquellos días un humor de mil demonios. Sus soldados estaban medio desnudos, sin ningún abrigo y con menos ardor guerrero que hambre. A los cuarenta y seis cañones que guarnecían las fortalezas de la Seo, el héroe navarro no podía oponer ni una sola pieza de artillería. El país en que operaba era tan pobre y desolado, que no había medios de que sobre él, como es costumbre, vivieran las tropas. Por carecer estas de todo, hasta carecían de fanatismo, y el grito de Constitución o muerte hacía ya muy poco efecto. Era como los cumplimientos, que todo el mundo los dice y nadie cree en ellos. Un invierno frío y crudo completaba la situación, derramando nieves, escarchas, hielos y lluvia sobre los sitiadores, no menos desabrigados que aburridos.
Delante de la miserable casilla que le servía de alojamiento solía pasearse D. Francisco por las tardes con las manos en los bolsillos de su capote, y pisando fuerte para que entraran en calor las entumecidas piernas. Era hombre de cuarenta y dos años, recio y avellanado, de semblante rudo, en que se pintaba una gran energía, y todo su aspecto revelaba al guerreador castellano, más ágil que forzudo. En sus ojos, sombreados por cejas muy espesas, brillaba la astuta mirada del guerrillero que sabe organizar las emboscadas y las dispersiones. Tenía cortas patillas, que empezaban a emblanquecer, y una piel bronca; las mandíbulas, así como la parte inferior de la cara, muy pronunciadas; la cabeza cabelluda y no como la de Napoleón, sino piriforme y amelonada a lo guerrillero. No carecía de cierta zandunga su especial modo de sonreír, y su hablar era como su estilo, conciso y claro, si bien no muy elegante; pero si no escribía como Julio César, solía guerrear como él.
No le educaron sus mayores sino los menores de su familia, y tuvo por maestro a su sobrino, un seminarista calaverón que empezó su carrera persiguiendo franceses y la acabó fusilado en América. Se hizo general como otros muchos, y con mejores motivos que la mayor parte, educándose en la guerra de la Independencia, sirviendo bien y con lealtad, ganando cada grado con veinte batallas y defendiendo una idea política con perseverancia y buena fe. Su destreza militar era extraordinaria, y fue sin disputa el primero entre los caudillos de partidas, pues tenía la osadía de Merino, el brutal arrojo del Empecinado, la astucia de Albuín y la ligereza del Royo. Sus crueldades, de que tanto se ha hablado, no salían, como las de Rotten, de las perversidades de un corazón duro, sino de los cálculos de su activo cerebro, y constituían un plan como cualquier otro plan de guerra. Supo hacerse amar de los suyos hasta el delirio, y también sojuzgar a los que se le rebelaron como el Malcarado.
Poseía el genio navarro en toda su grandeza, siendo guerrero en cuerpo y alma, no muy amante de la disciplina, caminante audaz, cazador de hombres, enemigo de la lisonja, valiente por amor a la gloria, terco y caprichudo en los combates. Ganó batallas que equivalían a romper una muralla con la cabeza, y fueron obras maestras de la terquedad, que a veces sustituye al genio. En sus crueldades jamás cometió viles represalias, ni se ensañó, como otros, en criaturas débiles. Peleando contra Zumalacárregui, ambos caudillos cambiaron cartas muy tiernas a propósito de una niña de quince meses que el guipuzcoano tenía en poder del navarro. Fuera de la guerra, era hombre cortés y fino, desmintiendo así la humildad de su origen, al contrario de otros muchos, como D. Juan Martín, por ejemplo, que, aun siendo general, nunca dejó de ser carbonero.
Salvador Monsalud había conocido a Mina en 1813, durante la conspiración, y después en Madrid. Su amistad no era íntima, pero sí cordial y sincera. Oyó el general con mucho interés el relato de las desgracias del pobre cautivo de San Llorens, y a cada nueva crueldad que este refería, soltaba el otro alguna enérgica invectiva contra los facciosos.
-Ya tendrá usted ocasión de vengarse, si persiste en su buen propósito de ingresar en mi ejército -le dijo, estrechándole la mano-. Yo tengo aquí varias partidas de contraguerrilleros, compuestas de gentes del país y de compatriotas míos que me ayudan como pueden. Desde luego le doy a usted el mando de una compañía; ¿acepta usted?
-Acepto -repuso Salvador-. Nunca fue grande mi afición a la carrera militar; pero ahora me seduce la idea de hacer todo el daño posible a mis infames verdugos, no asesinándolos, sino venciéndolos... Este es el sentimiento de que han nacido todas las guerras. Además yo no tengo nada que hacer en Madrid. El duque del Parque no se acordará ya de mí y habrá puesto a otro en mi lugar. He rogado a mi madre que venda todo y se traslade a la Puebla con mi hermana. No quiero Corte por ahora. Las circunstancias, y una inclinación irresistible que hay dentro de mí desde que me sacaron de aquel horrible sepulcro, me impulsan a ser guerrillero.
-Eso no es más que vocación de general -dijo Mina riendo.
Después convidó a Monsalud a su frugal mesa, y hablaron largo rato de la campaña y del sitio emprendido, que según las predicciones del general, tocaba ya a su fin.
-Si para el día de la Candelaria no he entrado en esa cueva de ladrones -dijo-, rompo mi bastón de mando... Daría todos mis grados por podérselo romper en las costillas a Mataflorida.
-O al arzobispo de Creux.
-Ese se pone siempre fuera de tiro. Ya marchó a Francia por miedo a la chamusquina que les espera. ¡Ah! Sr. Monsalud, si no es usted hombre de corazón, no venga con nosotros. Cuando entremos en la Seo, no pienso perdonar ni a las moscas. El Trapense, al tomar esta plaza, pasó a cuchillo la guarnición. Yo pienso hacer lo mismo.
-¿A qué cuerpo me destina mi general?
-A la contraguerrilla del Cojo de Lumbier. Es un puñado de valientes que vale todo el oro del mundo.
-¿En dónde está?
-Hacia Fornals, vigilando siempre la Ciudadela. Los contraguerrilleros del Cojo han jurado morir todos o entrar en la Ciudadela antes de la Candelaria. Me inspiran tal confianza, que les he dicho: «no tenéis que poneros delante de mí sino para decirme que la Ciudadela es nuestra».
-Entrarán, entraremos de seguro -dijo Monsalud con entusiasmo.
-Y ya les he leído muy bien la cartilla -añadió Mina-. Ya les he cantado muy claro que no tienen que hacerme prisioneros. No doy cuartel a nadie, absolutamente a nadie. Esa turba de sacristantes y salteadores no merece ninguna consideración militar.
-Es decir...
-Que me haréis el favor de pasarme a cuchillo a toda esa gavilla de tunantes... Amigo mío, la experiencia me ha demostrado que esta guerra no se sofoca sino con la ley del exterminio llevada a su último extremo.
Salvador, oyendo esto, se estremeció, y por largo rato no pudo apartar de su pensamiento la lúgubre fase que tomaba la guerra desde que él imaginó poner su mano en ella.
Mina encargó al novel guerrillero que procurara restablecerse dándose la mejor vida posible en el campamento, pues tiempo había de sobra para entrar en lucha, si continuaba la guerra, como era creíble en vista del estado del país y de los amagos de intervención. Otros amigos, además del general, encontró Salvador en Canyellas y pueblos inmediatos; relaciones hechas la mayor parte en la conspiración y fomentadas después en las logias y en los cafés patrióticos.