Los cien mil hijos de San Luis/XXIX

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XXIX

Al decir esto, mi corazón, oprimido por tantos desengaños, se ensanchaba llenándose otra vez de esperanza, de ese don del cielo que jamás se agota y que a nadie puede faltar.

-Pues no veo yo muy tranquila esta noche la ciudad de Sevilla -indicó Mariana-. Si, como dicen, se ha marchado toda la tropa, puede que nos despertemos mañana en un charco de sangre.

Echeme a reír, burlándome de sus ridículos temores, y seguimos avanzando con bastante presteza hacia la calle del Oeste. Detúveme antes de llamar en su casa, para que un breve descanso disimulara mi sofocación y se amortiguasen las llamaradas de mis mejillas.

-Sentémonos -dije a Mariana-, al amparo de este árbol. Ahora no hay gran prisa. Ya le tengo cogido. Estoy tranquila. Él ha de venir a su casa. Ahora, ahora sí que le tengo en mi mano.

Cuando llamamos en la reja que daba entrada al patio, una mujer nos dijo que el señor Monsalud no estaba en casa.

-Pues tengo que hablarle precisamente esta noche y le esperaré -dije resueltamente.

Yo no reparaba en conveniencia alguna social. En el estado de mi espíritu, nada tenía fuerza para contenerme. Importábame ya muy poco que me vieran, que me conocieran, que me señalasen con el dedo, ni que el vulgo suspicaz y murmurador me hiciera objeto de burlas y comentarios deshonrosos.

Al principio vacilaba en dejarme entrar la mujer que me abrió la puerta; pero tanto insté y con tan arrogante autoridad me expresaba, que al fin me llevó a una sala baja. Allí estaba un viejecillo, que a la débil claridad de un velón de cobre, arreglaba baúles y cajas, poniendo en ellos libros, ropa y papeles. Era un tal Bartolomé Canencia. Él no debía de conocerme; pero se apresuró a saludarme con extremadas urbanidades. Cual si comprendiera las ansias que yo padecía aquella noche, me dijo:

-No está en casa, ni puedo asegurar que venga pronto; pero sí que vendrá. Necesitamos arreglar todo para nuestra partida.

¿Cuándo?

-Mañana. Nos vamos con el Gobierno. ¿Quién se atreverá a quedarse aquí después que marchen los ministros? Esto es un volcán realista. En cuanto desaparezca el Gobierno que obstruye el cráter, se agitará con fuego y vapores vomitando horrores. ¡Pobre Sevilla!, no ha querido oír mis consejos, los consejos de la experiencia, señora, y hela aquí en poder del realismo más brutal. Este pueblo, tan célebre por su riqueza y por su gracia como por sus procesiones, está infestado de curas; y aquí los curas son ricos. No hay más que decir.

Yo me fastidiaba esta conversación, y así con la mayor habilidad la desvié de la política haciéndola recaer sobre mi objeto. Canencia contestó a mis preguntas de una manera categórica.

-Esta tarde salimos juntos -me dijo-. Él se quedó en las Gradas de la Catedral, donde tenía una cita, y yo seguí hacia el Alcázar para asistir a la salida de Su Majestad... Luego nos encontramos de nuevo a eso de las siete; parecía disgustado, sin duda porque la cita no pudo verificarse. Entramos en casa y después él salió para ver a Calatrava. Díjome que volvería a arreglar su equipaje, y aquí me tiene usted arreglando el mío, señora, para lo que se le ofrezca mandar. De modo que si usted desea algo en Cádiz, puede dar sus órdenes con toda franqueza.

-Yo también pienso ir a Cádiz -repuse.

-¡Usted también! Bueno es que vayan todos -dijo con ironía maliciosa-, para que se haga con toda solemnidad el entierro de la Constitución. Allí nació, señora, y allí le pondremos la mortaja; que todo lo que nace ha de perecer... Si se hubieran seguido mis consejos, señora...; pero los hombres se han dejado enloquecer por la ambición y la vanidad. Ya no existen aquellos repúblicos austeros, aquellos filósofos incorruptibles, aquellos sectarios de la honradez más estricta y de la sabiduría ateniense, hombres que con un pedazo de pan, un vaso de agua y un buen libro se pasaban la mayor parte de la vida. Ahora todo es comer a dos carrillos, pedir destinos, figurar... en una palabra, señora, ya no hay virtudes cívicas.

-¿Y es seguro que el Gobierno marcha mañana? -le pregunte para desviarle de su fastidiosa disertación.

-Segurísimo. No puede ser de otra manera.

-¿Por tierra?

-Por agua, señora. Los ministros y diputados marchan en el vapor.

-¿Y usted y Salvador van también en el vapor?

-Iremos donde podamos, señora, aunque sea en globo por los aires.

Él siguió arreglando sus maletas y yo me abrumé en mis pensamientos. En la sala había un reloj de cucú con su impertinente pájaro, de esos que asoman al dar la hora y nos hacen tantas cortesías como campanadas tiene aquella. Nunca he visto un animalejo que más me enfadase, y cada vez que aparecía y me saludaba mirándome con sus ojillos negros y cantando el cucú, sentía ganas de retorcerle el pescuezo para que no me hiciera más cortesías. El pájaro cantó las nueve y las diez y las once, y con su insolente movimiento y su desagradable sonido parecía decirme: -¿Qué tal, señora, se aburre Vd. mucho?

Todo el que ha esperado comprenderá mi agonía. Aquel resbalar del tiempo, aquella veloz corrida de los minutos que pasan de nuestra frente a nuestra espalda, amontonándose atrás el tiempo que estaba delante, es para enloquecer a cualquiera. Cuando no hay un reloj que lleve la cuenta exacta de la cantidad de esperanza que se desvanece y de la paciencia que se gasta grano a grano, menos mal; pero cuando hay reloj y este reloj tiene un pájaro que hace reverencias cada sesenta minutos y dice cucú, no hay espíritu bastante fuerte para sobreponerse a la pena. Ya cerca de las doce me decía yo: «¿Si no vendrá?».

Habiendo manifestado mis dudas al viejo Canencia que parecía algo molesto por la duración de mi visita, me dijo:

-Puede que venga y puede que no venga. Seguramente estará ahora en el café del Turco o en casa del duque del Parque. Ya es medianoche. Dentro de unas cuantas horas será de día y... ¡en marcha todo el mundo para Cádiz!

Mariana bostezaba, siendo imitada por Canencia. Yo me sostenía intrépida, sin sueño ni cansancio, resuelta a estar un año en aquel sitio, si un año tardaba en venir mi hombre.

-De todas maneras -dije a Canencia-, si se marcha mañana, ha de venir a arreglar su equipaje.

-Es muy posible, señora -me contestó secamente-. En caso de que quiera Vd. retirarse, puede con toda confianza dejar el recado verbal que guste. Yo se lo trasmitiré puntualmente y con la fidelidad de un verdadero amigo.

-Gracias.

-Le diré que ha estado aquí... Aunque usted no me ha dicho su nombre, yo creo conocer a la persona con quien tengo el honor de hablar, por haberla visto en Madrid algunas veces... ¿No es usted la señora marquesa de Falfán?

Esta pregunta me hizo estremecer en mi interior, como si un rayo pasara por mí. Pero dominándome con soberano esfuerzo, repuse gravemente y con afectada vergüenza:

-Sí señor, soy la marquesa de Falfán. Fiada en la discreción de usted, me he aventurado a esperar aquí en hora tan impropia.

-Señora, yo soy un sepulcro, y además un amigo fiel de ese excelente joven, y como le debo muchos beneficios, a la amistad se une la gratitud. Puede usted con toda libertad confiarme lo que quiera. Es muy posible que él no pueda verla a usted esta noche. Estará muy ocupado y sin duda el viaje de mañana trastorna sus planes, porque, si no recuerdo mal, hoy me dijo que pensaba despedirse de usted, por la noche, en casa de D.ª María Antonia.

Al oír esto me quedé como mármol y enseguida me llené de ascuas. Desplegué los labios para preguntar: «¿dónde vive esa D.ª María Antonia?» pero me contuve a tiempo comprendiendo la gran torpeza que iba a cometer. Evocando toda mi destreza de cómica, dije:

-Así pensábamos; pero no ha podido ser.

El infame pájaro se asomó a su nicho y burlándose de mí cantó la una. Yo me ahogaba, porque a mis primeras fatigas se unía desde que habló aquel hombre, la inmensa sofocación de un despecho volcánico de los celos que me mataban. En mi cerebro se encajaba una corona de brasas resplandecientes y mi corazón chorreaba sangre, herido por mil púas venenosas. Mi afán, mi deseo más vivo era morder a alguien.

Esperé más. Canencia seguía bostezando y Mariana dormitaba. Yo sentía en mis oídos un zumbido extraño, el zumbido del silencio nocturno que es como un eco de mares lejanos, y deshaciéndome esperaba. Habría dado mi vida entera por verle entrar, por poder hablarle a solas un momento, arrojando sobre él las palabras, la furia, la hiel que se desbordaban en mí. A ratos balbucía terribles injurias que siendo tan infames, a mí me parecían rosas.

El vil pajarraco volvió a chancearse conmigo y haciendo la reverencia más pronunciada y el canto más fuerte, anunció las dos.

-¡Las dos!... ¡pronto será de día! -exclamé.

-Fijamente no viene ya, señora. Es que se embarca con los diputados -dijo Canencia dando a entender con sus bostezos que de buena gana dormiría un rato.

-¿Y a qué hora se embarcan los diputados?

-Al rayar el día: así se dijo anoche en el salón del Congreso, cuando se levantó la sesión que ha durado treinta y tres horas.

Estuve largo rato dudando lo que debía hacer. Delante de mi pensamiento daba vueltas un círculo de fuego que alternativamente, en su lenta rotación, mostrábame dos preguntas; primera: ¿Y si viene después que yo me vaya? Segunda: ¿Y si se embarca en el muelle mientras yo estoy aquí?

Yo veía pasar una pregunta, después otra. La segunda sustituía a la primera y la primera a la segunda en órbita infinita. Ambas tenían igual claridad, ambas me deslumbraban y me enloquecían de la misma manera. Yo, que por lo general me decido pronto, entonces dudaba. Cuando la voluntad se iba inclinando de un lado el pensamiento llamábame del otro, y así contrabalanceados los dos, ponían a mi alma en estado de terrible ansiedad. Largo rato permanecí en esta dolorosa incertidumbre. Los minutos volaban, y acercándose aquel en que era preciso resolver definitivamente, el silencio mismo llegó a impresionar mi cerebro como un bramido intolerable, formado por mil voces. Oía el latir de mi corazón como se oye un secreto que nos dicen al oído; mi sangre ardía, y por fin, aquella misma palpitación de mi alborotado seno fue como una voz que hablaba diciéndome: «anda, anda».

El pájaro, riendo como un demonio burlón, me saludó tres veces con su cortesía y su infernal cucú. Eran las tres.

-Va a ser de día -dijo Canencia, dejando caer sobre el pecho su cabeza venerable.

Levanteme. Estaba decidida. Pareciome que D. Bartolomé, al verme dispuesta a partir, vio el cielo abierto. Despedime de él bruscamente y salimos.

-¿A dónde vamos, señora? -me dijo Mariana-. ¿No es hora de retirarnos ya a descansar?

-Todavía no.

-¡Señora, señora, por Dios!... Está amaneciendo. No hemos cenado, no hemos dormido...

-Calla, imbécil -le dije clavando mis dedos en su brazo-. ¡Calla, o te ahogo!