Los cien mil hijos de San Luis/XXV

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XXV

-La comisión que fue con el mensaje a Palacio -dijo el Marqués alargando su rostro para abarcar con una mirada todo el salón-, ha vuelto y va a manifestar la respuesta de Su Majestad.

-Que le maten de una vez -indiqué en voz baja-. ¿Dice usted, señor Marqués, que esto acabará pronto?

-Quizás no. Me parece que tendremos para un rato. Cosas tan graves no se despachan en un credo.

Pensé que se me caía el cielo encima. El profundo silencio que reinó durante un rato en aquel recinto, obligome a atender brevemente a lo que abajo pasaba. Un diputado en quien reconocí al almirante Valdés, tomó la palabra.

Pudimos oír claramente las palabras del marino al decir: «Manifesté a Su Majestad que su conciencia quedaba salva, pues aunque como hombre podía errar, como Rey constitucional no tenía responsabilidad alguna; que escuchase la voz de sus consejeros y de los representantes del pueblo, a quienes incumbía la salvación de la patria. Su Majestad respondió: He dicho, y volvió la espalda.

Cuando estas últimas palabras resonaron en el salón, un rumor de olas agitadas se oyó en las tribunas, olas de patriótico frenesí que fueron encrespándose y mugiendo poco a poco hasta llegar a un estruendo intolerable.

-Todos esos que gritan están pagados -me dijo el Marqués.

Entonces miré hacia atrás, pues no podía vencer el hábito adquirido de explorar a cada instante la muchedumbre, y le vi. Estaba en la postrera fila: apenas se distinguía su rostro.

-¡Ah! -exclamé para mí con gozo-. ¡No me has abandonado! Gracias, querido amigo.

Advertí que desde el apartado sitio donde se encontraba atendía a la sesión con toda su alma. Mi pensamiento debía de estar donde estaba el suyo, y atendí también. Segura de tenerle cerca; segura de que fiel y cariñoso me aguardaba, pude tranquilamente fijar mi espíritu en aquella turbulenta parte de la sesión, y en el orador que hablaba. Era otra vez Galiano. Su discurso que en otra ocasión me hubiera fastidiado, entonces me pareció elocuente y arrebatador.

¡Qué modo de hablar, qué elegancia de frase, qué fuerza de pensamiento y de estilo, qué ademán tan vigoroso, qué voz tan conmovedora! Siendo mis ideas tan contrarias a las suyas entonces, no pude resistir al deseo de aplaudirle, enojando mucho al Marqués con mi llamarada de entusiasmo.

-¡Oh, señor Marqués! -le dije-. ¡Qué lástima que este hombre no hable mal! ¡Cuánto crecería el prestigio del realismo si sus enemigos carecieran de talento!...

Los argumentos del orador eran incontestables dentro de la situación y del artículo 187 que intentaban aplicar. «No queriendo Su Majestad, decía, ponerse en salvo, y pareciendo a primera vista que Su Majestad quiere ser presa de los enemigos de la patria, Su Majestad no puede estar en el pleno uso de su razón. Es preciso, pues, considerarle en un estado de delirio momentáneo, en una especie de letargo pasajero...

Estas palabras compendiaban todo el plan de las Cortes. Un Rey constitucional que quiere entregarse al extranjero está forzosamente loco. La Nación lo declara así y se pasa sin Rey durante el tiempo que necesita para obrar con libertad. ¡Singular decapitación aquella! Hay distintas maneras de cortar la cabeza, y es forzoso confesar que la adoptada por los liberales españoles tiene cierta grandeza moral y filosófica digna de admiración. «Antes que arrancar de los hombros una cabeza que no se puede volver a poner en ellos, dijeron, arranquémosle el juicio, y tomándonos la autoridad real, la persona jurídica, podremos devolverlas cuando nos hagan falta».

Yo miraba a cada rato a mi adorado amigo, y con los ojos le decía:

-¿Qué piensas tú de estos enredos? Luego hablaremos y se ajustarán las cuentas, caballerito.

No duró mucho el discurso de Galiano, porque aquello era como lo muy bueno, corto, y habían llegado los momentos en que la economía de palabras era una gran necesidad. Cuando concluyó, las tribunas prorrumpieron en locos aplausos. Entre las palmadas, semejantes por su horrible chasquido a una lluvia de piedras, se oían estas voces: «¡A nombrar la Regencia! ¡A nombrar la Regencia!».

-Señora -me dijo el Marqués horrorizado-, estamos en la Convención francesa. Oiga usted esos gritos salvajes, esa coacción bestial de la gente de las galerías.

-Van a nombrar la Regencia.

-Antes votarán la proposición de Galiano. ¡Atentado sacrílego, señora! Me parece que asisto a la votación de la muerte de Luis XVI.

-¡Qué exageración!

-Señora -añadió con solemne acento-. Estamos presenciando un regicidio.

Yo me eché a reír. Falfán, enfureciéndose por el regicidio que se perpetraba a sus ojos, e increpando en voz baja a la plebe de las galerías, era soberanamente ridículo.

-Lo que más me indigna -exclamó pálido de ira-, es que no dejen hablar a los que opinan que Su Majestad no debe ser destronado.

En efecto: con los gritos de ¡fuera!, ¡que se calle!, ¡a votar!, ahogaban la voz de los pocos que abrazaron la causa del Rey. La Presidencia y la mayoría, interesadas en que las tribunas gritasen, no ponían veto a las demostraciones. Veíase al alborotado público agitando sus cien cabezas y vociferando con sus cien bocas. En la primera fila los brazos gesticulaban señalando o amenazando, o golpeaban el antepecho con las bárbaras manos que más bien parecían patas. Muchas señoras de la tribuna reservada se acobardaron y diose principio al solemne acto de los desmayos. Esto fue circunstancia feliz, porque la tribuna empezó a despejarse un poco, haciendo menos difícil la salida.

-Señor Marqués -dije tomando la resolución de marcharme-. Me parece que es bastante ya.

-¿Se va usted? Si falta lo mejor, señora.

-Para mí lo mejor está fuera. Aquí no se respira. Adiós.

-Que van a votar. Que vamos a ver quiénes son los que se atreven a sancionar con su nombre este horrible atentado.

-Ahí tiene usted una cosa que a mí no me importa mucho. ¿Qué quiere usted?, yo soy así. Dormiré muy bien esta noche sin saber los nombres de los que dicen sí.

-Pues yo no me voy sin saberlo. Quiero ver hasta lo último; quiero ver remachar los clavos con que la Monarquía acaba de ser crucificada.

-Pues que le aproveche a usted, señor Marqués... Veo que ya se puede salir. Adiós, tantas cosas a la Marquesa. Ya sabe que la quiero.

No hice muy larga la despedida por temor a que tuviese la deplorable ocurrencia de acompañarme. Salí. ¡Ay!, aquella libertad me supo a gloria. ¡Con qué placentero desahogo respiraba! Al fin iba a satisfacer mi deseo, la sed de mis ojos y de mi alma, que ha tiempo no vivían sino a medias. Desde que salí a los pasillos le vi allá lejos esperándome. Hízome una seña y ambos procuramos acercarnos el uno al otro, cortando el apretado gentío que salía. Pero cuando estaba a seis pasos de él, sentí detrás de mí la áspera voz de Falfán, la cual me hizo el efecto de un latigazo. Volvime y vi su sonrisa y sus engomados bigotes que yo creía haber perdido de vista por muchos días.

-Señora, no se me escape usted -me dijo, ofreciéndome su brazo-. He salido porque la votación no es nominal. Esos pícaros han votado levantándose de su asiento... ¡qué escándalo!... ¡Votar así un acuerdo tan grave!... ¡Tienen vergüenza y miedo!... ya se ve... Tome usted mi brazo, señora.

La importuna presencia del estafermo me dejó fría. No tuve otro remedio que apoyar mi mano en su brazo y salir con él. Frente a nosotros vi a Salvador, que me pareció no menos contrariado que yo.

-Querido Monsalud -le dijo el Marqués-, ¿ha visto usted la sesión? ¡Gran escena de teatro! Me parece que correrá sangre.

No recuerdo lo que ambos hablaron mientras bajamos a la calle. Me daban ganas de desasirme del brazo del Marqués, y empujarle con todas mis fuerzas para que fuera rodando por la escalera abajo, que era bastante pendiente. Pero me fue forzoso tener paciencia y esperar, fiando en que el insoportable intruso nos dejaría solos al llegar a la calle. ¡Vana ilusión! Sin duda se habían conjurado contra mí todas las potencias infernales. El marqués de Falfán, empleando su relamido tono, que a mí me sonaba a esquilón rajado, me dijo:

-Ahora, dígnese usted aceptar mi coche y la llevaré a su casa.

-Si yo no voy a mi casa -repuse vivamente-. Voy a visitar a una amiga... o quizás como ya es tarde y no hace calor, daremos Mariana y yo un paseo.

-Bien, a donde quiera usted que vaya la acompañaré -dijo el Marqués con la inexorable resolución de un hado funesto-. Y usted, Salvador, ¿a dónde va?

-Tengo que ver a un amigo junto a San Telmo.

-Entonces no digo nada. Si va usted en esa dirección no puedo llevarle. Y usted, Jenara, ¿a dónde quiere que la lleve?

-Mil gracias, un millón de gracias, señor Marqués -repuse-. El movimiento del coche me marea un poco. Me duele la cabeza y necesito respirar libremente y hacer algo de ejercicio. Mariana y yo nos iremos a dar una vuelta por la orilla del río.

Bien sabía yo que el señor Marqués no gustaba de pasear a pie y que en aquellos días estaba medianamente gotoso. Yo no quería que de ningún modo sospechase Falfán que Salvador y yo necesitábamos estar solos. Al indicar yo que iría a pasear por la orilla del río, claramente decía a mi amado: -Ve allá y espérame, que voy corriendo, luego que me sacuda este abejón.

Comprendiéndome al instante, por la costumbre que tenía de estudiar sus lecciones en el hermoso libro de mis ojos, se despidió. Bien claro leí yo también en los suyos esta respuesta: «Allá te espero: no tardes».

Luego que nos quedamos solos, el Marqués reiteró sus ofrecimientos. Parecía que no rodaba en el mundo más carruaje que el suyo según la oficiosidad con que lo ponía a mi disposición.

-La tarde está hermosa. Deseo pasear un poco a pie, repetí, como quien ahuyenta una mosca.

-Pues entonces -me contestó estrechándome la mano-, no quiero alejarme de aquí; aún debe pasar algo importante. A los pies de usted, señora.

Al fin... al fin me soltó aquel gavilán de sus impías garras... Mariana y yo nos dirigimos apresuradamente a la margen del Guadalquivir.

-¡Ahora si que no te me escapas, amor! -pensaba yo.