Los cien mil hijos de San Luis/XXVII

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XXVII

Al levantarme con la cabeza llena de brumas, pensé en la extraña ley de las casualidades que a veces gobiernan la vida. En aquella época creía yo aún en las casualidades, en la buena o mala suerte y en el destino, fuerzas misteriosas que ciegamente, según mi modo de ver, causaban nuestra felicidad o nuestra desgracia. Después han variado mucho mis ideas y tengo poca fe en el dogma de las casualidades.

Mi cerebro estaba aquella mañana, como he dicho, cargado de neblinas. Pero el día no podía haber amanecido más hermoso, y para ser 12 de Junio en Andalucía, no era fuerte el calor. Sevilla sonreía convidando a las dulces pláticas amorosas, a las divagaciones de la imaginación y a exhalar con suspiros los aromas del alma que van desprendiéndose y saliendo, ya gimiendo ya cantando entre vagas sensaciones que son a la manera de una pena deliciosa.

Pero yo continuaba con mi idea fija y la contrariedad que me atormentaba. A ratos deteníame a analizar aquel singular estado mío y me asombraba de verme tan dominada por un vano capricho. Es verdad que yo le amaba; pero ¿no había sabido consolarme honradamente de su ausencia después de Benabarre? ¿Por qué en Sevilla ponía tanto empeño en tenerle a mi lado? ¿Acaso no podía vivir sin él? Meditando en esto, me creía muy capaz de prescindir de él en la totalidad de la vida; pero en aquel caso mi corazón había soltado prendas, habíase fatigado mucho, había, digámoslo así, adelantado imaginariamente gran parte de sus goces; de modo que padecía horriblemente al verse desairado. Aquel suplicio de Tántalo a que había estado sujeto, irritábale más, y ya se sabe que las ambiciones más ardientes son las del corazón, y que en él residen los caprichos y la terrible ley satánica que ordena desear más aquello que más resueltamente nos es negado. Así se explica la indecorosa persecución de un hombre en que yo, sin poder dominarme, estaba empeñada.

Ordené a Mariana que se preparase para salir conmigo. Mientras yo me peinaba y vestía, díjome que había oído hablar de la partida de Su Majestad aquel mismo día y que Sevilla estaba muy alborotada. Poco me interesaba este tema y le mandé callar; pero después me contó cosas muy desagradables. En la noche anterior y por la mañana, dos diputados residentes en la misma casa y que traían entre manos la conquista de mi criada, le habían hecho con respecto a mí, indicaciones maliciosas. Según me dijo, eran conocidas y comentadas mis relaciones con el secretario del duque del Parque. ¡Maldita sociedad! Nada en ella puede tenerse secreto. Es un sol que todo lo alumbra, y en vano intenta el amor hallar bajo él un poco de sombra. A donde quiera que se esconda vendrá a buscarle la impertinente claridad del mundo, de modo que por mucho que os acurruquéis, a lo mejor os veis inundados por los rayos de la intrusa linterna que va buscando faltas. El único remedio contra esto es arrojar mucha, muchísima luz sobre las debilidades ajenas, para que las propias resulten ligeramente oscurecidas. No sé por qué desde que Mariana vino a mí con aquellos chismes me figuré que mi difamación procedía de los labios de la marquesa de Falfán. -¡Ah, bribona! -dije para mí-, si yo hablara...

Las hablillas no me acobardaron. Siendo culpable, hice lo que corresponde a la inocencia: despreciar las murmuraciones.

Cuando manifesté a Mariana que pensaba ir a buscarle a su propia casa, hízome algunas observaciones que me desagradaron, sin que por ellas desistiera yo de mi propósito.

-¿No averiguaste ayer la casa donde vive?

-Sí señora, en la calle del Oeste. Pero usted no repara que en la misma casa viven también otras personas de Madrid que conocen a la señora...

Ninguna consideración me detenía. Escribí una carta para dejarla en la casa si no le encontraba, y salimos. Mariana conocía bien Sevilla, y pronto me llevó a la calle del Oeste, que está hacia la Alameda Vieja junto a la Inquisición. Salvador no estaba. Dejé mi carta, y corrimos a casa porque al punto sospeché que mientras yo le buscaba en su vivienda me buscaba él en la mía. Así me lo decía el corazón impaciente.

-Me aguardará de seguro -pensé-. Ahora, ahora sí que no se me escapa.

En mi casa no había nadie; pero sí una esquela. Salvador estuvo a visitarme durante mi ausencia, y no pudiendo esperar, a causa de sus muchas ocupaciones, dejome también una carta en que así lo manifestaba, añadiendo entre expresiones cariñosas que por la tarde a las cuatro en punto me aguardaba en la catedral. Después de indicar la conveniencia de no volver a mi casa, me suplicaba que no faltase a la cita en la gran basílica y en su hermoso patio de los naranjos. Tenía preparado un coche en la puerta de Jerez para irnos de paseo hacia Tablada.

-¡Gracias a Dios! -exclamé-. Esta tarde...

Tomando mis precauciones para que nadie me importunase y poder estar completamente libre en la hora de la cita, consagré algunas al descanso. Pero la ocasión no era la más a propósito, y a las tres ya estaba yo en la catedral. Era la hora del coro y los canónigos entraban uno tras otro por la puerta del Perdón. Algunos se detenían a echar un parrafito en el patio de los naranjos paseando junto al púlpito de San Vicente Ferrer.

Al verme dentro de la iglesia, la mayor que yo había visto, sentí una violenta invasión de ideas religiosas en mi espíritu. ¡Maravilloso efecto del arte que consigue lo que no es dado alcanzar a veces ni aun a la misma religión! Yo miraba aquel recinto grandioso que me parecía una representación del universo mundo. Aquel alto firmamento de piedra, así como las hacinadas palmas que lo sustentan y el eminente tabernáculo, que es cual una escala de santos que sube hasta Dios, dilataban mi alma haciéndola divagar por la esfera infinita. La suave oscuridad del templo hace que brillen más las ventanas, cuyas vidrieras parecen un fantástico muro de piedras preciosas. Las vagas manchas luminosas de azul y rosa que las ventanas arrojan sobre el suelo se me figuraban huellas de ángeles que habían huido al sentir nuestros pasos.

Mi mente se sentía abrumada de ideas. Senteme en un banco porque sentía la necesidad de meditar. Delante de mis pies, a manera de alfombra de luces, se extendía la transparencia de una ventana. Alzando los ojos veía las grandiosas bóvedas. Zumbaba en mis oídos el grave canto del coro, y a intervalos una chorretada de órgano, cuyas maravillosas armonías me hacían estremecer de emoción, poniendo mis nervios como alambres. A poca distancia de mí, a la izquierda, estaba la capilla de San Antonio toda llena de luces por ser 12 de Junio, víspera del santo, y de hermosos búcaros con azucenas y rosas. Volviendo ligeramente la cabeza veía el cuadro de Murillo y su espléndido altar.

Yo pensaba en cosas religiosas; pero mi egoísmo las asociaba al amoroso afán que me poseía. Pensaba en la santidad de la unión sancionada por la Iglesia y de los lazos matrimoniales cuando son acertados. Consideraba lo feliz que hubiera sido yo no equivocándome como equivoqué, en la elección de marido. También pasó por mi mente, aunque con gran rapidez, el recuerdo de la infeliz joven a quien con mis engaños precipité en los azares de un viaje absurdo; pero esto duró poco y además me apresuré a sofocar tan triste memoria, dirigiendo el pensamiento a otra cosa.

La imagen que tan cerca estaba atrajo mi atención. Aquel santo tan bueno, tan humilde, tan buen compañero y amigo de los pobres es, según dicen, el abogado de los amores y de los objetos perdidos. Ocurriome rezarle y le recé con fervor de labios y aun de corazón, porque en aquel instante me sentía piadosa. No sólo le pedí como enamorada, sino como quien busca y no encuentra cosas de gran valor; y mientras más le rezaba, más me sentía encendida en devoción y llena de esperanza. Concluí adquiriendo la seguridad de que mi afán se calmaría aquella misma tarde; y juzgando que mi entrada en la catedral a causa de la cita era obra providencial, mi alma se alivió, y aquella tensión dolorosa en que estaba fue cesando poco a poco.

¿Cómo no esperar si aquel santo era tan bueno, tan complaciente que mereció siempre el amor y la veneración de todos los enamorados? No pude estar allí todo el tiempo que habría deseado porque me causaba vértigo el olor de las azucenas y también porque la hora de la cita se acercaba. Cuando salí al patio y en el momento de pasar bajo el cocodrilo que simboliza la prudencia, la alta campana de la Giralda dio las cuatro.

No habíamos llegado al púlpito de San Vicente Ferrer, cuando Mariana y yo nos miramos aterradas. Sentíamos un ruido semejante al de las olas del mar. Al mismo tiempo mucha gente entraba corriendo en el patio de los naranjos.

-¡Revolución, señora, revolución! -gritó Mariana temblando-. No salgamos.

La curiosidad, venciendo el miedo, me llevó con más presteza hacia la puerta. Vi regular gentío que llenaba todo el sitio llamado Gradas de la Catedral, y parecía extenderse por delante del palacio arzobispal y la Lonja hasta el Alcázar. Pero la actitud de la muchedumbre era pacífica y más parecía de curiosos que de alborotadores. Al punto comprendí que la salida de la Corte motivaba tal reunión de gente, y se calmaron mis súbitas inquietudes. Esperaba ver de un momento a otro a la persona por quien había ido a la catedral, y mis ojos la buscaron entre la multitud.

-Aguardaremos un poco -pensé dando un suspiro.

La muchedumbre se agitó de repente, murmurando. Por entre ella trataba de abrirse paso un regimiento de caballería que apareció por la calle de Génova. Entrad la mano en un vaso lleno de agua y esta se desbordará; introducid un regimiento de caballería en una calle llena de curiosos y veréis lo que pasa. Por la puerta del Perdón penetró un chorro que salpicaba dicharachos y apóstrofes andaluces contra la tropa, y tal era su ímpetu que los que allí estábamos tuvimos que retroceder hasta el centro del patio. Entonces un sacristán y un hombre forzudo y corpulento de esos que desempeñan en toda iglesia las bajas funciones del trasporte de altares, facistoles o bancos, o las altísimas de tocar las campanas y recorrer el tejado cuando hay goteras, se acercaron a la puerta y después de arrojar fuera toda la gente que pudieron, cerraron con estruendo las pesadas maderas. Corrí a protestar contra un encierro que me parecía muy importuno; mas el sacristán alzando el dedo, arqueando las cejas y ahuecando la voz como si estuviera en el púlpito, dijo lacónicamente:

-De orden del señor Deán.