Los cien mil hijos de San Luis/XXXII

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XXXII

Mi dolorosa enfermedad que me puso al borde del sepulcro duró cuarenta días, de los cuales no sé cuántos pasé en terrible crisis, sin conciencia de las cosas, atormentada por la fiebre. Mi sangre enardecida había descompuesto en tales términos las funciones de mi cerebro, que en aquellos angustiosos días no vivía con mi vida propia, sino con el mismo fuego mortífero de la enfermedad. Asistiome uno de los primeros médicos de Sevilla.

Cuando salí del peligro y hubo esperanzas de que aún podría seguir mi persona fatigando al mundo con su peso, halleme en tristísimo estado, sin memoria, sin fuerzas, sin belleza. Mas empecé a recobrar muy lentamente estos tesoros perdidos, y con ellos volvían mis pasiones y mis rencores a aposentarse en mi seno, como después de una inundación, y cuando las aguas se retiran, aparece lentamente la tierra, dibujándose primero los altos collados, luego las suaves pendientes y por último el llano. Así, pasada aquella avenida de sangre que envolvió mi pensamiento en turbias olas venenosas, fue apareciendo poco a poco todo lo existente antes del 13 de Junio.

Una imagen descollaba sobre todas las que me perseguían, cuando mi fantasía, como un borracho que recobra la claridad de sus sentidos, empezó a presentarme lo pasado. Esta imagen era la de la huérfana, a quien supuse corriendo sin cesar por campos y ciudades, buscando lo que no había de encontrar. ¿Acaso el tormento de ella no era tan grande o quizás mayor que el mío? Pero yo no me hacía cargo de esto, y lejos de sentir lástima de mi víctima, echaba leña a la hoguera de mis rencores, discurriendo mil defectos y fealdades en el carácter de la hermana de Salvador, para deducir que sus angustias le estaban muy bien merecidas. ¡Qué desatinos tan horribles pensé con este motivo! Parece mentira que la exaltación de mi ánimo me llevara hasta los últimos desvaríos, hasta el sacrilegio y la blasfemia.

-Es muy posible -decía yo-, que mis horribles angustias hayan sido causadas por las maldiciones de esa mujer. Al verse engañada habrá pedido a Dios mi castigo, y Dios, no hay duda, hace caso de los hipócritas... ¡Ah, los hipócritas!, ¡perversa raza! Son capaces con sus fingidas lágrimas de engañar al mismo Dios y compelerle a castigar a los buenos.

A estos horrorosos pensamientos hijos de una turbada razón, añadía otros quizás más sacrílegos. Mi enfermedad, que parecía un aviso del cielo, no me había corregido, antes bien, cuando resucité estaba más intolerante, más soberbia, y proyectaba nuevos planes para vencer la tenaz contrariedad de mi destino. Lejos de desconfiar de mis fuerzas y de acobardarme, tenía fe mayor en ellas y me vanagloriaba, suponiendo una inmediata victoria.

-Me han ocurrido tantos desastres -decía-, porque he sido una tonta. Pero ahora... ¡Oh!, ahora yo me juro a mí misma que moriré o le he de atrapar... Iré a Cádiz.

Cuando esto decía, finalizaba Julio y la temperatura de Sevilla era irresistible. El médico me ordenó que buscase en la costa aires más templados.

Los franceses se habían establecido ya en Sevilla, donde reinaba un orden perfecto. En toda España, y principalmente en algunos puntos privilegiados de la tragedia, como Manresa y la Coruña, corría la sangre a raudales. Los dos furibundos partidos se herían mutuamente con impía crueldad. Pero los ejércitos de ambas Naciones no habían empeñado ninguna lucha verdaderamente marcial y grandiosa. El nuestro se desbandaba como un rebaño sin pastores y el francés iba ocupando las ciudades desguarnecidas y dominando todo el país sin trabajo y sin heroísmo, sin sangre y sin gloria. Sus victorias eran ramplonas y honradas, su proceder dentro de los pueblos, noble y templado. Era aquel ejército como su jefe, leal y sin genio, un ejército apreciable, compuesto de cien mil buenos sujetos que no conocían el saqueo, pero tampoco la gloria. ¡Detestable suerte la de España!... ¡Haber hecho temblar al coloso y sucumbir ante un hijo del conde de Artois, ante un pobre emigrado de Gante!

¡A Cádiz, a Cádiz! Estas palabras compendiaban todo mi pensamiento en aquellos días. Empecé a disponer mi viaje con gran prisa, y a principios de Agosto nada tenía que hacer ya en Sevilla.

Mi belleza recobraba al fin su esplendor. Y no era esto poco triunfo, porque la verdad es que me había quedado como un espectro. ¡Con cuánto alborozo veía yo despuntar de día en día la animación, la gracia, la frescura, la viveza, todos los encantos de mi fisonomía, que iban mostrándose, como flores que se abren al cariñoso amor del sol! Yo no cesaba de mirarme al espejo para observar los progresos de mi restauración, y casi casi estoy por decir que me encontraba más guapa que antes de mi enfermedad. Perdóneseme este orgullo vano; pero si Dios me hizo así, si me dio hermosura y gracias, ¿por qué no lo he de decir para que lo sepan los que no tuvieron la dicha de conocerme?

El conde de Montguyon se me presentó en el momento de partir para Cádiz. ¡Oh, feliz encuentro! Mi D. Quijote, que había sido ascendido a jefe de brigada, me acompañó en casi todo el camino de Sevilla a la costa, mostrándose en extremo orgulloso por creer próximo el momento de mi definitiva conquista, y yo cuidaba no poco de confirmarle en esta creencia, porque quería tenerle muy dispuesto a servirme en negocios difíciles. Hablamos también de política y de la Ordenanza de Andújar, en que Su Alteza recomendaba la mayor templanza a los absolutistas, habiéndoles disgustado por esto. Pero el tema más agradable a mi caballero era el amor.

Según se expresaba, su bello ideal estaba a punto de realizarse. El país ardiente, el territorio pintoresco, la dama hermosa; nada faltaba para que la leyenda fuese completa. Pero yo, esmerándome en fomentar sus esperanzas, era sumamente avara de concesiones. Mi ordenanza de Andújar prescribía también la moderación.

Ya me había yo instalado en el Puerto cuando, apremiada por el Conde, le revelé la causa de mis ardientes deseos de penetrar en Cádiz.

-Un hombre -le dije-, que antes poseía mi confianza, administrando los bienes de mi casa; un mayordomo que supo servirme algún tiempo con lealtad para engañarme después con más seguridad, huyó de Madrid, robándome gran cantidad de dinero, muchas alhajas de valor y documentos preciosos. Ese hombre está en Cádiz...

-Pero en Cádiz hay tribunales de justicia, hay autoridades...

-En Cádiz no hay más que un Gobierno expirante que para prolongar su vida entre agonías, se rodea de todos los pillos.

-Sin embargo, señora, un ladrón de semejante estofa no puede ser patrocinado por nadie. Horribles cosas se ven en las guerras civiles; pero nosotros, nosotros los franceses entraremos en Cádiz.

-Esa es mi esperanza.

-¿No tiene usted valimiento con los Ministros liberales?

-Ninguno. Mi nombre sólo les sonará a proclama realista.

-Entonces...

-Cuento con la protección de los jefes del ejército francés.

-Y con los servicios de un leal amigo... El objeto principal es detener al ladrón.

-¡Detenerle y amarrarle y arrastrarle! -exclamé con furor-. Mas deseo hacer mi justicia a espaldas de los tribunales, porque aborrezco la curia y los pleitos, aun cuando los gane.

-¡Oh!, eso es muy español. Se trata, pues, de cazar a un hombre; ¿por ventura eso es fácil todavía?

-Fácil, no.

-Y para una dama...

-Pero yo no estoy sola. Tengo servidores leales que sólo esperan una orden mía para...

-Para matar...

-No tanto -dije riendo-. Esto le parecerá a usted leyenda, novela, romance o lo que quiera; pero no, mis propósitos no son tan trágicos como usted se figura.

-Lo supongo... pero siempre serán interesantes... ¿Ha dejado usted criados en Sevilla?

-Uno tengo a mis órdenes. Le he enviado por delante, y ya está en Cádiz.

-Vigilando...

-Acechando.

-Bien: le seguirá de noche, embozado hasta las cejas; espiará sus acciones, se informará de su método de vida. ¿Y ese criado es fiel?

-Como un perro... Examinemos bien mi situación, señor Conde. ¿Se puede entrar en Cádiz?

-Es muy difícil, señora, sobre todo para los que son sospechosos al Gobierno liberal.

-¿Y por mar?

-Ya sabe usted que en la bahía tenemos nuestra escuadra.

-¿Cuándo tomarán ustedes la plaza?

-Pronto. Esperamos a que venga Su Alteza para forzar el sitio.

-¿Y podrán escaparse los milicianos y el Gobierno?

-Es difícil saberlo. Ignoramos si habrá capitulación; no sabemos el grado de resistencia que presentarán los insurgentes.

-¡Oh! -exclamé sin saber lo que decía, obcecada por mis pasiones-. Ustedes los realistas no sirven para esto. Si Napoleón estuviera aquí, amigo mío, mañana, mañana mismo, sí señor, mañana, sería tomada por asalto esa ciudad rebelde y pasados a cuchillo los insensatos que la defienden.

-Me parece demasiado pronto -dijo Montguyon sonriendo-. En fin, comprendo la impaciencia de usted.

-Sí, quien ha sido robada, vilmente estafada, no puede aprobar estas dilaciones que dan fuerza al enemigo. Señor Conde, es preciso entrar en Cádiz.

-Si de mí dependiera, señora, esta tarde mandaba dar el asalto -repuso con entusiasmo-. Sorprendería a la guarnición, encarcelaría a los diputados y a las Cortes y pondría en libertad al Rey.

-Ya eso no me importa tanto -dije en tono de conquistador-. Yo entraría al asalto sorprendiendo a la guarnición. Dejaría a los diputados que hicieran lo que les acomodase, mandaría al Rey a paseo...

-Señora...

-Buscaría a mi hombre, revolvería todos los rincones, todos los escondrijos de Cádiz hasta encontrarle... y después que le hallara...

-Después...

-Después, señor Conde... ¡Oh!, mi sangre se abrasa...

-En los divinos ojos de usted, Jenara -me dijo-, brilla el fuego de la venganza. Parece usted una Medea.

-No me impulsan los celos -dije serenándome.

-Una Judith.

-Ni la idea política.

-Una...

-Parezca lo que parezca, señor Conde, ello es preciso entrar en Cádiz.

-Entraremos.

-¿No sirve usted ahora en el Estado Mayor del general Bourmont?

-En él estoy a las órdenes de la que es imán de mi vida -repuso poniendo los ojos en blanco.

-¿Bourmont será nombrado comandante general de Cádiz, luego que la plaza se rinda?

-Así se dice.

-¿Hará usted prender a mi mayordomo?...

-Le haré fusilar...

-¿Me lo entregará usted atado de pies y manos?

-Siempre que no huya antes, sí señora.

-¡Huir! Pues qué, ¿tendrá ese hombre la vileza de huir, de no esperar?...

-El criminal, amiga mía de mi corazón, pone su seguridad ante todo.

-¿No dice usted que hay una especie de escuadra?

-Una escuadra en toda regla.

-¿Pues de qué sirven esos barcos, señor mío -dije de muy mal talante-, si permiten que se escape... ese?

-Quizás no se escape.

-¿De qué sirve la escuadra? -añadí con la más viva inquietud-. ¿Quién es el almirante que la manda? Yo quiero ver a ese almirante, quiero hablar con él...

-Nada más fácil; pero dudo...

-Me ocurre que si hay capitulación, será más fácil atraparle...

-¿Al almirante?

-No; a... a ese.

-Sin duda. En tal caso se quedaría tranquilo en Cádiz, al menos por unos días.

-Bien, muy bien. Si hay capitulación, arreglo, perdón de vidas y libertad para todos... Señor Conde, aconsejaremos al Príncipe que capitule... ¡pero qué tonterías digo!

-Está patente en su espíritu de usted la obsesión de ese asunto.

-¡Oh!, sí; no puedo pensar en otra cosa. El caso es grave. Si no consigo apoderarme de ese hombre... no sé... creo que me costará la vida.

-Yo también le aborrezco... ¡Hombre maldito!... Pero le cogeremos, señora. Me pongo al servicio de este gran propósito con la sumisión de un esclavo. ¿Acepta usted mi cooperación?

Al decir esto me besaba la mano.

-La acepto, sí, hombre generoso y leal, la acepto con gratitud y profundo cariño.

Al decir esto, yo ponía en mi semblante una sensibilidad capaz de conmover a las piedras, y en mis pestañas temblaba una lágrima.

-Y entonces -añadió Montguyon con voz turbada-, cuando nuestro triunfo sea seguro, ¿podré esperar que el hueco que se me destina en ese corazón no sea tan pequeño?

-¿Pequeño?

-Si es evidente, por confesión de él mismo, que ya tengo una parte en sus sublimes afectos, ¿no puedo esperar...?

-¿Una parte? ¡Oh, no!; todo, todo.

El inflamado galán abrió sus brazos para estrecharme en ellos; pero evadí prontamente aquella prueba de su insensato ardor, y poniéndome primero seria y después amable, con una especie de enojo gracioso y virtud tolerante, le dije que ni Zamora ni yo podíamos ser ganadas en una hora. Al decir esto violentos cañonazos me hicieron estremecer y corrí al balcón.

-Son los primeros tiros de las baterías que se han armado para atacar el Trocadero -me dijo el Conde.

-¿Y esas bombas van a Cádiz? -pregunté poniendo inmenso interés en aquel asunto.

-Van al Trocadero.

-¿Y qué es eso?

-Un fuerte que está en medio de las marismas.

-¿Y allí están...?

-Los liberales.

-¿Muchos?

-Mil y quinientos hombres.

-¿Paisanos?

-Hay muchos paisanos y milicianos.

-¡Oh!, morirá mucha gente.

-Eso es lo que deseamos. Parece que siente usted gran pena por ello.

-La verdad -repuse, ocultando los sentimientos que bruscamente me asaltaban-, no me gusta que muera gente.

-A excepción de su enemigo.

-Ese... ¿pero estará en el Trocadero?

-¡Quién sabe!... Está usted aterrada, Jenara.

-¡Oh!, yo quiero ir al Trocadero.

-Señora...

-Quiero ir al Trocadero.

-Eso mismo deseamos nosotros -me dijo riendo-, y para conseguirlo, enviaremos por delante algunos centenares de bombas.

-¿Dónde está el Trocadero? -pregunté corriendo otra vez a la ventana.

-Allí -dijo Montguyon asomándose y alargando el brazo.

Hízome explicaciones y descripciones muy prolijas de la bahía y de los fuertes; pero bien comprendí que antes que mostrar sus conocimientos, deseaba estar tan cerca de mí como estaba, aproximando bastante su cabeza a la mía, y embriagándose con el calor de mi rostro y con el roce de mis cabellos.