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Los cirineos

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Los cirineos
de Emilia Pardo Bazán


Aquella cuitada de Romana Meléndez, tan mona, en lo mejor de la edad, los veinticinco; unida por su familia, sin previa consulta del gusto, al vejete socio de su padre, a don Laureano Calleja, pasó dos años medio secuestrada, recluida en su casa de Madrid, grande, cómoda, hasta lujosa, pero que trasudaba por las paredes murria y aburrimiento. El viejo marido, observando la perpetua melancolía de su esposa, a su vez se mostraba hosco y gruñón; los criados desempeñaban sus quehaceres de mal talante, recelosos; nunca llamaba a la puerta una visita; nunca se le ofrecía a Romana ningún honesto esparcimiento: a misa los domingos y fiestas de guardar; a «dar una vuelta» por Recoletos cuando hacía bueno, y el resto del tiempo sepultada en su butaca, peleándose con una eterna labor de gancho, una colcha, que no se acababa porque a la labrandera no le interesaba que se acabase, y en lugar de mover los dedos, dejaba el hilo y las tiras sobre el regazo y se entregaba a una de esas meditaciones sin objeto, fatigosas como caminar sobre guijarros, entre polvo.

Tal género de vida y la pasión de ánimo que se originó de él, minaron la salud de Romana. Contrajo una de esas propensiones a languidecer que agotan y secan la vida en sus mismos manantiales y pueden dar origen a afecciones consuntivas. Tuvo una elevación diaria de temperatura, que en vano combatió con la quinina, y el médico, no sabiendo qué disponer, no teniendo remedios para aliviar, la envió a que pasase un mes respirando aire puro y saturado de emanaciones balsámicas en un sanatorio del Mediodía, de esos en que la sobrealimentación y la suavidad del clima suelen proporcionar alivio; pero el tedio y la contemplación de tantas miserias fisiológicas abruman con la pesadumbre de la fatalidad que nos rodea. Para Romana el tedio era un compañero antiguo, y la variación ya por sí sola, distracción segura y aprovechable. Además, la casualidad le deparó la adquisición de una amiga, una señora que ocupaba la habitación contigua: llamábase Ignacia López, y era esposa de un modestísimo empleado en Hacienda.

Ignacia no padecía mal ninguno; se encontraba en el sanatorio acompañando y cuidando a una hermanita suya, criatura muy interesante, tísica confirmada. Simpatizaron Ignacia y Romana desde el primer momento; en el pinar allegaron las mecedoras, y entre efluvios de resina y tibias caricias de sol, charlaron con alegrías y vivezas de pájaros. Eran casi de la misma edad; fuera de eso, en nada se parecían. La actividad de Ignacia contrastaba con la pasividad de Romana, siempre resignada y en brazos del Destino, mientras su nueva amiga luchaba con él y aspiraba a vencerlo. Inteligente y jamás cansada, Ignacia, sin dejar de atender a la tísica, discurría diabluras, organizaba entre los pinos meriendas y paellas que galvanizaban hasta a los moribundos. Romana ponía el dinero; la empleadita, el buen humor y la disposición. Pero la tísica empeoró y hubo que pensar en volverse al domicilio, que es, al fin y al cabo, donde mejor lo pasa un enfermo. La idea de quedarse sin su amiga achicó el corazón de Romana; en un santiamén hizo la maleta; reunidas se metieron en un departamento de segunda (no podía darse el lujo de primera Ignacia) y, muy hermanadas, llegaron a Madrid. Se despidieron en la estación, en la cual nadie las esperaba, con estrechos abrazos y letanías de promesas. Romana, al meterse en un coche, se sintió oprimida, como si le faltase de golpe aire blando y regenerador.

Desde entonces su vida tuvo un objeto, una finalidad: escaparse a ver a la amiga, pasarse el tiempo en su casa, insensiblemente; aquel interés era vitalidad, era rayo de luz en el limbo. Hasta cuidar a la tísica le parecía género de diversión; y no digamos vestir y desnudar a los chiquitines (tres tenía Ignacia), porque eso sí que envolvía inmenso placer. ¡Tan guapos, tan zalameros, tan rubios, tan ricos! ¡Si daban ganas de comérselos por pan! A la insípida existencia propia, Romana sustituyó la ajena; careciendo de afectos, recogió con avidez los que no la pertenecían; no padeciendo disgustos ni cuidados, adoptó los de Ignacia; la escasez de metálico, las inquietudes por la enferma, por el sarampión de los chiquillos, por la urgencia de vestirse de invierno...; y se acostumbró a no entrar en casa de Ignacia sin un paquetito: ropa, artículos de consumo, medicamento caro, juguete... El momento de desenvolver el regalo proporcionaba a Romana gratísima emoción. Los chicos se agarraban a sus faldas, trepaban hasta su cuello, la asfixiaban a cariños.

-¡Hija, quién como tú! -exclamaba la empleadita-. ¡Si estás mejor que quieres! ¡Encontrarte el primero de mes con mil pesetas que no sabes qué hacer con ellas! Yo, que sólo me encuentro recibos atrasados de la tienda, del zapatero, del casero! ¡Tener un marido formal, que se babará por ti!

-Pues mira: yo -contestaba Romana, acariciando al angelito menor- te trocaba la suerte. Si me das este muñeco, ¡quieto, diabólico!, te entrego las mil pesetas en un billete. Y ya que te gusta el marido viejo..., te lo traspasaba, cediéndome tú, por supuesto, al joven...

Fue dicha esta enormidad como se dicen las frases humorísticas más gordas cuando hay confianza y ternura; las dos amigas rieron a carcajadas y se besaron. Es de advertir que por entonces ninguna de las dos conocía al marido de la otra. El de Ignacia estaba en Zamora, con licencia de dos meses, ultimando asuntos de una testamentaría; el de Romana, envuelto también en negocios, y, por contera, huraño y escamón, prevenido contra todo y todos y, en especial, contra «los pobretes» y «los pegotes», no permitía ni oír nombrar a las recién adquiridas relaciones de su esposa. Mas sucedió que cierta mañana dominical, volviendo de las Calatravas el señor Calleja, en la acera de Alcalá le paró una señora... ¡Demontre! ¡Qué señora más despabilada! Aquello fue un acosón chancero, igual que si se hubiesen tratado tú por tú desde la cuna Ignacia y don Laureano. Hubo dichos graciosos, tiroteo de picantes frases. «A mí ya sé que no me puede usted ver ni en pintura...», repetía Ignacia, riendo, enseñando los dientes blancos, las bien frotadas encías. Nadie gastaba bromas con el viejo; se le hablaba en tono grave, al diapasón de su cara seca y muerta como una hoja arrancada del árbol. La chistosa franqueza de Ignacia le hizo el efecto que hace al sobrio un vaso de vinillo puro. «¿Pues quién le privó a usted de venir a mi casa..., digo, a la de usted?», barbotaba confusamente. «Usted mismo, que es capaz de espantarme con un palo...» «Nada de eso.» «Pues si no me pega usted, cónstele que voy..., a ver si me querrá usted tanto así cuando vea que soy una buena persona, aunque me esté mal el decirlo...; y yo también me convenceré de que usted no es un tirano, sino un barbián simpático y amable...»

A la hora de comer, don Laureano rezongó entre los vapores de la sopa:

-No sé por qué has de andar corriendo la fama de que soy raro... ¿Te quito yo ningún gusto? Hoy mismo vendrá aquí esa amigota que te echaste en el sanatorio...

Y vino «la amigota», y de un modo gradual fue repitiendo las visitas, diciendo a Romana:

-Hija, no te celes si atiendo más a tu esposo que a ti, si le llevo las manías al buen señor... Nos conviene conquistarle... Que crea que me tiene prendada... Tú hazte la sueca...

¡Ya lo creo que se haría la sueca, y loca de contento! Y el viejo se acostumbró a la presencia de Ignacia a la hora del café, a su pico fresco y vivaz, a sus entrometimientos de mal tono, pero chuscos y divertidos. Había aquello de: «¡Jesús, y qué hombre tan tacaño! ¿Por qué no hace usted así..., o asado?... ¡Si yo fuese su mujer de usted...!» Y la respuesta: «Pues como fuese yo su marido..., la encerraba, por aturdida, por liosa...»

Transcurrido un mes, Calleja se corrió e invitó a «esa golfa» a cenar los domingos. Romana notó, con agradable admiración, que ese día su marido se mudaba, se acicalaba, se afeitaba cuidadosamente, recortándose los cuatro pelitos de la calva, y se ponía la levita, anticuada por desuso; y colmó su satisfacción el anuncio de que tenían palco en Lara, donde acabaron la noche divertidísimos, riendo como tontos con las ocurrencias y los gestos de Rodríguez...

Poco después llegó a Madrid el esposo de Ignacia, y fue presentado a Romana. Como sucede siempre que se ha hablado mucho de una persona antes de conocerla, hubo cortedad, al pronto, en las relaciones. Miguel -así se llamaba el consorte- frisaría en los treinta: el rubio bigotico, la boca roja, le daban aspecto más juvenil aún; su cara era adamada, su piel fina; pero sólido su tronco, y sus piernas ágiles y nerviosas. A la segunda entrevista, confesó a Romana su única debilidad, su único vicio: la afición a la fotografía. A la sordina, el entretenimiento es caro; nadie sabe lo que se gasta, amén de los aparatos, en placas, películas, reactivos, cartones, mil accesorios. Eso sí, con Huertas y Franzen se las tenía él...

-Anda, enseña tus monos -exclamó Ignacia, como quien se aviene al capricho de un niño-. Hija, ya verás... Yo le digo que se establezca; al menos nos valdrá guita la manía de las instantáneas...

Romana y Miguel se instalaron cerca de la ventana, con un velador delante, y el fotógrafo de afición fue trayendo álbumes, carteras, envoltorios de papel: su tesoro. Los niños jugaban en la antesala; se oían sus voces, sus chillidos, su batalla con las cuatro sillas que les servían para improvisar un coche; allá, muy abajo en la calle, poco transitada, rodaba algún simón, se alzaba algún pregón; el sol se ponía; un frío suave, ligero, cruzaba los vidrios, y las cabezas de Miguel y de Romana se aproximaban involuntariamente, al inclinarse para mejor ver las pruebas.

-Mañana haré una instantánea de usted -declaró el aficionado.

-¿Dónde?

-¡Bah! En cualquier parte... En la calle... Cuando vaya usted a misa, a tiendas... Los mejores clichés son esos que se obtienen así, cogiendo al modelo descuidado...

Ignacia, que entraba en aquel momento, intervino...

-En la calle, no. ¡Qué tontería! Cruza un perro, cruza un golfo..., ¡echa a perder la placa! Es más bonito en el Retiro, con el fondo de los árboles sin hojas, que dices tú que hace tan fino... ¿No sabes? Como la que sacaste cuando éramos novios...

Se convino el sitio, la hora, todos los detalles. La mañana de aquel día, Romana se levantó agitada, cual si esperase que algo extraordinario, algo desconocido iba a aparecerse en su horizonte. Desde temprano se lavó, se peinó, se rizó, se acicaló, se puso su mejor traje, su sombrero más de moda. Luego, sin saber en qué invertir el tiempo que faltaba, dio por la casa mil vueltas; y, de pronto, pensando que ya era tardísimo, descendió las escaleras precipitada y tomó un coche de punto. A la entrada del Retiro la esperaba, solo, el marido de su amiga. Ésta no había podido venir por no sé qué pupa del menor de los pequeños...

Era la mañanita una de las que el calumniado clima de Madrid ofrece como regalo divino: bañada de luz, de una luz rubia, vibrante, reanimadora; una luz que parecía que nunca iba a acabarse, que nunca transigiría con la noche. Las calles enarenadas y los arriates del Retiro convidaban a ejercitarse en pasear; las estatuas blancas, sin pedestal, destacándose de su alfombra de césped, parecían sugerir cosas recónditamente dulces, un misterio gozoso de la vida. La ramazón rojiza del arbolado desnudo de hoja formaba un fondo como de viejo guipur, y la masa sombría, intensamente verde de las coníferas, realzaba aquellas delicadezas otoñales, contrastando con ellas de un modo brusco y vigoroso. De los macizos de arbustos ascendían perfumes de violetas tardías, y azules estrellitas de agérato miraban a Romana y a Miguel, como miran las cándidas pupilas de los niños. No había un alma en el parque; la gloria matinal, la hermosura de un día tan radioso, pertenecía únicamente a la pareja, la cual podía creer que el cielo celebraba fiesta en su honor. Se sentaron en un banco. No sabían qué decirse. Al fin, Miguel, bromeando, entabló la conversación lírica, la que naturalmente fluye en la soledad cuando escucha una mujer. Habló de amores, de cosas pasadas; disertó sobre lo que forma el único atractivo real y poderoso de la existencia. Aquello no era ofender a Romana, pues no era cortejarla. Un palique dulce, entretejido de recuerdos, una página de subjetivismo, la lectura en alta voz de una novela vivida... Miguel había querido mucho a una mujer; obstáculos invencibles le habían separado de ella, después de aventuras románticas, bonitas... y raras... Ya las referiría, ya... En una crisis de desaliento, para olvidar, fue cuando se casó con Ignacia. «A usted se lo puedo contar, a usted su mejor amiga...; pero guárdeme el secreto... Esto entre los dos...» Romana prometía discreción, reserva absoluta. ¡El primer secretillo de amor que le fiaban! Un cosquilleo delicioso activaba en sus venas el curso de la sangre...

Al preguntar por la tarde Ignacia: «¿Qué tal el Retiro?», Romana, respondió, titubeando un poco:

-Divinamente... ¡Qué mañana! ¡Parecía de primavera! Sólo faltabas tú...

-Pues, serrana...; yo a cada paso más sujeta. Entre los muñecos de carne y la enfermita... Pero me encanta que os hayáis divertido la mar... Paseítos así te convienen, hija; tienes hoy una cara que te la han hecho de nuevo. Hay que mirar por la salud. Cuando quieras, Miguel te acompañará. Me lo cuidas, ¿eh? Porque él es de la piel de Barrabás, y si no hay quien le llame al orden...

Y como el empleado protestase sonriendo, Ignacia insistió:

-Nada, nada; que te pongo a Romita de guardia civil...

Establecido así el modus vivendi, fue la existencia fácil y suave como el curso de un arroyo, y crecieron en sus márgenes florecillas y plantas frescas, tersas, lozaneadoras, cuyo color regocija el espíritu. Romana, poco a poco, recobró la salud, se puso inmejorable; una de esas curaciones que hacen decir a los doctores: «El efecto de la aeroterapia no se nota hasta el invierno.» Lo extraño es que don Laureano, sin tomar más aires que los que descienden armados de navaja barbera de las altitudes del Guadarrama, también se mostró remozado, al menos en el genio y condición; volviose expansivo y casi galante; su dinero, oculto por la parsimonia, sudoroso de fatiga al multiplicarse en negocios sórdidos, empezó a ostentarse, a relucir, a correr con argentinos choques, sonoros y limpios como una explosión de risa. El viejo, ¡qué maravilla!, se abonó a landó y palco, señaló cantidades para trapos y moños, despidió a la cocinera por guisar mal -Ignacia solía dejar en el plato la blanqueta de gallina- y declaró a voces:

-¡Para el tiempo que hemos de vivir...! Pasémoslo bien; ¿verdad, Romana?

Romana lo aprobaba todo. Por las tardes, largas ya, los dos matrimonios paseaban en coche descubierto; y si la esposa de Calleja tenía algún capricho especial y necesitaba cuartos, decía a su amiga:

-Mujer, Nacita, tú que entiendes mejor el carácter de Laureano, ¿eh?

Hacia mediados de abril expiró la tísica, cuya vida se prolongaba a fuerza de cuidados y de alimentos exquisitos. Ignacia se mudó a un piso mejor, que no le recordase tristezas, y llevó un luto elegante; primero, crespón inglés; luego, ríos de azabache y oleadas de encaje negro. Romita no manifestó extrañeza ante la prosperidad de su amiga; pero ésta le hizo confidencias en tono chancero...

-¿No te enteraste? Pues en la lotería de febrero me ha caído un premio regular... ¡Qué suertaza! Sí, serranita, unos cuantos miles de pesetas... Y yo pensé: «¿Por qué no he de disfrutar algo? Bastantes privaciones he aguantado... El dinero es redondo...»

-Has hecho perfectamente -contestó Romana, acariciando a la empleadita.

Sin embargo, hacia el mes de julio, cuando empezaba a agitarse la cuestión de veraneo y a discutirse las ventajas de San Sebastián comparadas a las de Santander, Romana, a solas con su marido, sacando los pies del plato, indicó que debía preferirse una playa modesta.

-Si han de acompañarnos Ignacia y Miguel -advirtió-. Ellos no son ricos... El gasto de dos matrimonios, uno de ellos con niños...

-¿Qué importa? -exclamó enfurruñado don Laureano-. Los ayudaremos...; al fin, nosotros no tenemos hijos..., ni esperanzas...

Romana se turbó, bajó los ojos y murmuró, sobando el lindo broche de «estrás» de su cinturón grana:

-¿Quién sabe?

El viejo, inmóvil de sorpresa, le miraba de hito en hito. Al fin, halagado, envanecido, tendió las manos, atrajo hacia sí a su mujer y la abrazó despacio, de un modo lento y profundo, mientras ella se ponía toda del color de su cinturón. Y ambos, al darse aquel abrazo, se sintieron dichosos, libres un instante del peso de la cruz.