Los complementarios (Machado)
Apariencia
- (Cancionero apócrifo)
Recuerdos de sueño, fiebre y duermevela I Esta maldita fiebre que todo me lo enreda, siempre diciendo: ¡claro! Dormido estás: despierta. ¡Masón, masón! Las torres bailando están en rueda. Los gorriones pían bajo la lluvia fresca. ¡Oh, claro, claro, claro! Dormir es cosa vieja, y el toro de la noche bufando está a la puerta. A tu ventana llego con una rosa nueva, con una estrella roja, y la garganta seca. ¡Oh, claro, claro, claro! ¿Velones? En Lucena. ¿Cuál de las tres? Son una Lucia, Inés, Carmela; y el limonero baila con la encinilla negra. ¡Oh, claro, claro, claro! Dormido estás. Alerta. Mili, mili, en el viento: glu-glu, glu-glu, en la arena. Los tímpanos del alba, ¡qué bien repiquetean! ¡Oh, claro, claro, claro! II En la desnuda tierra III Era la tierra desnuda, y un frío viento, de cara, con nieve menuda. Me eché a caminar por un encinar de sombra: la sombra de un encinar. El sol las nubes rompía con sus trompetas de plata. La nieve ya no caía. La vi un momento asomar en las torres del olvido. Quise y no pude gritar. IV ¡Oh, claro, claro, claro! Ya están los centinelas alertos. ¡Y esta fiebre que todo me lo enreda!... Pero a un hidalgo no se ahorca; se degüella, seor verdugo. ¿Duermes? Masón, masón, despierta. Nudillos infantiles y voces de muñecas. — ¡Tan-tan! ¿Quién llama, di? —¿Se ahorca a un inocente en esta casa? —Aquí se ahorca, simplemente. — ¡Qué vozarrón! Remacha el clavo en la madera. Con esta fiebre... ¡Chito! Ya hay público a la puerta. La solución más linda del último problema. Vayan pasando, pasen; que nadie quede fuera. — —¡Sambenitado, a un lado! —¿Eso será por mí? ¿Soy yo el sambenitado, señor verdugo? —Sí. — ¡Oh, claro, claro, claro! Se da trato de cuerda, que es lo infantil, y el trompo de música resuena. Pero la guillotina, una mañana fresca... Mejor el palo seco, y su corbata hecha. ¿Guitarras? No se estilan. Fagotes y cornetas, y el gallo de la aurora, si quiere. ¿La reventa la hacen los curas? ¡Claro! ¡¡¡Sambenitón, despierta!!! V Con esta bendita fiebre la luna empieza a tocar su pandereta; y danzar quiere, a la luna, la liebre. De encinar en encinar saltan la alondra y el día. En la mañana serena hay un latir de jauría, que por los montes resuena. Duerme. ¡Alegría! ¡Alegría! VI Junto al agua fría, en la senda clara, sombra dará algún día ese arbolillo en que nadie repara. Un fuste blanco y cuatro verdes hojas que, por abril, le cuelga primavera, y arrastra el viento de noviembre, rojas. Su fruto, sólo un niño lo mordiera. Su flor, nadie la vio. ¿Cuándo florece? Ese arbolillo crece no más que para el ave de una cita, que es alma —canto y plumas— de un instante, un pajarillo azul y petulante que a la hora de la tarde lo visita. VII ¡Qué fácil es volar, qué fácil es! Todo consiste en no dejar que el suelo se acerque a nuestros pies. Valiente hazaña, ¡el vuelo!, ¡el vuelo!, ¡el vuelo! VIII ¡Volar sin alas donde todo es cielo! Anota este jocundo pensamiento: Parar, parar el mundo entre las puntas de los pies, y luego darle cuerda del revés, para verlo girar en el vacío, coloradito y frío, y callado —no hay música sin viento—. ¡Claro, claro! ¡Poeta y cornetín son de tan corto aliento!... Sólo el silencio y Dios cantan sin fin. IX Pero caer de cabeza, en esta noche sin luna, en medio de esta maleza, junto a la negra laguna... — —¿Tú eres Caronte, el fúnebre barquero? Esa barba limosa... —¿Y tú, bergante? —Un fúnebre aspirante de tu negra barcaza a pasajero, que al lago irrebogable se aproxima. —¿Razón? —La ignoro. Ahorcóme un peluquero. —(Todos pierden memoria en este clima.) —¿Delito? —No recuerdo. —¿Ida, no más? —¿Hay vuelta? —Sí. —Pues ida y vuelta, ¡claro! —Sí, claro... y no tan claro: eso es muy caro. Aguarda un momentín, y embarcarás. X ¡Bajar a los infiernos como el Dante! ¡Llevar por compañero a un poeta con nombre de Lucero! ¡Y este fulgor violeta en el diamante! Dejad toda esperanza... Usted, primero. ¡Oh, nunca, nunca, nunca! Usted delante. — Palacios de mármol, jardín con cipreses, naranjos redondos y palmas esbeltas. Vueltas y revueltas, eses y más eses. «Calle del Recuerdo». Ya otra vez pasamos por ella. «Glorieta de la Blanca Sor». «Puerta de la luna». Por aquí ya entramos. «Calle del Olvido». Pero ¿adónde vamos por estas malditas andurrias, señor? —Pronto te cansas, poeta. —«Travesía del Amor»... ¡y otra vez la «Plazoleta del Desengaño Mayor»!... XI —Es ella... Triste y severa. Di, más bien, indiferente como figura de cera. — —Es ella... Mira y no mira. —Pon el oído en su pecho y, luego, dile: respira. — —No alcanzo hasta el mirador. —Háblale. —Si tú quisieras... —Más alto. —Darme esa flor. ¿No me respondes, bien mío? ¡Nada, nada! Cuajadita con el frío se quedó en la madrugada. XII ¡Oh, claro, claro, claro! Amor siempre se hiela. ¡Y en esa «Calle Larga» con reja, reja y reja, cien veces, platicando con cien galanes, ella! ¡Oh, claro, claro, claro! Amor es calle entera, con celos, celosías, canciones a las puertas... Yo traigo un do de pecho guardado en la cartera. ¿Qué te parece? —Guarda. Hoy cantan las estrellas, y nada más. —¿Nos vamos? —Tira por esa calleja. —Pero ¿otra vez empezamos? «Plaza Donde Hila la Vieja». Tiene esta plaza un relente... ¿Seguimos? —Aguarda un poco. Aquí vive un cura loco por un lindo adolescente. Y aquí pena arrepentido, oyendo siempre tronar, y viendo serpentear el rayo que lo ha fundido. «Calle de la Triste Alcuza». —Un barrio feo. Gentuza. ¡Alto!... «Pretil del Valiente». —Pregunta en el tres. —¿Manola? —Aquí. Pero duerme sola: está de cuerpo presente. ¡Claro, claro! Y siempre clara, le da la luna en la cara. —¿Rezamos? —No. Vamonós. Si la madeja enredamos con esta fiebre, ¡por Dios!, ya nunca la devanamos. ... Sí, cuatro igual dos y dos.