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Los condenados: 25

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Escena IX

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PATERNOY, SALOMÉ; SANTAMONA, por la izquierda, segundo término, secándose las manos con un paño.


SANTAMONA.- Te he puesto la alcobita como los chorros del oro.

PATERNOY.- ¿Estabas tú aquí, Mónica? Me lo figuraba. Donde hay miserables que socorrer, tristes que consolar, no puedes faltar tú.

SANTAMONA.- Ni tú. (Contempla a SANTIAGO con cariño y admiración.) Aquí le tienes. Mirémonos en este espejo. ¡Un hombre que en la fuerza de la edad abandona el mundo, y desprecia todo, amores, riquezas, opinión, para ponerse al servicio de Dios en austera penitencia!...

SALOMÉ.- ¡Qué hermosura! ¡Dichoso quien tiene ese valor!

PATERNOY.- Ningún mérito hay en esa resolución que es hija del desaliento y del cansancio de tanta pequeñez y vanidad.

SANTAMONA.- Aquí donde le ves, ya ha empezado a repartir su caudal entre los pobres.

PATERNOY.- Calla. ¿Qué sabes tú?

SANTAMONA.- Sí que lo sé, y lo digo. No te valen tus marrullerías. Verás: a Las Esclavas de Berdún les ha dado una casa magnífica, que fue convento del Císter; al hospital de Hecho...

PATERNOY.- (Con altanería.) Basta. Suspende el panegírico. Tengo que hablar a ésta de cosas que le interesan más.

SANTAMONA.- Ya... has venido a arreglarle el casamiento...

PATERNOY.- Y para ello, lo primero que necesito saber, es el verdadero nombre y el estado civil de José León.

SALOMÉ.- (¡Ay, Dios mío!)

PATERNOY.- Porque aquello de «Soy don Fernando de Azlor», fue una picaresca improvisación, un rasgo teatral para salir del paso, y conjurar la tormenta que se le venía encima... El verdadero nombre es otro.

SALOMÉ.- (Angustiada.) (¡La Virgen nos ampare!)

PATERNOY.- (Clavando en ella una mirada penetrante.) Y tú lo sabes... Te lo conozco en la cara.

SALOMÉ.- ¿A mí?

PATERNOY.- (A SANTAMONA.) Y tú lo sabes también, viejecilla celestial.

SANTAMONA.- ¿Yo? Estás fresco.

PATERNOY.- Y vais a decírmelo...

SALOMÉ.- (Vivamente, medrosa.) ¡Ay, yo no sé nada!

SANTAMONA.- Ni yo...

PATERNOY.- (Con ternura y generosidad.) Vamos, Salomé, primita mía, alma de Dios, si tu marido... ya ves... le doy ese nombre para halagarte... si tu marido me declara toda la verdad de sus mentiras, si le veo Yo lealmente arrepentido de sus culpas, de sus tremendas culpas, yo le salvaré de la justicia, y os caso, y os mando a Francia, y en paz...

SANTAMONA.- Sí, sí, muy bien. Chiquilla, di que sí.

SALOMÉ.- (Con brío.) No es criminal: digo y sostengo que no es criminal. No creas a esos locos que le acusan y le persiguen... por delitos inventados, que habrán cometido otros, él no.

PATERNOY.- ¡Él no! ¿Estás segura de lo que dices?

SALOMÉ.- Segura.

PATERNOY.- ¡Pobrecilla! ¡Qué pena desvanecer tus ilusiones!

SANTAMONA.- Pues ni ésta ni yo sabemos nada del nombre, ea... Cada cual que se llamo como quiera. Importan mucho las acciones, los nombres nada.

PATERNOY.- Algo importan para la justicia.

SANTAMONA.- La de Dios es la única verdadera.

PATERNOY.- La humana no puede desatenderse.

SANTAMONA.- La humana tiene sus Guardias civiles, sus jueces y escribanos... Que averigüen ellos los delitos y los nombres, y cuanto hay que averiguar... Salomé, chiquilla, si algo sabes, cállatelo... Que lo diga él, si quiere.

PATERNOY.- Pues que venga; ¿dónde está? A todo trance quiero hablarle y entenderme con él.

SALOMÉ.- Aquí estaba. Habrá ido al monte.

PATERNOY.- (Recordando.) Ya sé... Me dijo su compañero que estaba en el río, pescando truchas. Santa incansable y vivaracha, vete a buscarle.

SALOMÉ.- Sí, Sí.

SANTAMONA.- Voy. ¡Qué buena ocasión! A la margen del río iba yo ahora para hacer mi recolección de follaje silvestre.

SALOMÉ.- Allí le encontrarás.

SANTAMONA.- (A PATERNOY.) Si le encuentro, le digo que...

PATERNOY.- Procura no alarmarle. Podría escapársenos.

SANTAMONA.- (Con gracejo.) Nada, que él está pescando, y yo voy, y le poseo a él. (Con decisión.) ¡Al río! (Vase.)

PATERNOY.- (Viéndola salir.) Pescadora de almas, ¿quién lo duda?

SALOMÉ.- (Cavilosa.) Me da el corazón que no le hallará en el río.

PATERNOY.- Ya parecerá. Y ahora, ¿te obstinas en no confiarte a mí? (Cariñosamente, tomándole una mano.)

SALOMÉ.- (Afligidísima.) ¡Oh! Santiago... no sé nada... no sé... Por Dios te pido que no me martirices más.

PATERNOY.- Yo no te martirizo. Quiero salvarte a ti, y a él también. Y he de conseguirlo: soy muy terco, Salomé. (SALOMÉ llora.) Bueno, hija mía, ya no te pregunto nada. No quiero saber nada. Tú confías sin duda en que queriendo mucho a tu bandido, y sólo con quererle mucho, le traerás a Dios y a la ley.

SALOMÉ.- ¡Oh, sí, sí! Con el amor puro y acendrado; con la ayuda de Cristo Nuestro Señor y de la Santísima Virgen, a quien fervorosamente se lo pido un día y otro, yo conseguiré traerle al buen camino.