Los cuatro hijos de Eva: 1

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Los cuatro hijos de Eva de Vicente Blasco Ibáñez


Capítulo I[editar]

Iba á terminar la siega en la gran estancia argentina llamada «La Nacional». Los hombres venidos de todas partes para recoger la cosecha huían del amontonamiento en las casas de los peones y en las dependencias donde estaban guardadas las máquinas de labranza con los fardos de alfalfa seca. Preferían dormir al aire libre, teniendo por almohada el saco que contenía todos sus bienes terrenales y les había acompañado en sus peregrinaciones incesantes.

Se encontraban allí hombres de casi todos los países de Europa. Algunos eternos vagabundos se habían lanzado á correr la tierra entera para saciar su sed de aventuras, y estaban temporalmente en la pampa argentina, unos cuantos meses nada más, antes de trasladar su existencia inquieta á la Australia ó al Cabo de Buena Esperanza. Otros, simples labriegos, españoles ó italianos, habían atravesado el Atlántico atraídos por la estupenda novedad de ganar seis pesos diarios por el mismo trabajo que en su país era pagado con unos cuantos céntimos.

Los más de los segadores pertenecían á la clase de emigrantes que los propietarios argentinos llaman «golondrinas»; pájaros humanos que cada año, cuando las primeras nieves cubren el suelo de su país, abandonan las costas de Europa, levantando el vuelo hacia el clima más cálido del hemisferio meridional. Trabajan duramente verano y otoño, y cuando el viento pampero empieza á azotar las llanuras, asustados por la proximidad del invierno, regresan á los lugares de procedencia, donde la tierra empieza á despertar entonces bajo las primeras caricias primaverales.

Cada año vuelven, apretados como un rebaño en la proa de los mugrientos vapores de emigrantes, para trabajar en las estancias y reunir sus economías, soñando incesantemente con el lejano país. Parecen resbalar sobre el suelo de la República Argentina, sin hacer el menor esfuerzo para arraigarse en él. Una vez terminada la recolección, huyen, llevando en la faja el producto de su trabajo y dispuestos á volver al año siguiente.

La hora de la cena era el mejor momento de la jornada para los segadores de «La Nacional». Se reunían en grupos, atraídos por el vínculo del origen común ó por el encanto personal de la simpatía. Cenaban al aire libre, sentados en el suelo alrededor de la marmita humeante. Aunque las noches fuesen cálidas, encendían hogueras, buscando la protección de las llamas y del humo contra los feroces mosquitos, dominadores de la llanura.

Algunos segadores que poseían un poder instintivo de dominación trataban á sus camaradas como jefes. Dentro de estos grupos que, procedentes de diversos lugares de la tierra, habían venido á juntarse en un rincón de la América del Sur, todos los procedimientos de selección social y las lentas evoluciones que modelan á un pueblo se realizaban en pocos días. Los que habían nacido para el mando ó los que se distinguían de sus camaradas por cualquier don especial se elevaban rápidamente sobre ellos. Unos eran respetados por su coraje, otros por su palabra oratoria, otros por su experiencia.

El tío Correa, un vejete enjuto, descarnado, pero todavía fuerte á pesar de su edad, era el oráculo de los segadores españoles. Su conocimiento profundo de los hombres, sus consejos astutos, su larga familiaridad con la República Argentina, donde trabajaba hacía treinta años, le proporcionaban una sólida reputación.

Era una especie de patriarca para sus compatriotas—especialmente para los recién llegados—, y él se aprovechaba de tal prestigio escogiendo el mejor lugar cerca del caldero, cuando llegaba la hora de la cena, y el rincón más cómodo para dormir. También eludía los trabajos pesados, confiándoselos á alguno de sus fervientes admiradores.

Un anochecer, después de la cena, el tío Correa, sentado en el suelo, contemplaba su plato de metal ya vacio, dando chupadas al mismo tiempo á un cigarro que se resistía á arder.

Su camisa entreabierta dejaba á la vista la desnudez de un pecho cubierto de espesa pelambrera gris. En torno de él, unos veinticinco segadores españoles formaban corro sentados en el suelo, y los últimos fulgores de la hoguera se reflejaban en sus rostros barnizados por la causticidad del sol.

Algunas estrellas empezaban á titilar sobre la púrpura de un cielo ensangrentado por el ocaso. Los campos se extendían pálidos, con los contornos esfumados por la incierta luz del anochecer. Los había que estaban ya segados y exhalaban por sus heridas todavía abiertas el calor almacenado en su seno. Otros conservaban su onduloso manto de espigas, que empezaba á estremecerse bajo los primeros soplos de la brisa nocturna. Las máquinas agrícolas se destacaban sobre el rojo sombrío del horizonte como animales monstruosos que empezasen á surgir de las profundidades de la noche. Los tractores automóviles y las trilladoras parecían tomar en la obscuridad creciente los mismos contornos de los seres gigantescos que habían corrido por estas llanuras en los tiempos prehistóricos.

—¡Ay, hijos míos!—dijo el tío Correa quejándose de un persistente dolor en sus articulaciones—. ¡Lo que ha de trabajar y sufrir un hombre para ganarse el pan de cada día!...

Después de esta lamentación siguió hablando, en medio de un profundo silencio. Todos los ojos estaban fijos en él. Sus compatriotas esperaban un cuento divertido que les hiciera reir ó una historia interesante que les obligase á estirar el cuello con asombro y curiosidad, hasta la hora de acostarse. Pero en la presente noche el viejo se mostraba taciturno y más dispuesto á las lamentaciones que á distraer á camaradas.

—Y siempre será así—continuó—. El mal no tiene remedio. Siempre habrá ricos y pobres, y los que han nacido para servir á los otros tienen que resignarse con su triste suerte. Bien lo decía mi abuela, y eso que fué mujer. Eva es la que tiene la culpa de la falta de igualdad que hay en el mundo, y los que pasamos la vida rabiando para servir y engordar á los otros debemos maldecir á la primera mujer por la esclavitud á que nos condenó. Pero ¿qué cosa mala no han hecho las mujeres?

El deseo de quejarse que sentía esta noche le hizo recordar á un español llevado por la mañana al pueblo más próximo, ó sea á treinta kilómetros de la estancia, para que lo curasen. Uno de sus brazos había sido alcanzando por el engranaje de una trilladora, sufriendo una trituración horrible. El infeliz iba á quedar mutilado para siempre, arrastrando una vida de miserias y privaciones.

El recuerdo de tal suceso aumentó la inquietud y la tristeza de los que escuchaban á Correa; pero como si éste se arrepintiese del silencio trágico que pesaba en torno de él, se apresuró á añadir:

—Es una víctima más de la injusticia de nuestra abuela. Eva es la única responsable de que las cosas marchen tan mal en nuestro mundo.

Y como sus camaradas, especialmente los que le conocían poco tiempo, mostraban un vehemente deseo de saber por qué motivo era Eva la responsable de sus desgracias, el viejo empezó á contar á su modo la mala broma que la primera mujer se había permitido con los hombres.

El tío Correa tenía «sus letras». En su país natal llevaba ejercidas diversas profesiones, mostrándose siempre un incansable lector de diarios. Además, había asistido á muchas reuniones políticas y trabajado en las elecciones, pronunciando discursos á su modo en las tabernas del pueblo.

Lo que iba á contar ahora no era un cuento. Se trataba de un «sucedido», aunque extremadamente remoto, pues ocurrió algunos años después que Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso y condenados á ganar el pan con el sudor de su rostro....

¡Cómo hubo de trabajar el pobre Adán!... El tío Correa fué enumerando todas las cosas que el primer hombre se vió obligado á improvisar para cumplir sus obligaciones de padre de familia. En unos cuantos días tuvo que hacer de albañil, de carpintero y de cerrajero, construyendo una casa para albergar á Eva y á sus hijos.

Después hubo de domesticar á muchos animales, para que su trabajo resultase más fácil y su nutrición más abundante. Enganchó al caballo, puso el yugo al buey, persuadió á la vaca de que debía permanecer quieta en un establo y dejarse ordeñar resignadamente; también logró convencer á la gallina y al cerdo de que les convenía vivir cerca del hombre, para que éste pudiera matarlos cómodamente cada vez que le apeteciese alimentarse con sus despojos.

—Y además—continuó el segador—, Adán tuvo que desmontar las tierras vírgenes antes de cultivarlas, y echar abajo árboles inmensos, y todo lo hizo con herramientas de madera y de piedra inventadas por él. No olvidéis, hijos míos, que en esa época, Caín, que es el primer herrero de que habla la Historia, estaba todavía dando chupones á los pechos de su madre....

Como el hombre no vive sólo de pan y las golosinas son las que hacen la vida agradable, Adán prestó más atención á su huerto, donde crecían los primeros árboles frutales, que á los campos, donde cultivaba otros artículos más sólidos é importantes para la nutrición. El tío Correa, excitado por los recuerdos de su país en esta pampa monótona, donde sólo hay trigo y carne, iba mencionando los árboles de dulces frutos que embellecieron el primer huerto creado por el hombre. Describía la higuera, de hojas puntiagudas como manos abiertas, cuyo tronco rugoso y gris parece forrado con piel de elefante, y que en las mañanas de sol deja caer de rama en rama un fruto que, al aplastarse en el suelo, abre sus entrañas rojas y granuladas. Había también en dicho huerto el naranjo, con su perfume de amor y sus redondas cápsulas de miel encerradas en esferas de oro; y las diversas clases de melocotones, y el plátano, y el melón, que vive junto al suelo para absorber mejor sus jugos, concentrándolos en una carne de dulce marfil.

A veces Adán recordaba el manzano del Paraíso y la serpiente enrollada á su tronco que había dado consejos á su mujer, inspirándole estúpidos deseos. Pero al contemplar luego su huerto, se encogía de hombros. La obra de sus manos le parecía más firme y de mayor porvenir que la creación improvisada del Paraíso.

—Podía sentirse orgulloso de su obra—continuó el viejo—, pero su trabajo le costaba. Habríais sentido lástima al verle tan consumido. Sólo le quedaban los huesos y la piel, después de tantos esfuerzos. Parecía tener dos siglos más que su edad. En cambio, Eva podía pasar por su biznieta.

Esto último no sorprendía al tío Correa. En sus andanzas, había viajado por los países más adelantados y modernos, observando muchas veces que el marido trabaja con una intensidad extraordinaria, pasando el día fuera de su domicilio en lucha áspera por conquistar el dinero, mientras la mujer se queda en su salón tocando el piano y recibiendo visitas. Y como resultado de esta desigualdad en el trabajo, las mujeres parecen las hijas de sus esposos, y éstos mueren, generalmente, mucho antes que ellas.

—Yo no sé verdaderamente quién murió antes, si Eva ó Adán—continuó el viejo—; pero apostaría, sin miedo á perder, que fué el pobre Adán. Eva debió sobrevivirle, siendo una viuda rica de las que saben administrar sus bienes; y así viviría mucho tiempo, amada y respetada por sus hijos, para que no los excluyese del testamento.

¡Pobre Adán!... A veces su cansancio era tan grande después del trabajo, que le faltaba la respiración y tomaba asiento en el umbral de su casa, para reposar un poco.

Había pasado el día entero cavando la tierra ó domando el caballo salvaje y el toro feroz. Sentía un fuerte deseo de contemplar á su Eva unos instantes; el mismo deseo que sienten muchos de adorar á los seres que los maltratan; la admiración irresistible que nos inspira todo lo que nos cuesta muy caro. ¿Y esta mujer no le había costado el Paraíso?...

Eva parecía siempre hermosa, á pesar de que daba al mundo un niño todos los años, y á veces dos. No podía hacer menos, teniendo la misión de poblar la tierra entera.

Apenas Adán, sentado en el umbral de la puerta, se enjugaba el sudor de la frente y empezaba á gustar la dulce voluptuosidad del reposo, cuando la voz de Eva le arrancaba de este deleite fugitivo.

—Oye, Adán: ya que no tienes nada que hacer, podías entretenerte poniendo la mesa.

Otras veces Eva se mostraba injusta y cruel.

—Adán, lávame los platos. Es una vergüenza que estés ahí, mano sobre mano, mientras yo me mato de trabajar.

Pero en ciertas ocasiones tomaba el tono de una súplica dulce y acariciante.

—Oye, maridito mío: tú que eres tan bueno, ¿por qué no das un paseo al bebé en su cochecito? El último que ha nacido, ¿sabes? el que lleva el número setenta y dos. Ya ves, alma mía, que, sola como estoy, no puedo llegar á cuidarlos á todos.

Y el trabajador infatigable, procreador de un mundo entero, debía poner la mesa, lavar los platos y pasear al recién nacido en un cochecito de su invención.

Eva trabajaba igualmente. No era floja labor limpiar los mocos, todas las mañanas, á siete docenas de niños, lavarlos y ponerlos á secar al sol, é impedir que se peleasen entre ellos hasta la hora del almuerzo. Pero su vida estaba agriada por otras preocupaciones.

Al encontrarse fuera del Paraíso, sintió inmediatamente los primeros tormentos del pudor y de la vergüenza. Su larga cabellera ya no le pareció bastante para ocultar su desnudez, como en los tiempos en que no había escuchado aún á la maligna serpiente. Viéndose en el mundo vulgar, como simple mujer de labrador, después de haber sido primera dama en el Paraíso, tuvo que hacerse á toda prisa un manto de hojas secas que la protegiese del frío y le permitiera mostrarse con un aspecto de persona decente ante los seres celestiales.... Pero ¿cómo puede una señora tener buen aspecto llevando siempre el mismo vestido?... Esto equivalía, además, á colocarse al mismo nivel de los animales inferiores, que desde que nacen hasta que mueren llevan siempre el mismo pelaje, las mismas plumas ó el mismo caparazón.

Eva era un ser razonable, capaz de las infinitas variaciones que forman el progreso, y por esto se dedicó á perfeccionar el arte del embellecimiento de su persona.

Con el noble deseo de sostener la superioridad humana sobre los demás seres creados, se hizo un vestido nuevo todos los días. Esta resolución no era dictada por la vanidad, ni por el frívolo deseo de gustar á los hombres ó de hacer rabiar á las amigas, como han pretendido después algunos filósofos malhumorados.

Eva puso á contribución para su adorno todos los recursos de la Naturaleza: las fibras de las plantas, las pieles de los cuadrúpedos, las cortezas de los árboles, las plumas de los pájaros, las piedras brillantes ó coloreadas que la tierra vomita en sus accesos de cólera.

La tarea de inventar nuevos vestidos y adornos fué tan importante para ella y de tal modo deseó la novedad y la variedad, que la vida cambió completamente en la granja de Adán. Los hijos no vieron á su madre en muchas horas, y á veces durante jornadas enteras. Los pequeños se revolcaban en el suelo, cubiertos de una costra de suciedad, mientras los mayores reñían á puñetazos para dominarse unos á otros, ó golpeaban á los hermanos débiles que se resistían á servirles de esclavos.

A veces la tribu entera se ponía de acuerdo para saquear la despensa paternal, devorando en unas cuantas horas todas las provisiones que Adán había almacenado para una semana.

—¡Mamá! ¡Mamá!...

Un coro de voces infantiles estallaba en el interior de la casa, como si implorase socorro.

—¡Callad, demonios! Dejadme en paz. Es imposible tener un rato de tranquilidad en esta casa.

Y después de imponer silencio con voz amenazante, Eva reanudaba el curso de sus meditaciones.

—Veamos: ¿qué tal resultaría una capa de piel de pantera con cuello de plumas de lorito, y un sombrero de cortezas adornado con rosas y rabos de mono?...

Su imaginación no se cansaba de concebir las más prodigiosas creaciones para el ornato de su persona. Luchaba entre el deseo de mostrar los ocultos tesoros de su belleza y un sentimiento de modestia y de pudor propio de una madre.

Cuando se decidía por una falda corta que apenas le llegaba á las rodillas, inventaba inmediatamente, á guisa de compensación, unas mangas muy largas y un cuello que subía hasta sus orejas. Si, en un acceso de coquetería audaz, creaba un traje de ceremonia, sin mangas y muy escotado, buscaba inmediatamente volver á la virtud, fabricándose una falda que le cubría la punta de los pies y arrastraba la cola sobre el suelo, con un fru-fru semejante al ruido otoñal de las hojas secas.

Mientras tanto, Adán iba casi desnudo, mostrando sus vergüenzas de puro pobre. Su ropero sólo contenía unas cuantas pieles de oveja viejas y rotas que estaban esperando una recomposición. Pero la mujer, ocupada en sus fantasías suntuarias, no encontraba nunca media hora libre para este remiendo.

El primer hombre mostraba una viva admiración por las transformaciones continuas que iba notando en Eva. Una mañana su cabellera ostentaba el rojo ardiente del mediodía; á la mañana siguiente tenía el oro suave de la aurora; dos días después sus cabellos mostraban la negrura profunda de la noche. Ciertas tardes venía al encuentro de Adán con una falda voluminosa, casi esférica desde el talle á los pies, y tan ancha, que le era difícil pasar la puerta. Pero como la moda está formada de cambios bruscos y contrastes violentos, al día siguiente mostraba una segunda falda, tan estrecha y ajustada como la funda de un espadín, y apenas si podía marchar, saltando lo mismo que un pájaro.

Su rostro también pasaba por estas extremadas transformaciones. A lo mejor estaba pálida, con la blancura del polvo de los caminos, cual sí acabase de sufrir una emoción mortal; otras veces sus mejillas eran tan rojas que parecían reflejar el fuego del sol poniente.

Adán se sentía feliz al contemplarla, á pesar de que ella lo maltrataba lo mismo que antes, obligándole á desempeñar muchas funciones domésticas cuando venía cansado del trabajo en los campos. El pobre, gracias á tan costosas transformaciones, creía tener una mujer nueva cada veinticuatro horas.

Eva, en cambio, se aburría, con un tedio mortal. ¿Para qué adornarse tanto, si ningún otro ser humano, aparte de su marido, podía verla?... Sin embargo, estaba convencida de que era la admiración de todo cuanto le rodeaba.

Su vanidad había acabado por hacerla entender el lenguaje de los animales y de las cosas, incomprensible hasta entonces para las personas.

Cada vez que salía de su casa, la selva entera se animaba con un murmullo de curiosidad femenil; los pájaros dejaban de volar, los cuadrúpedos se detenían en mitad de sus carreras locas, y los peces sacaban la cabeza sobre la superficie de ríos y estanques.

—Veamos lo que ha inventado hoy para imitarnos—gritaban los loros y los monos insolentes desde lo alto de los árboles.

—¡Muy bien, hija mía!—aprobaba el elefante con lentos movimientos de su trompa y el toro agitando su armado testuz.

—¡Venid á ver la última creación de Eva!—piaban millares de pájaros en el follaje.

Esta ovación de la Naturaleza, que en los primeros días hizo enrojecer de orgullo á nuestra primera madre, fué acogida finalmente con indiferencia por ella. Era el aplauso de una muchedumbre inferior, y Eva aspiraba á la aprobación de sus iguales. La única persona ¡ay! que podía admirar los inventos y los matices de su buen gusto era su marido; y un marido es un ser respetable que merece cierta atención, sobre todo cuando mantiene la casa, pero resulta ridículo que las mujeres se vistan para no ser admiradas mas que por sus esposos. Es como si un poeta hiciese sus versos únicamente para leerlos á los individuos de su familia.

No; la mujer es una artista, y como todos los artistas, necesita un público grande, inmenso, á quien inspirar la admiración y el deseo, aunque no piense ni remotamente en satisfacer ese deseo.... Y como no había en el mundo otro hombre que su marido, y éste le interesaba muy poco, Eva empezó á pensar en los bienaventurados que habitan el cielo y muchas veces habían ido á hacerle visitas cuando ella ocupaba el Paraíso.

Al llegar aquí, el tío Correa interrumpió su relato para dar una explicación que consideraba necesaria.

Como Dios es un rey, los que le rodean se esfuerzan por imitar á los cortesanos terrenales, adoptando todos los sentimientos y las pasiones de su regio amo con más firmeza que éste. Apenas el Omnipotente manifestó su cólera contra Eva y su marido arrojándolos del Paraíso, los habitantes del cielo rompieron sus amistades con ella y con Adán, retirándoles el saludo y evitando todo encuentro.

A veces, cuando Eva se contemplaba en el cristal de un pequeño lago que le servía de espejo, oía á sus espaldas un ruido de alas. Era un arcángel que iba á llevar un recado del Señor, cumpliendo sus funciones de mensajero celeste.

Eva lo reconocía, se acordaba perfectamente de que le había sido presentado asistiendo á sus recepciones en el Paraíso. Pero en vano tosía ó cantaba entre dientes para atraer su atención, adoptando posturas interesantes; el viajero aéreo se resistía á reconocerla, batiendo con apresuramiento sus alas para alejarse lo más pronto posible.

—¡De qué le sirve á una ser hermosa y vestir bien, si no recibe visitas y está condenada á vivir al margen de la sociedad!—decía Eva amargamente.

Y á impulsos de su rabia, desgarraba sus trajes más originales apenas terminados, buscando además camorra al pobre Adán, para acusarlo de ser el único autor de la pérdida del Paraíso.

—Sí, tú fuiste, ¡no lo niegues!—gritaba ella—. Tú me hiciste perder aquel jardín tan agradable y distinguido, con todas mis brillantes relaciones. Tú hiciste no sé qué lío con la serpiente, excitando la cólera del Señor.

Y el pobre Adán sólo sabía decir, como único remedio expuesto tímidamente:

—¡Si te ocupases un poco más de los niños! ¡Si dedicases menos tiempo á tus modas!...

Al oir estos consejos vulgares, la indignación daba á Eva un lenguaje poético.

—¿Quieres acaso que vaya desnuda?—decía con altivez—. Mira lo que hace el viento; es menos interesante que yo, no tiene cuerpo, y sin embargo se envuelve en una capa de polvo al correr á lo largo de los caminos y de un manto de hojas secas cuando atraviesa las selvas.