Los cuatro jinetes del Apocalipsis/Primera parte/III

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II
Los cuatro jinetes del Apocalipsis de Vicente Blasco Ibáñez
Primera Parte
III - La familia Desnoyers
IV

La «sucesión Madariaga» -como decían en su lenguaje los hombres de ley, interesados en prolongarla para aumento de los honorarios- quedó dividida en dos grupos separados por el mar. Los Desnoyers se establecieron en Buenos Aires. Los Hartrott se trasladaron a Berlín luego que Karl hubo vendido todos los bienes para emplear el producto en empresas industriales y tierras de su país.

Desnoyers no quiso seguir viviendo en el campo. Veinte años había sido el jefe de una enorme explotación agrícola y ganadera, mandando a centenares de hombres en varias estancias. Ahora el radio de su autoridad se había restringido considerablemente al parcelarse la fortuna del viejo con la parte de Elena y los numerosos legados. Le encolerizaba ver establecidos en tierras inmediatas a varios extranjeros, casi todos alemanes, que las habían comprado a Karl. Además, se hacía viejo, la fortuna de su mujer representaba unos veinte millones de pesos, y su ambicioso cuñado, al trasladarse a Europa, demostraba tal vez mejor sentido que él.

Arrendó parte de sus tierras, confió la administración de otras a algunos de los favorecidos por el testamento, viendo siempre en Desnoyers al patrón, y se trasladó a Buenos Aires. De este modo podía vigilar a su hijo, que seguía llevando una vida endiablada, sin salir adelante de los estudios de ingeniería... Además, Chichí era ya una mujer, su robustez le daba un aspecto precoz, superior a sus años, y no era conveniente mantenerla en el campo, para que fuese una señorita rústica como su madre. Doña Luisa parecía cansada igualmente de la vida de la estancia. Los triunfos de su hermana le producían cierta molestia. Era incapaz de sentir celos; pero, por ambición maternal, deseaba que sus hijos no se quedasen atrás, brillando y ascendiendo como los hijos de la otra.

Durante un año llegaron a la casa que Desnoyers había instalado en la capital las más asombrosas noticias de Alemania. «La tía de Berlín» -como llamaban a Elena sus sobrinos- enviaba unas cartas larguísimas con relatos de bailes, comidas, cacerías y dignidades militares: «nuestro hermano el coronel», «nuestro primo el barón», «nuestro tío el consejero íntimo», «nuestro tío segundo, el consejero verdaderamente íntimo». Todas las extravagancias del escalafón social alemán, que discurre incesantemente títulos nuevos para satisfacer la sed de honores de un pueblo dividido en castas, eran enumeradas con delectación por la antigua Romántica. Hasta hablaba del secretario de su esposo, que no era un cualquiera, pues había ganado como escribiente en las oficinas públicas el título de Rechnungsrath (consejero de Cálculo). Además, mencionaba con orgullo el Oberpedell retirado que tenía en su casa, explicando que esto quiere decir: «Portero superior.»

Las noticias referentes a sus hijos no resultaban menos gloriosas. El mayor era el sabio de la familia. Se dedicaba a la filología y las ciencias históricas; pero su vista resultaba cada vez más deficiente, a causa de las continuas lecturas. Pronto sería doctor, y antes de los treinta años. Herr Professor. La madre lamentaba que no fuese militar, considerando sus aficiones como algo que torcía los altos destinos de la familia. El profesorado, las ciencias y la literatura eran refugio de los judíos, imposibilitados por su origen de obtener un grado en el Ejército. Pero se consolaba pensando que un profesor célebre puede conseguir con el tiempo una consideración social casi comparable a la de un coronel.

Sus otros cuatro hijos varones serían oficiales. El padre preparaba el terreno para que pudiesen entrar en la Guardia o en algún regimiento aristocrático sin que los compañeros de Cuerpo votasen en contra al proponer su admisión. Las dos niñas se casarían seguramente, cuando tuviesen edad para ello, con oficiales de húsares que ostentasen en su nombre una partícula nobiliaria, altivos y graciosos señores de los que hablaba con entusiasmo la hija de misiá Petrona.

La instalación de los Hartrott era digna de sus nuevas amistades. En la casa de Berlín, la servidumbre iba de calzón corto y peluca blanca en noches de gran comida. Karl había comprado un castillo viejo, con torreones puntiagudos, fantasmas en los subterráneos y varias leyendas de asesinatos, asaltos y violaciones que amenizaban su historia de un modo interesante. Un arquitecto condecorado con muchas órdenes extranjeras, y que, además, ostentaba el título de consejero de Construcción, era el encargado de modernizar el edificio medieval sin que perdiese su aspecto terrorífico. La Romántica describía por anticipado las recepciones en el tenebroso salón, a la luz difusa de las lámparas eléctricas, que imitarían antorchas; el crepitar de la blasonada chimenea, con sus falsos leños erizados de llamas de gas; todo el esplendor del lujo moderno aliado con los recuerdos de una época de nobleza omnipotente, la mejor, según ella, de la Historia. Además, las cacerías, las futuras cacerías, en una extensión de tierras arenosas y movedizas, con bosques de pinos, en nada comparables al rico suelo de la estancia natal, pero que habían tenido el honor de ser pisadas siglos antes por los marqueses de Brandeburgo, fundadores de la casa reinante de Prusia. Y todos estos progresos, esta rápida ascensión de la familia, ¡en sólo un año!... Tenían que luchar con otras familias ultramarinas que habían amasado fortunas enormes en los Estados Unidos, el Brasil o las costas del Pacífico. Pero eran alemanes sin nacimiento, groseros plebeyos que en vano pugnaban por introducirse en el gran mundo haciendo donativos a las obras imperiales. Con todos sus millones, a lo más que podían aspirar era a unir sus hijas con oficiales de infantería de línea. ¡Mientras que Karl!... ¡Los parientes de Karl!... Y la Romántica dejaba correr la pluma glorificando a una familia en cuyo seno creía haber nacido.

De tarde en tarde, con las epístolas de Elena llegaban otras breves dirigidas a Desnoyers. El cuñado le daba cuenta de sus operaciones, lo mismo que cuando vivía en la estancia protegido por él. Pero a esta deferencia se unía un orgullo mal disimulado, un deseo de desquitarse de sus épocas de humillación voluntaria. Todo lo que hacía era grande y glorioso. Había colocado sus millones en empresas industriales de la moderna Alemania. Era accionista de fábricas de armamento, enormes como pueblos; de compañías de navegación, que lanzaban un navío cada medio año. El emperador se interesaba en estas obras, mirando con benevolencia a los que deseaban ayudarle. Además, Karl compraba tierras. Parecía a primera vista una locura haber vendido los opulentos campos de su herencia para adquirir arenales prusianos que sólo producían a fuerza de abonos. Pero siendo terrateniente figuraba en el partido agrario, el grupo aristocrático y conservador por excelencia, y así vivía en dos mundos opuestos e igualmente distinguidos: el de los grandes industriales, amigos del emperador y el de los junkers, hidalgos del campo, guardianes de la tradición y abastecedores de oficiales del rey de Prusia.

Al enterarse Desnoyers de estos progresos, pensó en los sacrificios pecuniarios que representaban. Conocía el pasado de Karl. Un día, en la estancia, a impulsos del agradecimiento, había revelado al francés la causa de su viaje a América. Era un antiguo oficial del Ejército de su país; mas el deseo de vivir ostentosamente, sin otros recursos que el sueldo, lo arrastró a cometer actos reprensibles: sustracción de fondos pertenecientes al regimiento, deudas sagradas sin pagar, falsificación de firmas. Estos delitos no habían sido perseguidos oficialmente por consideración a la memoria de su padre; pero los compañeros de Cuerpo le sometieron a un tribunal de honor. Sus hermanos y amigos le aconsejaron el pistoletazo como único remedio; mas él amaba la vida y huyó a América, donde, a costa de humillaciones, había acabado por triunfar. La riqueza borra las manchas del pasado con más rapidez que el tiempo. La noticia de su fortuna al otro lado del Océano hizo que su familia le recibiese bien en el primer viaje, introduciéndolo de nuevo en su mundo. Nadie podía recordar historias vergonzosas de centenares de marcos tratándose de un hombre que hablaba de las tierras de su suegro, más extensas que muchos principados alemanes. Ahora, al instalarse definitivamente en el país, todo estaba olvidado; pero ¡qué de contribuciones impuestas a su vanidad!... Desnoyers adivinó los miles de marcos vertidos a manos llenas para las obras caritativas de la emperatriz, para las propagandas imperialistas, para las sociedades de veteranos, para todos los grupos de agresión y expansión constituidos por las ambiciones germánicas.

El francés, hombre sobrio, parsimonioso en sus gastos y exento de ambiciones, sonreía ante las grandezas de su cuñado. Tenía a Karl por un excelente compañero, aunque de un orgullo pueril. Recordaba con satisfacción los años que habían pasado juntos en el campo. No podía olvidar al alemán que rondaba en torno de él, cariñoso y sumiso como un hermano menor. Cuando su familia comentaba con una vivacidad algo envidiosa las glorias de los parientes de Berlín, él decía, sonriendo: «Déjenlos en paz; su dinero les cuesta.»

Pero el entusiasmo que respiraban las cartas de Alemania acabó por crear en torno de su persona un ambiente de inquietud y rebelión. Chichí fue la primera en el ataque. ¿Por qué no iban ellos a Europa, como los otros ? Todas sus amigas habían estado allá. Familias de tenderos italianos y españoles emprendían el viaje. ¡Y ella, que era hija de un francés, no había visto París!... ¡Oh París! Los médicos que asistían a las señoras melancólicas declaraban la existencia de una enfermedad nueva y temible: «la enfermedad de París». Doña Luisa ayudaba a su hija. ¿Por qué no había de vivir ella en Europa, lo mismo que su hermana, siendo, como era, más rica? Hasta Julio declaró gravemente que en el viejo mundo estudiaría con mayor aprovechamiento. América no es tierra de sabios.

Y el padre terminó por hacerse la misma pregunta, extrañando que no se le hubiera ocurrido antes lo de la ida a Europa. ¡Treinta y cuatro años sin salir de aquel país, que no era el suyo!... Ya era hora de marcharse. Vivía demasiado cerca de los negocios. En vano quería guardar su indiferencia de estanciero retirado. Todos ganaban dinero en torno de él. En el club, en el teatro, allí donde iba, las gentes hablaban de compras de tierras, de ventas, de negocios rápidos con el provecho triplicado, de liquidaciones portentosas. Empezaban a pesarle las sumas que guardaba inactivas en los bancos. Acabaría por mezclarse en alguna especulación, como el jugador que no puede ver la ruleta sin llevar la mano a l bolsillo. Para esto no valía la pena haber abandonado la estancia. Su familia tenía razón: «¡A París!...» Porque en el grupo Desnoyers ir a Europa significaba ir a París. Podía la tía de Berlín contar toda clase de grandezas de la tierra de su marido. «¡Macanas! -exclamaba Julio, que había hecho serias comparaciones geográficas y étnicas en sus noches de correría-. No hay más que París.» Chichí saludaba con una mueca irónica la menor duda acerca de esto: «¿Es que las modas elegantes las inventaron acaso en Alemania?» Doña Luisa apoyó a sus hijos. ¡París!... Jamás se le había ocurrido ir a una tierra de luteranos para verse protegida por su hermana.

-¡Vaya por París! -dijo el francés, como si le hablasen de una ciudad desconocida.

Se había acostumbrado a creer que jamás volvería a ella. Durante sus primeros años de vida en América le era imposible este viaje, por no haber hecho el servicio militar. Luego tuvo vagas noticias de diversas amnistías. Además, había transcurrido tiempo sobrado para la prescripción. Pero una pereza de voluntad le hacía considerar la vuelta a la patria como algo absurdo e inútil. Nada conservaba al otro lado del mar que tirase de él Hasta había perdido toda relación con aquellos parientes del campo que albergaron a su madre. En las horas de tristeza proyectaba entretener su actividad, elevando un mausoleo enorme, todo de mármol, en la recoleta, el cementerio de los ricos, para trasladar a su cripta los restos de Madariaga, como fundador de dinastía, siguiéndole él, y luego todos los suyos, cuando les llegase la hora. Empezaba a sentir el peso de su vejez. Estaba próximo a los sesenta años y la vida rural del campo, las cabalgadas bajo la lluvia, los ríos vadeados sobre el caballo nadador, las noches pasadas al raso, le habían proporcionado un reuma que amargaba sus mejores días.

Pero la familia acabó por comunicarle su entusiasmo. «¡A París!...» Creía tener veinte años, Y olvidando la habitual parsimonia, deseó que los suyos viajasen, lo mismo que una familia reinante, en camarote de gran lujo y con servidumbre propia. Dos vírgenes cobrizas nacidas en la estancia y elevadas al rango de doncellas de la señora y su hija los siguieron en el viaje, sin que sus ojos oblicuos revelasen asombro ante las mayores novedades.

Una vez en París, Desnoyers se sintió desorientado. Embrollaba los nombres de las calles y proponía visitas a edificios desaparecidos mucho antes. Todas sus iniciativas para alardear de buen conocedor iban acompañadas de fracasos. Sus hijos, guiándose por recientes lecturas, conocían a París mejor que él. Se consideraba un extranjero en su patria. Al principio, hasta experimentó cierta extrañeza al hacer uso del idioma natal. Había permanecido en la estancia años enteros, sin pronunciar una palabra en su lengua. Pensaba en español, y al trasladar las ideas al idioma de sus ascendientes, salpicaba al francés con toda clase de locuciones criollas.

-Donde un hombre hace su fortuna y constituye su familia, allí está su verdadera patria -decía sentenciosamente , recordando a Madariaga.

La imagen del lejano país surgió en él con obsesión dominadora tan pronto como se amortiguaron las primeras impresiones del viaje. No tenía amigos franceses, y al salir a la calle, sus pasos se encaminaban instintivamente hacia los lugares de reunión de los argentinos. A éstos les ocurría lo mismo. Se habían alejado de su patria para sentir con más intensidad el deseo de hablar de ella a todas horas. Leía los periódicos de allá, comentaba el alza de los campos, la importancia de la próxima cosecha, la venta de novillos. Al volver hacia su casa le acompañaba igualmente el recuerdo de la tierra americana, pensando con delectación en que las dos chinas habían atropellado la dignidad profesional de la cocinera francesa, preparando una mazamorra, una carbonada o un puchero a estilo criollo.

Se había instalado la familia en una casa ostentosa de la avenida de Víctor Hugo: veintiocho mil francos de alquiler. Doña Luisa tuvo que entrar y salir muchas veces para habituarse al imponente aspecto de los porteros: él, condecorado, vestido de negro y con patillas blancas, como un notario e comedia; ella, majestuosa, con cadena de oro sobre el pecho exuberante, y recibiendo a los inquilinos en un salón rojo y dorado. Arriba, en las habitaciones, un lujo ultramoderno, frío y glacial a la vista, con paredes blancas y vidrieras de pequeños rectángulos, exasperaba a Desnoyers, que sentía entusiasmo por las tallas complicadas y los muebles ricos de su juventud. Él mismo dirigió el arreglo de las numerosas piezas, que parecían siempre vacías.

Chichí protestaba contra la avaricia de papá al verlo comprar lentamente, con tanteos y vacilaciones.

-Avaro, no -respondía él-. Es que conozco el precio de las cosas.

Los objetos sólo le gustaban cuando los había adquirido por la tercera parte de su valor. El engaño del que se desprendía de ellos, representaba un testimonio de superioridad para el que los compraba. París l ofreció un lugar de placeres como no podía encontrarlo en el resto del mundo: el Hotel Drout. Iba a él todas las tardes, cuando no encontraba en los periódicos el anuncio de otras subastas de importancia. Durante varios años no hubo naufragio célebre en la vida parisiense, con la consiguiente liquidación de restos, del que no se llevase una parte. La utilidad y necesidad de tales compras resultaban de interés secundario; lo importante era adquirir a precios irrisorios. Y las subasta inundaron aquellas habitaciones, que al principio se amueblaban con lentitud desesperante.

Su hija se quejó ahora de que la casa se llenaba demasiado. Los muebles y objetos de adorno eran ricos; pero tantos..., ¡tantos! Los salones tomaban un aspecto de almacén de antigüedades. Las paredes blancas parecían despegarse de las sillerías magníficas y las vitrinas repletas. Alfombras suntuosas y rapadas, sobre las que habían caminado varias generaciones, cubrieron todos los pisos. Cortinajes ostentosos no encontrando un hueco vacío en los salones iban a adornar las puertas inmediatas a la cocina. Desaparecían las molduras de las paredes bajo un chapeado de cuadros estrechamente unidos como las escamas de una coraza. ¿Quién podía tachar a Desnoyers de avaro?... Gastaba mucho más que si un mueblista de moda fuese su proveedor.

La idea de que todo lo adquiría por la cuarta parte de su precio le hizo continuar estos derroches de hombre económico. Sólo podía dormir bien cuando se imaginaba haber realizado en el día un buen negocio. Compraba en las subastas miles de botellas procedentes de quiebras. Y éel, que apenas bebía, abarrotaba sus cuevas, recomendando a la familia que emplease el champaña como vino ordinario. La ruina de un peletero le hizo adquirir catorce mil francos de pieles que representaban un valor de noventa mil. Todo el grupo Desnoyers pareció sentir de pronto un frío glacial, como si los témpanos polares invadiesen la avenida de Víctor Hugo. El padre se limitó a obsequiarse con un gabán de pieles; pero encargó tres para su hija Chichí y doña Luisa se presentaron en todas partes cubiertas de sedosas y variadas pelambreras: un día, chinchillas; otro, zorro azul, marta cibelina o lobo marino.


El mismo adornaba las paredes con nuevos lotes de cuadros, dando martillazos en lo alto de una escalera, para ahorrarse el gasto de un obrero. Quería ofrecer a los hijos ejemplos de economía. En sus horas de inactividad cambiaba de sitio los muebles más pesados, ocurriéndosele toda especie de combinaciones. Era una reminiscencia de su buena época, cuando manejaba en la estancia sacos de trigo y fardos de cueros. Su hijo, al notar que miraba con fijeza un aparador monumental, se ponía en salvo prudentemente. Desnoyers sentía cierta indecisión ante sus dos criados, personajes correctos, solemnes, siempre de frac, que no ocultaban su extrañeza al ver a un hombre con más de un millón de renta entregados a tales funciones. Al fin, eran las dos doncellas cobrizas las que ayudaban al patrón, uniéndose a él con una familiaridad de compañeros de destierro.

Cuatro automóviles completaban el lujo de la familia. Los hijos se habrían contentado con uno nada más, pequeño, flamante, exhibiendo la marca de moda. Pero Desnoyers no era hombre para desperdiciar las buenas ocasiones, y uno tras otro, había adquirido los cuatro, tentado por el precio. Eran enormes y majestuosos, como las carrozas antiguas. Su entrada en una calle hacía volver la cabeza a los transeúntes. El chófer necesitaba dos ayudantes para atender a este rebaño de mastodontes. Pero el dueño sólo hacía memorias de la habilidad con que creía haber engañado a los vendedores, ansioso de perder de vista tales monumentos.

A los hijos le recomendaba modestia y economía.

-Somos menos ricos de lo que ustedes creen. Tenemos muchos bienes, pero producen renta escasa.

Y después de negarse a un gasto doméstico de doscientos francos, empleaba cinco mil en una compra innecesaria, sólo porque representaba, según él, una gran pérdida para el vendedor. Julio y su hermana protestaban ante doña Luisa. Chichí llegó a afirmar que jamás se casaría con un hombre como su padre.

-¡Cállate! -decía escandalizada, la criolla-: Jamás me ha dado un motivo de queja. Deseo que encuentres uno igual.

Las riñas del marido, su carácter irritable, su voluntad avasalladora, perdían toda importancia para ella al pensar en su felicidad. En tantos años de matrimonio..., ¡nada! Había sido una virtud inconmovible, hasta en el campo, donde las personas, rodeadas de bestias y enriqueciéndose con su procreación, parecen contaminarse de la amoralidad de los rebaños. ¡Ella, que se acordaba tanto de su padre!... Su misma hermana debía vivir menos tranquila con el vanidoso Karl, capaz de ser infiel sin deseo alguno, sólo por imitar los gestos de los poderosos.

Desnoyers marchaba unido a su mujer por una rutina afectuosa. Doña Luisa, en su limitada imaginación, evocaba el recuerdo de las yuntas de la estancia, que se negaban a avanzar cuando un animal extraño sustituía al compañero ausente. El marido se encolerizaba con facilidad, haciéndola responsable de todas las contrariedades con que le afligían sus hijos, pero no podía ir sin ella a parte alguna. Las tardes del Hotel Drout le resultaban insípidas cuando no tenía a su lado a esta confidente de sus proyectos y sus cóleras.

-Hoy hay ventas de alhajas. ¿Vamos?...

Su proposición la hacía con voz suave e insinuante, una voz que recordaba a doña Luisa los primeros diálogos en los alrededores de la casa paterna. Y marchaban por distinto camino. Ella, en uno de sus vehículos monumentales, pues no gustaba de andar, acostumbrada al quietismo de la estancia o a correr el campo a caballo. Desnoyers, el hombre de los cuatro automóviles, los aborrecía por ser refractario a los peligros de la novedad, por modestia y porque necesitaba ir a pie, proporcionando a su cuerpo un ejercicio que compensase la falta de trabajo. Al juntarse en la sala de ventas, repleta de gentío, examinaban las joyas, fijando de antemano lo que pensaba ofrecer. Pero él, pronto a exacerbarse ante la contradicción, iba siempre más lejos, mirando a sus contendientes al soltar las cifras lo mismo que si les enviase puñetazos. Después de tales expediciones, la señora se mostraba majestuosa y deslumbrante, como una basílica de Bizancio: las orejas y el cuello, con gruesas perlas; el pecho, constelado de brillantes; las manos, irradiando agujas de luz con todos los colores del iris.

Chichí protestaba: «Demasiado, mamá.» Iban a confundirla con una prendera. Pero la criolla, satisfecha de su esplendor, que era el coronamiento de una vida humilde, atribuía a la envidia tales quejas. Su hija era una señorita y no podía lucir estas preciosidades. Pero más adelante le agradecería que las hubiese reunido para ella.

La casa resultaba ya insuficiente para contener tantas compras. En las cuevas se amontonaban muebles, cuadros, estatuas y cortinajes para adornar muchas viviendas. Don Marcelo se quejaba de la pequeñez de un piso de veintiocho mil francos que podría servir de albergue a cuatro familias como la suya. Empezaba a pensar con pena en la renuncia de tantas ocasiones tentadoras, cuando un corredor de propiedades, de los que atisban al extranjero, le sacó de esta situación embarazosa. ¿Por qué no compraba un castillo?... Toda la familia aceptó la idea. Un castillo histórico, lo más histórico que pudiera encontrarse, completaría su grandiosa instalación. Chichí palideció de orgullo. Algunas de sus amigas tenían castillo. Otras, de antigua familia colonial, acostumbradas a menospreciarla por su origen campesino, rugirían de envidia al enterarse de esta adquisición que casi representaba un ennoblecimiento. La madre sonrió con la esperanza de varios meses de campo que le recordasen la vida simple y feliz de su juventud. Julio fue el menos entusiasta. El viejo quería tenerle largas temporadas fuera de París; pero acabó con conformarse, pensando en que esto daría ocasión a frecuentes viajes en automóvil.

Desnoyers se acordaba de los parientes de Berlín. ¿Por qué no había de tener su castillo, como los otros?... Las ocasiones eran tentadoras. A docenas le ofrecían las mansiones históricas. Sus dueños ansiaban desprenderse de ellas, agobiados por los gastos de sostenimiento. Y compró el castillo de Villeblanche-sur-Marne, edificado en tiempos de las guerras de religión, mezcla de palacio y fortaleza, con fachada italiana del Renacimiento, sombríos torreones de aguda caperuza y fosos acuáticos, en los que nadaban cisnes.

Él no podía vivir sin un pedazo de tierra sobre el que ejerciese su autoridad, peleando con la resistencia de hombres y cosas. Además le tentaban las vastas proporciones de las piezas del castillo, desprovistas de muebles. Una oportunidad para instalar el sobrante de sus cuevas, entregándose a nuevas compras. En este ambiente de lobreguez señorial, los objetos del pasado se amoldarían con facilidad, sin el grito de protesta que parecían lanzar al ponerse en contacto con las paredes blancas de las habitaciones modernas... La histórica morada exigía cuantiosos desembolsos; por algo había cambiado de propietarios muchas veces. Pero él y la tierra se conocían perfectamente... Y al mismo tiempo que llenaba los salones del edificio, intentó en el extenso parque cultivos y explotaciones de ganado, como una reducción de sus empresas de América. La propiedad debía sostenerse con lo que produjese. No era miedo a los gastos: era que él no estaba acostumbrado a perder dinero.

La adquisición del castillo le proporcionó una honrosa amistad, viendo en ella la mejor ventaja del negocio. Entró en relaciones con un vecino, el senador Lacour, que había sido ministro dos veces y vegetaba ahora en la Alta Cámara, mudo durante la sesión, movedizo y verboso en los pasillos, para sostener su influencia. Era un prócer de la nobleza republicana, un aristócrata del régimen, que tenía su estirpe en las agitaciones de la Revolución, así como los nobles de pergaminos ponen la suya en las Cruzadas. Su bisabuelo había pertenecido a la Convención: su padre había figurado en la República de 1848. Él, como hijo de proscrito muerto en el destierro, marchó, siendo muy joven, detrás de la figura grandilocuente de Gambetta, y hablaba a todas horas de la gloria del maestro para que un rayo de ella se reflejase sobre el discípulo. Su hijo René, alumno de la Escuela Central, encontraba viejo juego al padre, riendo un poco de su republicanismo romántico y humanitario. Pero esto no le impedía esperar, para cuando fuese ingeniero, la protección oficial atesorada por cuatro generaciones de Lacours dedicadas al servicio de la República.

Don Marcelo, que miraba con inquietud toda amistad nueva, temiendo una demanda de préstamo, se entregó con entusiasmo al trato del gran hombre. El personaje era admirador de la riqueza, y encontró por su parte cierto talento a este millonario del otro lado del mar que hablaba de pastoreos sin límites y rebaños inmensos. Sus relaciones fueron más allá del egoísmo de una vecindad de campo, continuándose en París. René acabó por visitar la casa de la avenida de Víctor Hugo como si fuese suya.

Las únicas contrariedades en la existencia de Desnoyers provenían de sus hijos. Chichí le irritaba por la independencia de sus gustos. No amaba las cosas viejas, por sólidas y espléndidas que fuesen. Prefería las frivolidades de la última moda. Todos los regalos de su padre los aceptaba con frialdad. Ante una blonda secular adquirida en una subasta, torcía el gesto. «Más me gustaría un vestido nuevo de trescientos francos.» Además, se apoyaba en los malos ejemplos de su hermano para hacer frente a los viejos.

El padre la había confiado por completo a doña Luisa. La niña era ya una mujer. Pero el antiguo peoncito no mostraba gran respeto ante los consejos y órdenes de la bondadosa criolla. Se había entregado con entusiasmo al patinaje, por considerarlo la más elegante de las diversiones. Iba todas las tardes al Palais de Glace y doña Chicha la seguía, privándose de acompañar al marido en sus compras. ¡Las horas de aburrimiento mortal ante la pista helada, viendo cómo a los sones de un órgano se deslizaban sobre cuchillos por el blanco redondel los balanceantes monigotes humanos, echando atrás las espirales de su cabellera, que se escapaban del sombrero, haciendo claquear los pliegues de la falda detrás de los patines, hermosota, grandullona y fuerte, con la salud insolente de una criatura que, según su padre, había sido destetada con bistecs.

Al fin, doña Luisa se cansó de esta vigilancia molesta. Prefería acompañar al marido en su cacería de riquezas a bajo precio. Y Chichí fue al patinaje con una de sus doncellas cobrizas, pasando por la tarde entre sus amigas del deporte, todas procedentes del Nuevo Mundo. Se comunicaban sus ideas bajo el deslumbramiento de París, libres de los escrúpulos y preocupaciones de la tierra natal. Todas ellas creían haber nacido meses antes, reconociéndose con méritos no sospechados hasta entonces. El cambio de hemisferio había aumentado sus valores. Algunas hasta escribían versos en francés. Y Desnoyers se alarmaba, dando suelta a su mal humor cuando, por la noche, iba emitiendo Chichí, en forma de aforismos, lo que ella y sus compañeras habían discurrido como un resumen de lecturas y observaciones: «La vida es la vida, y hay que vivirla.» «Yo me casaré con el hombre que me guste, sea quien sea.»

Estas contrariedades del padre carecían de importancia al ser comparadas con las que le proporcionaba el otro. ¡Ay el otro!... Julio, al llegar a París, había torcido el curso de sus aspiraciones. Ya no pesaba en hacerse ingeniero: quería ser pintor. Don Marcelo opuso la resistencia del asombro, mas al fin cedió. ¡Vaya por la pintura! Lo importante era que no careciese de profesión. La propiedad y la riqueza las consideraba sagradas; pero tenía por indignos de sus goces a los que no hubiesen trabajado. Recordó, además, sus años de tallista. Tal vez las mismas facultades, sofocadas en él por la pobreza, renacían en su descendiente. ¿Si llegaría a ser un gran pintor este muchacho perezoso, de ingenio vivaz, que vacilaba antes de emprender su camino en la vida?... Pasó por todos los caprichos de Julio, que, estando aún en sus primeras tentativas de dibujo y colorido, exigía una existencia aparte para trabajar con más libertad. El padre lo instaló cerca de su casa, en un estudio de la rue de la Pompe, que había pertenecido a un pintor extranjero de cierta fama. El taller y sus anexos eran demasiado grandes para un aprendiz. Pero el maestro había muerto, y Desnoyers aprovechó la buena ocasión que le ofrecían los herederos, comprando en bloque muebles y cuadros.

Doña Luisa visitó diariamente el taller, como una buena madre que cuida del bienestar de su hijo para que trabaje mejor. Ella misma, quitándose los guantes, vaciaba los platillos de bronce, repletos de colillas de cigarros, y borraba en muebles y alfombras la ceniza caída de las pipas. Los visitantes de Julio, jóvenes melenudos que hablaban de cosas que ella no podía entender, eran algo descuidados en sus maneras... Más adelante encontró mujeres ligeras de ropas, y fue recibida por su hijo con mal gesto. ¿Es que mamá no le permitía trabajar en paz?... Y la pobre señora, al salir de su casa todas las mañanas, iba hacia la rue de la Pompe; pero se detenía en mitad del camino, metiéndose en la iglesia de Saint-Honoré d'Eylau.

El padre se mostró más prudente. Un hombre de sus años no podía mezclarse en la sociedad de un artista joven. Julio, a los pocos meses, pasó semanas enteras sin ir a dormir al domicilio paterno. Finalmente, se instaló en el estudio, pasando por su casa con rapidez para que la familia se convenciese de que aún existía... Desnoyers, algunas mañanas, llegaba a la rue de la Pompe para hacer preguntas a la portera. Eran las diez: el artista estaba durmiendo. Al volver a mediodía, continuaba el pesado sueño. Luego del almuerzo, una nueva visita para recibir mejores noticias. Eran las dos: el señorito se estaba levantando en aquel instante. Y su padre se retiraba furioso. Pero ¿cuándo pintaba este pintor?...

Había intentado al principio conquistar un renombre con el pincel, por considerar esto empresa fácil. Ser artista le colocaba por encima de sus amigos, muchachos sudamericanos sin otra ocupación que gozar de la existencia, derramando dinero ruidosamente para que todos se enterasen de su prodigalidad. Con serena audacia, se lanzó a pintar cuadros. Amaba la pintura bonita, distinguida, elegante; una pintura dulzona como una romanza y que sólo copiase las formas de la mujer. Tenía dinero y un buen estudio; su padre estaba a sus espaldas dispuesto a ayudarle: ¿por qué no había de hacer lo que tantos otros que carecían de medios?... Y acometió la tarea de embadurnar un lienzo, dándole el título de La danza de las horas: un pretexto para copiar buenas mozas y escoger modelos. Dibujaba con frenética rapidez, rellenando el interior de los contornos de masas de color. Hasta aquí todo iba bien. Pero después vacilaba, permaneciendo inactivo ante el cuadro, para arrinconarlo finalmente en espera de tiempos mejores. Lo mismo le ocurrió al intentar varios estudios de cabezas femeniles. No podía terminar nada, y esto le produjo cierta desesperación. Luego se resignó, como el que se tiende fatigado ante el obstáculo y espera una intervención providencial que le ayude a salvarlo. Lo importante era ser pintor..., aunque no pintase. Esto le permitía dar tarjetas con excusas de alta estética a las mujeres alegres, invitándolas a su estudio. Vivía de noche. Don Marcelo, al hacer averiguaciones sobre los trabajos del artista, no podía contener su indignación. Los dos veían todas las mañanas las primeras horas de luz: el padre al saltar del lecho, el hijo, camino de su estudio para meterse entre sábanas y no despertar hasta media tarde.

La crédula doña Luisa inventaba las más absurdas explicaciones para defender a su hijo. ¡Quién sabe! Tal vez pintaba de noche, valiéndose e procedimientos nuevos. ¡Los hombres inventan ahora tantas diabluras!...

Desnoyers conocía estos trabajos nocturnos: escándalos en los restaurantes de Montmartre y peleas, muchas peleas. Él y los de su banda, que a las siete de la tarde creían indispensable el frac o el smoking, eran a modo de una partida de indios implantando en París las costumbres violentas del desierto. El champaña resultaba en ellos un vino de pelea. Rompían y pagaban, pero sus generosidades iban seguidas casi siempre de una batalla. Nadie tenía como Julio la bofetada rápida y la tarjeta pronta. Su padre aceptaba con gestos de tristeza las noticias de ciertos amigos que se imaginaban halagar su vanidad haciéndole el relato de encuentros caballerescos en los que su primogénito rasgaba siempre la piel del adversario. El pintor entendía más de esgrima que de su arte. Era campeón de varias armas, boxeaba, y hasta poseía los golpes favoritos de los paladines que vagan por las fortificaciones. «Inútil y peligroso como todos los zánganos», protestaba el padre. Pero sentía latir en el fondo de su pensamiento una irresistible satisfacción, un orgullo animal, al considerar que este aturdido temible era obra suya.

Por un momento creyó haber encontrado el medio de apartarle de tal existencia. Los parientes de Berlín visitaron a los Desnoyers en su castillo de Villeblanche. Karl Hartrott apreció con bondadosa superioridad las colecciones ricas y un tanto disparatadas de su cuñado. No estaba mal: reconocía cierto cachet a la casa de París y al castillo. Podían servir para completar y dar pátina a un título nobiliario. ¡Pero Alemania!... ¡Las comodidades de su patria!... Quería que el cuñado admirase a su vez cómo vivía él y sus nobles amistades que embellecían su opulencia. Y tanto insistió en sus cartas, que los Desnoyers hicieron el viaje. Este cambio de ambiente podía modificar a Julio. Tal vez despertase su emulación viendo de cerca la laboriosidad de sus primos, todos con una carrera. Además, el francés creía en la influencia corruptora de País y en la pureza de costumbres de la patriarcal Alemania.

Cuatro meses estuvieron allá. Desnoyers sintió al poco tiempo un deseo de huir. Cada cual con los suyos; no podría entenderse nunca con aquellas gentes. Muy amables, con amabilidad pegajosa y visibles deseos de agradar, pero dando tropezones continuamente por una falta irremediable de tacto, por una voluntad de hacer sentir su grandeza. Los personajes amigos de los Hartrott hacían manifestaciones de amor a Francia: el amor piadoso que inspira un niño travieso y débil necesitado de protección. Y esto lo acompañaban con toda clase de recuerdos inoportunos sobre las guerras en que los franceses habían sido vencidos. Todo lo de Alemania, un monumento, una estación de ferrocarril, un simple objeto de comedor daba lugar a comparaciones gloriosas. «En Francia no tienen ustedes eso.» «Indudablemente, en América no habrán ustedes visto nada semejante.» Don Marcelo se marchó fatigado de tanta protección. Su esposa y su hija se habían resistido a aceptar que la elegancia de Berlín fuese superior a la de Paría. Chichí, en plena audacia sacrílega, escandalizó a sus primas declarando que no podía sufrir a los oficialitos de talle encorsetado y monóculo inconmovible, que se inclinaban ante las jóvenes con una rigidez automática, uniendo a sus galanterías una mueca de superioridad.

Julio, bajo la dirección de sus primos, se sumió en el ambiente virtuoso de Berlín. Con el mayor, el sabio, no había que contar. Era un infeliz, dedicado a sus libros, y que consideraba a toda la familia con gesto protector. Los otros, subtenientes o alumnos portaespada, le mostraron con orgullo los progresos de la alegría germánica. Conoció los restaurantes nocturnos, que eran una imitación de los de París, pero mucho más grandes. Las mujeres, que allá se contaban a docenas, eran aquí centenares. La embriaguez escandalosa no resultaba un incidente, sino algo buscado con plena voluntad, como indispensable para la alegría. Todo grandioso, brillante, colosal. Los vividores se divertían por pelotones, el público se emborrachaba por compañías, las mercenarias formaban regimientos. Experimentó una sensación de disgusto ante las hembras serviles y tímidas, acostumbradas al golpe, y que buscaban resarcirse con avidez de las grandes quiebras y desengaños sufridos en su comercio. Le era imposible celebrar, como sus primos, con grandes carcajadas el desencanto de estas mujeres cuando veían perdidas sus horas sin conseguir otra cosa que bebida abundante. Además, le molestaba el libertinaje grosero, ruidoso, con publicidad, como un alarde de riqueza. «Esto no lo hay en París -decían sus acompañantes admirando los salones enormes, con centenares de parejas y miles de bebedores-; no, no lo hay en París.» Se fatigaba de tanta grandeza sin medida. Creyó asistir a una fiesta de marineros hambrientos, ansiosos de resarcirse de un golpe de todas las privaciones anteriores. Y sentía los mismos deseos de huir de su padre.

De este viaje volvió Marcelo Desnoyers con una melancólica resignación. Aquellas gentes habían progresado mucho. Él no era un patriota ciego, y reconocía lo evidente. En pocos años habían transformado su país; su industria era poderosa..., mas resultaban de un trato irresistible. Cada uno en su casa, y ¡ojalá que nunca se les ocurriese envidiar la del vecino!... Pero esta última sospecha la repelía inmediatamente con su optimismo de hombre de negocios.

«Van a ser muy ricos -pensaba-. Sus asuntos marchan, y el que es rico no siente deseos de reñir. La guerra con que sueñan cuatro locos resulta imposible.»

El joven Desnoyers reanudó su vida parisiense, viviendo siempre en el estudio y presentándose de tarde en tarde en la casa paterna. Doña Luisa empezó a hablar de un tal Argensola, joven español de gran sabiduría, reconociendo que sus consejos podían ser de mucha utilidad para su hijo. Éste no sabía con certeza si el nuevo compañero era un amigo, un maestro o un sirviente. Otra duda sufrían los visitantes. Los aficionados a las letras hablaban de Argensola como de un pintor; los pintores sólo le reconocían superioridad como literato. Nunca pudo recordar exactamente dónde le había visto la primera vez. Era de los que subían a su estudio en las tardes de invierno, atraídos por la caricia roja de la estufa y los vinos facilitados ocultamente por la madre. Tronaba el español ante la botella liberalmente renovada y la caja de cigarrillos abierta sobre la mesa, hablando de todo con autoridad. Una noche se quedó a dormir en un diván. No tenía domicilio fijo. Y después de esta primera noche, las pasó todas en el estudio.

Julio acabó por admirarle como un reflejo de su personalidad. ¡Lo que sabía aquel Argensola, venido de Madrid en tercera clase y con veinte francos en el bolsillo para violar a la gloria, según sus propias palabras! Al ver que pintaba con tanta dureza como él, empleando el mismo dibujo pueril y torpe, se enterneció. Sólo los falsos artistas, los hombres de oficio, los ejecutantes sin pensamiento, se preocupan del colorido y otras ranciedades. Argensola era un artista psicológico, un pintor de almas. Y el discípulo sintió asombro y despecho al enterarse de lo sencillo que era pintar un alma. Sobre un rostro exangüe, con el mentón agudo como un puñal, el español trazaba unos ojos redondos y a cada pupila le asestaba una pincelada blanca, un punto de luz..., el alma. Luego, plantándose ante el lienzo, clasificaba esta alma con su facundia inagotable, atribuyéndole toda clase de conflictos y crisis. Y tal era su poder de obsesión, que Julio veía lo que el otro se imaginaba haber puesto en los ojos de redondez buhesca. Él también pintaría almas..., almas de mujeres.

Con ser tan fácil este trabajo de engendramiento psíquico, Argensola gustaba más de charlar recostado en un diván o leer al amor de la estufa mientras el amigo y protector estaba fuera. Otra ventaja esta afición a la lectura para el joven Desnoyers, que al abrir un volumen iba directamente a las últimas páginas o al índice, queriendo hacer una idea, como él decía. Algunas veces, en los salones, había preguntado con aplomo a un autor cuál era su mejor libro. Y su sonrisa de hombre listo daba a entender que era una precaución para no perder el tiempo con los otros volúmenes. Ahora ya no necesitaba cometer estas torpezas. Argensola leería por él. Cuando le adivinaba interesado por un volumen, exigía inmediata participación: «Cuéntame el argumento». Y el secretario no sólo hacía la síntesis de comedias y novelas, sino que le comunicaba el argumento de Schopenhauer o el argumento de Nietzsche... Luego doña Luisa casi vertía lágrimas al oír que las visitas se ocupaban de su hijo con la benevolencia que inspira la riqueza: «Un poco diablo el mozo, pero ¡qué bien preparado!...»

A cambio de sus lecciones, Argensola recibía el mismo trato que un esclavo griego de los que enseñaban retórica a los patricios jóvenes de la Roma decadente. En mitad de una explicación, su señor y amigo le interrumpía.

-Prepárame una camisa de frac. Estoy invitado esta noche.

Otras veces, cuando el maestro experimentaba una sensación de bienestar animal con un libro en la mano junto a la estufa roncadora, viendo a través de la vidriera la tarde gris y lluviosa, se presentaba de repente el discípulo:

-¡Pronto..., a la calle! Va a venir una mujer.

Y Argensola, con el gesto de un perro que sacude sus lanas, marchaba a continuar su lectura en algún cafetucho incómodo de las cercanías.

Su influencia descendió de las cimas de la intelectualidad para intervenir en las vulgaridades de la vida material. Era el intendente del patrono, el mediador entre su dinero y los que se presentaban a reclamarlo factura en mano. «Dinero», decía lacónicamente a fines de mes. Y Desnoyers prorrumpía en quejas y maldiciones. ¿De dónde iba a sacarlo? El viejo era de una dureza reglamentaria y no toleraba el menor avance sobre el mes siguiente. Le tenía sometido a un régimen de miseria. Tres mil francos mensuales: ¿qué podía hacer con esto una persona decente?...

Deseoso de reducirle, estrechaba el cerco, interviniendo directamente en la administración de su casa para que doña Luisa no pudiera hacer donativos al hijo. En vano se había puesto en contacto con varios usureros de París, hablándoles de su propiedad más allá del Océano. Estos señores tenía a mano la juventud del país y no necesitaban exponer sus capitales en el otro mundo. Igual fracaso le acompañaba cuando, con repetidas muestras de cariño, quería convencer a don Marcelo de que tres mil francos al mes son una miseria. El millonario rugía de indignación. ¡Tres mil francos una miseria! ¡Y además las deudas del hijo que había tenido que pagar en varias ocasiones!...

-Cuando yo era de tu edad... -empezaba diciendo.

Pero Julio cortaba la conversación. Había oído muchas veces la historia de su padre. ¡Ah viejo avariento! Lo que le daba todos los meses no era más que la renta del legado de su abuelo... Y por consejo de Argensola, se atrevió a reclamar el campo. La administración de esa tierra pensaba confiarla a Celedonio, el antiguo capataz, que era ahora un personaje en su país, y al que él llamaba irónicamente mi tío. Desnoyers acogió su rebeldía fríamente: «Me parece justo. Ya eres mayor de edad». Y luego de entregarle el legado extremó su vigilancia en los gastos de la casa, evitando a doña Luisa todo manejo de dinero. En adelante miró a su hijo como a un adversario al que necesitaba vencer, tratándolo durante sus rápidas apariciones en la avenida de Víctor Hugo con glacial cortesía, lo mismo que a un extraño.

Una opulencia transitoria animó por algún tiempo el estudio. Julio había aumentado sus gastos, considerándose rico. Pero las cartas del tío de América disiparon estas ilusiones. Primeramente, las remesas de dinero excedieron en muy poco a la cantidad mensual que le entregaba su padre. Luego disminuyeron de un modo alarmante. Todas las calamidades de la tierra parecían haber caído juntas sobre el campo, según Celedonio. Los pastos escaseaban: unas veces era por falta de lluvia; otras, por las inundaciones; y las reses perecían a centenares. Julio necesitaba mayores ingresos, y el mestizo marrullero le enviaba lo que podía pero como simple préstamo, reservando el cobro para cuando ajustasen cuentas. A pesar de tales auxilios, el joven Desnoyers sufría apuros. Jugaba ahora en un círculo elegante, creyendo compensar de tal modo sus periódicas escaseces, y esto servía para que desaparecieran con mayor rapidez las cantidades recibidas de América... ¡Qué un hombre como él se viese atormentado por la falta de unos miles de francos! ¿De qué le servía tener un padre con tantos millones?

Si los acreedores se mostraban amenazantes, recurría al secretario. Debía ver a mamá inmediatamente: él quería evitarse sus lágrimas y reconvenciones. Y Argensola se deslizaba como un ratero por la escalera de servicio del caserón de la avenida de Víctor Hugo. El local de su embajada era siempre la cocina, con gran peligro de que el terrible Desnoyers llegase hasta allí en una de sus evoluciones de hombre laborioso, sorprendiendo al intruso. Doña Luisa lloraba, conmovida por las dramáticas apalabras del mensajero. ¡Qué podía hacer! Era más pobre que sus criadas: joyas, muchas joyas, pero ni un franco. Fue Argensola quien propuso una solución, digna de su experiencia. Él salvaría a la buena madre, llevando al Monte de Piedad algunas de sus alhajas. Conocía el camino. Y la señora aceptó el consejo; pero sólo le entregaba joyas de mediano valor, sospechando que no las vería más. Tardíos escrúpulos le hacían prorrumpir a veces en rotundas negativas. Podía saberlo su Marcelo; ¡qué horror!... Pero el español consideraba denigrante salir de allí sin llevarse algo, y, a falta de dinero, cargaba con un cesto de botellas de la rica bodega de Desnoyers.

Todas las mañanas entraba doña Luisa en Saint-Honoré d'Eylau para rogar por su hijo. Apreciaba esta iglesia como algo propio. Era un islote hospitalario y familiar en el océano inexplorado de París. Cruzaba discretos saludos con los fieles habituales, gentes del barrio procedentes de las diversas Repúblicas del Nuevo Mundo. Le parecía estar más cerca de Dios y de los santos al oír en el atrio conversaciones en su idioma. Además, era a modo de un salón por donde transcurrían los grandes sucesos de la colonia sudamericana. Un día era una boda con flores, orquesta y cánticos. Ella, con su Chichí al lado, saludaba a las personas conocidas, cumplimentando luego a los novios. Otro día eran los funerales por un ex presidente de la República o cualquier otro personaje ultramarino que terminaba en París su existencia tormentosa. ¡Pobre presidente! ¡Pobre general!... Doña Luisa recordaba al muerto. Lo había visto en aquella iglesia muchas veces oyendo su misa devotamente, y se indignaba contra las malas lenguas que, a guisa de oración fúnebre, hacían memoria de fusilamientos y Bancos liquidados allá en su país. ¡Un señor tan bueno y tan religioso! ¡Que Dios lo tenga en su gloria!... Y al salir a la plaza contemplaba con ojos tiernos los jinetes y amazonas que se dirigían al Bosque, los lujosos automóviles, la mañana radiante de sol, toda la fresca puerilidad de las primeras horas del día, reconociendo que es muy hermoso vivir.

Su mirada de gratitud para lo existente acababa por acariciar el monumento del centro de la plaza, todo erizado de alas, como si fuese a desprenderse del suelo. ¡Víctor Hugo!... Le bastaba haber oído este nombre en boca de su hijo para contemplar la estatua con un interés de familia. Lo único que sabía del poeta era que había muerto. De eso casi estaba segura. Pero se lo imaginaba en vida gran amigo de Julio, en vista de la frecuencia con que repetía su nombre.

¡Ay su hijo!... Todos sus pensamientos, sus conjeturas, sus deseos, convergían en él y en su irreducible marido. Ansiaba que los dos hombres se entendiesen, terminando una lucha en la que ella la única víctima. ¿No haría Dios el milagro?... Como un enfermo que cambia de sanatorio, persiguiendo a la salud, abandonaba la iglesia de su calle para frecuentar la Capilla Española de la avenida de Friedland. Aquí aún se consideraba más entre los suyos. A través de las sudamericanas, finas y elegantes, como si se hubiesen escapado de una lámina de periódico de modas, sus ojos buscaban con admiración a otras damas peor trajeadas, gordas, con armiños teatrales y joyas antiguas. Al encontrarse estas señoras en el atrio, hablaban con voces fuertes y manoteos expresivos, recortando enérgicamente las palabras. La hija del estanciero se atrevía a saludarlas, por haberse suscrito a todas sus obras de beneficencia, y al ver devuelto el saludo experimentaba una satisfacción que le hacía olvidar momentáneamente sus penas. Eran de aquellas familias que admiraba su padre sin saber por qué: procedían de lo que llamaban al otro lado del mar la madre patria, todas excelentísimas y altísimas para la buena doña Chicha y emparentadas con reyes. No sabía si darles la mano o doblar una rodillas, como había oído vagamente que es de uso en las Cortes. Pero de pronto recordaba sus preocupaciones, y seguía adelante para dirigir sus ruegos a Dios. ¡Ay, que se acordase de ella! ¡Que no olvidase a su hijo por mucho tiempo!...

Fue la gloria la que se acordó de Julio, estrechándolo en sus brazos de luz. Se vio de pronto con todos los honores y ventajas de la celebridad. La fama sorprende cautelosamente por los caminos más tortuosos e ignorados. Ni la pintura de almas ni una existencia accidentada llena de amoríos costosos y duelos complicados proporcionaron al joven Desnoyers su renombre. La gloria le tomó por los pies.

Un nuevo placer había venido del otro lado de los mares, para felicidad de los humanos. Las gentes se interrogaban de los iniciados que buscan reconocerse: «¿Sabe usted tanguear?...» El tango se había apoderado del mundo. Era el himno heroico de una Humanidad que concentraba de pronto sus aspiraciones en el armónico contoneo de las caderas, midiendo la inteligencia por la agilidad de los pies. Una música incoherente y monótona, de inspiración africana, satisfacía el ideal artístico de una sociedad que no necesitaba de más. El mundo danzaba..., danzaba..., danzaba. Un baile de negros de Cuba, introducido en la América del Sur por los marineros que cargan tasajo para las Antillas, conquistaba la Tierra entera en pocos meses, daba la vuelta a su redondez, saltando victorioso de nación en nación..., lo mismo que la Marsellesa. Penetraba hasta en las Cortes más ceremoniosas, derrumbando las tradiciones del recato y la etiqueta, como un canto de revolución: la revolución de las frivolidades. El Papa tenía que convertirse en maestro de baile, recomendando la furlana contra el tango, ya que todo el mundo cristiano, sin distinción de sectas, se unía en el deseo común de agitar los pies con un frenesí tan incansable como el de los poseídos de la Edad Media.

Julio Desnoyers, al encontrar esta danza de su adolescencia, soberana y triunfadora en pleno París, se entregó a ella con la confianza que inspira una amante vieja. ¡Quién le hubiese anunciado, cuando era estudiante y frecuentaba los bailes más abyectos de Buenos Aires, vigilados por la Policía, que estaba haciendo el aprendizaje de la gloria!

De cinco a siete, centenares de ojos le siguieron con admiración en los salones de los Campos Elíseos, donde costaba cinco francos una taza de té, con derecho a intervenir en la danza sagrada. «Tiene la línea», decían las damas, apreciando su cuerpo esbelto de mediana estatura y fuertes resortes. Y él, con el chaqué ceñido de talle y abombado de pecho, los pies de femenil pequeñez enfundados en charol y cañas blancas sobre altos tacones, bailaba grave, reflexivo, silencioso, como un matemático en pleno problema, mientras las luces azuleaban las dos cortinas oscuras, apretadas y brillantes de sus guedejas. Las mujeres solicitaban ser presentadas a él, con la dulce esperanza de que sus amigas las envidiasen viéndolas en los brazos del maestro. Las invitaciones llovían sobre Julio. Se abrían a su paso los salones más inaccesibles. Todas las tardes adquiría una docena de amistades. La moda había traído profesores del otro lado del mar, compadritos de los arrabales de Buenos Aires, orgullosos y confusos al verse aclamados lo mismo que un tenor de fama o un conferenciante. Pero sobre estos bailarines, de una vulgaridad originaria y que se hacían pagar, triunfaba Julio Desnoyers. Los incidentes de su vida anterior eran comentados por las mujeres como hazañas de galán novelesco.

-Te estás matando -decía Argensola-. Bailas demasiado.

La gloria de su amigo representaba nuevas molestias para él. Sus plácidas lecturas ante la estufa se veían ahora interrumpidas diariamente. Imposible leer más de un capítulo. El hombre célebre le apremiaba con sus órdenes para que se marchase a la calle. «Una nueva lección», decía el parásito. Y cuando estaba solo, numerosas visitas, todas de mujeres: unas, preguntonas y agresivas; otras, melancólicas, con aire de abanico, venían a interrumpirle en su reflexivo entretenimiento. Una de éstas aterraba con su insistencia a los habitantes del estudio. Era una americana del Norte, de edad problemática, entre los treinta y dos y los cincuenta y nueve años, siempre con faldas cortas, que al sentarse se recogían indiscretas, como movidas por un resorte. Varios bailes con Desnoyers y una visita a la rue de la Pompe representaban para ella sagrados derechos adquiridos, y perseguía al maestro con la desesperación de una creyente abandonada. Julio había escapado al saber que esta beldad, de esbeltez juvenil vista por el dorso, tenía dos nietos. «Máster Desnoyers ha salido», decía invariablemente Argensola al recibirla. Y la abuela lloraba, prorrumpiendo en amenazas. Quería suicidarse allí mismo, para que su cadáver espantase a las otras mujeres que venían a quitarle lo que consideraba suyo. Ahora era Argensola el que despedía a su compañero cuando deseaba verse solo. «Creo que la yanqui va a venir», decía con fingida indiferencia. Y el gran hombre escapaba, valiéndose muchas veces de la escalera de servicio.

En esta época empezó a desarrollarse el suceso más importante de su existencia. La familia Desnoyers iba unirse con la del senador Lacour. René, el hijo único de éste, había acabado por inspirar a Chichí cierto interés que casi era amor. El personaje deseaba para su descendiente los campos sin límites, los rebaños inmensos, cuya descripción le conmovía como un relato maravilloso. Era viudo, pero gustaba de dar en su casa reuniones y banquetes. Toda celebridad nueva le sugería inmediatamente el plan de un almuerzo. No había personaje de paso en París, viajero polar o cantante famoso que escapase sin ser exhibido en el comedor de Lacour. El hijo de Desnoyers -en el que apenas se había fijado hasta entonces- le inspiró una simpatía repentina. El senador era un hombre moderno, y no clasificaba la gloria ni distinguía las reputaciones. Le bastaba que un apellido sonase para aceptarlo con entusiasmo. Al visitarle Julio lo presentaba con orgullo a sus amigos, faltando poco para que le llamase querido maestro. El tango acaparaba todas las conversaciones. Hasta en la Academia se habían ocupado de él para demostrar elocuentemente que la juventud de la antigua Atenas se divertía con algo semejante.... Y Lacour había soñado toda su vida en una República ateniense para su país.

El joven Desnoyers conoció en estas reuniones al matrimonio Laurier. Él era un ingeniero que poseía una fábrica de motores para automóviles en las inmediaciones de Paría; un hombre de treinta y cinco años, grande, silencioso, que posaba en torno a su persona una mirada lenta, como si quisiera penetrar más profundamente en los hombres y los objetos. Madame Laurier tenía diez años menos que su marido, y parecía despegarse de él por la fuerza de un rudo contraste. Era de carácter ligero, elegante, frívola, y amaba la vida por los placeres y satisfacciones que proporciona. Parecía aceptar con sonriente conformidad la adoración silenciosa y grave de su esposo. No podía hacer menos por una criatura de sus méritos. Además, había aportado al matrimonio una dote de trescientos mil francos, capital que sirvió al ingeniero para ensanchar sus negocios. El senador había intervenido en el arreglo de esta sociedad matrimonial. Laurier le interesaba por ser hijo de un compañero de su juventud.

La presencia de Julio fue para Margarita Laurier un rayo de sol en el aburrido salón de Lacour. Ella bailaba la danza de moda, frecuentando los té-tango donde era admirado Desnoyers. ¡Verse de pronto al lado de este hombre célebre e interesante que se disputaban las mujeres!... Para que no la creyese una burguesa igual a las otras contertulias del senador, habló de sus costureros, todos de la rue de la Paix, declarando gravemente que una mujer que se respeta no puede salir a la calle con un vestido de menos de ochocientos francos, y que el sombrero de mil, objeto de asombro hace pocos años, era ahora una vulgaridad.

Este conocimiento sirvió para que la pequeña Laurier -como la llamaban las amigas, a pesar de su buena estatura- se viese buscada por el maestro en los bailes, saliendo a danzar con él entre miradas de despecho y envidia. ¡Qué triunfo para la esposa de un simple ingeniero, que iba a todas partes en el automóvil de su marido!... Julio sintió al principio la atracción de la novedad. La había creído igual a todas las que languidecían en sus brazos siguiendo el ritmo complicado de la danza. Después la encontró distinta. Las resistencias de ella a continuación de las primeras intimidades verbales exaltaron su deseo. En realidad, nunca había tratado a una mujer de su clase. Las de su primera época eran parroquianas de los restaurantes nocturnos, que acababan por hacerse pagar. Ahora, la celebridad traía a sus brazos damas de alta posición, pero con un pasado inconfesable, ansiosas de novedades y excesivamente maduras. Esta burguesa que marchaba hacia él y en el momento del abandono retrocedía con bruscos renacimientos de pudor representaba algo extraordinario.

Los salones de tango experimentaron una gran pérdida. Desnoyers se dejó ver con menos frecuencia, abandonando su gloria a los profesionales. Transcurrían semanas enteras sin que las devotas pudiesen admirar de cinco a siete sus crenchas y sus piececitos charolados brillando bajo las luces al compás de graciosos movimientos.

Margarita Laurier también huyó de estos lugares. Las entrevistas de los dos se desarrollaban con arreglo a lo que ella había leído en las novelas amorosas que tienen por escenario a París. Iba en busca de Julio temiendo ser reconocida, trémula de emoción, escogiendo los trajes más sombríos, cubriéndose el rostro con un velo tupido, el velo del adulterio, como decían sus amigas. Se daban cita en los squares de barrio menos frecuentados, cambiando de lugar, como los pájaros miedosos, que a la más leve inquietud levantaban el vuelo para ir a posarse a gran distancia. Unas veces se juntaban en las Buttes-Chaumont, otras preferían los jardines de la orilla izquierda del Sena, el Luxemburgo y hasta el remoto parque de Monsouris. Ella sentía escalofríos de terror al pensar que su marido podía sorprenderla, mientras el laborioso ingeniero estaba en la fábrica, a una distancia enorme de la realidad. Su aspecto azarado, sus excesivas precauciones para deslizarse inadvertida, acababan por llamar la atención de los transeúntes.

Julio se impacientó con las molestias de este amor errante, sin otro resultado que algunos besos furtivos. Pero callaba al fin, dominado por las palabras suplicantes de Margarita. No quería ser suya como una de tantas; necesitaba convencerse de que este amor iba a durar siempre. Era su primera falta y deseaba que fuese la última. ¡Ay! ¡Su reputación intacta hasta entonces!... ¡El miedo a lo que podía decir la gente!... Los dos retrocedieron hasta la adolescencia; se amaron con la pasión confiada y pueril de los quince años, que nunca habían conocido. Julio había saltado de la niñez a los placeres del libertinaje, recorriendo de un golpe toda la iniciación de la vida. Ella había deseado el matrimonio por hacer como las demás, por adquirir el respeto y la libertad de mujer casada, sintiendo únicamente hacia su esposo un vago agradecimiento. «Terminamos por donde otros empiezan», decía Desnoyers.

Su pasión tomaba todas las formas de un amor intenso, creyente y vulgar. Se enternecían con un sentimentalismo de romanza al estrecharse las manos y cambiar un beso en un banco de jardín a la hora del crepúsculo. Él guardaba un mechón de pelo de Margarita, aunque dudando de su autenticidad, con la vaga sospecha de que bien podía ser de los añadidos impuestos por la moda. Ella abandonaba su cabeza en uno de sus hombros, se apelotonaba, como si implorase su dominación; pero siempre al aire libre. Apenas intentaba Julio mayores intimidades en el interior de un carruaje, madame le repelía vigorosamente. Una dualidad contradictoria parecía inspirar sus actos. Todas las mañanas despertaba dispuesta al vencimiento final. Pero luego, al verse junto a él, reaparecía la pequeña burguesa, celosa de su reputación, fiel a la enseñanza de su madre.

Un día accedió a visitar el estudio, con el interés que inspiran los lugares habitados por la persona amada. «Júrame que me respetarás». Él tenía el juramento fácil, y juró por todo lo que Margarita quiso... Y desde este día ya vagaron perseguidos por el viento del invierno. Se quedaron en el estudio, y Argensola tuvo que modificar su existencia, buscando la estufa de algún pintor amigo para continuar sus lecturas.

Esta situación se prolongó dos meses. No supieron nunca qué fuerza secreta derrumbó de pronto su tranquila felicidad. Tal vez fue una amiga de ella, que, adivinando los hechos, los hizo saber al marido por medio de un anónimo; tal vez se delató la misma esposa inconscientemente, con sus alegrías inexplicables, sus regresos tardíos a la casa, cuando la comida estaba ya en la mesa, y la repentina aversión que mostraba al ingeniero en las horas de intimidad matrimonial para mantenerse fiel al recuerdo del otro. El compartirse entre el compañero legal y el hombre amado era un tormento que no podía soportar su entusiasmo simple y vehemente.

Cuando trotaba una noche por la rue de la Pompe mirando el reloj y temblando de impaciencia al no encontrar un automóvil o un simple fiacre, le cortó el paso un hombre... ¡Esteban Laurier! Aún se estremecía de miedo al recordar esta hora trágica. Por un momento creyó que iba a matarla. Los hombres serios, tímidos y sumisos son terribles en sus explosiones de cólera. El marido lo sabía todo. Con la misma paciencia que empleaba en la solución de sus problemas industriales, la había estudiado día tras día, sin que pudiese adivinar esta vigilancia en su rostro impasible. Luego la había seguido, hasta adquirir la completa evidencia de su infortunio.

Margarita no se lo había imaginado nunca tan vulgar y ruidoso en sus pasiones. Esperaba que aceptase los hechos fríamente, con un ligero tinte de ironía filosófica, como lo hacen los hombres verdaderamente distinguidos, como lo había hecho los maridos de muchas de sus amigas. Pero el pobre ingeniero, que más allá de su trabajo sólo veía a su esposa, amándola como mujer y admirándola como un ser dulce y delicado, resumen de todas las gracias y elegancias, no podía resignarse, y gritó y amenazó sin recato alguno, haciendo que el escándalo se esparciese por todo el círculo de sus amistades. El senador experimentaba una gran molestia al recordar que era en su respetable vivienda donde se habían conocido los culpables. Pero su cólera se dirigió contra el esposo. ¡Qué falta de saber vivir!... Las mujeres son las mujeres, y todo tiene arreglo. Pero después de las imprudencias de este energúmeno no era posible una solución elegante y había que entablar el divorcio.

El viejo Desnoyers se irritó al conocer la última hazaña de su hijo. Laurier le inspiraba un gran afecto. La solidaridad instintiva que existe entre los hombres de trabajo, pacientes y silenciosos, les había hecho buscarse. En las tertulias del senador pedía noticias al ingeniero de la marcha de sus negocios, interesándose por el desarrollo de aquella fábrica, de la que hablaba con ternuras de padre. El millonario, que gozaba fama de avariento, había llegado a ofrecerle su apoyo desinteresado, por si algún día necesitaba ensanchar su acción laboriosa. ¡Y a este hombre bueno venía a robarle la felicidad su hijo, un bailarín frívolo e inútil!...

Laurier, en los primeros momentos, habló de batirse. Su cólera fue la del caballo de labor que rompe los tirantes de la máquina de trabajo, eriza su pelaje con relinchos de locura y muerde. El padre se indignó ante su determinación... ¡Un escándalo más! Julio había dedicado la mejor parte de su existencia al manejo de las armas.

-Lo matará- decía el senador-. Estoy seguro de que lo matará. Es la lógica de la vida: el inútil mata siempre al que sirve para algo.

Pero no hubo muerte alguna. El padre de la República supo manejar a unos y otros con la misma habilidad que mostraba en los pasillos del Senado al surgir una crisis ministerial. Se acalló el escándalo. Margarita fue a vivir con su madre, y empezaron las primeras gestiones para el divorcio.

Algunas tardes, cuando en el reloj del estudio daban las siete, ella había dicho tristemente, entre los desperezos de su cansancio amoroso:

-Marcharme... Marcharme, cuando ésta es mi verdadera casa... ¡Ay, por qué no somos casados!

Y él, que sentía florecer en su alma todo un jardín de virtudes burguesas, ignoradas hasta entonces, repetía, convencido:

-Es verdad. ¡Por qué no somos casados!

Sus deseos podían realizarse. El marido les facilitaba el paso con su inesperada intervención. Y el joven Desnoyers se marchó a América para reunir dinero y casarse con Margarita.