Los cuatro jinetes del Apocalipsis/Segunda parte/I
El primer movimiento del viejo Desnoyers fue de asombro al convencerse de que la guerra resultaba inevitable. La Humanidad se había vuelto loca, ¿Era posible una guerra con tantos ferrocarriles, tantos buques de comercio, tantas máquinas, tanta actividad desarrollada en la costra de la Tierra y sus entrañas?... Las naciones se arruinarían para siempre. Estaban acostumbradas a necesidades y gastos que no conocieron los pueblos de hace un siglo. El capital era dueño del mundo, y la guerra iba a matarlo; pero a su vez moriría ella a los pocos meses, falta de dinero para sostenerse. Su alma de hombre de negocios se indignó ante los centenares de miles de millones que la loca aventura iba a invertir en humo y matanzas.
Como su indignación necesitaba fijarse en algo inmediato, hizo responsables de la gran locura a sus mismos compatriotas. ¡Tanto hablar de la revancha! ¡Preocuparse durante cuarenta y cuatro años de dos provincias perdidas, cuando la nación era dueña de tierras enormes e inútiles en otros continentes!... Iban a tocar los resultados de tanta insensatez exasperada y ruidosa.
La guerra significaba para él un desastre a breve plazo. No tenía fe en su país: la época de Francia había pasado. Ahora los triunfadores eran los pueblos del Norte, y sobre todos, aquella Alemania, que él había visto de cerca, admirando con cierto pavor su disciplina, su dura organización. El antiguo obrero sentía el instinto conservador y egoísta de todos los que llegan a amasar millones. Despreciaba los ideales políticos; pero, por solidaridad de clase, había aceptado en los últimos años todas las declamaciones contra los escándalos del régimen. ¿Qué podía hacer una República corrompida y desorganizada ante el imperio más sólido y fuerte de la Tierra?
«Vamos a la muerte -se decía a solas-. ¡Peor que en el setenta!... Nos tocará ver cosas horribles».
El orden y el entusiasmo con que acudían los franceses al llamamiento de la nación, convirtiéndose en soldados produjeron en él una extrañeza inmensa. A impulsos de esta sacudida moral, empezó a creer en algo. La gran masa de su país era buena; el pueblo valía, como en otros tiempos. Cuarenta y cuatro años de alarma y angustia habían hecho florecer las antiguas virtudes. Pero ¿y los jefes? ¿Dónde estaban los jefes para marchar a la victoria?...
Su pregunta la repetían muchos. El anonimato del régimen democrático y de la paz mantenía al país en una ignorancia completa acerca de sus futuros caudillos. Todos veían cómo se formaban hora por hora los ejércitos; muy pocos conocían a los generales... Un nombre comenzó a sonar de boca en boca: «Joffre... Joffre». Sus primeros retratos hicieron agolparse a la muchedumbre curiosa. Desnoyers lo contempló atentamente: «Tiene aspecto de buena persona». Sus instintos de hombre de orden se sintieron halagados por el aire grave y sereno del general de la república. Experimentó de pronto una gran confianza, semejante a la que le inspiraban los gerentes de Banco de buena presencia. Ate señor se le podían confiar los intereses, sin miedo a que hiciese locuras.
La avalancha de entusiasmo y emociones acabó por arrastrar a Desnoyers. Como todos los que le rodeaban, vio minutos que eran horas y horas que parecían años. Los sucesos se atropellaban; el mundo parecía resarcirse en una semana del largo quietismo de la paz.
El viejo vivió en la calle, atraído por el espectáculo que ofrecía la muchedumbre civil saludando a la otra muchedumbre uniformada que partía para la guerra.
Por la noche presenció en los bulevares el paso de las manifestaciones. La bandera tricolor aleteaba sus colores bajo los faros eléctricos. Los cafés, desbordantes de público, lanzaban por las bocas inflamadas de sus puertas y ventanas el rugido musical de las canciones patrióticas. De pronto se abría el gentío en el centro de la calle, entre aplausos y vivas. Toda Europa pasaba por allí; toda Europa -menos los dos Imperios enemigos- saludaban espontáneamente con sus aclamaciones a la Francia en peligro. Iban desfilando las banderas de los diversos pueblos con todas las tintas del iris, y detrás de ellas, los rusos, de ojos claros y místicos; los ingleses, con la cabeza descubierta, entonando cánticos de religiosa gravedad; los griegos y rumanos, de perfil aquilino; los escandinavos, blancos y rojos; los americanos del Norte, con la ruidosidad de un entusiasmo algo pueril; los héroes sin patria, amigos del país de las revoluciones igualitarias; los italianos, arrogantes como un coro de tenores heroicos; los españoles y sudamericanos, incansables en sus vítores. Eran estudiantes y obreros que perfeccionaban sus conocimientos en escuelas y talleres; refugiados que se habían acogido a la hospitalaria playa de París como náufragos de guerras y revoluciones. Sus gritos no tenían significación oficial. Todos estos hombres se movían con espontáneo impulso, deseosos de manifestar su amor a la República. Y Desnoyers, conmovido por el espectáculo, pensaba Francia era todavía algo en el mundo, que aún ejercía una fuerza moral sobre los pueblos, y sus alegrías o sus desgracias interesaban a la Humanidad. «En Berlín y en Viena -se dijo- también gritarán de entusiasmo en este momento... Pero los del país nada más. De seguro que ningún extranjero se une ostensiblemente a sus manifestaciones».
El pueblo de la revolución, legisladora de los Derechos del Hombre, recolectaba la gratitud de las muchedumbres. Empezó a sentirse cierto remordimiento ante el entusiasmo de los extranjeros que ofrecían su sangre a Francia. Muchos se lamentaban de que el Gobierno retardase veinte días la admisión de voluntarios, hasta que hubiesen terminado las operaciones de la movilización. ¡Y él, que había nacido francés, dudaba horas antes de su país!
Un día, la corriente popular le llevaba a la estación del este. Una masa humana se aglomeraba contra la verja, desbordándose en tentáculos por las calles inmediatas. La estación, que iba adquiriendo la importancia de un lugar histórico, parecía un túnel estrecho por el que intentaba deslizarse todo un río, con grandes choques y rebullimientos contra sus paredes. Una parte de la Francia en armas se lanzaba por esta salida de parís hacia los campos de batalla de la frontera.
Desnoyers sólo había estado dos veces allí; a la ida y al regreso de su viaje a Alemania. Otros emprendían ahora el mismo camino. Las muchedumbres populares iban acudiendo de los extremos de la ciudad para ver cómo desaparecían en el interior de la estación masas humanas de contornos geométricos, uniformemente vestidas, con relámpagos de acero y cadencioso acompañamiento de choques metálicos. Los medios puntos de cristales, que brillaban al sol como bocas ígneas, tragaban y tragaban gente. Por la noche continuaba el desfile a la luz de los focos eléctricos. A través de las verjas pasaban miles y miles de corceles; hombres con el pecho forrado de hierro y cabelleras pendientes del casco, lo mismo que los paladines de remotos siglos; cajas enormes que servían de jaula a los cóndores de la aeronáutica; rosarios de cañones estrechos y largos, pintados de gris, protegidos por mamparas de acero, más semejantes a instrumentos astronómicos que a bocas de muerte; masas y masas de quepis rojos, moviéndose con el ritmo de la marcha, y filas de fusiles: unos, negros y escuetos, formando lúgubres cañaverales; otros rematados por bayonetas, que parecían espigas luminosas. Y sobre estos campos inquietos de mieses de acero, las banderas de los regimientos se estremecían en el aire como pájaros de colores: el cuerpo blanco, un ala azul, la otra roja, una corbata de oro en el cuello, y en lo alto, el pico de bronce, el hierro de la lanza que apuntaba a las nubes.
De estas despedidas volvía don Marcelo a su casa vibrante y con los nervios fatigados, como el que acaba de presenciar un espectáculo de ruda emoción. A pesar de su carácter tenaz, que se resistía siempre a reconocer el propio error, el viejo empezó a sentir vergüenza por sus dudas anteriores. La nación vivía. Francia era un gran pueblo; las apariencias le habían engañado, como a otros muchos. Tal vez los más de sus compatriotas fuesen de carácter ligero y olvidadizo, entregados con exceso a los sensualismos de la vida; pero, cuando llegaba la hora del peligro, cumplía su deber simplemente, sin necesitar la dura imposición que sufren los pueblos sometidos a férreas organizaciones.
En la mañana del cuarto día de movilización, al salir de su casa, en vez de encaminarse al centro de la ciudad, marchó con rumbo opuesto, hacia la rue de la Pompe. Algunas palabras de Chichí y las miradas inquietas de su esposa y su cuñada le hicieron sospechar que Julio había regresado de su viaje. Sintió necesidad de ver de lejos las ventanas del estudio, como si esto pudiese proporcionarle noticias. Y para justificar ante su propia conciencia una exploración que contrastaba con sus propósitos de olvido, se acordó de que su carpintero habitaba en dicha calle.
«Vamos a ver a Roberto. Hace una semana que me prometió venir».
Este Roberto era un mocetón que se había emancipado de la tiranía patronal, según sus propias palabras, trabajando solo en su casa. Una pieza casi subterránea le servía de habitación y de taller. La compañera, a la que llamaba mi asociada, corría con el cuidado de su persona y del hogar, mientras un niño iba creciendo agarrado a sus faldas. Desnoyers consentía a Roberto sus declaraciones contra los burgueses, porque se prestaba a todos sus caprichos de incesante arreglador de muebles. En la lujosa vivienda de la avenida de Víctor Hugo, el carpintero cantaba La Internacional mientras movía la sierra o el martillo. Esto y sus grandes atrevimientos de lenguaje lo perdonaba el señor, teniendo en cuenta la baratura de su trabajo.
Al llegar al pequeño taller lo vio con la gorra sobre una oreja, anchos pantalones de pana a la mameluca, borceguíes claveteados y varias banderitas y escarapelas tricolores en las solapas de la chaqueta.
-Llega tarde, patrón -dijo alegremente-. Va a cerrarse la fábrica. El dueño ha sido movilizado y dentro de unas horas se incorporará a su regimiento.
Y señalaba un papel manuscrito fijo en la puerta de su tugurio, a semejanza de los carteles impresos que figuraban en todos los establecimientos de París para indicar que patronos y dependientes habían obedecido la orden de movilización.
Nunca se le había ocurrido a Desnoyers que su carpintero pudiera convertirse en soldado. Era rebelde a toda imposición de autoridad. Odiaba a los flics, los policías de París, con lo que había cambiado puñetazos y palos en todas las revueltas. El militarismo era su preocupación. En los mítines contra la tiranía del cuartel había figurado como uno de los manifestantes más ruidosos. ¿Y este revolucionario iba a la guerra con la mejor voluntad, sin esfuerzo alguno?
Roberto habló con entusiasmo del regimiento, de la vida entre camaradas, teniendo la muerte a cuatro pasos.
-Creo en mis ideas lo mismo que antes, patrón -continuó, como si adivinase lo que pensaba el otro-; pero la guerra es la guerra, y enseña muchas cosas; entre ellas, que la libertad debe ir acompañada de orden y de mando. Es preciso que alguien dirija y que los demás sigan, por voluntad, por consentimiento..., pero que sigan. Cuando llega la guerra se ven las cosas de distinto modo que cuando uno está en casa haciendo lo que quiere.
-Hace una semana -continuó- era antimilitarista. ¡Qué lejos me parece eso! Como si hubiese transcurrido un año... Sigo pensando como antes; amo la paz, odio la guerra; y como yo, todos los camaradas. Pero los franceses no hemos provocado a nadie y nos amenazan, quieren esclavizarnos... Seamos fieras, ya que nos obligan a serlo, y para defendernos bien, que nadie salga de la fila, que todos obedezcan. La disciplina no está reñida con la revolución. Acuérdese de los ejércitos de la primera República; todos ciudadanos, lo mismo los generales que los soldados; pero Hoche, Kleber y los otros eran rudos compadres que sabían mandar e imponer la obediencia.
Este carpintero tenía sus letras. Además de los periódicos y folletos de la idea, había leído en cuadernos sueltos a Michelet, y otros artistas de la Historia.
-Vamos a hacer la guerra a la guerra -añadió-. Nos batiremos para que esta guerra sea la última.
Su afirmación no le pareció bastante clara y siguió diciendo:
-Nos batiremos por el porvenir; moriremos para que nuestros nietos no conozcan estas calamidades. Si triunfasen los enemigos, triunfaría la continuación de la guerra y la conquista como único medio de engrandecerse. Primero se apoderarían de Europa; luego del resto del mundo. Los despojados se sublevarían más adelante: ¡nuevas guerras!... Nosotros no queremos conquistas. Debemos recuperar Alsacia y Lorena porque fueron nuestras y sus habitantes quieren volver con nosotros... Y nada más. No imitaremos a los enemigos apropiándonos territorios y poniendo en peligro la tranquilidad del mundo. Tuvimos bastante con Napoleón; no hay que repetir la aventura. Vamos a batirnos por nuestra seguridad y al mismo tiempo por la seguridad del mundo, por la vida de los pueblos débiles. Si fuese una guerra de agresión, de vanidad, de conquista, nos acordaríamos de nuestro antimilitarismo. Pero es de defensa, y los gobernantes no tienen culpa de ello. Nos vemos atacados y todos debemos marchar unidos.
El carpintero que era anticlerical, mostraba una tolerancia generosa, una amplitud de ideas que abarcaba a todos los hombres. El día anterior había encontrado en la Alcaldía de su distrito a un reservista que iba a partir con él, incorporándose al mismo regimiento. Una ojeada le había bastado para reconocer que era un cura.
-Yo soy carpintero -le había dicho, presentándose-. Y usted, compañero..., ¿trabaja en las iglesias?
Empleaba este eufemismo para que el sacerdote no pudiese sospechar en él intenciones ofensivas. Los dos se habían estrechado la mano.
-Yo no estoy por la calotte -continuó, dirigiéndose a Desnoyers-. Hace tiempo que me puse mal con Dios. Pero en todas partes hay buenas personas, y las buenas personas deben entenderse en estos momentos. ¿No lo cree así, patrón?
La guerra halagaba sus aficiones igualitarias. Antes de ella, al hablar de la futura revolución, sentía maligno placer imaginándose que todos los ricos, privados de su fortuna, tendrían que trabajar para subsistir. Ahora le entusiasmaba que todos los franceses participasen de la misma suerte, sin distinción de clases.
-Todos mochila a la espalda y comiendo rancho.
Y hacía extensiva la militar sobriedad a los que quedaban a espaldas del Ejército. La guerra traería grandes escaseces: todos iban a conocer el pan ordinario.
-Y usted, patrón, que es viejo para ir a la guerra, tendrá que comer como yo, con todos sus millones. Reconozco que esto es hermoso.
Desnoyers no se ofendía por la maliciosa satisfacción que inspiraban al carpintero sus futuras privaciones. Estaba pensativo. Un hombre como aquél, adversario de todo lo existente y que no tenía nada material que defender, marchaba a la guerra, a la muerte, por un ideal generoso y lejano, por evitar que la Humanidad del porvenir conociese los horrores actuales. Al hacer esto no vacilaba en sacrificar su antigua fe, todas las creencias acariciadas hasta la víspera... ¡Y él, que era uno de los privilegiados de la suerte, que poseía tantas cosas tentadoras necesitadas de defensa, entregado a la duda y la crítica!...
Horas después volvió a encontrar al carpintero cerca del Arco del Triunfo. Formaba grupo con varios trabajadores de igual aspecto que él, y este grupo iba unido a otros y otros que eran como una representación de todas las clases sociales: burgueses bien vestidos, señoritos finos y anémicos, licenciados de raído chaqué, faz pálida y gruesos lentes; curas jóvenes, que sonreían con cierta malicia, como si se comprometiesen en una calaverada. Al frente del rebaño humano iba un sargento, y a retaguardia, varios soldados con el fusil al hombro. ¡Adelante los reservistas!...
Y un bramido musical, una melopea grave, amenazante y monótona surgía de esta masa de bocas redondas, brazos en péndulo y piernas que se abrían y cerraban lo mismo que compases.
Roberto entonaba con energía el guerrero estribillo. Le temblaban los ojos y los caídos bigotes de galo. A pesar de su traje de pana y su bolsa de lienzo repleta, tenía el mismo aspecto grandioso y heroico de las figuras de Rude en el Arco del Triunfo. La asociada y el niño trotaban por la acera inmediata para acompañarlo hasta la estación. Apartaba los ojos de ellos para hablar con un compañero de fila, afeitado y de grave aspecto; indudablemente, el cura que había conocido el día antes. Tal vez se tuteaba ya con la fraternidad que inspira a los hombres el contacto de la muerte.
Siguió el millonario con una mirada de respeto a su carpintero, desmesuradamente agrandado al formar parte de esta avalancha humana. Y en su respeto había algo de envidia: la envidia que surge de una conciencia insegura.
Cuando don Marcelo pasaba malas noches, sufriendo pesadillas, un motivo de terror, siempre el mismo, atormentaba su imaginación. Rara vez soñaba en peligros mortales para él o los suyos. La visión espantosa consistía siempre en el hecho de que le presentaban al cobro documentos de crédito suscritos con su firma, y él, Marcelo Desnoyers, el hombre fiel a sus compromisos, con todo un pasado de probidad inmaculada, no podía pagarlos. La posibilidad de esto le hacía temblar, y, después de haber despertado, sentía aún su pecho oprimido por el terror. Para su imaginación, ésta era la mayor deshonra que puede sufrir un hombre,
Al trastornarse su existencia con las agitaciones de la guerra, reaparecían las mismas angustias. Completamente despierto, en pleno uso de razón, sufría un suplicio igual al que experimentaba en sueños viendo su nombre sin honra al pie de un documento incobrable.
Todo el pasado surgía ante sus ojos con extraordinaria claridad, como si hasta entonces se hubiese mantenido borroso, en una confesión de penumbra. La tierra amenazada de Francia era la suya. Quince siglos de Historia habían trabajado para él, para que encontrase al abrir los ojos progresos y comodidades que no conocieron sus ascendientes. Muchas generaciones de Desnoyers habían preparado su advenimiento a la vida, batallando con la tierra, defendiéndola de enemigos, dándole al nacer una familia y un hogar libres... Y cuando le tocaba su turno para continuar este esfuerzo, cuando le llegaba la vez en el rosario de generaciones, ¡huía lo mismo que un deudor elude el pago!... Había contraído al venir al mundo compromisos con la tierra de sus padres, con el grupo humano al que debía la existencia. Esta obligación era preciso pagarla con sus brazos, con el sacrificio que rechaza el peligro... Y él había eludido el reconocimiento de su firma, fugando y traicionando a sus ascendientes. ¡Ah desgraciado! Nada importaba el éxito material de su existencia, la riqueza adquirida en un país remoto. Hay faltas que no se borran con millones. La intranquilidad de su conciencia era la prueba. También lo eran la envidia y el respeto que le inspiraba aquel pobre menestral marchando al encuentro de la muerte con otros seres igualmente humildes, enardecidos todos por la satisfacción del deber cumplido, del sacrificio aceptado.
El recuerdo de Madariaga surgía en su memoria.
«Donde nos hacemos ricos y formamos una familia, allí está nuestra patria».
No, no era cierta la afirmación del centauro. En tiempos normales, tal vez. Lejos del país de origen y cuando no corre éste ningún peligro, se le puede olvidar por algunos años. Pero él vivía ahora en Francia, y Francia tenía que defenderse de enemigos que querían suprimirla. El espectáculo de todos sus habitantes levantándose en masa representaba para Desnoyers una tortura vergonzosa. Contemplaba a todas horas lo que él debía haber hecho en su juventud y no quiso hacer.
Los veteranos del 70 iban por las calles exhibiendo en la solapa su cinta verde y negra, recuerdo de las privaciones del sitio de París y de las campañas heroicas e infaustas. La vista de estos hombres, satisfechos de su pasado, le hacía palidecer. Nadie se acordaba del suyo; pero lo conocía él, y era bastante. En vano su razón intentaba apaciguar esta tempestad interior. Aquellos tiempos habían sido otros; no existía la unanimidad de la hora presente; el Imperio era impopular; todo estaba perdido. Pero el recuerdo de una frase célebre se fijaba en su memoria como una obsesión: «¡Quedaba Francia!» Muchos pensaban lo mismo que él en su juventud, y, sin embargo, no habían huido para eludir el servicio de las armas; se habían quedado, intentando la última y desesperada resistencia.
Inútiles sus razonamientos buscando excusas. Los grandes sentimientos prescinden del raciocinio, por inútil. Para hacer comprender los ideales políticos y religiosos son indispensables explicaciones y demostraciones: el sentimiento y la patria no necesitan nada de esto. La patria... es la patria. Y el obrero de las ciudades, incrédulo y burlón; el labriego egoísta, el pastor solitario, todos se mueven al conjuro de esta palabra, comprendiéndola instantáneamente, sin previas enseñanzas.
«Es preciso pagar -repetía mentalmente don Marcelo-. Debo pagar mi deuda».
Y experimentaba, como en los ensueños, la angustia del hombre probo y desinteresado que desea cumplir sus compromisos.
¡Pagar!... ¿Y cómo? Ya era tarde. Por un momento se le ocurrió la heroica resolución de ofrecerse como voluntario, de marchar con la bolsa al costado en uno de aquellos grupos de futuros combatientes, lo mismo que su carpintero. Pero la inutilidad del sacrificio surgía en su pensamiento. ¿De qué podía servir?... Parecía robusto, se mantenía fuerte para su edad, pero estaba más allá de los sesenta años, y sólo los jóvenes pueden ser buenos soldados. Batirse lo hace cualquiera. Él tenía ánimos sobrados para tomar un fusil. Pero el combate no es más que un accidente de la lucha. Lo pasado, lo anonadador, son las operaciones y sacrificios que preceden al combate: las marchas interminables, los rigores de la temperatura, las noches a cielo raso, remover la tierra, abrir trincheras, cargar carros, sufrir hambre... No; era demasiado tarde. Ni siquiera tenía un nombre ilustre para que su sacrificio pudiese servir de ejemplo.
Instintivamente miraba atrás. No estaba solo en el mundo: tenía un hijo que podía responder por la deuda del padre... Pero esta esperanza sólo duraba un momento. Su hijo no era francés: pertenecía a otro pueblo; la mitad de su sangre era de diversa procedencia. Además, ¿cómo podía sentir las mismas preocupaciones que él? ¿Llegaría a entenderlas si su padre se las exponía?... Era inútil esperar nada de este danzarín gracioso buscado por las mujeres; de este bravo de frívolo coraje, que exponía su vida en duelos para satisfacer un honor pueril.
¡La modestia del rudo señor Desnoyers después de estas reflexiones!... Su familia sintió asombro al ver el encogimiento y la dulzura con que se movía dentro de la casa. Los dos criados de gesto imponente habían ido a incorporarse a sus regimientos, y la mayor sorpresa que les reservó la declaración de guerra fue la bondad repentina del amo, la abundancia de regalos a su despedida, el cuidado paternal con que vigilaba sus preparativos de viaje. El temible don Marcelo los abrazó con los ojos húmedos. Los dos tuvieron que esforzarse para que no los acompañase a la estación.
Fuera de su casa se deslizaba con humildad, como si pidiese perdón a las gentes que lo rodeaban. Todos le parecían superiores a él. Los tiempos era de crisis económica: los ricos conocían momentáneamente la pobreza y la inquietud; los bancos habían suspendido sus operaciones y solo pagaban una exigua parte de sus depósitos. El millonario se vio privado por unas semanas de su riqueza. Además, sentía inquietud al apreciar el porvenir incierto. ¿Cuánto tiempo iba a transcurrir antes que le enviasen dinero de América? ¿No llegaría a suprimir la guerra las fortunas lo mismo que las vidas?... Y, sin embargo, nunca Desnoyers apreció menos el dinero ni dispuso de él con mayor generosidad.
Numerosos movilizados de aspecto popular que marchaban sueltos hacia las estaciones encontraron a un señor que los detenía con timidez, se llevaba una mano a un bolsillo y dejaba en su diestra el billete de veinte francos, huyendo inmediatamente ante sus ojos asombrados. Las obreras llorosas que volvía de decir adiós a sus hombres vieron al mismo señor sonreír a los niños que marchaban junto a ellas, acariciar sus mejillas y alejarse, abandonando en sus manos la pieza de cinco francos.
Don Marcelo, que nunca había fumado, frecuentó los despachos de tabaco. Salía de ellos con las manos y los bolsillos repletos, para abrumar con una prodigalidad de paquetes al primer soldado que encontraba, A veces, el favorecido sonreía cortésmente, dando las gracias con palabras reveladoras de un origen superior, y pasaba el regalo a otros compañeros que vestían un capote tan grosero y mal cortado como el suyo. El servicio obligatorio le hacía incurrir con frecuencia en estos errores.
Las manos rudas, al oprimir la suya con un apretón agradecido, le dejaban satisfecho por unos minutos. ¡Ay, no poder hacer más!... El Gobierno, al movilizar los vehículos, le había tomado tres de sus automóviles monumentales. Desnoyers se entristeció porque no se llevaban su cuarto mastodonte. ¡Para lo que servía! Los pastores del rebaño monstruoso, el chófer y sus ayudantes, habían partido también para incorporarse al Ejército. Todos se marchaban. Finalmente sólo quedarían él y su hijo: dos inutilidades.
Rugió al enterarse de la entrada de los enemigos en Bélgica, considerando este suceso la traición más inaudita de la Historia. Se avergonzaba al recordar que en los primeros momentos había hecho responsables de la guerra a los patriotas exaltados de su país... ¡Qué perfidia, metódicamente preparada con largos años de anticipación! Los relatos de saqueos, incendios y matanzas le hacían palidecer, rechinando los dientes. A él, a Marcelo Desnoyers, le podía ocurrir lo mismo que a los infelices belgas si los bárbaros invadían su país. Tenía una casa en la ciudad, un castillo en el campo, una familia. Por una asociación de ideas, las mujeres víctimas de la soldadesca le hacían pensar en Chichí y en la buena doña Luisa. Los edificios en llamas evocaban el recuerdo de todos los muebles raros y costosos amontonados en sus dos viviendas y que eran como los blasones de su elevación social. Los ancianos fusilados, las madres de entrañas abiertas, los niños con las manos cortadas, todos los sadismos de una guerra de terror, despertaban la violencia de su carácter.
-¿Y esto puede ocurrir impunemente en nuestra época?...
Para convencerse de que el castigo estaba próximo, de que la venganza marchaba al encuentro de los culpables, sentía la necesidad de confundirse diariamente con el gentío aglomerado en torno de la estación del Este.
El grueso de las tropas operaba en las fronteras; pero no disminuía la animación de este lugar. Ya no se embarcaban batallones enteros; pero día y noche los hombres de combate iban entrando en la estación sueltos o por grupos. Eran reservistas sin uniforme que marchaban a incorporarse a sus regimientos, oficiales que habían estado ocupados hasta entonces en los trabajos de la movilización, pelotones en armas destinados a llenar los grandes huecos abiertos por la muerte.
La muchedumbre, oprimida contra las verjas, saludaba a los que partían, acompañándolos con los ojos mientras atravesaban el gran patio. Eran anunciadas a gritos las últimas ediciones de los periódicos. La mesa oscura se moteaba de blanco, leyendo con avidez las hojas impresas. Una buena noticia: «¡Viva Francia!...» Un despacho confuso que hacía presentir un descalabro: «No importa. Hay que sostenerse de todos modos. Los rusos avanzarán a sus espaldas». Y mientras se desarrollaban los diálogos inspirados por estas nuevas, y muchas jóvenes convertidas en vendedoras, iban entre los grupos ofreciendo banderitas y escarapelas tricolores, continuaban pasando por el patio solitario, para desaparecer detrás de las puertas de cristales, hombres y más hombres que iban a la guerra.
Un subteniente de la reserva, con un saco al hombro, llegó acompañado de su padre hasta la fila de policías que cerraba el paso a la muchedumbre. Desnoyers encontró al oficial cierta semejanza con su hijo. El viejo ostentaba en la solapa la cinta verde y negra de 1870: la condecoración evocadora del remordimiento. Era alto, enjuto, y aún pretendía erguirse más poniendo un gesto fosco. Deseaba mostrarse fiero, inhumano, para ocultar su emoción.
-¡Adiós muchacho! Pórtate bien.
-¡Adiós, padre!
No se dieron la mano: evitaban que sus miradas se encontrasen. El oficial sonreía como un autómata. El padre volvió bruscamente la espalda, y atravesando el gentío se metió en un café. Necesitaba el rincón más oscuro, la banqueta más oculta, para disimular, por unos minutos su emoción.
Y el señor Desnoyers envidió este dolor.
Unos reservistas avanzaron cantando, precedidos de una bandera. Se empujaban y bromeaban, adivinándose en su excitación largas detenciones en todas las tabernas encontradas al paso. Uno de ellos, sin interrumpir su canto, oprimía la diestra de una viejecita que marchaba a su lado, serena y con los ojos secos. La madre reunía sus fuerzas para acompañar a su mocetón, con una falsa alegría, hasta el último momento.
Otros llegaban sueltos, despegados de sus compañeros, pero no por esto iban solos. El fusil colgaba de uno de sus hombros, las espaldas estaban abrumadas por la joroba de la mochila, las piernas rojas salían y se ocultaban entre las alas vueltas del capote azul, la pipa humeaba bajo la visera del quepis. Delante de uno de ellos caminaban cuatro niños, alineados por orden de estatura. Volvían la cabeza para admirar al padre, súbitamente engrandecido por los arreos militares. A su lado, marchaba la compañera, afable y sumisa, lo mismo que en las primeras semanas de relaciones, sintiendo en su alma simple un reflorecimiento de amor, una primavera extemporánea, nacida al contacto del peligro. El hombre, obrero de París, que tal vez cantaba un mes antes La Internacional, pidiendo la desaparición de los ejércitos y la fraternidad de todos los humanos, iba ahora en busca de la muerte. Su mujer contenía los sollozos y lo admiraba. El cariño y la conmiseración le hacían insistir en sus recomendaciones. En la mochila había puesto los mejores pañuelos, los pocos víveres que guardaba en casa, todo el dinero. Su hombre no debía inquietarse por ella y los hijos. Saldrían del mal paso como pudiesen. El Gobierno y las buenas almas se encargarían de su suerte.
El soldado bromeaba ante el talle algo deforme de su mujer, saludando al ciudadano próximo a surgir, anunciándole un nacimiento en plena victoria. Un beso a la compañera, un cariñoso repelón a la prole, y luego se unió con los camaradas... Nada de lágrimas. ¡Valor!... ¡Viva Francia!
Las recomendaciones de los que se marchaban eran oídas. Nadie lloraba. Pero al desaparecer el último pantalón rojo, muchas manos se agarraron convulsas a los hierros de la verja, muchos pañuelos fueron mordidos con rechinamiento de dientes, muchas cabezas se ocultaron bajo el brazo con estertor angustioso.
Y el señor Desnoyers envidió estas lágrimas.
La vieja, al perder en su arrugada mano el contacto con la diestra de su hijo, se volvió hacia donde creía que estaba el país hostil, agitando los brazos con furor homicida:
-¡Ah bandido!... ¡Bandido!
Volvía a ver con la imaginación el rostro tantas veces contemplado en las páginas ilustradas de los periódicos: unos bigotes de insolente alborotamiento; una boca con dentadura de lobo, que reía..., reía como debieron de reír los hombres de la época de las cavernas.
Y el señor Desnoyers envidió esta cólera.