Los cuatro jinetes del Apocalipsis/Segunda parte/V
Huía don Marcelo para refugiarse en su castillo, cuando encontró al alcalde de Villeblanche. El estrépito de la descarga le había hecho correr hacia la barricada. Al enterarse de la aparición del grupo de rezagados elevó los brazos desesperadamente. Estaban locos. Su resistencia iba a ser fatal para el pueblo. Y siguió corriendo para rogarles que desistiesen de ella.
Transcurrió mucho tiempo sin que se turbase la calma de la mañana. Desnoyers había subido a lo más alto de uno de los torreones, y con los anteojos exploraba el campo. No alcanzaba a distinguir la carretera; sólo veía grupos de árboles inmediatos. Adivinó con la imaginación debajo de este ramaje una oculta actividad: masas de hombres que hacían alto, tropas que se preparaban para el ataque. La inesperada defensa de los fugitivos había perturbado la marcha de la invasión. Desnoyers pensó en este puñado de locos y su testarudo jefe: ¿qué suerte iba a ser la suya?
Al fijar sus gemelos en las cercanías del pueblo vio las manchas rojas de los quepis deslizándose como amapolas entre el verde de una pradera. Eran ellos que se retiraban, convencidos de la inutilidad de su resistencia. Tal vez les habían indicado un vado o una barca olvidada para salvar el Marne, y continuaban su retroceso hacia el río. De un momento a otro, los alemanes iban a entrar en Villeblanche.
Transcurrió media ahora de profundo silencio. El pueblo perfilaba sobre un fondo de colinas su masa de tejados y la torre de la iglesia rematada por la cruz y un gallo de hierro. Todo parecía tranquilo, como en los mejores días de la paz. De pronto vio que el bosque vomitaba a lo lejos algo ruidoso y sutil, una burbuja de vapor acompañada de sordo estallido. Algo también pasó por el aire con estridente curva. A continuación un tejado del pueblo se abrió como un cráneo, volando de él maderos, fragmentos de pared, muebles rotos. Todo el interior de la casa se escapaba en un chorro de humo polvo y astillas.
Los invasores bombardeaban a Villeblanche antes de intentar el ataque, como si temiesen encontrar en sus calles una empeñada resistencia. Cayeron nuevos proyectiles. Algunos, pasando por encima de las casas, venían a estallar entre el pueblo y el castillo.. Los torreones de la propiedad de Desnoyers empezaban a atraer la puntería de los artilleros. Pensaba éste en la oportunidad de abandonar su peligroso observatorio, cuando vio que algo blanco, semejante a un mantel o a una sábana, flotaba en la torre de la iglesia. Los vecinos habían izado esta señal de paz para evitarse el bombardeo. Todavía cayeron unos cuantos proyectiles; luego se hizo el silencio.
Don Marcelo estaba ahora en su parque, viendo cómo el conserje enterraba al pie de un árbol las armas de caza que existían en el castillo. Luego se dirigió hacia la verja. Los enemigos iban a llegar y había que recibirlos. En esta espera inquietante, el arrepentimiento volvió a atormentarle. ¿Que hacía allí? ¿Por qué se había quedado?... Pero su carácter tenaz desechó inmediatamente las dudas del miedo. Estaba allí porque tenía el deber de guardar lo suyo. Además, ya era tarde para pensar en tales cosas.
Le pareció de pronto que el silencio matinal se cortaba con un sordo rasgón de tela dura.
-Tiros, señor -dijo el conserje-. Una descarga. Debe de ser en la plaza.
Minutos después vieron llegar a una mujer del pueblo, una vieja de miembros enjutos y negruzcos, que jadeaba con la violencia de la carrera, lanzando en torno miradas de locura. Huía, sin saber adónde ir, por la necesidad de escapar al peligro, de librarse de horribles visiones. Desnoyers y los porteros escucharon su explicación, entrecortada por hipos de terror.
Los alemanes estaban en Villeblanche. Primeramente había entrado un automóvil a toda velocidad, pasando de un extremo a otro del pueblo. Su ametralladora disparaba a capricho contra las casas cerradas y las puertas abiertas, tumbando a las gentes que se habían asomado. La vieja abrió los brazos con un gesto de terror...; heridos..., sangre. A continuación, otros vehículos blindados que se habían detenido en la plaza, y tras de ellos, grupos de jinetes, batallones a pie, numerosos batallones que llegaban por todas partes. Los hombres con casco parecían furiosos; acusaban a los habitantes de haber hecho fuego contra ellos. En la plaza habían golpeado al alcalde y a varios vecinos que salían a su encuentro. El cura, inclinado sobre unos agonizantes, también había sido atropellado... Todos presos. Los alemanes hablaban de fusilarlos.
Las palabras de la vieja fueron cortadas por el ruido de algunos automóviles que se aproximaban.
-Abre la verja -ordenó el dueño al conserje.
La verja quedó abierta, y ya no volvió a cerrarse nunca. Terminaba el derecho de propiedad.
Se detuvo ante la entrada un automóvil enorme cubierto de polvo y lleno de hombres. Detrás sonaron las bocinas de otros vehículos, que se avisaban al detenerse con un seco tirón de frenos. Desnoyers vio soldados apeándose de un salto, todos vestidos de gris verdoso, con una funda del mismo tono cubriendo el casco puntiagudo. Uno de ellos, que marchaba delante, le puso su revólver en la frente.
-¿Dónde están los francotiradores?- preguntó.
Estaba pálido, con una palidez de cólera, de venganza y de miedo. Le temblaban las mejillas a impulsos de la triple emoción. Don Marcelo se explicó lentamente, contemplando a corta distancia de sus ojos el negro redondel del tubo amenazador. No había visto francotiradores. El castillo tenía por únicos habitantes el conserje con su familia y él, que era el dueño.
Miró el oficial al edificio y luego examinó a Desnoyers con visible extrañeza, como si lo encontrase de aspecto demasiado humilde para ser su propietario. Le había creído un simple empleado, y su respeto a las jerarquías sociales hizo que bajase el revólver.
No por esto desistió de sus gestos imperiosos. Empujó a don Marcelo para que le sirviese de guía; lo hizo marchar delante de él, mientras a sus espaldas se agrupaban unos cuarenta soldados. Avanzaron en dos filas, al amparo de los árboles que bordeaban la avenida central, con el fusil pronto para disparar y mirando inquietamente a las ventanas del castillo, como si esperasen recibir desde ellas una descarga cerrada. Desnoyers marchó con tranquilidad por el centro, y el oficial, que había imitado la precaución de su gente, acabó por unirse a él cuando atravesaba el puente levadizo.
Los hombres armados se esparcieron por las habitaciones en busca de enemigos. Metían las bayonetas debajo de las camas y divanes. Otros, con un automatismo destructor, atravesaron los cortinajes y las ricas cubiertas de los lechos. El dueño protestó: «¿Para qué este destrozo inútil?...» Experimentaba una tortura insufrible al ver las botas enormes manchando de barro las alfombras, al oír el choque de culatas y mochilas contra los muebles frágiles, de los que caían objetos. ¡Pobre mansión histórica!...
El oficial lo miró con extrañeza, asombrado de que protestase por tan fútiles motivos. Pero dio una orden en alemán, y sus hombres cesaron en las rudas exploraciones. Luego, como una justificación de este respeto extraordinario, añadió en francés:
-Creo que tendrá usted el honor de alojar al general de nuestro Cuerpo de ejército.
La certeza de que en el castillo no se ocultasen enemigos le hizo más amable. Sin embargo, persistió en su cólera contra los francotiradores. Un grupo de vecinos había hecho fuego sobre los ulanos cuando avanzaban descuidados después de la retirada de los franceses.
Desnoyers creyó necesaria una protesta. No eran vecinos ni francotiradores: eran soldados franceses. Tuvo buen cuidado de callar su presencia en la barricada; pero afirmó que había distinguido los uniformes desde un torreón de su castillo.
El oficial hizo un gesto de agresividad.
-¿Usted también?... ¿Usted, que parece un hombre razonable, repite tales patrañas?
Y, para cortar la discusión, dijo con arrogancia:
-Llevaban uniforme, si usted se empeña en afirmarlo; pero eran francotiradores. El Gobierno francés ha repartido armas y uniformes a los campesinos para que nos asesinen. Lo mismo hizo el de Bélgica... Pero conocemos sus astucias y sabremos castigarlos.
El pueblo iba a ser incendiado. Había que vengar los cuatro cadáveres alemanes que estaban tendidos en las afueras de Villeblanche, cerca de las barricadas. El alcalde, el cura, los principales vecinos, todos fusilados.
Visitaban en aquel momento el último piso. Desnoyers vio flotar por encima del ramaje de su parque una bruma oscura cuyos contornos enrojecía el sol. El extremo el campanario era lo único del pueblo que se distinguía desde allí. En torno del gallo de hierro volteaban harapos inútiles, semejantes a telarañas negras elevadas por el viento. Un olor de madera vieja quemada llegó hasta el castillo.
Saludó el alemán este espectáculo con una sonrisa cruel. Luego, al descender al parque, ordenó a Desnoyers que le siguiese. Su libertad y su dignidad habían terminado. En adelante iba a ser una cosa bajo el dominio de estos hombres, que podían disponer de él a su capricho. ¡Ay, por qué se había quedado...! Obedeció, montando en un automóvil al lado del oficial, que aún conservaba el revólver en la diestra. Sus hombres se esparcían por el castillo y sus dependencias para evitar la fuga de un enemigo imaginario. El conserje y su familia parecieron decirle «¡Adiós!» con los ojos. Tal vez lo llevaban a la muerte.
Más allá de las arboledas del castillo fue surgiendo un mundo nuevo. El corto trayecto hasta Villeblanche representó para él un salto de millones de leguas, la caída en un planeta rojo, donde hombres y cosas tenían la pátina del humo y el resplandor del incendio. Vio el pueblo bajo un dosel oscuro moteado de chispas y brillantes pavesas. El campanario ardía como un blandón enorme; la techumbre de la iglesia estallaba, dejando escapar chorros de llamas. Un hedor de quema se esparcía en el ambiente. El fulgor del incendio parecía contraerse y empalidecer ante la luz impasible del sol.
Corrían a través de los campos, con la velocidad de la desesperación, mujeres y niños dando alaridos. Las bestias habían escapado de los establos, empujadas por las llamas, para emprender una carrera loca. La vaca y el caballejo de labor llevaban pendiente del pescuezo la cuerda rota por el tirón de miedo. Sus flancos echaban humo y olían a pelo quemado. Los cerdos, las ovejas, las gallinas, corrían igualmente, confundidos con gatos y perros. Toda la animalidad doméstica retornaba a la existencia salvaje, huyendo del hombre civilizado. Sonaban tiros y carcajadas brutales. Los soldados, en las afueras del pueblo, insistían regocijados en esta cacería de fugitivos. Sus fusiles apuntaban a las bestias y herían a las personas.
Desnoyers vio hombres, muchos hombres, hombres por todas partes. Eran a modo de hormigueros grises que desfilaban y desfilaban hacia el Sur, saliendo de los bosques, llenando los caminos, atravesando los campos. El verde de la vegetación se diluía bajo sus pasos; las cercas caían rotas, el polvo se alzaba en espirales detrás del sordo rodar de los cañones y el acompasado trote de millares de caballos. A los lados del camino habían hecho alto varios batallones con su acompañamiento de vehículos y bestias de tiro. Descansaban para reanudar su marcha. Conocía a este ejército. Lo había visto en las paradas de Berlín y también le pareció cambiado, como el del día anterior. Quedaba en él muy poco de la brillantez sombría e imponente, de la tiesura muda y jactanciosa que hacían llorar de admiración a sus cuñados. La guerra, con sus realidades, había borrado todo lo que tenía de teatral el formidable organismo de la muerte. Los soldados se mostraban sucios y cansados. Una respiración de carne blanca, atocinada y sudorosa, revuelta con el hedor del cuero, flotaba sobre los regimientos. Todos los hombres tenían cara de hambre. Llevaban días y días caminando incesantemente sobre las huellas de un enemigo que siempre conseguía librarse. En este avance forzado, los víveres de la Intendencia llegaban tarde a los acantonamientos. Sólo podías contar con lo que guardaban en sus mochilas. Desnoyers los vio alineados junto al camino devorando pedazos de pan negro y embutidos mohosos. Algunos se esparcían por los campos para desenterrar las remolachas y otros tubérculos, mascando su dura pulpa entre crujidos de granos de tierra. Un alférez sacudía los árboles frutales, empleando como percha la bandera de su regimiento. La gloriosa enseña, adornada con recuerdos de 1870, le servía para alcanzar ciruelas todavía verdes. Los que estaban sentados en el suelo aprovechaban este descanso extrayendo sus pies hinchados y sudorosos de las altas botas, que esparcían un vapor insufrible.
Los regimientos de Infantería que Desnoyers había visto en Berlín reflejando la luz en metales y correajes, los húsares lujosos y terroríficos, los coraceros de albo uniforme, semejantes a los paladines del Santo Graal, los artilleros con el pecho regleteado de fajas blancas, todos los militares que en los desfiles arrancaban suspiros de admiración a los Hartrott, aparecían ahora unificados y confundidos por la monotonía del color, todos de verde mostaza, como lagartos empolvados que en su arrastre buscan confundirse con el suelo.
Se adivinaba la persistencia de la férrea disciplina. Una palabra dura de los jefes, un golpe de silbato y todos se agrupaban, desapareciendo el hombre en el espesor de la masa de autómatas. Pero el peligro, el cansancio, la certidumbre del triunfo, habían aproximado a los soldados y oficiales momentáneamente, borrando las diferencias de castas. Los jefes salían un poco del aislamiento en que los mantenía su altivez y se dignaban conversar con sus hombres para infundirles ánimo. Un esfuerzo más, y envolverían a franceses e ingleses, repitiendo la hazaña de Sedán, cuyo aniversario se celebraba en aquellos días. Iban a entrar en París: era asunto de una semana. ¡París! Grandes tiendas llenas de riquezas, restaurantes célebres, mujeres, champaña, dinero... Y los hombres, orgullosos de que sus conductores se dignasen hablar con ellos, olvidaban la fatiga y el hambre, reanimándose como las muchedumbres de la Cruzada ante la imagen de Jerusalén. Nach Paris! El alegre grito circulaba de la cabeza a la cola de las columnas en marcha. «¡A París! ¡A París!...»
La escasez de comida la compensaban con los productos de una tierra rica en vinos. Al saquear las casas, rara vez encontraban víveres, pro siempre una bodega. El alemán humilde, abrevado con cerveza y que consideraba el vino como un privilegio de los ricos, podía desfondar los toneles a culatazos, bañándose los pies en oleadas del precioso líquido. Cada batallón dejaba como rastro de su paso una estela de botellas vacías. Un alto en un campo lo sembraban de cilindros de vino. Los furgones de los regimientos, no pudiendo renovar sus repuestos de víveres, cargaban vino en todos los pueblos. El soldado, falto de pan, recibía alcohol... Y este regalo iba acompañado de buenos consejos de los oficiales. La guerra es la guerra: nada de piedad con unos adversarios que no la merecían. Los franceses fusilaban a los prisioneros y sus mujeres sacaban los ojos a los heridos. Cada vivienda equivalía a un antro de asechanzas. El alemán sencillo e inocente que penetraba solo iba a muerte segura. Las camas se hundían en pavorosos subterráneos, los armarios eran puertas disimuladas, todo rincón tenía oculto a un asesino. Había que castigar a esta nación traidora que preparaba su suelo como un escenario de melodrama, Los funcionarios municipales, los curas, los maestros de escuela, dirigían y amparaban a los francotiradores.
Desnoyers se aterró al considerar la indiferencia con que marchaban estos hombres en torno del pueblo incendiado. No veían el fuego y la destrucción; todo carecía de valor ante sus ojos: era el espectáculo ordinario. Desde que atravesaron las fronteras de su país, pueblos en ruinas, incendiados por las vanguardias, y pueblos en llamas nacientes, provocadas por su propio paso, habían ido marcando las etapas de su avance por el suelo belga y el francés.
Al entrar el automóvil en Villeblanche tuvo que moderar su marcha. Muros calcinados se habían desplomado sobre la calle, vigas medio carbonizadas obstruían el paso, obligando al vehículo a virar entre los escombros humeantes. Los solares ardían como braseros entre casas que aún se mantenían en pie, saqueadas, con las puertas rotas, pero libres del incendio. Desnoyers vio en estos rectángulos llenos de tizones, sillas, camas, máquinas de coser, cocinas de hierro, todos los muebles del bienestar campesino, que se consumían o retorcían. Creyó distinguir igualmente un brazo emergiendo de los escombros y que empezaba a arder como un cirio. No, no era posible... Un hedor de grasa caliente se unía a la respiración de hollín de maderas y cascotes.
Cerró los ojos: no quería ver. Pensó por un momento que estaba soñando. Era inverosímil que tales horrores hubiesen podido desarrollarse en poco más de una hora. Creyó a la maldad humana impotente para cambiar en tan poco espacio el aspecto de un pueblo.
Una brusca detención del carruaje le hizo mirar. Esta vez los cadáveres estaban en medio de la calle: eran dos hombres y una mujer. Tal vez habían caído bajo las balas de la ametralladora automóvil que atravesó el pueble precediendo a la invasión. Un poco más allá, vueltos de espalda a los muertos, como si ignorasen su presencia, varios soldados comían sentados en el suelo. El chófer les gritó para que desembarazasen el paso. Con los fusiles y los pies empujaron los cadáveres, todavía calientes, que dejaban a cada volteo un rastro de sangre. Apenas quedó abierto algo de espacio entre ellos y el muro, pasó adelante el vehículo... Un crujido, un salto. Las ruedas de atrás habían aplastado un obstáculo frágil.
Desnoyers continuaba en su asiento, encogido, estupefacto, cerrando los ojos. El horror le hizo pensar en su propio destino. ¿Adónde lo llevaba aquel teniente?...
En la plaza vio la casa municipal que ardía; la iglesia no era más que un cascarón de piedra erizado de lenguas de fuego. Las casas de los vecinos acomodados tenían las puertas y ventanas rotas a hachazos. En su interior se agitaban los soldados, siguiendo un metódico vaivén. Entraban con las manos vacías y surgían cargados de muebles y ropas. Otros, desde los pisos superiores, arrojaban objetos acompañando sus envíos con bromas y carcajadas. De pronto tenían que salir huyendo. El incendio estallaba instantáneamente, con la violencia y la rapidez de una explosión. Seguía los pasos de un grupo de hombres que llevaban cajones y cilindros de metal. Alguien que iba al frente designaba los edificios, y al penetrar por sus rotas ventanas pastillas y chorros de líquido, se producía la catástrofe de un modo fulminante.
Vio surgir de un edificio en llamas dos hombres que parecían dos montones de harapos, llevados a rastras por varios alemanes. Sobre la mancha azul de sus capotes distinguió unas caras pálidas, unos ojos desmesuradamente abiertos por el martirio. Sus piernas arrastraban por el suelo, asomando entre las tiras de los pantalones rojos destrozados. Uno de ellos aún conservaba el quepis. Expelían sangre por diversas partes de sus cuerpos: iban dejando atrás el blanco serpenteo de los vendajes deshechos. Eran heridos franceses, rezagados que se habían quedado en el pueblo sin fuerzas para continuar la retirada. Tal vez pertenecían al grupo que, al verse cortado, intentó una resistencia loca.
Deseando restablecer la verdad, miró al oficial que tenía al lado y quiso hablar. Pero éste le contuvo: «Francotiradores disfrazados, que van a recibir su castigo». Las bayonetas alemanas se hundieron en sus cuerpos. Después, una culata cayó sobre la cabeza de uno de ellos... Y los golpes se repitieron con sordo martilleo sobre las cápsulas óseas, que crujían al romperse.
Otra vez pensó el viejo en su propia suerte. ¿Adónde lo llevaba este teniente a través de tantas visiones de horror?
Llegaron a las afueras del pueblo, donde los dragones habían establecido su barricada. Las carretas estaban aún allí, pero a un lado del camino. Bajaron del automóvil. Vio un grupo de oficiales vestidos de gris, con el casco enfundado, iguales en todo a los otros. El que lo había conducido hasta este sitio quedó inmóvil, rígido, con una mano en la visera, hablando a un militar que estaba unos cuantos pasos al frente del grupo. Miró a este hombre y él también lo miró con unos ojillos azules y duros que perforaban su rostro enjuto surcado de arrugas. Debía de ser el general. La mirada arrogante y escudriñadora le abarcó de pies a cabeza. Don Marcelo tuvo el presentimiento de que su vida dependía de este examen. Una mala idea que cruzase por su cerebro, un capricho cruel de su imaginación, y estaba perdido. Movió los hombros el general y dijo unas palabras con gesto desdeñoso. Luego montó en un automóvil con dos de sus ayudantes y el grupo se deshizo.
La cruel incertidumbre del viejo encontró interminables los momentos que tardó el oficial en volver a su lado.
-Su excelencia es muy bueno -dijo-. Podía fusilarlo, pero le perdona. ¡Y aún dicen ustedes que somos unos salvajes!...
Con la inconsciencia de su menosprecio, explicó que lo había traído hasta allí convencido de que lo fusilarían. El general deseaba castigar a los vecinos principales de Villeblanche y él había considerado por su propia iniciativa que el dueño del castillo debía de ser uno de ellos.
-El deber militar, señor... Así lo exige la guerra.
Después de esta excusa reanudó los elogios a su excelencia. Iba a alojarse en la propiedad de don Marcelo, y por esto le perdonaba la vida. Debía darle las gracias... Luego volvieron a temblar de cólera sus mejillas. Señalaba unos cuerpos tendidos junto al camino. Eran los cadáveres de los cuatro ulanos, cubiertos con unos capotes y mostrando por debajo de ellos las suelas enormes de sus botas.
-¡Un asesinato! -exclamó-. ¡Un crimen que van a pagar caro los culpables!
Su indignación le hacía considerar como un hecho inaudito y monstruoso la muerte de los cuatro soldados, como si en la guerra sólo debieran caer los enemigos, manteniéndose incólume la vida de sus compatriotas.
Llegó un grupo de Infantería mandado por un oficial. Al abrirse sus filas vio Desnoyers entre los uniformes grises varios paisanos empujados rudamente. Iban con las ropas desgarradas. Algunos tenían sangre en el rostro y en las manos. Los fue reconociendo uno por uno mientras los alineaban junto a una tapia, a veinte pasos del piquete: el alcalde, el cura, el guardia forestal, algunos vecinos ricos cuyas casas había visto arder.
Iban a fusilarlos... Para evitarle toda duda, el teniente continuó sus explicaciones.
-He querido que vea usted esto. Conviene aprender. Así agradecerá mejor las bondades de su excelencia.
Ninguno de los prisioneros hablaba. Habían agotado sus voces en una protesta inútil. Toda su vida la concentraban en sus ojos, mirando en torno con estupefacción... ¿Y era posible que los matasen fríamente, sin oír sus protestas, sin admitir las pruebas de su inocencia?
La certidumbre de la muerte dio de pronto a casi todos ellos una noble serenidad. Inútil quejarse. Sólo un campesino rico, famoso en el pueblo por su avaricia, lloriqueaba desesperadamente repitiendo: «Yo no quiero morir..., yo no quiero morir».
Trémulo y con los ojos cargados de lágrimas, Desnoyers se ocultó detrás de su implacable acompañante. A todos los conocía, con todos había batallado, arrepintiéndose ahora de sus antiguas querellas. El alcalde tenía en la frente la mancha roja de una gran desolladura. Sobre su pecho se agitaba un harapo tricolor: la banda municipal, que se había puesto para recibir a los invasores y éstos le habían arrancado. El cura erguía su cuerpo pequeño y redondo, queriendo abarcar en una mirada de resignación las víctimas, los verdugos, la Tierra entera, el Cielo. Parecía más grueso. El negro ceñidor, roto por las violencias de los soldados, dejaba libre su abdomen y flotante su sotana. Las melenas plateadas chorreaban sangre, salpicando de gotas rojas el blanco alzacuello.
Al verle avanzar por el campo de la ejecución con paso vacilante a causa de su obesidad, una risotada salvaje cortó el trágico silencio. Los grupos de soldados sin armas que habían acudido a presenciar el suplicio saludaron con carcajadas al anciano. «¡A muerte el cura!...» El fanatismo de las guerras religiosas vibraba en su burla. Casi todos ellos eran católicos o protestantes fervorosos; pero sólo creían en los sacerdotes de su país. Fuera de Alemania, todo resultaba despreciable, hasta la propia religi ón.
El alcalde y el sacerdote cambiaron de lugar en la fila, buscándose. Se ofrecían mutuamente el centro del grupo con una cortesía solemne.
-Aquí, señor alcalde; éste es su sitio: a la cabeza de todos.
-No; después de usted, señor cura.
Discutían por última vez, pero en este momento supremo era para cederse el paso, queriendo cada uno humillarse ante el otro.
Habían unido sus manos por instinto mirando de frente al piquete de ejecución, que bajaba sus fusiles en rígida fila horizontal. A sus espaldas sonaron lamentos. «¡Adiós, hijos míos!... ¡Adiós, vida!... ¡Yo no quiero morir..., no quiero morir!...»
Los dos hombres sintieron la necesidad de decir algo, de cerrar la página de su existencia con una afirmación.
-¡Viva la República!- gritó el alcalde
-¡Viva Francia!- dijo el cura
Desnoyers creyó que ambos gritado lo mismo.
Se alzaron dos verticales sobre las cabezas: el brazo del sacerdote trazó en el aire un signo, el sable del jefe del piquete relampagueó al mismo tiempo lívidamente... Un trueno seco, rotundo, seguido de varias explosiones tardías.
Sintió lástima don Marcelo por la pobre Humanidad al ver las formas grotescas que adopta en el momento de morir. Unos se desplomaron como sacos medios vacíos: otros rebotaron en el suelo lo mismo que pelotas, algunos dieron un salto de gimnasia con los brazos en alto, cayendo de espaldas o de bruces, en una actitud de nadador.
Vio cómo salían del montón humano piernas contorsionadas por los estremecimientos de la agonía... Unos soldados avanzaron con el mismo gesto de los cazadores que van a cobrar sus piezas. De la palpitación de los miembros revueltos se elevaron unas melenas blancas y una débil que se esforzaba por repetir su signo. Varios tiros y culatazos en el lívido montón chorreante de sangre... Y los últimos temblores de vida quedaron borrados para siempre.
El oficial había encendido un cigarro.
-Cuando usted guste- dijo a Desnoyers con irónica cortesía.
Montaron en el automóvil para atravesar Villeblanche, regresando al castillo. Los incendios cada vez más numerosos y los cadáveres tendidos en las calles ya no impresionaron al viejo. ¡Había visto tanto! ¿Qué podía alterar su sensibilidad?... Deseaba salir del pueblo cuanto antes en busca de la paz de los campos. Pero los campos habían desaparecido bajo la invasión: por todas partes soldados, caballos, cañones. Los grupos en descanso destruían con su contacto lo que los rodeaba. Los batallones en marcha habían invadido todos los caminos, rumorosos y automáticos como una máquina, precedidos por los pífanos y los tambores, lanzando de cuando en cuando, para animarse, su grito de alegría. Nach Paris!
El castillo también estaba desfigurado por la invasión. Había aumentado mucho el número de sus guardianes durante la ausencia del dueño. Vio todo un regimiento de Infantería acampado en el parque. Miles de hombres se agitaban bajo los árboles preparando su comida en las cocinas rodantes. Los arriates de su jardín, las plantas exóticas, las avenidas cuidadosamente enarenadas y barridas, todo roto y ajado por la avalancha de hombres, bestias y vehículos.
Un jefe ostentando en una manga el brazal distintivo de la Administración militar daba órdenes como si fuese el propietario. Ni se dignó fijar sus ojos en este civil que marchaba al lado de un teniente con encogimiento de prisionero. Los establos estaban vacíos.
Desnoyers vio sus últimas vacas que salían conducidas a palos por los pastores con casco. Los reproductores costosos eran degollados todos en el parque como simples bestias de carnicería. En los gallineros y palomares no quedaba una sola ave. Las cuadras estaban llenas de caballos enjutos, que se daban un hartazgo ante el pesebre repleto. El pasto almacenado se esparcía pródigamente por las avenidas, perdiéndose en gran parte antes de ser aprovechado. La caballada de varios escuadrones iba suelta por los prados, destruyendo bajo su pateo los canales, los bordes de los taludes, el alisamiento del suelo, todo un trabajo de largos meses. La leña seca ardía en el parque con un llameo inútil. Por descuido o por maldad, alguien había aplicado el fuego a sus montones. Los árboles, con la corteza reseca por los ardores del verano, crujían al ser lamidos por las llamas.
El edificio estaba ocupado igualmente por una multitud de hombres que obedecían a este jefe. Sus ventanas, abiertas, dejaban ver un continuo tránsito por las habitaciones. Desnoyers oyó golpes que resonaron dentro de su pecho. ¡Ay su mansión histórica!... El general iba a instalarse en ella, luego de haber examinado en la orilla del Marne los trabajos de los pontoneros, que establecían varios pasos para las tropas. Su miedo de propietario le hizo temblar. Temía que rompiesen las puertas de las habitaciones cerradas: quiso ir en busca de las llaves para entregarlas. El comisario no le escuchó: seguía ignorando su existencia. El teniente repuso con amabilidad cortante:
-No es necesario; no se moleste.
Y se fue para incorporarse a su regimiento. Pero antes que Desnoyers le perdiese de vista quiso el oficial darle un consejo. Quieto en su castillo; fuera de él podían tomarle por un espía y ya estaba enterado de la prontitud con que acostumbraban solucionar sus asuntos los soldados del emperador.
No pudo permanecer en el jardín contemplando de lejos su vivienda. Los alemanes que iban y venían se burlaban de él. Algunos marchaban a su encuentro en línea recta, como si no lo viesen, y tenía que apartarse para no ser volteado por este avance mecánico y rígido.
Al fin se refugió en el pabellón del conserje. La mujer lo veía con asombro, caído en un asiento de su cocina, desalentado, la mirada en el suelo, súbitamente envejecido al perder las energías que animaban su robusta ancianidad.
-¡Ah señor!... ¡Pobre señor!
De todos los atentados de la invasión, el más inaudito para la pobre mujer era contemplar al dueño refugiado en su vivienda.
-¡Qué va a ser de nosotros!- gemía.
Su marido era llamado con frecuencia por los invasores. Los asistentes de su excelencia, instalados en los sótanos del castillo, lo reclamaban para inquirir el paradero de las cosas que no podían encontrar. De estos viajes volvía humillado, con los ojos llenos de lágrimas. Tenía en la frente la huella negra de un golpe; su chaqueta estaba desgarrada. Eran rastros de un débil intento de oposición durante la ausencia del dueño al iniciar los alemanes el despojo de establos y salones.
El millonario se sintió ligado por el infortunio a unas gentes consideradas hasta entonces con indiferencia. Agradecía mucho la fidelidad de este hombre enfermo y humilde.
Le conmovió el interés de la pobre mujer, que miraba el castillo como si fuese propio. La presencia de la hija trajo a su memoria la imagen de Chichí. Había pasado junto a ella sin fijarse en su transformación, viéndola lo mismo que cuando acompañaba, con trote de gozquecillo, ala señorita Desnoyers en sus excursiones por el parque y los alrededores. Ahora era una mujer, con la delgadez del último crecimiento, apuntando las primeras gracias femeniles en su cuerpo de catorce años. La madre no la dejaba salir del pabellón, temiendo a la soldadesca, que lo invadía todo con su corriente desbordada filtrándose en los lugares abiertos, rompiendo los obstáculos que estorbaban su paso.
Desnoyers abandonó su desesperado mutismo para confesar que sentía hambre. Le avergonzaba esta exigencia material, pero las emociones del día, la muerte vista muy de cerca, el peligro todavía amenazante, despertaban en él un apetito nervioso. La consideración de que era un miserable en medio de sus riquezas y no podía disponer de nada en su dominio aumentó todavía más su necesidad.
-¡Pobre señor!- dijo otra vez la mujer.
Y contempló con asombro al millonario devorando un pedazo de pan y un triángulo de queso, lo único que pudo encontrar en su vivienda. La certeza de que no conseguiría otro alimento por más que buscase hizo que don Marcelo siguiese atormentado por su apetito. ¡Haber conquistado una fortuna enorme, para sufrir hambre al final de su existencia!... La mujer, como si adivinase sus pensamientos, gemía, elevando los ojos. Desde las primeras horas de la mañana el mundo había cambiado su curso: todas las cosas parecían al revés. ¡Ay la guerra!...
En el resto de la tarde y una parte de la noche fue recibiendo el propietario las noticias que traía el conserje después de sus visitas al castillo. El general y numerosos oficiales ocupaban las habitaciones. No quedaba cerrada una sola puerta; todas estaban de par en par, a culatazos y hachazos. Habían desaparecido muchas cosas; el portero no sabía cómo, pero habían desaparecido, tal vez rotas, tal vez arrebatadas por los que entraban y salían. El jefe del brazal iba de habitación en habitación examinándolo todo, dictando en alemán a un soldado que escribía. Mientras tanto, el general y los suyos estaban en el comedor. Bebían abundantemente y consultaban mapas extendidos en el suelo. El pobre hombre había tenido que bajar a las cuevas en busca de los mejores vinos.
Al anochecer se marcó un movimiento de flujo en aquella marea humana que cubría los campos hasta perderse de vista. Habían quedado establecidos varios puentes sobre el Marne y la invasión reanudó su avance. Los regimientos se ponían en marcha lanzando su grito de entusiasmo: Nach Paris! Los que se quedaban para continuar al día siguiente iban instalándose en las casas arruinadas o al aire libre. Desnoyers oyó cánticos. Bajo el fulgor de las primeras estrellas los soldados se agrupaban como orfeonistas, formando con sus voces un coral solemne y dulce, de religiosa gravedad. Encima de los árboles flotaba una nube roja que la sombra hacía más intensa. Era el reflejo del pueblo, que aún llameaba. A lo lejos, otras hogueras de granjas y caseríos cortaban la noche con sus parpadeos sangrientos.
El viejo acabó por dormirse en la cama de sus conserjes, con el sueño pesado y embrutecedor del cansancio, sin sobresaltos ni pesadillas. Caía y caía en un agujero lóbrego y sin término. Al despertar, se imaginó que sólo había dormido unos minutos. El sol coloreaba de naranjas las cortinillas de la ventana. A través de su tejado vio unas ramas de árbol y pájaros que saltaban piando entre las hojas. Sintió la misma alegría de los frescos amaneceres del verano. ¡Hermosa mañana! Pero ¿qué habitación era aquélla?... Miró con extrañeza el lecho y cuanto le rodeaba. De pronto, la realidad asaltó su cerebro, paralizando dulcemente por los primeros esplendores del día. Fue surgiendo de esta bruma mental la larga escalera de su memoria, con el último peldaño negro y rojo: el bloque de emociones, que representaba el día anterior. ¡Y él había dormido tranquilamente, rodeado de enemigos, sometido a una fuerza arbitraria que podía destruirle en uno de sus caprichos!...
Al entrar en la cocina, su conserje le dio noticias. Los alemanes se iban. El regimiento acampado en el parque había salido al amanecer, y tras de él, otros y otros. En el pueblo quedaba un batallón ocupando ls pocas casas enteras y las ruinas de las incendiadas. El general había partido también con su numeroso Estado Mayor. Sólo quedaba en el castillo el jefe de una brigada, al que llamaban sus asistentes el conde, y varios oficiales.
Después de estas noticias se atrevió a salir del pabellón. Vio su jardín destrozado, pero hermoso. Los árboles guardaban impasibles los ultrajes sufridos en sus troncos. Los pájaros aleteaban con sorpresa y regocijo al verse dueños otra vez del espacio abandonado por la inundación humana.
Pronto se arrepintió Desnoyers de su salida. Cinco camiones estaban formados junto a los fosos, ante el puente del castillo. Varios grupos de soldados salían llevando a hombros muebles enormes, como peones que efectúan una mudanza. Un objeto voluminoso envuelto en cortinas de seda, que suplían a la lona de embalaje, era empujado por cuatro hombres hasta uno de los automóviles. El propietario adivinó. ¡Su baño: la famosa tina de oro!... Luego, con un brusco cambio de opinión, no sintió dolor por esta pérdida. Odiaba ahora la ostentosa pieza, atribuyéndole una influencia fatal. Por su culpa se veía allí. Pero. ¡ay!..., los otros muebles amontonados en los camiones... En este momento pudo abarcar toda la extensión de su miseria y su impotencia. Le era imposible defender su propiedad; no podía discutir con aquel jefe que saqueaba el castillo tranquilamente, ignorando la presencia del dueño. «¡Ladrones!, ¡ladrones!» Y volvió a meterse en el pabellón.
Pasó toda la mañana con el codo en una mesa y la mandíbula apoyada en la mano, lo mismo que el día anterior, dejando que las horas se desgranasen lentamente, no queriendo oír el sordo rodar de los vehículos que se llevaban las muestras de su opulencia.
Cerca del mediodía le anunció el conserje que un oficial, llegado una hora antes en automóvil, deseaba verlo.
Al salir del pabellón encontró a un capitán igual a los otros, con el casco puntiagudo y enfundado, el uniforme de color de mostaza, botas de cuero rojo, sable, revólver, gemelos y la carta geográfica en un estuche pendiente del cinturón. Parecía joven; ostentaba en una manga el brazalete del Estado Mayor.
-¿Me conoce?... No he querido pasar por aquí sin verlo.
Dijo esto en castellano, y Desnoyers experimentó una sorpresa más grande que todas las que había sentido en sus largas horas de angustia a partir de la mañana anterior.
-¿De veras que no me conoce? -prosiguió el alemán, siempre en español-. Soy Otto..., el capitán Otto von Hartrott.
El viejo descendió, o más bien rodó por la escalera de su memoria, para detenerse en un peldaño lejano. Vio la estancia, vio a sus cuñados que tenían el segundo hijo. «Le pondré el nombre de Bismarck», decía Karl. Luego, remontando muchos escalones, se veía en Berlín durante su visita a los Hartrott. Hablaban con orgullo de Otto, casi tan sabio como su hermano mayor, pero que aplicaba el talento a la guerra. Era teniente y continuaba sus estudios para ingresar en el Estado Mayor. «¿Quién sabe si llegará a ser otro Moltke?», decía el padre. Y la bulliciosa Chichí lo bautizó con un apodo, aceptado por la familia. Otto fue en adelante Moltkecito para sus parientes de París.
Desnoyers se admiró de las transformaciones realizadas por los años. Aquel capitán vigoroso y de aire insolente, que podía fusilarlo, era el mismo pequeñín que había visto corretear en la estancia, el Moltkecito imberbe del que se reía su hija.
Mientras tanto, el militar explicaba su presencia allí. Pertenecía a otra división. Eran muchas..., ¡muchas!, las que avanzaban formando un muro extenso y profundo desde Verdún a París. Su general le había enviado para mantener el contacto con la división inmediata; pero al verse en las cercanías del castillo, había querido visitarlo. La familia no es una simple palabra. Él se acordaba de los días que había pasado en Villeblanche, cuando la familia Hartrott fue a vivir por algún tiempo con sus parientes de Francia. Los oficiales que ocupaban el edificio le habían retenido para que almorzase en su compañía. Uno de ellos mencionó casualmente al dueño de la propiedad, dando a entender que andaba cerca, aunque nadie se fijase en su persona. Una gran sorpresa para el capitán von Hartrott. Y había hecho averiguaciones hasta dar con él, doliéndose de verle refugiado en la habitación de sus porteros.
-Debe con certeza en qué consistían tales sufrimientos, pero adivinaba usted salir de ahí: usted es mi tío- dijo con orgullo. Vuelva a su casa, donde le corresponde estar. Mis camaradas tendrán mucho gusto en conocerlo; son hombres muy distinguidos.
Se lamentó luego de lo que el viejo hubiese podido sufrir. No sabía con certeza en qué consistían tales sufrimientos, pero adivinaba que los primeros instantes de la invasión habrían sido crueles para él.
-¡Qué quiere usted! -repitió varias veces-. Es la guerra.
Al mismo tiempo celebraba que hubiese permanecido en su propiedad. Tenían orden de castigar con predilección los bienes de los fugitivos. Alemania deseaba que los habitantes permaneciesen en sus viviendas, como si no ocurriese nada de extraordinario. Desnoyers protestó... ¡Pero si los invasores fusilaban a los inocentes y quemaban sus casas!... El sobrino se opuso a que siguiese hablando. Palideció, como si detrás de su epidermis se esparciese una ola de ceniza; le brillaron los ojos, le temblaron las mejillas lo mismo que al teniente que se había posesionado del castillo.
-Se refiere usted al fusilamiento del alcalde y los otros... Me lo acaban de contar los camaradas. Aún ha sido flojo el castigo; debían haber arrasado el pueblo entero; debían haber matado hasta los niños y las mujeres. Hay que acabar con los francotiradores.
El viejo lo miró con asombro. Su Moltkecito era tan peligroso y feroz como los otros... Pero el capitán cortó la conversación, repitiendo una vez más la eterna y monstruosa excusa.
-Muy horrible, pero ¡qué quiere usted!... Así es la guerra.
Luego pidió noticias de su madre, alegrándose al saber que estaba en el sur. Le había inquietado mucho la idea de que permaneciese en París. ¡Con las revoluciones que habían ocurrido allá en los últimos tiempos!... Desnoyers quedó dudando, como si hubiese oído mal. ¿Qué revoluciones eran ésas? Pero el oficial había pasado sin más explicaciones a hablar de los suyos, creyendo que Desnoyers sentiría impaciencia por conocer la suerte de la parentela germánica.
Todos estaban en una situación magnífica. Su ilustre padre era presidente de varias sociedades patrióticas -ya que sus años no le permitían ir a la guerra- y organizaba, además, futuras empresas industriales para explotar los países conquistados. Su hermano el sabio daba conferencias acerca de los pueblos que debía anexionarse el Imperio victorioso, tronando contra los malos patriotas que se mostraban débiles y mezquinos en sus pretensiones. Los tres hermanos restantes figuraban en el Ejército; a uno de ellos lo habían condecorado en Lorena. Las dos hermanas, algo tristes por la ausencia de sus prometidos, tenientes de húsares, se entretenían en visitar los hospitales y pedir a Dios que castigase a la traidora Inglaterra.
El capitán von Hartrott llevó lentamente a su tío hasta el castillo. Los soldados grises y rígidos, que habían ignorado hasta entonces la existencia de don Marcelo, le seguían con interés viéndole en amistosa conversación con un oficial del estado Mayor. Adivinó que estos hombres iban a humanizarse para él, perdiendo su automatismo inexorable y agresivo.
Al entrar en el edificio, algo se contrajo en su pecho con estremecimiento de angustia. Vio por todas partes dolorosos vacíos que le hicieron recordar los objetos que ocupaban antes el mismo espacio. Manchas rectangulares de color más fuerte delataban en el empapelado el emplazamiento de los muebles y cuadros desaparecidos. ¡Con qué prontitud y buen método trabaja aquel señor del brazal en la manga!... A la tristeza que le produjo el despojo frío y ordenado vino a unirse su indignación de hombre económico, viendo cortinas con desgarrones, alfombras manchadas, objetos rotos de porcelana y cristal, todos los vestigios de una ocupación ruda y sin escrúpulos.
El sobrino, adivinando lo que pensaba, repitió la eterna excusa: «¡Qué hacer!... Es la guerra».
Pero con Moltkecito no tenía por que guardar los miramientos del miedo.
-Esto no es guerra -dijo con acento rencoroso-. Es una expedición de bandidos... Tus camaradas son unos ladrones.
El capitán von Hartrott creció de pronto con violento estirón. Se separó del viejo, mirándolo fijamente mientras hablaba en voz baja, algo silbante por el temblor de la cólera. ¡Atención, tío! Afortunadamente, se había expresado en español y no podían entenderle los que estaban cerca de ellos. Si se permitía insistir en tales apreciaciones, corría el peligro de recibir una bala como respuesta. Los oficiales del emperador no se dejan insultar. Y todo en su persona demostraba la facilidad con que podía olvidarse de su parentesco si recibía la orden de proceder contra don Marcelo.
Calló éste bajando la cabeza. ¡Qué iba a hacer!... El capitán reanudó sus amabilidades, como si hubiese olvidado lo que acababa de decir. Quería presentarle a sus camaradas. Su excelencia el conde de Meinbourg, mayor general, al enterarse de que era pariente de los Hartrott, le dispensaba el honor d convidarle a su mesa.
Invitado en su propia vivienda, entró en el comedor, donde estaban muchos hombres vestidos de color mostaza y con botas altas. Instintivamente apreció con rápida ojeada el estado de la habitación. Todo en buen orden, nada roto: paredes, cortinajes y muebles seguían intactos. Pero al mirar al interior de los aparadores monumentales experimentó otra vez una sensación dolorosa. Por todas partes, la oscuridad del roble. Habían desaparecido dos vajillas de plata y otras de porcelana antigua, sin dejar como rastro la más insignificante de sus piezas. Tuvo que responder con graves saludos a las presentaciones que iba haciendo su sobrino, y estrechando la mano que le tendía el conde con aristocrática dejadez. Los enemigos le consideraban con benevolencia y cierta admiración al saber que era un millonario procedente de la tierra lejana donde los hombres se enriquecen rápidamente.
Se vio de pronto sentado como un extraño ante su propia mesa, comiendo en los mismos platos que empleaba su familia, servido por unos hombres de cabeza esquilada al rape que llevaban sobre el uniforme un mandil a rayas. Lo que comía era suyo, el vino procedía de sus bodegas, todo lo que adornaba aquella habitación lo había comprado él, los árboles que extendía su ramaje más allá de la ventana le pertenecían igualmente..., y, sin embargo creyó hallarse en este sitio por primera vez, sufriendo el malestar de la extrañeza y la desconfianza. Comió porque sentía hambre; pero alimentos y vino le parecían de otro planeta.
Iba examinando con asombro a estos enemigos que ocupaban los mismos lugares de su esposa, de sus hijos, de los Lacours... Hablaban en alemán entre ellos; pero los que conocían el francés se valían con frecuencia de este idioma para que los entendiese el invitado. Los que sólo chapurreaban algunas palabras las repetían con acompañamiento de sonrisas amables. Se notaba en todos ellos un deseo de agradar al dueño del castillo.
-Va usted a almorzar con los bárbaros -dijo el conde al ofrecerle un asiento a su lado-. ¿No tiene usted miedo de que lo coman vivo?
Los alemanes rieron con gran estrépito la gracia de su excelencia. Todos hacían esfuerzos por demostrar con sus palabras y gestos que era falsa la barbarie que les atribuían los enemigos.
Don Marcelo los miró uno a uno. Las fatigas de la guerra, especialmente la marcha acelerada de los últimos días, estaban visibles en sus personas. Unos eran altos, delgados, con una esbeltez angulosa; otros, cuadrados y fornidos, con el cuello corto y la cabeza hundida entre los hombros. Estos últimos habían perdido sus adiposidades en un mes de campaña, colgándoles la piel arrugada y fláccida en varias partes del rostro. Todos llevaban la cabeza rapada, lo mismo que los soldados. En torno de la mesa brillaban dos filas de esferas craneales sonrosadas o morenas. Las orejas sobresalían grotescamente; las mandíbulas se marcaban con el óseo relieve del enflaquecimiento. Algunos habían conservado el mostacho enhiesto, a la moda del emperador; los más iban afeitados o con bigotes cortos en forma de cepillo.
Un brazalete de oro brillaba a continuación de una mano del conde puesta sobre la mesa. Era el más viejo de todos y el único que conservaba sus cabellos, de un rubio oscuro y canoso, peinados cuidadosamente y brillantes de pomada. Próximo a los cincuenta años, mantenía un vigor femenil, cultivado por los ejércitos violentos. Enjuto, huesudo y fuerte, procuraba disimular su rudeza de hombre de pelea con una negligencia suave y perezosa.
Los oficiales lo trataban con gran respeto. Hartrott había hablado de él, a su tío como de un gran artista, músico y poeta. El emperador era su amigo: se conocían desde la juventud. Antes de la guerra, ciertos escándalos de su vida privada le habían alejado de la Corte: vociferaciones de folicularios y de socialistas. Pero el soberano le mantenía en secreto su afecto de antiguo condiscípulo. Todos recordaban un baile suyo, Los caprichos de Scherazada, representado con gran lujo en Berlín por recomendación del poderoso compañero. Había vivido algunos años en Oriente. En suma: un gran señor y un artista d exquisita sensibilidad, al mismo tiempo que un soldado.
El conde no podía admitir el silencio de Desnoyers. Era su comensal, y creyó del caso hacerle hablar para que interviniese en la conversación. Cuando don Marcelo explicó que sólo hacía tres días que había salido de París, todos se animaron, queriendo saber noticias.
«Vio usted alguna de las sublevaciones?...» «¿Tuvo la tropa que matar mucha gente?» «¿Cómo fue el asesinato de Poincaré?»
Le hicieron estas preguntas a la vez, y don Marcelo, desorientado por su inverosimilitud, no supo que contestar. Creyó haber caído en una reunión de locos. Luego sospechó que se burlaban de él. ¿Sublevaciones? ¿Asesinato del presidente?... Unos lo miraban con lástima por su ignorancia; otros, con recelo, al ver que fingía no conocer unos sucesos que se habían desarrollado junto a él. Su sobrino insistió:
Los diarios de Alemania hablan mucho de eso. El pueblo de París se ha sublevado hace quince días contra el gobierno, asaltando el Elíseo y asesinando al presidente. El Ejército tuvo que emplear las ametralladoras para imponer el orden... Todo el mundo lo sabe.
Pero Desnoyers insistía en no saberlo: nada había visto. Y como sus palabras eran acogidas con gesto de maliciosa duda, prefirió callarse. Su excelencia, espíritu superior, incapaz de incurrir en las credulidades del vulgo, intervino para restablecer los hechos. Lo del asesinato tal vez no era cierto; los periódicos alemanes podían exagerar con la mejor buena fe. Precisamente pocas horas antes le había hecho saber el Estado Mayor la retirada del Gobierno francés a Burdeos. Pero lo de la sublevación del pueblo en París y su pelea con la tropa era indiscutible.
-El señor lo ha visto, sin duda; pero no quiere decirlo.
Desnoyers tuvo que contradecir al personaje; pero su negativa ya no fue escuchada. ¡París! Este nombre había hecho brillar los ojos, excitando la verbosidad de todos. Deseaban llegar cuanto antes a la vista de la ciudad, para saciarse de las privaciones y fatigas de un mes de campaña. Eran adoradores de la gloria militar, consideraban la guerra necesaria para la vida, y, sin embargo, se lamentaban de los sufrimientos que le proporcionaba. El conde exhaló una queja de artista:
-¡Lo que le ha perjudicado la guerra! -dijo con languidez-. Este invierno iban a estrenar en París un baile mío.
Todos protestaron de su tristeza: su obra sería impuesta después del triunfo, y los franceses tendrían que aplaudirla.
-No es lo mismo- continuó el conde-. Confieso que amo París... ¡Lástima que esas gentes no hayan querido nunca entenderse con nosotros!...
Y se sumió en su melancolía de hombre no comprendido.
A uno de los oficiales que hablaba de las riquezas de París con ojos de codicia, lo reconoció de pronto Desnoyers por el brazal que ostentaba en una manga. Era el mismo que había saqueado el castillo. Como si adivinase sus pensamientos, el comisario se excusó:
-Es la guerra, señor...
¡Lo mismo que los otros!... La guerra había que pagarla con los bienes de los vencidos. Era el nuevo sistema alemán; la vuelta saludable a la guerra de los tiempos remotos; tributos impuestos a las ciudades y saqueo aislado a las casas. De este modo se vencía la resistencia del enemigo y la guerra terminaba antes. No debía entristecerse por el despojo. Sus muebles y alhajas serían vendidos en Alemania. Podía hacer una reclamación al Gobierno francés, para que le indemnizasen después de la derrota: sus parientes de Berlín apoyarían la demanda. Desnoyers oyó con espanto tales consejos. ¡Qué mentalidad la de aquellos hombres! ¿Estaban locos o querían reírse de él?
Al terminar el almuerzo, algunos oficiales se levantaron, requiriendo sus sables, para cumplir actos de servicio. El capitán von Hartrott también se levantó: necesitaba volver al lado de su general; había dedicado bastante tiempo a las expansiones de familia. El tío le acompañó hasta el automóvil. Moltkecito se excusaba, una vez más de los desperfectos y despojos sufridos por el castillo.
-Es la guerra... Debemos ser duros para que resulte breve. La verdadera bondad consiste en ser crueles, porque así el enemigo, aterrorizado, se entrega más pronto y el mundo sufre menos.
Don Marcelo levantó los hombros ante el sofisma. Estaban en la puerta del edificio. El capitán dio órdenes a un soldado, y éste volvió poco después con un pedazo de tiza que servía para marcar las señales de alojamiento. Von Hartrott deseaba proteger a su tío. Y empezó a trazar una inscripción en la pared, junto a la puerta: Bitt nicht plündern. Es sind freundlich Leute...
Luego la tradujo en vista de las repetidas preguntas del viejo.
-Quiere decir: «Se ruega no saquear. Los habitantes de esta casa son gente amable..., gente amiga».
¡Ah no!... Desnoyers repelió con vehemencia esta protección. Él no quería ser amable. Callaba porque no podía hacer otra cosa..., pero ¡amigo de los invasores de su país!...
El sobrino borró parte del letrero y sólo dejó el principio: Bitt nicht plündern (Se ruega no saquear). Luego, en la entrada del parque repitió la inscripción. Consideraba necesario este aviso: podía irse su excelencia, podían instalarse en el castillo otros oficiales. Von Hartrott había visto mucho, y su sonrisa daba a entender que nada llegaría a sorprenderle, por enorme que fuese. Pero el viejo siguió despreciando su protección y riéndose con tristeza del rótulo. ¿Qué más podían saquear? Ya se habían llevado lo mejor.
-Adiós, tío. Pronto nos veremos en París.
El capitán montó en su automóvil luego de estrechar una mano fría y blanda que parecía repelerle con su inercia. Al volver hacia su casa vio a la sombra de un grupo de árboles una mesa y sillas. Su excelencia tomaba el café al aire libre, y le obligó a sentarse a su lado. Sólo tres oficiales lo acompañaban... Gran consumo de licores procedentes de su bodega. Hablaban en alemán entre ellos, y así permaneció don Marcelo cerca de una hora, inmóvil, deseando marcharse y no encontrando el instante oportuno para abandonar su silla y desaparecer.
Se adivinaba fuera del parque un gran movimiento de tropas. Pasaba otro cuerpo de ejército con sordo rodar de marea. Las cortinas de árboles ocultaban este desfile incesante que se dirigía hacia el sur. Un fenómeno inexplicable conmovió la luminosa calma de la tarde. Sonaba a lo lejos un trueno continuo, como si rodase por el horizonte azul una tormenta invisible.
El conde interrumpió su conversación en alemán para hablar a Desnoyers, que parecía interesado por el estrépito.
-Es el cañón. Se ha entablado una batalla. Pronto entraremos en danza.
La posibilidad de tener que abandonar su alojamiento, el más cómodo que había encontrado en toda su campaña, le puso de mal humor.
-¡La guerra! -continuó-. Una vida gloriosa, pero sucia y embrutecedora. En todo un mes, hoy es el primer día que vivo como un hombre.
Y como si le atrajesen las comodidades que habría de abandonar en breve, se levantó, dirigiéndose al castillo. Dos alemanes se marcharon hacia el pueblo, y Desnoyers quedó con el otro, ocupado en paladear admirativamente sus licores. Era el jefe del batallón acantonado en Villeblanche.
-¡Triste guerra, señor!- dijo en francés.
De todo el grupo de enemigos, éste era el único que había inspirado a don Marcelo un sentimiento vago de atracción. «Aunque es un alemán, parece buena persona», pensaba viéndolo. Debía de haber sido obeso en tiempo de paz, pero ahora ofrecía el exterior suelto y lacio de un organismo que acaba de sufrir una pérdida de volumen. Se adivinaba en él una existencia anterior de tranquila y vulgar sensualidad, una dicha burguesa que la guerra había cortado rudamente.
-¡Qué vida señor! -siguió diciendo-. Que Dios castigue a los que han provocado esta catástrofe.
Desnoyers casi estaba conmovido. Vio la Alemania que se había imaginado muchas veces: una Alemania tranquila, dulce, de burgueses un poco torpes y pesados, pero que compensaban su rudeza originaria con un sentimentalismo inocente y poético. Este Blumhardt, al que sus compañeros llamaban Bataillon-Kommandeur, era un buen padre de familia. Se lo representó paseando con su mujer y sus hijos bajo los tilos de una plaza de provincia, escuchando con religiosa unción las melodías de una banda militar. Luego lo vio en la cervecería con sus amigos, hablando de problemas metafísicos entre dos conversaciones de negocios. Era el hombre de la vieja Alemania, un personaje de novela de Goethe. Tal vez las glorias del Imperio habían modificado su existencia, y en vez de ir a la cervecería frecuentaba el casino de los oficiales, mientras su familia se mantenía aparte, aislada de los civiles, por el orgullo de la casta militar; pero en el fondo era siempre el alemán bueno, de costumbres patriarcales, pronto a derramar lágrimas ante una escena de familia o un fragmento de buena música.
El comandante Blumhardt se acordaba de los suyos, que vivían en Casel.
-Ocho hijos, señor -dijo con un esfuerzo visible para contener su emoción-. Los dos mayores se preparan para ser oficiales. El menor va a la escuela este año... Es así.
Y señalaba con una mano la altura de sus botas. Temblaba nerviosamente de risa y de pena al recordar a su pequeño. Luego hizo el elogio de su esposa, excelente directora del hogar, madre que se sacrificaba con modestia por sus hijos, por su esposo. ¡Ay la dulce Augusta!... Veinte años de matrimonio iban transcurridos, y la adoraba como el día en que se vieron por primera vez. Guardaba en un bolsillo de su uniforme todas las cartas que ella le había escrito desde el principio de la campaña.
-Véala, señor... Estos son mis hijos.
Sacó del pecho un medallón de plata con adornos de arte de Munich, y tocando un resorte lo hizo abrirse en redondeles, como las hojas de un libro, dejando ver los rostros de toda la familia: la Frau Kommandeur, de una belleza austera y rígida, imitando el gesto y el peinado de la emperatriz; luego las hijas, las Fraulein Kommandeur, vestidas de blanco, los ojos en alto como si cantasen una romanza; y al final los niños, con uniformes de escuelas del Ejército o de instituciones particulares. ¡Pensar que podía perder a estos seres queridos con sólo que un pedazo de hierro lo tocase!... ¡Y había de vivir lejos de ellos ahora que era la buena estación, la época de los paseos en el campo!...
-¡Triste guerra! -volvió a repetir-. Que Dios castigue a los ingleses.
Con una solicitud que conmovió a don Marcelo, le hizo preguntas a su vez acerca de su familia. Se apiadó al enterarse de lo escasa que era su prole; sonrió un poco ante el entusiasmo con que el viejo hablaba de su hija, saludando a Fraulein Chichí como a un diablillo gracioso; puso el gesto compungido al saber que el hijo le había dado grandes disgustos con su conducta.
¡Simpático comandante!... Era el primer hombre dulce y humano que encontraba en el infierno de la invasión. «En todas partes hay buenas personas», se dijo. Si habían de continuar allí los alemanes, mejor era tenerle a él que a otros.
Un ordenanza vino a llamar a don Marcelo de parte de su excelencia. Encontró al conde en su propio dormitorio, luego de pasar por los salones con los ojos cerrados para evitarse el dolor de una cólera inútil. Las puertas estaban forzadas, los suelos sin alfombras, los huecos sin cortinajes. Sólo los muebles rotos en los primeros momentos ocupaban sus antiguos lugares. Los dormitorios habían sido saqueados con más método, desapareciendo únicamente lo que era de utilidad inmediata. El haberse alojado en ellos el día antes el general con todo su séquito los había librado de una destrucción caprichosa.
El conde lo recibió con la cortesía de un gran señor que desea atender a sus invitados. No podía consentir que Herr Desnoyers, pariente de un von Hartrott -al que recordaba vagamente haber visto en la corte-, viviese en la habitación de los porteros. Debía ocupar su dormitorio, aquella cama solemne como un catafalco, con penachos y columnas, que había tenido el honor de servir horas antes a un ilustre general del Imperio.
-Yo prefiero dormir aquí. Esta otra habitación va mejor con mis gustos.
Había entrado en el dormitorio de la señora Desnoyers, admirando su moblaje Luis XV, de una autenticidad preciosa, con los oros apagados y los paisajes de sus tapicerías oscurecidos por el tiempo. Era una de las mejores compras de don Marcelo. El conde sonrió con un menosprecio de artista al recordar al jefe de la Intendencia encargado del saqueo oficial.
«¡Qué asno!... Pensar que esto lo ha dejado por viejo y feo...»
Luego miró de frente al dueño del castillo.
-Señor Desnoyers, creo no cometer ninguna incorrección, y hasta me imagino que interpreto sus deseos, al manifestarle que estos muebles me los llevo yo. Serán un recuerdo de nuestro conocimiento, un testimonio de nuestra amistad que ahora empieza... Si esto queda aquí, corre peligro de ser destruido. Los guerreros no están obligados a ser artistas. Yo guardaré estas preciosidades en Alemania, y usted podrá verlas cuando quiera. Ahora todos vamos a ser unos... Mi amigo el emperador se proclamará soberano de los franceses..
Desnoyers permaneció silencioso. ¿Qué podía contestar al gesto de ironía cruel, a la mirada con que el gran señor iba subrayando sus palabras?...
-Cuando termine la guerra le enviaré un regalo de Berlín- añadió con tono protector.
Tampoco contestó el viejo. Miraba en las paredes el vacío que habían dejado varios cuadros pequeños. Eran de maestros famosos del siglo XVIII. También debía de haberlos despreciado el comisario por insignificante. Una ligera sonrisa del conde le reveló su verdadero paradero.
Había escudriñado toda la pieza, el dormitorio inmediato, que era el de Chichí, el cuarto de baño, hasta el guardarropa femenino de la familia, que conservaba unos vestidos de la señorita Desnoyers. Las manos del guerrero se perdieron con delectación en los finos bullones de las telas, apreciando su blanda frescura.
Este contacto le hizo pensar en París, en las modas, en las casas de los grandes modistos. La rue de la Paix era el lugar más admirado por él en sus visitas a la ciudad enemiga.
Percibió don Marcelo la fuerte mezcla de perfumes que exhalaban su cabeza, sus bigotes, todo su cuerpo. Varios frascos del tocador de las señoras estaban sobre la chimenea.
-¡Qué suciedad de guerra! -dijo el alemán-. Esta mañana he podido tomar un baño, después de una semana de abstinencia; a media tarde tomaré otro... A propósito, querido señor: estos perfumes son buenos, pero no son elegantes. Cuando tenga el gusto de ser presentado a las señoras, les daré las señas de mis proveedores... Yo uso en mi casa esencia de Turquía: tengo muchos amigos allá... Al terminar la guerra haré un envío a la familia.
Sus ojos se habían fijado en algunos retratos colocados sobre una mesa. El conde adivinó a madame Desnoyers viendo la fotografía de doña Luisa. Luego sonrió ante el retrato de Chichí. Muy graciosa: lo que más admiraba de ella era su aire resuelto de muchacho. Pasó una mirada amplia y profunda en la fotografía de Julio.
-Excelente mozo -dijo-. Una cabeza interesante..., artística. En un baile de trajes obtendría un éxito. ¡Qué príncipe persa!... Una aigrette blanca en la cabeza sujeta con un joyel, el pecho desnudo, una túnica negra con pavos de oro...
Y siguió vistiendo imaginativamente al primogénito de Desnoyers con todos los esplendores de un monarca oriental. El viejo sintió un principio de simpatía hacia aquel hombre por el interés que le inspiraba su hijo. ¡Lástima que escogiese con tanta habilidad las cosas preciosas y se las apropiase!
Junto a la cabecera de la cama, sobre un libro de oraciones olvidado por su esposa, vio un medallón con otra fotografía. Esta no era de la casa. El conde, que había seguido la dirección de sus ojos, quiso mostrársela. Temblaban las manos del guerrero... Su altivez desdeñosa e irónica desapareció de golpe. Un oficial de Húsares de la Muerte sonreía en el retrato, contrayendo su perfil enjuto y curvo de pájaro de pelea bajo el gorro, adornado con un cráneo y dos fémures.
-Mi mejor amigo -dijo con voz algo temblorosa-. El ser que más amo en el mundo... ¡Pensar que tal vez se bate en estos momentos y pueden matarlo!... Pensar que yo también puedo morir!...
Don Marcelo creyó entrever una novela del pasado del conde. Aquel húsar era indudablemente un hijo natural. Su simplicidad no podía concebir otra cosa. Sólo en su ternura era un padre capaz de hablar así... Y casi se sintió contagiado por esta ternura.
Aquel dio fin a la entrevista. El guerrero le había vuelto la espalda, saliendo del dormitorio, como si desease ocultar sus emociones. A los pocos minutos sonó en el piso bajo un magnífico piano de cola, que el comisario no había podido llevarse por la oposición del general. La voz de éste se elevó sobre el sonido de las cuerdas. Era una voz de barítono algo opaca, pero que comunicaba un temblor apasionado a su romanza. El viejo se sintió conmovido; no entendía las palabras, pero las lágrimas se agolpaban a sus ojos. Pensó en su familia, en las desgracias y peligros que le rodeaban, en la dificultad de volver a encontrar a los suyos... Como si la música tirase de él, descendió poco a poco el piso bajo. ¡Qué artista aquel hombre altivamente burlón! ¡Qué alma la suya!... Los alemanes engañaban a primera vista con su exterior rudo y su disciplina, que les hacía cometer sin escrúpulo las mayores atrocidades. Había que vivir en intimidad con ellos para apreciarlos tal como eran.
Cuando cesó la música estaba en el puente del castillo. Un suboficial contemplaba las evoluciones de los cisnes en las aguas del foso. Era un joven doctor en Derecho, que desempeñaba la función de secretario cerca de su excelencia; un hombre de Universidad movilizado por la guerra.
Al hablar con don Marcelo reveló inmediatamente su origen. Le había sorprendido la orden de partida estando de profesor en un colegio privado y en vísperas de casarse. Todos sus planes matrimoniales habían quedado deshechos.
-¡Qué calamidad, señor!... ¡Qué trastorno para el mundo!... Y, sin embargo, éramos muchos los que veíamos llegar la catástrofe. Forzosamente debía sobrevenir un día u otro. El capitalismo, el maldito capitalismo tiene la culpa.
El suboficial era socialista. No ocultaba su participación en actos del partido, que le habían originado persecuciones y retrasos en su carrera. Pero la Socialdemocracia se veía ahora aceptada por el emperador y halagada por los junkers más reaccionarios. Todos eran unos. Los diputados del partido formaban en el Reichstag
el grupo más obediente al Gobierno... El sólo guardaba de su pasado cierto fervor para anatematizar al capitalismo, culpable de la guerra.
Desnoyers se atrevió a discutir con este enemigo, que parecía de carácter dulce y tolerante. «¿No será el responsable el militarismo alemán? ¿No habría buscado y preparado el conflicto, impidiendo todo arreglo con sus arrogancias?»
Negó rotundamente el socialista. Sus diputados apoyaban la guerra, y para hacer esto, sus motivos tendrían. Se notaba en él la supeditación a la disciplina, la eterna disciplina germánica, ciega y obediente, que gobierna hasta a los partidos avanzados. En vano el francés repitió argumentos y hechos, todo cuanto había leído desde el principio de la guerra. Sus palabras resbalaron sobre la dureza de este revolucionario, acostumbrado a delegar las funciones del pensamiento.
-¡Quién sabe! -acabó por decir-. Tal vez nos hayamos equivocado. Pero en el instante actual todo está confuso: faltan elementos de juicio para formar una opinión exacta. Cuando termine el conflicto conoceremos a los verdaderos culpables; y si son los nuestros, les exigiremos responsabilidad.
Sintió ganas de reír Desnoyers ante esta candidez. ¡Esperar el final de la guerra para saber quién era el culpable!... Y si el Imperio resultaba vencedor, ¿qué responsabilidad iban a exigirle en pleno orgullo de la victoria, ellos, que se habían limitado siempre a las batallas electorales, sin el más leve intento de rebeldía?
-Sea quien sea el autor -continuó el suboficial-, esta guerra es triste. ¡Cuántos hombres muertos!... Yo estuve en Charleroi. Hay que ver de cerca la guerra moderna. Venceremos, vamos a entrar en París, según dicen; pero caerán muchos de los nuestros antes de obtener la última victoria...
Y para alejar las visiones de muerte fija en su pensamiento, siguió con los ojos la marcha de los cisnes, ofreciéndoles pedazos de pan, que les hacían torcer el curso de su natación lenta y majestuosa.
El conserje y su familia pasaban el puente con frecuentes entradas y salidas. Al ver a su señor en buenas relaciones con los invasores habían perdido el miedo que los mantenía recluidos en su vivienda. A la mujer le parecía natural que don Marcelo viese reconocida su autoridad por aquella gente: el amo siempre es el amo. Y como si hubiese recibido una parte de esta autoridad, entraba sin temor en el castillo, seguida de su hija, para poner en orden el dormitorio del dueño. Querían pasar la noche cerca de él para que no se viese solo entre los alemanes.
Las dos mujeres trasladaron ropas y colchones desde el pabellón al último piso. El conserje estaba ocupado en calentar el segundo baño de su excelencia. Su esposa lamentaba con gestos desesperados el saqueo del castillo. ¡Qué de cosas ricas desaparecidas!... Deseosa de salvar los últimos restos, buscaba al dueño para hacerle denuncias, como si éste pudiese impedir el robo individual y cauteloso. Los ordenanzas y escribientes del conde se metían en los bolsillos todo lo que resultaba fácil de ocultar. Decían, sonriendo, que eran recuerdos. Luego se aproximó con aire misterioso para hacerle una nueva revelación. Había visto a un jefe forzar los cajones donde guardaba la señora la ropa blanca, y cómo formaba un paquete con las prendas más finas y gran cantidad de blondas.
-Ese es, señor -dijo de pronto, señalando a un alemán que escribía en el jardín, recibiendo sobre la mesa un rayo oblicuo de sol que se filtraba entre las ramas.
Don Marcelo lo reconoció con sorpresa. ¡También el comandante Blumhardt!... Pero inmediatamente excusó su acto. Encontraba natural que se llevase algo de se casa, después que el comisario había dado el ejemplo. Además, tuvo en cuenta la calidad de los objetos que se apropiaba. No eran para él: eran para la esposa, para las niñas... Un buen padre de familia. Más de una hora llevaba ante la mesa escribiendo sin cesar, conversando pluma en mano con su Augusta, con toda la familia que vivía en Cassel. Mejor era que se llevase lo suyo este hombre bueno, que los otros oficiales altivos, de voz cortante e insolente tiesura.
Vio cómo levantaba la cabeza cada vez que pasaba Georgette, la hija del conserje, siguiéndola con los ojos. ¡Pobre padre!... Indudablemente se acordaba de las dos señoritas que vivían en Alemania con el pensamiento ocupado por los peligros de la guerra. Él también se acordaba de Chichí, temiendo no verla más. En uno de sus viajes desde el castillo al pabellón, la muchacha fue llamada por el alemán. Permaneció erguida ante su mesa, tímida, como si presintiese un peligro, pero haciendo esfuerzos para sonreír. Mientras tanto, Blumhardt le hablaba acariciándole las mejillas con sus manazas de hombre de pelea. A Desnoyers le conmovió esta visión. Los recuerdos de una vida pacífica y virtuosa resurgían a través de los horrores de la guerra. Decididamente, este enemigo era un buen hombre.
Por eso sonrió con amabilidad cuando el comandante, abandonando la mesa, fue hacia él. Entregó su carta y un paquete voluminoso a un soldado para que los llevase al pueblo, donde estaba la estafeta del batallón.
-Es para mi familia -dijo-. No dejo pasar un día de descanso sin enviar carta. ¡Las suyas son tan preciosas para mí!... También envío unos pequeños recuerdos.
Desnoyers estuvo próximo a protestar. ¡Pequeños, no!... Pero con un gesto de indiferencia dio a entender que aceptaba los regalos hechos a costa suya. El comandante siguió hablando de la dulce Augusta y de sus hijos, mientras tronaba la tempestad invisible en el horizonte sereno del atardecer. Cada vez era más intenso el cañoneo.
-La batalla -continuó Blumhardt-. ¡Siempre la batalla!... Seguramente es la última que ganaremos. Antes de una semana vamos a entrar en París... Pero ¡cuántos no llegarán a verlo! ¡Qué de muertos!... Creo que mañana ya no estaremos aquí. Todas las reservas tendrán que atacar para vencer la suprema resistencia... ¡Con tal que yo no caiga!...
La posibilidad de morir al día siguiente contrajo su rostro con un gesto de rencor. Una arruga vertical partía sus cejas. Miró a Desnoyers con ferocidad, como si le hiciese responsable de su muerte y de la desgracia de su familia. Durante unos minutos, don Marcelo no reconoció al Blumhardt dulce y familiar de poco antes, dándose cuenta que la guerra realiza en los hombres.
Empezaba el ocaso, cuando un suboficial -el mismo de la Socialdemocracia- llegó corriendo, en busca del comandante. Desnoyers no podía entenderle por hablar en alemán; pero, siguiendo las indicaciones de su mano, vio en la entrada del castillo, más allá de la verja, un grupo de gente campesina y unos cuantos soldados con fusiles. Blumhardt, después de corta reflexión, emprendió la marcha hacia el grupo, y don Marcelo fue tras de él.
Vio un muchacho del pueblo entre dos alemanes que le apuntaban al pecho con sus bayonetas. Estaba pálido, con una palidez de cera. Su camisa, sucia de hollín, aparecía desgarrada de un modo trágico, denunciando los manotones de la lucha. En una sien tenía una desolladura que manaba sangre. A corta distancia, una mujer, con el pelo suelto, rodeada de cuatro niñas y un pequeñuelo, todos manchados de negro, como si surgiesen de un depósito de carbón.
La mujer hablaba elevando las manos, dando gemidos que interrumpían su relato, dirigiéndose inútilmente a los soldados, incapaces de entenderla. El suboficial que mandaba la escolta habló en alemán con el comandante, y mientras tanto, la mujer se dirigió a Desnoyers. Mostraba una repentina serenidad al reconocer al dueño del castillo, como si éste pudiese salvarla.
Aquel mocetón era hijo suyo. Estaban refugiados desde el día anterior en la cueva de su casa incendiada.
El hambre los había hecho salir, luego de librarse de una muerte por asfixia. Los alemanes, al ver a su hijo, lo habían golpeado y querían fusilarlo, como fusilaban a todos los mozos. Creían que el muchacho tenía veinte años: lo consideraban en
edad de ser soldado, y para que no se incorporase al Ejército francés, lo iban a matar.
-¡Es mentira! -gritó la mujer-. No tiene más que dieciocho..., menos aún: sólo tiene diecisiete.
Se volvía a otras mujeres que iban detrás de ella: tristes hembras igualmente sucias, con el rostro ennegrecido y las ropas desgarradas, oliendo a incendio, a miseria, a cadáver. Todas asentían, agregando sus gritos a los de la madre. Algunas extremaban sus declaraciones, atribuyendo al muchacho dieciséis años..., quince. Y a este coro de femeniles vociferaciones se unían los gemidos de los pequeños, que contemplaban a su hermano con los ojos agrandados por el terror.
El comandante examinó al prisionero mientras escuchaba al suboficial. Un empleado del Municipio había confesado aturdidamente que tenía veinte años, sin pensar que con esto causaba su muerte.
-¡Mentira! -repitió la madre, adivinando por instinto lo que hablaban-. Ese hombre se equivoca. Mi hijo es robusto, parece de más edad; pero no tiene veinte años... El señor, que lo conoce, puede decirlo. ¿No es verdad, señor Desnoyers?
Al ver reclamado su auxilio por la desesperación maternal, creyó don Marcelo que debía intervenir, y habló al comandante. Conocía mucho a este mozo -no recordaba haberlo visto nunca-, y le creía menor de veinte años.
-Y aunque los tuviera -añadió-, ¿es eso un delito para fusilar a un hombre?
Blumhardt no contestaba. Desde que había recobrado sus funciones de mando parecía ignorar la existencia de don Marcelo. Fue a decir algo, a dar una orden; pero vaciló. Era mejor consultar a su excelencia. Y viendo que se dirigía al castillo. Desnoyers marchó a su lado.
-Comandante, esto no puede ser -comenzó diciendo-. Esto carece de sentido. ¡Fusilar a un hombre por la sospecha de que pueda tener veinte años!...
Pero el comandante callaba y seguía caminando. Al pasar el puente oyeron los sonidos del piano. Esto parecía de buen augurio para Desnoyers. Aquel artista que le conmovía con su voz apasionada iba a decir la palabra salvadora.
Al entrar en el salón tardó en reconocer a su excelencia. Vio a un hombre ante el piano, llevando por toda vestidura una bata japonesa, un quimono femenil de color rosa, con pájaros de oro, perteneciente a su Chichí. En otra ocasión hubiese lanzado una carcajada al contemplar a este guerrero enjuto, huesoso, de ojos crueles, sacando por las mangas sueltas unos brazos nervudos, en una de cuyas muñecas seguía brillando la pulsera de oro. Había tomado el baño y retardaba el momento de recobrar su uniforme, deleitándose con el sedoso contacto de la túnica femenina, igual a sus vestiduras orientales de Berlín. Blumhardt no manifestó la más leve extrañeza ante el aspecto de su general. Erguido militarmente, habló en su idioma, mientras el conde le escuchaba con aire aburrido, pasando sus dedos sobre las teclas.
Una ventana próxima dejaba visible la puesta del sol, envolviendo en un nimbo de oro al piano y al ejecutante. La poesía del ocaso entraba por ella: susurros del ramaje, cantos moribundos de pájaros, zumbidos de insectos que brillaban como chispas bajo el último rayo solar. Su excelencia, viendo interrumpido su ensueño melancólico por la inoportuna visita, cortó el relato del comandante con un gesto de mando y una palabra..., una sola. No dijo más. Dio unas chupadas a un cigarrillo turco que chamuscaba lentamente la madera del piano, y sus manos volvieron a caer sobre el marfil, reanudando la improvisación vaga y tierna inspirada por el crepúsculo.
-Gracias, excelencia- dijo el viejo, adivinando su magnánima respuesta.
El comandante había desaparecido. Tampoco lo encontró fuera de la casa. Un soldado trotaba cerca de la verja para transmitir la orden. Vio cómo la escolta repelía con las culatas al grupo vociferante de mujeres y chiquillos. Quedó limpia la entrada. Todos se alejaban indudablemente hacia el pueblo después del perdón del general... Estaba en mitad de la avenida, cuando sonó un aullido compuesto de muchas voces, un grito espeluznante, como sólo puede lanzarlo la desesperación femenil. Al mismo tiempo conmovieron al aire fuertes trallazos, un crepitamiento que conocía desde el día anterior. ¡Tiros!... Adivinó al otro lado de la verja un rudo vaivén de personas: unas, retorciéndose, contenidas por fuertes brazos; otras huyendo con el galope del miedo. Vio correr hacia él a una mujer despavorida, con las manos en la cabeza, lanzando gemidos. Era la esposa del conserje, que se había agregado poco antes al grupo de mujeres.
-¡No vaya, señor! -gritó, cortándole el paso-. Lo han matado..., acaban de fusilarlo.
Don Marcelo quedó inmóvil por la sorpresa. ¡Fusilarlo!... ¿Y la palabra del general?... Corrió hacia el castillo, sin darse cuenta de lo que hacía, y se vio de pronto en el salón. Su excelencia continuaba ante el piano. Ahora cantaba a media voz, con los ojos húmedos por la poesía de sus recuerdos. Pero el viejo no podía escucharle.
-Excelencia, lo han fusilado... Acaban de matarlo, a pesar de la orden.
La sonrisa del jefe le hizo comprender de pronto su engaño.
-Es la guerra, querido señor -dijo cesando de tocar-. La guerra, con sus crueles necesidades... Siempre es prudente suprimir al enemigo de mañana.
Y con aire pedantesco, como si diese una lección, habló de los orientales, grandes maestros en el arte de saber vivir. Uno de los personajes más admirados por él era cierto sultán de la conquista turca, que estrangulaba con sus propias manos a los hijos de los adversarios.
-Nuestros enemigos no vienen al mundo a caballo empuñando la lanza -decía el héroe-. Nacen niños, como todos, y es oportuno suprimirlos antes que crezcan.
Desnoyers lo escuchaba sin entenderle. Una idea única ocupaba su pensamiento. ¡Y aquel hombre, que él creía bueno; aquel sentimental, que se enternecía cantando, había dado fríamente, entre dos arpegios, su orden de muerte!...
El conde hizo un gesto de impaciencia. Podía retirarse, y le aconsejaba que en adelante fuese discreto, evitando el inmiscuirse en los asuntos del servicio. Luego le volvió la espalda e hizo correr las manos sobre el piano, entregándose a su melancolía armoniosa.
Empezó para don Marcelo una vida absurda, que iba a durar cuatro días, durante los cuales se sucedieron los más extraordinarios acontecimientos. Este período representó en su historia un largo paréntesis de estupefacción, cortado por horribles visiones.
No quiso encontrarse más con aquellos hombres, y huyó de su propio dormitorio, refugiándose en el último piso, en un cuarto de doméstico, cerca del que había escogido la familia del conserje. En vano la buena mujer le ofreció comida al cerrar la noche: no sentía apetito. Estaba tendido en la cama. Prefería la oscuridad y el verse a solas con sus pensamientos. ¡Cuándo terminaría esta angustia!...
Se acordó de un viaje que había hecho a Londres años antes. Veía con la imaginación el Museo Británico y ciertos relieves asirios que le habían llenado de pavor, como restos de una Humanidad bestial. Los guerreros incendiaban las poblaciones, los prisioneros eran degollados en montón, la muchedumbre campesina y pacífica marchaba en filas con la cadena al cuello, formando ristras de esclavos. Nunca había reconocido como en aquel momento la grandeza de la civilización presente. Todavía surgían guerras de cuando en cuando; pero había sido reglamentadas por el progreso. La vida de los prisioneros resultaba sagrada, los pueblos debían ser respetados, existía todo un cuerpo de leyes internacionales para reglamentar como deben matarse los hombres y combatir las naciones, causándose el menor daño posible... Pero ahora acababa de ver la realidad de la guerra. ¡Lo mismo que miles de años antes! Los hombres con casco procedían de igual modo que los sátrapas perfumados y feroces de mitra azul y barba anillada. El adversario era fusilado, aunque no tuviese armas; el prisionero moría a culatazos; las poblaciones civiles emprendían en masa el camino de Alemania como los cautivos de otros siglos. ¿De qué había servido el llamado progreso? ¿Dónde estaba la civilización?...
Despertó al recibir en sus ojos la luz de una bujía. La mujer del conserje había subido otra vez para preguntarle si necesitaba algo.
-¡Qué noche!... Óigalos cómo gritan y cantan. ¡Las botellas que llevan bebidas!... Están en el comedor. Es preferible que usted no los vea. Ahora se divierten rompiendo los muebles. Hasta el conde está borracho; borracho también ese jefe que hablaba con usted, y los demás. Algunos de ellos bailan medio desnudos.
Deseaba callarse ciertos detalles; pero su verbosidad femenil saltó por encima de estos propósitos discretos. Algunos oficiales jóvenes se habían disfrazado con sombrero y vestidos de las señoras y danzaban dando gritos e imitando los contoneos femeniles. Uno de ellos era saludado con un rugido de entusiasmo al presentarse sin otro traje que una combinación interior de la señorita Chichí... Muchos gozaban un placer maligno al depositar los residuos digestivos sobre las alfombras o en los cajones de los muebles, empleando para limpiarse los lienzos finos que encontraban a mano.
El dueño la hizo callar. ¿Para qué enterarle de todo esto?...
-¿Y nosotros, obligados a servirlos!... -continuó gimiendo la mujer-. Están locos: parecen otros hombres. Los soldados dicen que se marchan al amanecer. Hay una gran batalla, van a ganarla; pero todos necesitan pelear en ella... Mi pobre marido ya no puede más... Tantas humillaciones... Y mi hija..., ¡mi hija!...
Esta era su mayor preocupación. La tenía oculta; pero seguía con inquietud las idas y venidas de algunos de estos hombres enfurecidos por el alcohol. De todos, el más temido era aquel jefe que acariciaba paternalmente a Georgette.
El miedo por la seguridad de su hija le hizo marcharse después de lanzar nuevos lamentos.
-Dios no se acuerda del mundo... ¡Ay, qué será de nosotros!
Ahora permaneció desvelado don Marcelo. Por la ventana abierta entraba la luz de una noche serena. Seguía el cañoneo, prolongándose el combate en la oscuridad. Al pie del castillo entonaban los soldados un cántico lento y melódico que parecía un salmo. Del interior del edificio subió hasta él un estrépito de carcajadas brutales, ruido de muebles que se rompían, correteos de regocijada persecución. ¿Cuándo podría salir de este infierno?... Transcurrió mucho tiempo; no llegó a dormir, pero fue perdiendo poco a poco la noción de lo que le rodeaba. De pronto se incorporó. Cerca de él, en el mismo piso, una puerta se había rajado con sordo crujido, no pudiendo resistir varios empujones formidables. Sonaron gritos de mujeres, llantos, súplicas desesperadas, ruido de lucha, pasos vacilantes, choques de cuerpos contra las paredes. Tuvo el presentimiento de que era Georgette la que gritaba y se defendía. Antes de poner los pies en el suelo oyó una voz de hombre, la de su conserje, estaba seguro:
-¡Ah, bandido!...
Luego el estrépito de una segunda lucha..., un tiro..., silencio.
Al salir al amplio corredor que terminaba en la escalera vio luces y muchos hombres que subían en tropel, saltando los peldaños. Casi cayó al tropezar con un cuerpo del que se escapaba un rugido de agonía. El conserje estaba a sus pies, agitando el pecho con movimientos de fuelle. Tenía los ojos vidriosos y desmesuradamente abiertos; su boca se cubría de sangre... Junto a él brillaba un cuchillo de cocina. Después vio a un hombre con un revólver en la diestra, conteniendo al mismo tiempo con la otra mano una puerta rota que alguien intentaba abrir desde dentro. Le reconoció, a pesar de su palidez verdosa y del extravío de su mirada: era Blumhardt, un Blumhardt nuevo, con una expresión bestial de orgullo y de insolencia que infundía espanto.
Se lo imaginó recorriendo el castillo en busca de la presa deseada, la inquietud del padre siguiendo sus pasos, los gritos de la muchacha, la lucha desigual entre el enfermo con su arma de ocasión y aquel hombre de guerra sostenido por la violencia. La cólera de los años juveniles despertó en él audaz y arrolladora. ¿Qué le importaba morir?...
-Ah bandido! -rugió como el otro.
Y con los puños cerrados marchó contra el alemán. Este le puso el revólver ante los ojos, sonriendo fríamente. Iba a disparar... Pero en el mismo instante Desnoyers cayó al suelo, derribado por los que acababan de subir. Recibió varios golpes; las pesadas botas de los invasores le martillearon con su taconeo. Sintió en su rostro un chorro caliente. ¡Sangre!... No sabía si era suya o de aquel cuerpo, en el que se iba apagando el jadeo mortal. Luego se vio elevado del suelo por varias manos que lo empujaban ante un hombre. Era su excelencia, con el uniforme desabrochado y oliendo a vino. Sus ojos temblaban, lo mismo que su voz.
-Mi querido señor -le dijo, intentando recobrar su ironía mortificante-, le aconsejé que no interviniese en nuestras cosas y no me ha hecho caso. Sufra las consecuencias de su falta de discreción.
Dio una orden, y el viejo se sintió impelido escaleras abajo hasta las cuevas. Los que lo conducían eran soldados al mando de un suboficial. Reconoció al socialista. El joven profesor era el único que no estaba ebrio; pero se mantenía erguido, inabordable, con la ferocidad de la disciplina.
Lo introdujo en una pieza abovedada sin otro respiradero que un ventanuco a ras del suelo. Muchas botellas rotas y dos cajones con alguna paja era todo lo que había en la cueva.
-Ha insultado usted a un jefe -dijo el suboficial rudamente y es indudable que lo fusilarán al amanecer... Su única salvación consiste en que siga la fiesta y le olviden.
Como la puerta estaba rota, lo mismo que todas las del castillo, hizo colocar ante ella un montón de muebles y cajones.
Don Marcelo pasó el resto de la noche atormentado por el frío. Era lo único que le preocupaba en aquel momento. Había renunciado a la vida; hasta la imagen de los suyos se fue borrando de su memoria. Trabajó en la oscuridad para acomodarse sobre los dos cajones, buscando el calor de la paja. Cuando empezaba a soplar por el ventanillo la brisa del alba, cayó lentamente en un sueño pesado, un sueño embrutecedor, igual al de los condenados a muerte o al que precede a una mañana de desafío. Le pareció oír gritos en alemán, trotes de caballo, un rumor lejano de redobles y silbidos semejantes al que producían los batallones invasores con sus pífanos y sus tambores planos... Luego perdió por completo la sensación de lo que le rodeaba.
Al abrir otra vez sus ojos, un rayo de sol deslizándose por el ventanuco trazaba un cuadrilátero de oro en la pared, dando un regio esplendor a las telarañas colgantes. Alguien removía la barricada de la puerta. Una voz de mujer, tímida y angustiada, le llamó repetidas veces.
-Señor, ¿está usted ahí?
Levantándose de un salto quiso prestar ayuda a este trabajo exterior, y empujó la puerta vigorosamente. Pensó que los invasores se habían ido. No comprendía de otro modo que la esposa del conserje se atreviese a sacarle de su encierro.
-Sí; se han marchado -dijo ella-. No queda nadie en el castillo.
Al encontrar libre la salida vio don Marcelo a la pobre mujer con los ojos enrojecidos, la faz huesosa, el pelo en desorden. La noche había gravitado sobre su existencia con un peso de muchos años. Tosa su energía se desvaneció de golpe al reconocer al dueño. «¡Señor..., señor!», gimió convulsivamente
Y se arrojó en sus brazos derramando lágrimas.
Don Marcelo no deseaba saber nada; tenía miedo a la verdad. Sin embargo, preguntó por el conserje. Ahora que estaba despierto y libre, acarició la esperanza momentánea de que todo lo visto por él en la noche anterior fuese una pesadilla. Tal vez vivía aún el pobre hombre.
-Lo mataron, señor Lo asesinó aquel militar que parecía bueno... Y no sé dónde está su cuerpo: nadie ha querido decírmelo.
Tenía la sospecha de que el cadáver estaba en el foso. Las aguas verdes y tranquilas se habían cerrado misteriosamente sobre esta ofrenda de la noche... Desnoyers adivinó que otra desgracia preocupaba aún más a la madre, pero se mantuvo en púdico silencio. Fue ella la que habló, entre exclamaciones de dolor... Georgette estaba en el pabellón; había huido horrorizada del castillo al marcharse los invasores. Estos la habían guardado en su poder hasta el último momento.
-Señor, no la vea... Tiembla y llora al pensar que usted puede hablarle luego de lo ocurrido. Está loca; quiere morir. ¡Ay mi hija!... ¿Y no habrá quien castigue a esos monstruos?...
Habían salido del subterráneo y atravesaron el puente. La mujer miró con fijeza las aguas verdes y unidas. El cadáver de un cisne flotaba sobre ellas. Antes de partir, mientras ensillaban sus caballos, los oficiales se habían entretenido cazando a tiros de revólver los habitantes de la laguna. Las plantas acuáticas tenían sangre; entre sus hojas flotaban unos bullones blancos y fláccidos, como lienzos escapados de las manos de una lavandera.
Cambiaron don Marcelo y la mujer una mirada de lástima. Se compadecieron mutuamente al contemplar a la luz del sol su miseria y envejecimiento.
Ella sintió renacer sus energías al pensar en la hija. El paso de aquellas gentes lo había destruido todo: no quedaba en el castillo otro alimento que unos pedazos de pan duro olvidados en la cocina. «Y hay que vivir, señor... Hay que vivir, aunque sólo sea para ver cómo los castiga Dios...» El viejo levantó los hombros con desaliento: ¿Dios?... Pero aquella mujer tenía razón: había que vivir.
Con la audacia de su primera juventud, cuando navegaba por los mares infinitos de tierra del Nuevo Mundo guiando tropas de reses, se lanzó fuera de su parque. Vio el valle, rubio y verde, sonriendo bajo el sol; los grupos de árboles; los cuadrados de tierra amarillenta con las barbas duras del rastrojo; los setos, en los que cantaban pájaros; todo el esplendor veraniego de una campiña cultivada y peinada durante quince siglos por docenas y docenas de generaciones. Y, sin embargo, se consideró solo. a merced del destino, expuesto a perecer de hambre; más sólo que cuando atravesaba las horrendas alturas de los Andes, las tortuosas cumbres de roca y nieve envueltas en un silencio mortal, interrumpido de tarde en tarde por el aleteo del cóndor. Nadie... Su vista no distinguió un solo punto movible: todo fijo, inmóvil, cristalizado, como si se contrajese de pavor entre el trueno que seguía rodando en el horizonte.
Se encaminó al pueblo, masa de paredones negros de la que emergían varias casuchas intactas y un campanario sin tejas, con la cruz torcida por el fuego. Nadie tampoco en sus calles, sembradas de botellas, de maderos chamuscados, de cascotes cubiertos de hollín. Los cadáveres habían desaparecido, pero un hedor nauseabundo de grasa descompuesta, de carne quemada, parecía agarrarse a las fosas nasales. Lo atravesó todo, hasta llegar al sitio ocupado por la barricada de los dragones. Aún estaban las carretas a un lado del camino. Vio un montículo de tierra en el mismo lugar del fusilamiento. Dos pies y una mano asomaban a ras del suelo. Al aproximarse se desprendieron los cadáveres. Un tropel de alas duras batió el espacio, alejándose con graznidos de cólera.
Volvió sobre sus pasos. Gritaba ante las casas menos destrozadas, introducía su cabeza por puertas y ventanas limpias de obstáculos o con hojas de madera a medio consumir. ¿No había quedado nadie en Villeblanche? Columbró entre las ruinas algo que avanzaba a gatas, una especie de reptil, que se detenía en su arrastre con vacilaciones de miedo, pronto a retroceder para deslizarse en su madriguera. Súbitamente tranquilizada, la bestia se irguió. Era un hombre, un viejo. Otras larvas humanas fueron surgiendo al conjuro de sus gritos, pobre seres que habían renunciado a la verticalidad que denuncia desde lejos, y envidiaban a los organismos inferiores su deslizamiento por el polvo, su prontitud para escurrirse en las entrañas de la tierra. Eran mujeres y niños en su mayor parte, todos sucios, negros, con el cabello enmarañado, el ardor de los apetitos bestiales en los ojos, el desaliento del animal débil en la mandíbula caída. Vivían ocultos en los escombros de sus casas. El miedo les había hecho olvidar el hambre; pero al verse libres de enemigos, reaparecían de golpe todas sus necesidades incubadas por las horas de angustia.
Desnoyers creyó estar rodeado de una tribu de indios famélicos y embrutecidos, igual a las que había visto en sus viajes de aventurero. Traía con él de París una cantidad de piezas de oro, y sacó una moneda, haciéndola brillar al sol. Necesitaba pan, necesitaba todo lo que fuese comestible: pagaría sin regatear.
La vista del oro provocó miradas de entusiasmo y codicia; pero esta impresión fue breve. Los ojos acabaron por contemplar con indiferencia el redondel amarillo. Don Marcelo se convenció de que el milagroso fetiche había perdido su poder. Todos entonaban un coro de desgracias y horrores con voz lenta y quejumbrosa, como si llorasen ante un féretro: «Señor, han muerto a mi marido...» «Señor, mis hijos; me faltan dos hijos...» «Señor, se han llevado presos a todos los hombres; dicen que es para trabajar la tierra en Alemania...» «Señor, pan; mis pequeños se mueren de hambre».
Una mujer lamentaba algo peor que la muerte: «¡Mi hija!... ¡Mi pobre hija!» Su mirada de odio y locura denunciaban la tragedia secreta; sus alaridos y lágrimas hacían recordar a la otra madre que gritaba lo mismo en el castillo. En el fondo de alguna cueva estaba la víctima, rota de cansancio, sacudida por el delirio, viendo todavía la sucesión de asaltantes brutales con el rostro dilatado por un entusiasmo simiesco.
El grupo miserable tendía en círculo sus manos hacia aquel hombre cuya riqueza conocían todos. Las mujeres le enseñaban sus criaturas amarillentas, con los ojos velados por el hambre y una respiración apenas perceptible. «Pan..., pan», imploraban, como si él pudiese hacer un milagro. Entregó a una madre la moneda que tenía entre los dedos. Luego dio otras piezas de oro. Las guardaban sin mirarlas y seguían su lamento: «Pan..., pan». ¡Y él había ido hasta allí para hacer la misma súplica!... Huyó, reconociendo la inutilidad de su esfuerzo.
Cuando regresaba, desesperado, a su propiedad, encontró grandes automóviles y hombres a caballo que llenaban el camino formando larguísimo convoy. Seguían la misma dirección que él. Al entrar en su parque, un grupo de alemanes estaba tendiendo los hilos de una línea telefónica. Acababan de recorrer las habitaciones en desorden y reían a carcajadas leyendo la inscripción trazada por el capitán von Hartrott: «Se ruega no saquear...» Encontraban la farsa muy ingeniosa, muy germánica.
El convoy invadió el parque. Los automóviles y furgones llevaban una cruz roja. Un hospital de sangre iba a establecerse en el castillo. Los médicos, vestidos de verde y armados lo mismo que los oficiales, imitaban su altivez cortante, su repelente tiesura. Salían de los furgones centenares de camas plegadizas, alineándose en las diversas piezas; los muebles que aún quedaban fueron arrojados en montón al pie de los árboles. Grupos de soldados obedecían con prontitud mecánica las órdenes breves e imperiosas. Un perfume de botica, de drogas concentradas, se esparció por las habitaciones, mezclándose con el fuerte olor de los antisépticos que habían rociado las paredes para borrar los residuos de la orgía nocturna. Vio después mujeres vestidas de blanco, mocetonas de mirada azul y pelo de cáñamo. Tenían un aspecto grave, duro, austero, implacable. Empujaron repetidas veces a Desnoyers como si no lo viesen. Parecían monjas, pero con revólver debajo el hábito.
A mediodía empezaron a llegar otros automóviles, atraídos por la enorme bandera blanca con una cruz roja que había empezado a ondear en lo alto del castillo. Venían de la parte del Marne; su metal estaba abollado por los proyectiles; sus vidrios tenían roturas en forma de estrella. Bajaban de su interior hombres y más hombres, unos por su pie, otros en camillas de lona: rostros pálidos y rubicundos, perfiles aquilinos y achatados, cabezas rubias y cráneos envueltos en turbantes blancos con manchas de sangre; bocas que reían con risa de bravata y bocas que gemían con los labios azulados; mandíbulas sostenidas por vendajes de momia; gigantes que no mostraban destrozos aparentes y estaban en la agonía; cuerpos informes rematados por una testa que hablaba y fumaba; piernas con piltrafas colgantes que esparcían un líquido rojo entre los lienzos de la primera cura; brazos que pendían inertes como ramas secas; uniformes desgarrados en los que se notaba el trágico vacío de los miembros ausentes..
La avalancha de dolor se esparció por el castillo. A las pocas horas, todo él estaba ocupado; no había un lecho libre; las últimas camillas quedaron a la sombra de los árboles. Funcionaban los teléfonos incesantemente; los operadores, puestos de mandil, iban de un lado a otro, trabajando con rapidez; la vida humana era sometida a los procedimientos salvadores con rudeza y crueldad. Los que morían dejaban una cama libre a los otros que iban llegando. Desnoyers vio cestos que goteaban, llenos de carne informe: piltrafas, huesos rotos, miembros enteros. Los portadores de estos residuos iban al fondo de su parque para enterrarlos en una plazoleta que era el lugar favorito de las lecturas de Chichí.
Soldados formando parejas llevaban envueltos en sábanas que el dueño del castillo reconocía como suyas. Estos bultos eran cadáveres. El parque se convertía en cementerio. Ya no bastaba la plazoleta para contener los muertos y los residuos de las curas: nuevas fosas se iban abriendo en las inmediaciones. Los alemanes, armados de palas, habían buscado auxiliares para su fúnebre trabajo. Una docena de campesinos prisioneros removían la tierra y ayudaban en la descarga de los muertos. Ahora los conducían en una carreta hasta el borde de la fosa, cayendo en ella como los escombros acarreados de una demolición. Don Marcelo sintió un placer monstruoso al considerar el número creciente de enemigos desaparecidos, pero a la vez lamentaba esta avalancha de intrusos que iba a fijarse para siempre en sus tierras.
Al anochecer, anodado por tantas emociones, sufrió el tormento del hambre. Sólo había comido uno de los pedazos de pan encontrados en la cocina por la viuda del conserje. El resto lo había dejado para ella y su hija. Un tormento igual que el hambre presentó para él la desesperación de Georgette. Al verlo pretendía escapar, avergonzada.
-¡Que no me vea el señor!- gemía, ocultando el rostro.
Y el señor, siempre que entraba en el pabellón, evitaba aproximarse a ella, como si su presencia le hiciese sentir más intensamente el recuerdo del ultraje.
En vano, aguijoneado por la necesidad, se dirigió a algunos médicos que hablaban francés. No le escucharon; y al insistir en sus peticiones, lo pusieron a distancia con rudo manotón... ¡Él no iba a perecer de hambre en medio de sus propiedades! Aquellas gentes comían: las duras enfermeras se habían instalado en su cocina... Pero transcurrió el tiempo sin encontrar quien se apiadase de su persona, arrastrando su debilidad de un lado para otro, viejo, con una vejez de miseria, sintiendo en todo su cuerpo la impresión de los golpes recibidos en la noche anterior. Conoció el tormento del hambre como no lo había sufrido nunca en sus viajes por las llanuras desiertas, el hambre entre los hombres, en un país civilizado, llevando sobre su cuerpo un cinto lleno de oro, rodeado de tierras y edificios que eran suyos, pero de los que disponían otros que no se dignaban entenderle. ¡Y para llegar a esta situación al término de su vida había amasado millones y había vuelto a Europa!... ¡Ah ironía de la suerte!...
Vio a un sanitario que, con la espalda apoyada en un tronco, iba a devorar un pan y un pedazo de embutido. Sus ojos envidiosos examinaron a este hombre, grande, cuadrado, de mandíbula fuerte cubierta por la eflorescencia de una barba roja. Avanzó con muda invitación una moneda de oro entre sus dedos. Brillaron los ojos del alemán al ver el oro; una sonrisa dilató su boca casi de oreja a oreja.
-Ia- dijo comprendiendo la mímica.
Y le entregó sus comestibles, tomando la moneda.
Don Marcelo comenzó a tragar con avidez. Nunca había saboreado la sensualidad de la alimentación como en aquel instante, en medio de su jardín convertido en cementerio, frente a su castillo saqueado, donde gemían y agonizaban centenares de seres. Un brazo gris pasó ante sus ojos. Era el alemán, que volvía con dos panes y un pedazo de carne arrebatados de la cocina. Repitió su sonrisa: Ia?... Y luego de entregarle el viejo una segunda moneda de oro, pudo ofrecer estos alimentos a las dos mujeres refugiadas en el pabellón.
Durante la noche -una noche de penoso desvelo cortado por visiones de horror- creyó que se aproximaba el rugido de la artillería. Era una diferencia apenas perceptible; tal vez un efecto del silencio nocturno, que aumentaba la intensidad de los sonidos. Los automóviles seguían llegando del frente, soltaban su cargamento de carne destrozada y volvían a partir. Desnoyers pensó que su castillo no era más que uno de los muchos hospitales establecidos en una línea de más de cien kilómetros, y que al otro lado, detrás de los franceses, existían centros semejantes, y en todos ellos reinaba igual actividad, sucediéndose con aterradora frecuencia las remesas de hombres moribundos. Muchos no conseguían siquiera el consuelo de verse recogidos: aullaban en medio del campo, y hundiendo en el polvo o en el barro sus miembros sangrientos, expiraban revolcándose en sus propias entrañas... Y don Marcelo, que horas antes se consideraba el ser más infeliz de la creación, experimentó una alegría cruel al pensar en tantos miles de hombres vigorosos deshechos por la muerte que podían envidiar su vejez sana, la tranquilidad con que estaba tendido en aquel lecho.
A la mañana siguiente, el sanitario lo esperaba en el mismo sitio con una servilleta llena. ¡Barbudo servicial y bueno!... Le ofreció una moneda de oro.
-Nein- contestó estirando su boca con una sonrisa maliciosa.
Dos rodajas brillantes aparecieron en los dedos de don Marcelo. Otra sonrisa, Nein, y un movimiento negativo de cabeza. ¡Ah ladrón! ¡Cómo abusaba de su necesidad!... Y sólo cuando le hubo entregado cinco monedas pudo adquirir el paquete de víveres.
Pronto notó en torno de su persona una conspiración sorda y astuta para apoderarse de su dinero. Un gigante con galones de sargento le puso una pala en la mano, empujándole rudamente. Se vio en el rincón de su parque convertido en cementerio, junto a la carreta de los cadáveres; tuvo que remover la tierra propia confundido con aquellos prisioneros exasperados por la desgracia, que le trataban como a un igual.
Volvió los ojos para no ver los cadáveres rígidos y grotescos que asomaban sobre su cabeza, al borde del hoyo, pronto a derramarse en el fondo de éste. El suelo exhalaba un hedor insufrible. Había empezado la descomposición de los cuerpos en las fosas inmediatas. La persistencia con que lo acosaban sus guardianes y la sonrisa marrullera del sargento le hicieron adivinar el chantaje. El sanitario de las barbas debía de tener parte en todo esto. Soltó la pala, llevándose una mano al bolsillo con gesto de invitación. Ia, dijo el sargento. Y luego de entregar unas monedas pudo alejarse y vagar libremente. Sabía lo que le esperaba: aquellos hombres iban a someterlo a una explotación implacable.
Transcurrió un día más, igual al anterior. En la mañana del siguiente, sus sentidos, afinados por la inquietud, le hicieron adivinar algo extraordinario. Los automóviles llegaban y partían con mayor rapidez; se notaba desorden y azaramiento en el personal.
Sonaban los teléfonos con una precipitación local; los heridos parecían más desalentados. El día anterior los había que cantaban al bajar de los vehículos, engañando su dolor con risas y bravatas. Hablaban de la victoria próxima, lamentando no presenciar la entrada en París. Ahora todos permanecían silenciosos, con gesto de enfurruñamiento, pensando en la propia suerte, sin preocuparse de lo que dejaban a su espalda.
Fuera del parque zumbó un ruido de muchedumbre. Negrearon los caminos. Empezaba otra vez la invasión, pero con movimiento de reflujo. Pasaron durante horas enteras rosarios de camiones grises entre los bufidos de sus motores fatigados. Luego, regimientos de infantería, escuadrones, baterías rodantes. Marchaban lentamente, con una lentitud que desconcertaba a Desnoyers, no sabiendo si este retroceso era una fuga o un cambio de posición. Lo único que le satisfacía era el gesto embrutecido y triste de los soldados, el mutismo sombrío de los oficiales. Nadie gritaba; todos parecían haber olvidado el Nach Paris! El monstruo verdoso conservaba aún el armado testuz al otro lado del Marne, pero su cola empezaba a contraer los anillos con ondulaciones inquietas.
Después de cerrar la noche continuó el repliegue de las tropas. El cañoneo parecía aproximarse. Algunos truenos sonaban tan inmediatos que hacían temblar los vidrios de las ventanas. Un campesino fugitivo se refugió en el parque y pudo dar noticias a don Marcelo. Los alemanes se retiraban. Algunas de sus baterías se habían establecido en la orilla del Marne para intentar una nueva resistencia. Y el recién llegado se quedó, sin llamar la atención de los invasores, que días antes fusilaban a la menor sospecha.
Se había perturbado visiblemente el funcionamiento mecánico de su disciplina. Médicos y enfermeros corrían de un lado a otro dando gritos, profiriendo juramentos cada vez que llegaba un nuevo automóvil. Ordenaban al conductor que siguiese adelante, hasta otro hospital situado a retaguardia. Habían recibido orden de evacuar el castillo aquella misma noche.
A pesar de la prohibición, uno de los carruajes se libró de su cargamento de heridos. Tal era el estado de éstos, que los médicos los aceptaron, juzgando inútil que continuasen su viaje. Quedaron en el jardín, tendidos en las mismas camillas de lona que ocupaban dentro del vehículo. A la luz de las linternas, Desnoyers reconoció a uno de los moribundos. Era el secretario de su excelencia, el profesor socialista que le había encerrado en la cueva.
Viendo al dueño del castillo, sonrió como si encontrase a un compañero. Era el único rostro conocido entre todas aquellas gentes que hablaban su idioma. Estaba pálido, con las facciones enjutas y un velo impalpable sobre los ojos. No tenía heridas visibles; pero debajo del capote, tendido sobre su vientre, las entrañas deshechas en espantosa carnicería, exhalaban un olor de cementerio. La presencia de Desnoyers le hizo adivinar adónde lo habían llevado, y poco a poco coordinó sus recuerdos. Como si al viejo pudiera interesarle el paradero de sus camaradas, habló en voz tenue y trabajosa que a él le parecía, sin duda, natural... ¡Mala suerte la de su brigada! Habían llegado al frente en un momento de apuro, para ser lanzados como tropa de refresco. Muerto el comandante Blumhardt en los primeros instantes: un proyectil de 75 se le había llevado la cabeza. Muertos casi todos los oficiales que se habían alojado en el castillo. Su excelencia tenía la mandíbula arrancada por un casco de obús. Lo había visto en el suelo rugiendo de dolor, sacándose del pecho un retrato que intentaba besar con su boca rota. Él tenía el vientre destrozado por el mismo obús. Había estado cuarenta y dos horas en el campo sin que lo recogiesen...
Y con una avidez de universitario que quiere verlo todo y explicárselo todo, añadió en este momento supremo, con la tenacidad del que muere hablando.
-Triste guerra, señor... Faltan elementos de juicio para decir quién es el culpable... Cuando la guerra termine, habrá..., habrá...
Cerró los ojos, desvanecido por su esfuerzo. Desnoyers se alejó. ¡Infeliz! Colocaba la hora de la justicia en la terminación de la guerra, y mientras tanto, era él quien terminaba, desapareciendo con todos sus escrúpulos da razonador lento y disciplinado.
Esta noche no durmió. Temblaban las paredes del pabellón, se movían los vidrios con crujidos de fractura, suspiraban inquietas las dos mujeres en la plaza inmediata. Al estrépito de los disparos alemanes se unían otras explosiones más cercanas.
Adivinó los estallidos de los proyectiles franceses que llegaban buscando a la artillería enemiga por encima del Marne.
Su entusiasmo empezaba a resucitar, la posibilidad de una victoria apuntó en su pensamiento. Pero estaba tan deprimido por su miserable situación, que inmediatamente desechó tal esperanza. Los suyos avanzaban; pero su avance no representaba tal vez más que una ventaja local... ¡Era tan extensa la línea de batalla...! Iba a ocurrir lo que en 1870: el valor francés alcanzaría victorias parciales, modificadas a última hora por la estrategia de los enemigos hasta convertirse en derrotas.
Después de medianoche cesó el cañoneo; pero no por esto se restableció el silencio. Rodaban automóviles ante el pabellón entre gritos de mando. Debía de ser el convoy sanitario que evacuaba el castillo. Luego, cerca del amanecer, un estrépito de caballos, de máquinas rodantes, pasó la verja, haciendo temblar el suelo. Media hora después sonó el trote humano de una multitud que marchaba aceleradamente, perdiéndose en las profundidades del parque.
Amanecía cuando saltó del lecho. Lo primero que vio al salir del pabellón fue la bandera de la Cruz Roja, que seguía ondeando en lo alto del castillo. Ya no había camillas debajo de los árboles. En el puente encontró varios sanitarios y uno de los médicos. El hospital se había marchado con todos los heridos transportables. Sólo quedaban en el edificio, bajo la vigilancia de una sección, los más graves, los que no podían moverse. Las valquirias de la sanidad habían desaparecido igualmente.
El barbudo era de los que se habían quedado, y al ver de lejos a don Marcelo sonrió, desapareciendo inmediatamente. A los pocos momentos reaparecía con las manos llenas. Nunca su presente había sido tan generoso. Presintió el viejo una gran exigencia; pero, al llevarse la mano al bolsillo el sanitario lo contuvo:
-Nein... Nein.
¿Qué generosidad era aquélla?... El alemán insistió en su negativa. La boca enorme se dilataba con una sonrisa amable; sus manazas se posaron en los hombros de don Marcelo. Parecía un perro bueno, un perro humilde que acaricia a un transeúnte para que lo leven con él. Franzosen..., Franzosen. No sabía decir más; pero se adivinaba en sus palabras el deseo de hacer comprender que había sentido siempre gran simpatía por los franceses. Algo importante estaba ocurriendo; el aire malhumorado de los que permanecían en la puerta del castillo, la repentina obsequiosidad de este rústico con uniforme, lo daban a entender.
Más allá del edificio vio soldados, muchos soldados. Un batallón de infantería se había esparcido a lo largo de las tapias, con sus furgones y sus caballos de tiro y de montar. Los soldados manejaban picos, abriendo aspilleras en la pared, cortando su borde en forma de almenas. Otros se arrodillaban o sentaban junto a las aberturas, despojándose de la mochila para estar más desembarazados. A lo lejos sonaba el cañón, y en el intervalo de sus detonaciones un chasquido de tralla, un burbujeo de aceite frito, un crujir de molino de café, el crepitamiento incesante de fusiles y ametralladoras. El fresco de la mañana cubría los hombres y las cosas de un brillo de humedad. Sobre los campos flotaban vedijas de niebla, dando a los objetos cercanos las líneas inciertas de lo irreal. El sol era una mancha tenue al remontarse entre telones de bruma. Los árboles lloraban por todas las aristas de sus cortezas.
Un trueno rasgó el aire, próximo y ruidoso, como si estallase junto al castillo. Desnoyers vaciló, creyendo haber recibido un puñetazo en el pecho. Los demás hombres permanecieron impasibles, con la indiferencia de la costumbre. Un cañón acababa de disparar a pocos pasos de él... Sólo entonces se dio cuenta de que dos baterías se habían instalado en su parque. Las piezas estaban ocultas bajo cúpulas de ramaje; los artilleros derribaban árboles para enmascarar sus cañones con un disimulo perfecto. Vio cómo se iban emplazando los últimos. Con palas formaban un borde de tierra de treinta centímetros alrededor de cada uno de ellos. Este borde defendía los pies de los sirvientes, que tenían el cuerpo resguardado por las mamparas blindadas de ambos lados de la pieza. Luego levantaban una cabaña de troncos y ramajes, dejando visible únicamente la boca del mortífero cilindro.
Don Marcelo se acostumbró poco a poco a los disparos, que parecían crear el vacío dentro de su cráneo. Rechinaban los dientes, cerraba los puños a cada detonación; pero seguía inmóvil, sin deseo de marcharse, dominado por la violencia de las explosiones, admirando la serenidad de estos hombres que daban sus órdenes erguidos y fríos o se agitaban como humildes sirvientes alrededor de las bestias tronadoras.
Todas sus ideas parecían haber volado, arrancadas por el primer cañonazo. Su cerebro sólo vivía el momento presente. Volvió los ojos con insistencia a la bandera blanca y roja que ondeaba sobre el edificio.
«Es una traición -pensó-, una deslealtad».
A lo lejos, del otro lado del Marne tiraban igualmente los cañones franceses. Se adivinaba su trabajo por las pequeñas nubes amarillas que flotaban en el aire, por las columnas de humo que surgían en varios puntos del paisaje, allí donde había ocultas tropas alemanas, formando una línea que se perdía en el infinito. Una atmósfera de protección y respeto parecía envolver el castillo.
Se disolvieron las brumas matinales; el sol mostró al fin su disco brillante y limpio, prolongando en el suelo las sombras de hombres y árboles con una longitud fantástica. Surgían de la niebla colinas y bosques frescos y chorreantes después de la ablución matinal. El valle quedaba por entero al descubierto. Desnoyers vio con sorpresa el río desde el lugar que ocupaba. El cañón había abierto durante la noche grandes ventanas en las arboledas que lo tenían oculto. Lo que más le asombró al contemplar este paisaje matinal, sonriente y pueril, fue no ver a nadie, absolutamente a nadie. Tronaban cumbres y arboledas, sin que se mostrase una sola persona. Más de cien mil hombres debían de estar agazapados en el espacio que abarcaban sus ojos, y ni uno era visible. Los rugidos mortales de las armas, al estremecer el aire, no dejaban en él ninguna huella óptica. No había otro humo que el de la explosión, las espirales negras que elevaban los grandes proyectiles al estallar en el suelo. Estas columnas surgían de todos lados. Cercaban el castillo como una ronda de peonzas gigantescas y negras; pero ninguna se salía del ordenado corro, osando adelantarse hasta tocar el edificio. Don Marcelo seguía mirando la bandera. «Es una traición», repitió mentalmente. Pero al mismo tiempo la aceptaba por egoísmo, viendo en ella una defensa de su propiedad.
El batallón había terminado de instalarse a lo largo del muro, frente al río. Los soldados, arrodillados, apoyaban sus fusiles en aspilleras y almenas. Se mostraban satisfechos de este descansando después de una noche de combate en retirada. Todos parecían dormidos con los ojos abiertos. Poco a poco se dejaban caer sobre los talones o buscaban el apoyo de la mochila. Sonaban ronquidos en los cortos espacios de silencio que dejaba la artillería. Los oficiales, en pie detrás de ellos, examinaban el paisaje con sus lentes de campaña o hablaban, formando grupos. Unos parecían desalentados, otros furiosos por el retroceso que venían realizando desde el día anterior. Los más permanecían tranquilos, con la pasividad de la obediencia. El frente de batalla era inmenso: ¿quién podía adivinar el final?... Allí se retiraban, y en otros puntos los compañeros estarían avanzando con un movimiento decisivo. Hasta el último instante ningún soldado conoce la suerte de las batallas. Lo que les dolía a todos era verse cada vez más lejos de París.
Vio brillar don Marcelo un redondel de vidrio. Era un monóculo fijo en él con insistencia agresiva. Un teniente flaco, de talle apretado, que conservaba el mismo aspecto de los oficiales que él había visto en Berlín, un verdadero junker, estaba a pocos, sable en mano, detrás de sus hombres, como un pastor sombrío y colérico.
-¿Qué hace usted aquí?- dijo rudamente.
Explicó que era el dueño del castillo. «¿Francés?», siguió preguntando el teniente. «Sí, francés...» Quedó el oficial en hostil meditación sintiendo la necesidad de hacer algo contra este enemigo. Los gestos y gritos de otros oficiales lo arrancaron a sus reflexiones. Todos miraban a lo alto, y el viejo los imitó.
Desde una hora antes pasaban por el aire pavorosos rugidos envueltos en vapores amarillentos, jirones de nubes que parecían llevar en su interior una rueda chirriando con frenético volteo. Eran los proyectiles de la artillería gruesa germánica, que tiraba a varios kilómetros, enviando sus disparos por encima del castillo. No podía ser esto lo que interesaba a los oficiales. Contrajo sus párpados para ver mejor, y al fin, junto al borde de una nube, distinguió una especie de mosquito que brillaba herido por el sol. En los breves intervalos de silencio se oía el zumbido, tenue y lejano, denunciador de su presencia. Los oficiales movieron la cabeza: Franzosen. Desnoyers creyó lo mismo. No podía imaginarse las dos cruces negras en el interior de sus alas. Vio con el pensamiento dos anillos tricolores iguales a los redondeles que colorean los mantos volantes de las mariposas.
Se explicaba la inquietud de los alemanes. El avión francés se había inmovilizado unos instantes sobre el castillo, no prestando atención a las burbujas blancas que estallaban debajo y en torno de él. En vano los cañones de las posiciones inmediatas le enviaban sus obuses. Viró con rapidez, alejándose hacia su punto de partida.
«Debe de haberlo visto todo -pensó Desnoyers-. Nos ha reparado: sabe lo que hay aquí».
Adivinó que iba a cambiar rápidamente el curso de los sucesos. Todo lo que había ocurrido hasta entonces en las primeras horas de la mañana carecía de importancia comparado con lo que vendría después. Sintió miedo, el miedo irresistible de lo desconocido, y al mismo tiempo curiosidad, angustia, la impaciencia ante un peligro que amenaza y nunca acaba de llegar.
Una explosión estridente sonó fuera del parque, pero a corta distancia de la tapia: algo semejante a un hachazo gigantesco dado con un hacha enorme como un castillo. Volaron por el aire copas enteras de árboles, varios troncos partidos en dos, terrones negros con cabelleras de hierbas, un chorro de polvo que oscureció el cielo. Algunas piedras rodaron del muro. Los alemanes se encogieron, pero sin emoción visible. Conocían esto; esperaban su llegada como algo inevitable, después de haber visto al aeroplano. La bandera con la cruz roja ya no podía engañar a los artilleros enemigos.
Don Marcelo no tuvo tiempo para reponerse de su sorpresa: una segunda explosión más cerca de la tapia..., una tercera en el interior del parque. Le pareció que había saltado de repente a otro mundo. Vio los hombres y las cosas a través de una atmósfera fantástica que rugía, destruyéndolo todo con la violencia cortante de sus ondulaciones. Había quedado inmóvil por el terror, y, sin embargo, no tenía miedo. Él se había imaginado hasta entonces el miedo en distinta forma. Sentía en el estómago un vacío angustioso. Vaciló repetidas veces sobre sus pies, como si alguien lo empujase dándole un golpe en el pecho para enderezarlo acto seguido con un nuevo golpe en la espalda. Un olor de ácidos se esparció en el ambiente, dificultando la respiración, haciendo subir a los ojos el escozor de las lágrimas. En cambio, los ruidos cesaron de molestarle: no existían para él. Los adivinaba en el oleaje del aire, en las sacudidas de las cosas, en el torbellino que encorvaba a los hombres; pero no repercutían en su interior. Había perdido la facultad auditiva: toda la fuerza de sus sentidos se concentró en la mirada. Sus ojos parecieron adquirir múltiples facetas, como los de ciertos insectos. Vio lo que ocurría delante de su persona, a sus lados, detrás de él. Y presenció cosas maravillosas, instantáneas, como si todas las reglas de la vida acabasen de sufrir un trastorno caprichoso.
Un oficial que estaba a pocos pasos emprendió un vuelo inexplicable. Empezó a elevarse, sin perder su tiesura militar, con el casco en la cabeza, el entrecejo fruncido, el bigote rubio y corto, y más abajo el pecho color de mostaza, las manos enguantadas que sostenían unos gemelos y un papel. Pero aquí terminaba su individualidad. Las piernas grises, con sus polainas, habían quedado en el suelo, inánimes, como fundas vacías, expeliendo al deshincharse su rojo contenido. El tronco, en la violenta ascensión, se desfondaba como un cántaro, soltando su contenido de vísceras. Más allá, unos artilleros que estaban derechos aparecían súbitamente tendidos e inmóviles, embadurnados de púrpura.
La línea de infantería se aplastó en el suelo. Los hombres se contraían, para hacerse menos visibles, junto a las aspilleras por las que asomaban sus fusiles. Muchos se habían colocado la mochila sobre la cabeza o la espalda para que los defendiese de los cascos de obús. Si se movían, era para amoldarse mejor en la tierra, buscando excavarla con su vientre. Varios de ellos habían cambiado de postura con una rapidez inexplicable. Ahora estaban tendidos de espaldas, y parecían dormir. Uno tenía abierto el uniforme sobre el abdomen, mostrando entre los desgarrones de la tela carnes sueltas, azules y rojas, que surgían y se hinchaban con burbujeos de expansión. Otro había quedado sin piernas. Vio también ojos agrandados por la sorpresa y el dolor, bocas redondas y negras que parecían agitar los labios con un aullido. Pero no gritaban: al menos él no oía sus gritos.
Había perdido la noción del tiempo. No sabía si llevaba en esta inmovilidad varias horas o un minuto. Lo único que le molestaba era el temblor de las piernas que se resistían a sostenerlo... Algo cayó a sus espaldas. Llovían escombros. Al volver la cabeza, vio su castillo transformado. Acababan de robarle medio torreón. Las pizarras se esparcían en menudos fragmentos; los sillares se desmoronaban; el cuadro de piedra de una ventana se mantenía suelto y en equilibrio como un bastidor. Los maderos viejos de la caperuza empezaron a arder como antorchas.
La vista de este cambio instantáneo de su propiedad le impresionó más que los estragos causados por la muerte. Se dio cuenta del horror de las fuerzas ciegas e implacables que rugían en torno de él. La vida concentrada en sus ojos se esparció, descendiendo hasta sus pies... Y echó a correr, sin saber adónde ir, sintiendo la misma necesidad de ocultarse que experimentaban aquellos hombres encadenados por la disciplina, obligados a aplastarse en el suelo, a envidiar la blanda invisibilidad de los reptiles.
Su instinto lo empujaba hacia el pabellón, pero en mitad de la avenida le cortó el paso otra de las asombrosas mutaciones. Una mano invisible acababa de arrancar de un revés la mitad de la techumbre. Todo un lienzo de pared se dobló, formando una cascada de ladrillos y polvo. Quedaron al descubierto las piezas interiores, lo mismo que una decoración de teatro: la cocina donde él había comido, el piso superior con el dormitorio, que aún conservaba deshecha su cama. ¡Pobres mujeres!...
Retrocedió, corriendo hacia el castillo. Se acordaba de la cueva donde había pasado encerrado una noche. Y cuando se vio bajo su bóveda sombría la tuvo por el mejor de los salones, alabando la prudencia de sus constructores.
El silencio subterráneo fue devolviéndole la sensibilidad auditiva. Escuchó como una tormenta amortiguada por la distancia el cañoneo de los alemanes y el estallido de los proyectiles franceses. Vinieron a su memoria los elogios que había prodigado al cañón de 75 sin conocerlo más que por referencias. Ya había presenciado sus efectos. «Tira demasiado bien», murmuró. En poco tiempo iba a destrozar su castillo; encontraba excesiva tanta perfección... Pero no tardó en arrepentirse de estas lamentaciones de su egoísmo. Una idea tenaz como un remordimiento se había aferrado a su cerebro. Le pareció que todo lo que sufría era una expiación por la falta cometida en su juventud. Había evitado el servir a su patria, y ahora se encontraba envuelto en los horrores de la guerra, con la humildad de un ser pasivo e indefenso, sin las satisfacciones del soldado, que puede devolver los golpes. Iba a morir, estaba seguro de ello, con una muerte vergonzosa, sin gloria alguna, anónimamente. Los escombros de su propiedad le servirían de sepulcro. Y la certidumbre de la muerte en las tinieblas, como un roedor que ve obstruidos los orificios de su madriguera, comenzó a hacerle intolerable este refugio.
Arriba continuaba la tempestad. Un trueno pareció estallar sobre su cabeza, y a continuación el estrépito de un derrumbamiento. Un nuevo proyectil había caído sobre el edificio. Oyó rugidos de agonía, gritos, carreras precipitadas en el techo.
Tal vez el obús, con su furia ciega, había despedazado muchos de los moribundos que ocupaban los salones.
Temió quedar enterrado en su refugio y subió a saltos la escalera de los subterráneos. Al pasar por el piso bajo vio el cielo a través de los techos rotos. De los bordes pendían trozos de madera, pedazos bamboleantes de pavimento, muebles detenidos en mitad de su caída. Pisó cascotes al atravesar el hall, donde antes había alfombras; tropezó con hierros rotos y retorcidos, fragmentos de camas llovidas de lo más alto del edificio; creyó distinguir miembros convulsos entre los montones de escombros; escuchó voces angustiosas que no podía comprender.
Salió corriendo, con la misma ansia de luz y de aire que empuja al náufrago a la cubierta desde las entrañas del buque... Había transcurrido más tiempo del que él se imaginaba desde que se refugió en la oscuridad. El sol estaba muy alto. Vio en el jardín nuevos cadáveres en actitudes trágicas y grotescas. Los heridos gemían encorvados o permanecían en el suelo, apoyada la espalda en un árbol, con un mutismo doloroso. Algunos habían abierto la mochila para sacar su bolsa de sanidad y atendían a la curación de los desgarrones de su carne. La infantería disparaba ahora sus fusiles incesantemente. El número de tiradores había aumentado. Nuevos grupos de soldados entraban en el parque: unos, con un sargento al frente; otros, seguidos por un oficial que llevaba el revólver apoyado en el pecho, como si con él guiase a los hombres. Era la infantería expulsada de sus posiciones junto al río, que venía a reforzar la segunda línea de defensa. Las ametralladoras unían su tac-tac de telar en movimiento al chasquido de la fusilería.
Silbaba el espacio, rayado incesantemente por el abejorreo de un enjambre invisible. Millares de moscardones pegajosos se movían entorno de Desnoyers sin que alcanzase a verlos. Las cortezas de los árboles saltaban, empujadas por uñas ocultas; llovían hojas, se agitaban las ramas con balanceos contradictorios; partían las piedras del suelo, impelidas por un pie misterioso. Todos los objetos inanimados parecían adquirir una vida fantástica. Los cazos de cinc de los soldados, las piezas metálicas de su equipo, los cubos de la artillería, repiqueteaban solos, como si recibiesen una granizada impalpable. Vio un cañón acostado, con las ruedas rotas y en alto, entre muchos hombres que parecían dormir; vio soldados que se tendían y doblaban la cabeza sin un grito, sin una contracción, como si los dominase el sueño instantáneamente. Otros, aullaban arrastrándose o caminaban con las manos en el vientre y las posaderas rozando el suelo.
El viejo experimentó una sensación aguda de calor. Un perfume punzante de drogas explosivas le hizo llorar y arañó su garganta. Al mismo tiempo tuvo frío: sintió su frente helada por un sudor glacial.
Tuvo que apartarse del puente. Varios soldados pasaban con heridos para meterlos en el edificio, a pesar de que éste caía en ruinas. De pronto recibió una rociada líquida de cabeza a pies, como si se abriese la tierra dando paso a un torrente. Un obús había caído en el foso, levantando una enorme columna de agua, haciendo volar en fragmentos las carpas que dormían en el barro, rompiendo una parte de los bordes, convirtiendo en polvo la balaustrada blanca con sus jarrones de flores.
Se lanzó a correr con la ceguera del terror, viéndose de pronto ante un pequeño redondel de cristal que lo examinaba fríamente. Era el junker, el oficial del monóculo. Volvía a caer en sus manos... Le señaló con el extremo de su revólver dos cubos que estaban a corta distancia. Debía llenarlos en la laguna y dar de beber a sus hombres, sofocados por el sol. El tono imperioso no admitía réplica, pero don Marcelo intentó resistirse. ¿El sirviente de criado a los alemanes?... Su extrañeza fue corta. Recibió un golpe de la culata del revólver en medio del pecho y al mismo tiempo la otra mano del teniente cayó cerrada sobre su rostro. El viejo se encorvó: quería llorar, quería perecer. Pero ni derramó lágrimas ni la vida se escapó de su cuerpo ante esta afrenta, como era su deseo... Se vio con los dos cubos en las manos llenándolos en el foso, yendo luego a lo largo de la fila de hombres, que abandonaban el fusil para sorber el líquido con una avidez de bestias jadeantes.
Ya no le causaba miedo la estridencia de los cuerpos invisibles. Su deseo era morir; sabía que forzosamente iba a morir. Eran demasiados sus sufrimientos: en el mundo no quedaba espacio para él. Tuvo que pasar ante brechas abiertas en el muro por el estallido de los obuses. Ningún obstáculo impedía su visión por estas roturas. Vallas o arboledas se habían modificado o borrado con el fuego de la artillería. Distinguió al pie de la cuesta que ocupaba su castillo varias columnas de ataque que habían pasado por el Marne. Los asaltantes estaban inmovilizados por el fuego nutrido de los alemanes. Avanzaban a saltos, por compañías, tendiéndose después al abrigo de los repliegues del terreno para dejar pasar las ráfagas de muerte.
El viejo se sintió animado por una resolución desesperada: ya que había de morir, que lo matase una bala francesa. Y avanzó erguido, con sus dos cubos entre aquellos hombres acostados que disparaban. Luego, con súbito pavor, quedó inmóvil, hundiendo la cabeza entre los hombros, pensando que la bala que él recibiese representaba un peligro menos para el enemigo. Era mejor que lo matasen los alemanes... Y empezó a acariciar mentalmente la idea de recoger un arma cualquiera de los muertos, cayendo sobre el junker que le había abofeteado.
Estaba llenando por tercera vez los cubos y contemplaba de espaldas al teniente, cuando ocurrió una cosa inverosímil, absurda, algo que le hizo recordar las fantásticas mutaciones del cinematógrafo. Desapareció de pronto la cabeza del oficial: dos surtidores de sangre saltaron de su cuello y el cuerpo se desplomó como un saco vacío. Al mismo tiempo un ciclón pasaba a lo largo de la pared, entre ésta y el edificio, derribando árboles, volcando cañones, llevándose las personas en remolino como si fuesen hojas secas. Adivinó que la muerte soplaba en una nueva dirección. Hasta entonces había llagado de frente, por la parte del río, batiendo la línea enemiga parapetada en la muralla. Ahora, con la brusquedad de un cambio atmosférico, venía del fondo del parque. Un movimiento hábil de los agresores, el uso de un camino apartado, tal vez un repliegue de la línea alemana, había permitido a los franceses colocar sus cañones en una nueva posición batiendo de flanco a los ocupantes del castillo.
Fue una fortuna para don Marcelo el retardarse unos minutos al borde del foso, abrigado por la masa del edificio. La rociada de la batería oculta pasó a lo largo de la avenida, barriendo los vivos, destrozando por segunda vez a los muertos, matando los caballos, rompiendo las ruedas de las piezas, haciendo volar un armón con llamaradas de volcán, en cuyo fondo rojo y azulado saltaban cuerpos negros. Vio centenares de hombres caídos; vio caballos que corrían pisándose las tripas. La siega de la muerte no había sido por gavillas: todo un campo quedaba liso con sólo un golpe de hoz.
Y como si las baterías de enfrente adivinasen la catástrofe, redoblaron por su parte el fuego, enviando una lluvia de obuses. Caían por todos lados. Más allá del castillo, en el fondo del parque, se abrían cráteres en la arboleda que vomitaban troncos enteros. Los proyectiles sacaban de sus fosas a los muertos enterrados la víspera.
Los que no habían caído siguieron tirando por las aberturas del muro. Luego, se levantaron con precipitación. Unos, armaban la bayoneta, pálidos, con los labios apretados y un brillo de locura en los ojos; otros, volvían la espalda corriendo hasta la salida del parque, sin prestar atención a los gritos de los oficiales y a los disparos de revólver que hacían contra los fugitivos.
Todo esto ocurrió con vertiginosa rapidez, como una escena de pesadilla. Al otro lado del muro sonaba un zumbido ascendente igual al de la marea. Oyó gritos, le pareció que unas voces roncas y discordantes cantaban La Marsellesa. Las ametralladoras funcionaban con velocidad, como máquinas de coser. El ataque iba a quedar inmovilizado de nuevo por esta resistencia furiosa. Los alemanes, locos de rabia, tiraban y tiraban. En una brecha aparecieron quepis rojos, piernas del mismo color intentando pasar sobre los escombros. Pero la visión se borró instantáneamente bajo la rociada de las ametralladoras. Los asaltantes debían de caer a montones al otro lado de la pared.
Desnoyers no supo con certeza cómo se realizó la mutación. De pronto vio los pantalones rojos dentro del parque. Pasaban con un salto irresistible sobre el muro, de deslizaban por las brechas, venían del fondo de la arboleda por entradas invisibles. Eran soldados pequeños, cuadrados, sudorosos con el capote desabrochado. Y revueltos con ellos, en el desorden de la carga, tiradores africanos con ojos de diablo y bocas espumantes, zuavos de amplios calzones, cazadores de uniforme azul.
Los oficiales alemanes querían morir. Con el sable en alto, después de haber agotado los tiros de sus revólveres, avanzaban contra los asaltantes, seguidos de los soldados que aún les obedecían. Hubo un choque, una mezcolanza. Al viejo le pareció que el mundo había caído en profundo silencio. Los gritos de los combatientes el encontrón de los cuerpos, la estridencia de las armas, no representaban nada después que los cañones habían enmudecido. Vio hombres clavados por el vientre en el extremo de un fusil, mientras una punta enrojecida asomaba por sus riñones; culatas en alto cayendo como martillos; adversarios que se abrazaban rodando por el suelo, pretendiendo dominarse con patadas y mordiscos. Desaparecieron los pechos de color de mostaza; sólo vio espaldas de este color huyendo hacia la salida del parque, filtrándose entre los árboles, cayendo en mitad de su carrera alcanzados por las balas. Muchos de los asaltantes deseaban perseguir a los fugitivos y no podían, ocupados en desprender con rudos tirones su bayoneta de un cuerpo que la sujetaba en sus espasmos agónicos.
Se encontró de pronto don Marcelo en medio de estos choques mortales, saltando como un niño, agitando las manos, profiriendo gritos. Luego, volvió a despertar teniendo entre sus brazos la cabeza polvorienta de un oficial joven que lo miraba con asombro. Tal vez le creía loco al recibir sus besos, al escuchar sus palabras incoherentes, al recibir en sus mejillas una lluvia de lágrimas. Siguió llorando cuando el oficial se desprendió de él con rudo empujón... Necesitaba desahogarse después de tantos días de angustia silenciosa: «¡Viva la Francia!»
Los suyos estaban ya en la entrada del parque. Corrían con la bayoneta por delante en seguimiento de los últimos restos del batallón alemán que escapaba hacia el pueblo. Un grupo de jinetes pasó por el camino. Eran dragones que llegaban para extremar la persecución. Pero sus caballos estaban fatigados; únicamente la fiebre de la victoria, que parecía transmitirse de los hombres a las bestias, sostenía su trote forzado y sudoroso. Uno de estos jinetes se detuvo junto a la entrada del parque. El caballo devoró con avidez unos hierbajos, mientras el hombre permanecía encogido en la silla como si durmiese. Desnoyers le tocó en una cadera, quiso despertarlo e inmediatamente rodó por el lado opuesto. Estaba muerto; las entrañas colgaban fuera de su abdomen. Así había avanzado sobre su corcel, trotando confundido con los demás.
Empezaron a caer en las inmediaciones enormes peonzas de hierro y humo. La artillería alemana hacía fuego contra sus posiciones perdidas. Continuó el avance. Pasaron batallones, escuadrones, baterías, con dirección al Norte, fatigados, sucios, cubiertos de polvo y barro, pero con un enardecimiento que galvanizaba sus fuerzas casi agotadas. Los cañones franceses empezaron a tronar por la parte del pueblo.
Grupos de soldados exploraban el castillo y las arboledas inmediatas. De las habitaciones en ruinas, de las profundidades de las cuevas, de los matorrales del parque, de los establos y garajes incendiados, iban surgiendo hombres verdosos con la cabeza terminada en punta. Todos elevaban los brazos, exhibiendo las manos bien abiertas: Kamarades..., kamarades, non kaput. Temían, con la intranquilidad del remordimiento, que los matasen inmediatamente. Había perdido de golpe toda su fiereza al verse lejos del oficial y libres de la disciplina. Algunos que sabían un poco de francés hablaban de su mujer y de sus hijos para enternecer a los enemigos, que los amenazaban con las bayonetas. Un alemán marchaba junto a Desnoyers, pegándose a sus espaldas. Era el sanitario barbudo. Se golpeaba el pecho y luego le señalaba a él. Franzosen..., gran amigo de Franzosen. Y sonreía a su protector.
Permaneció en el castillo hasta la mañana siguiente. Vio la inesperada salida de Georgette y su madre de las profundidades del pabellón arruinado. Lloraban al contemplar los uniformes franceses.
-¡Esto no podía seguir! -gritó la viuda-. ¡Dios no muere!
Las dos empezaron a dudar de la realidad de los días anteriores.
Después de una mala noche pasada entre escombros, don Marcelo decidió marcharse. ¿Qué le quedaba que hacer en este castillo destrozado?... Le estorbaba la presencia de tanto muerto. Eran cientos, eran miles. Los soldados y los campesinos iban enterrando los cadáveres a montones allí donde los encontraban. Fosas junto al edificio, en todas las avenidas del parque, en los arriates de los jardines, dentro de las dependencias. Hasta en el fondo de la laguna circular había muertos. ¿Cómo vivir a todas horas con esta vecindad trágica, compuesta en su mayor parte de enemigos?... ¡Adiós, castillo de Villeblanche!
Emprendió el camino de París; se proponía llegar a él fuese como fuese. Encontró cadáveres por todas partes; pero éstos no vestían el uniforme verdoso. Habían caído muchos de los suyos en la ofensiva salvadora. Muchos caerían aún en las últimas convulsiones de la batalla que continuaba a sus espaldas, agitando con un trueno incesante la línea del horizonte... Vio pantalones de grana que emergían de los rastrojos, suelas claveteadas que brillaban en posición vertical junto al camino, cabezas lívidas, cuerpos amputados, vientres abiertos que dejaban escapar hígados enormes y azules, troncos separados, piernas sueltas. Y desprendiéndose de esta amalgama fúnebre, quepis rojos y oscuros, gorros orientales, cascos con melenas de crines, sables retorcidos, bayonetas rotas, fusiles, montones de cartuchos de cañón. Los caballos muertos abullonaban la llanura con sus costillares hinchados. Vehículos de artillería con las maderas consumidas y la armazón de hierro retorcido revelaban el trágico momento de la voladura. Rectángulos de tierra apisonada marcaban el emplazamiento de las baterías enemigas antes de retirarse. Encontró cañones volcados con las ruedas rotas, armones de proyectiles convertidos en madejas retorcidas de barras de acero, conos de materia carbonizada que eran residuos de hombres y caballos quemados por los alemanes en la noche anterior a su retroceso.
A pesar de estas incineraciones bárbaras, los cadáveres de una y otra parte eran infinitos, no tenían límite. Parecía que la tierra hubiese vomitado todos los cuerpos que llevaban recibidos desde los primeros tiempos de la Humanidad. El sol, impasible, poblaba de puntos de luz, de fulgores amarillentos, los campos de muerte. Los pedazos de bayonetas, las chapas metálicas, las cápsulas de fusil, centelleaban como pedazos de espejo. La noche húmeda, la lluvia, el tiempo oxidador, no habían modificado aún con su acción corrosiva estos residuos del combate, borrando su brillo. La carne empezaba a descomponerse. Un hedor de cementerio acompañaba al caminante, siendo cada vez más intenso así como avanzaba hacia París. Cada media hora le hacía pasar a un nuevo círculo de podredumbre creciente, descender un peldaño en la descomposición animal. Al principio, los muertos eran del día anterior: estaban frescos. Los que encontró al otro lado del río llevaban dos días sobre el terreno; luego, tres; luego, cuatro. Bandas de cuervos se levantaban con perezoso aleteo al oír sus pasos; pero volvían a posarse en tierra, repletos, pero no ahítos, habiendo perdido todo miedo al hombre.
De tarde en tarde encontraba grupos vivientes. Eran pelotones de Caballería, gendarmes, zuavos, cazadores. Vivaqueaban en torno de las granjas arruinadas, explorando el terreno para cazar a los fugitivos alemanes. Desnoyers tenía que explicar su historia, mostrando el pasaporte que le había dado Lacour para hacer su viaje en el tren militar. Sólo así pudo seguir adelante. Estos soldados -muchos de ellos heridos levemente- estaban aún bajo la impresión de la victoria. Reían, contaban sus hazañas, los grandes peligros arrostrados en los días anteriores. «Los vamos a llevar a puntapiés hasta la frontera...» Su indignación renacía al mirar en torno de ellos. Los pueblos, las granjas, las casas aisladas, todo quemado. Como esqueletos de bestias prehistóricas, se destacaban sobre la llanura muchos armazones de acero retorcidos por el incendio. Las chimeneas de ladrillo de las fábricas estaban cortadas casi a ras de tierra o mostraban en sus cilindros varios orificios de obús limpios y redondos. Parecían flautas pastoriles clavadas en el suelo.
Junto a los pueblos en ruinas, las mujeres removían la tierra, abriendo fosas.
Este trabajo resultaba insignificante. Se necesitaba un esfuerzo inmenso para hacer desaparecer tanto muerto. «Vamos a morir después de la victoria -pensó don Marcelo-. La peste va a cebarse en nosotros».
El agua de los arroyos no se había librado de este contagio. La sed le hizo beber en una laguna, y al levantar la cabeza vio unas piernas verdes que emergían de la superficie líquida, hundiendo sus botas en el barro de la orilla. La cabeza de un alemán estaba en el fondo del charco.
Llevaba varias horas de marcha, cuando se detuvo, creyendo reconocer una casa en ruinas. Era la taberna donde había almorzado días antes, al dirigirse a su castillo. Penetró entre los muros hollinados, y un enjambre de moscas pegajosas vino a zumbar en torno de su cara. Un hedor de grasa descompuesta por la muerte arañó su olfato. Una pierna que parecía de cartón chamuscado asomaba entre los escombros. Creyó ver otra vez a la vieja con los nietos agarrados a sus faldas. «Señor, por qué huyen las gentes? La guerra es asunto de soldados. Nosotros no hacemos mal a nadie, y nada debemos temer».
Media hora después, al bajar una cuesta, tuvo el más inesperado de los encuentros. Vio un automóvil de alquiler, un automóvil de París, con su taxímetro en el pescante. El chófer se paseaba tranquilamente junto al vehículo, como si estuviese en su punto de parada.
No tardó en entablar conversación con este señor que se le aparecía roto y sucio como un vagabundo, con media cara lívida por la huella de un golpe. Había taraído a unos parisienses que deseaban ver el campo del combate. Eran de los que escriben en los periódicos; los aguardaba allí para regresar al anochecer.
Don Marcelo hundió la diestra en un bolsillo. Doscientos francos si le llevaba a París. El chófer protestó con la gravedad de un hombre fiel a sus compromisos... «Quinientos». Y mostró un puñado de monedas de oro. El otro, por toda respuesta dio una vuelta a la manivela del motor, que empezó a roncar. Todos los días no se daba una batalla en las inmediaciones de París. Sus clientes podían esperarlo. Y Desnoyers, dentro del vehículo, vio pasar por las portezuelas este campo de horrores en huida vertiginosa para disolverse a sus espaldas. Rodaba hacia la vida humana..., volvía a la civilización.
Al entrar en París, las calles solitarias le parecieron llenas de gentío. Nunca había encontrado tan hermosa la ciudad. Vio la Ópera, vio la plaza de la Concordia, se imaginó estar soñando al apreciar el enorme salto que había dado en una hora. Comparó lo que le rodeaba con las imágenes de poco antes, con aquella llanura de muerte que se extendía a unos cuantos kilómetros de distancia.. No, no era posible. Uno de los dos términos de este contraste debía de ser forzosamente falso.
Se detuvo el automóvil: habían llegado a la avenida de Víctor Hugo... Creyó seguir soñando. ¿Realmente estaba en su casa?...
El majestuoso portero lo saludó asombrado, no pudiendo explicarse su aspecto de miseria. «¡Ah señor!... ¿De dónde venía el señor?»
-Del infierno- murmuró don Marcelo. Su extrañeza continuó al verse dentro de su vivienda recorriendo las habitaciones. Volvía a ser alguien. La vista de sus riquezas, el goce de sus comodidades le devolvieron la noción de su dignidad. Sal mismo tiempo fue resucitando en su memoria el recuerdo de todas las humillaciones y ultrajes que había sufrido. ¡Ah canallas!...
Dos días después sonó por la mañana el timbre de su puerta. ¡Una visita!
Avanzó hacia él un soldado, un pequeño soldado de Infantería de línea, tímido, con el quepis en la diestra, balbuciendo excusas en español.
-He sabido que estaba usted aquí... Vengo a...
¿Esta voz?... Don Marcelo tiró de él en el oscuro recibimiento, llevándolo hacia un balcón... ¡Qué hermoso lo veía!... El quepis era de un rojo oscurecido por la mugre; el capote, demasiado ancho, estaba rapado y recosido; los zapatones exhalaban un hedor de cuero. Nunca había contemplado a su hijo tan elegante y apuesto como lo estaba ahora con estos residuos de almacén.
-¡Tú!... ¡Tú!
El padre lo abrazó convulsivamente, gimiendo como un niño, sintiendo que sus pies se negaban a sostenerlo.
Siempre había esperado que acabarían por entenderse. Tenía su sangre: era bueno, sin otro defecto que cierta testarudez. Lo excusaba ahora por todo lo pasado, atribuyéndose a sí mismo gran parte de la culpa. Había sido demasiado duro.
¡Tú soldado! -repitió-. ¡Tú defendiendo a mi país, que no es el tuyo!...
Y volvía a besarlo, retrocediendo luego unos pasos para apreciar mejor su aspecto. Decididamente, lo encontraba más hermoso en su grotesco uniforme que cuando era célebre por sus elegancias de danzarín amado de las mujeres.
Acabó por dominar su emoción. Sus ojos llenos de lágrimas brillaron con malgno fulgor. Un gesto de odio crispaba su rostro.
-Ve -dijo simplemente-. Tú no sabes lo que es esta guerra; yo vengo de ella, l he visto de cerca. No es una guerra como las otras, con enemigos leales: es una cacería de fieras... Tira sin escrúpulo contra el montón. Por cada uno que tumbes, libras a la Humanidad de un peligro.
Se detuvo unos instantes, como si dudase y añadió al fin con trágica calma:
-Tal vez encuentres frente a ti rostros conocidos. La familia no se forma siempre a nuestro gusto. Hombres de tu sangre están al otro lado. Si ves a alguno de ellos..., no vacile: ¡tira! Es tu enemigo. ¡Mátalo!... ¡Mátalo!