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Los cuatro jinetes del Apocalipsis/Tercera parte/IV

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III
Los cuatro jinetes del Apocalipsis
de Vicente Blasco Ibáñez
Tercera Parte
IV - No hay quien lo mate
V

Cuatro meses después, la confianza de don Marcelo sufrió un rudo golpe. Julio estaba herido. Pero al mismo tiempo que recibía la noticia con un retraso lamentable. Lacour le tranquilizó con sus averiguaciones en el ministerio de la Guerra. El sargento Desnoyers era subteniente, su herida estaba casi curada y gracias a las gestiones del senador vendría a pasar una quincena de convalecencia al lado de su familia.

-Un valiente, amigo mío -terminó diciendo el personaje-. He leído lo que dicen de él sus jefes. Al frente de su pelotón atacó a una compañía alemana; mató por su mano al capitán; hizo no sé cuántas hazañas más. Le han dado la Medalla Militar, lo han hecho oficial... Un verdadero héroe.

Y el padre, llorando de emoción, movía la cabeza, temblorosamente, cada vez más envejecido y más entusiasta. Se arrepintió de su falta de fe en los primeros momentos, al recibir la noticia de la herida. Casi había creído que su hijo podía morir. ¡Un absurdo!... A Julio no había quien lo matase; se lo afirmaba el corazón.

Lo vio entrar un día en su casa, entre gritos y espasmos de las mujeres. La pobre doña Luisa lloraba abrazada a él, colgándose de su cuello con estertores de emoción. Chichí lo contempló grave y reflexiva, colocando la mitad de su pensamiento en el recién llegado, mientras el resto volaba lejos, en busca de otro combatiente. Las doncellas cobrizas se disputaron la abertura de un cortinaje, pasando por este hueco sus curiosas miradas de antílope.

El padre admiró el pequeño retazo de oro en las bocamangas del capotón con los faldones abrochados atrás, examinando después el casco azul oscuro de bordes planos adoptado por los franceses para la guerra de trincheras. El quepis tradicional había desaparecido. Un airoso capacete, semejante al de los arcabuceros de los tercios españoles, sombreaba el rostro de Julio. Se fijó únicamente en su barba corta y bien cuidada, distinta de la que él había visto en las trincheras. Iba limpio y acicalado por su reciente salida del hospital.

-¿No es verdad que se me parece?- dijo el viejo con orgullo.

Doña Luisa protestó, con la intransigencia que muestran las madres en materia de semejanzas.

-Siempre ha sido tu vivo retrato.

Al verlo sano y alegre, toda la familia experimentó una repentina inquietud. Deseaba examinar su herida para convencerse de que no corría ningún peligro.

-¡Si no es nada! -protestó el subteniente-. Un balazo en un hombro. Los médicos temieron que perdiese el brazo izquierdo; pero todo ha quedado bien... No hay que acordarse.

Chichí revisó a Julio con los ojos, de pies a cabeza, descubriendo inmediatamente los detalles de su elegancia militar. El capote estaba rapado y sucio, las polainas arañadas, olía a paño sudado, a cuero, a tabaco fuerte; pero en una muñeca llevaba un reloj de platino y en la otra la medalla de identidad sujeta con una cadena de oro. Siempre había admirado al hermano por su buen gusto ingénito, y guardó en su memoria estos detalles para comunicarlos por escrito a René. Luego pensó en la conveniencia de sorprender a mamá con una demanda de empréstito para hacer por su cuenta un envío al artillero.

Don Marcelo contemplaba ante él quince días de satisfacción y de gloria. El subteniente Desnoyers no pudo salir solo a la calle. El padre rondaba por el recibimiento ante el casco que se exhibía en el perchero con un fulgor molesto y glorioso. Apenas Julio lo colocaba en su cabeza, surgía su progenitor, con sombreros y bastón, dispuesto a salir igualmente.

-¿Me permites que te acompañe?... ¿No te molesto?

Lo decía con tal humildad, con un deseo vehemente de ver admitido su ruego, que el hijo no osaba repeler su acompañamiento. Para callejear con Argensola tenía que escurrirse por la escalera de servicio y valerse de otras astucias de colegial.

Nunca el señor Desnoyers había marchado tan satisfecho por las calles de París como al lado de este mocetón con su capote de gloriosa vejez y el pecho realzado por dos condecoraciones: la Cruz de Guerra y la Medalla Militar. Era un héroe, y este héroe era su hijo. Las miradas simpáticas del público en los tranvías y en el ferrocarril subterráneo las aceptaba como un homenaje para ambos. Las ojeadas interesantes que las mujeres lanzaban al buen mozo le producían cierto cosquilleo de vanidad e inquietud. Todos los militares que encontraba, por más galones y cruces que ostentasen, le parecían emboscados indignos de compararse con Julio. Los heridos que descendían de los coches apoyándose en palos y muletas le inspiraban un sentimiento de lástima humillante para ellos. ¡Desgraciados!... No tenían la suerte de su hijo. A éste no había quien lo matase, y cuando por casualidad recibía una herida, sus vestigios se borraban acto seguido, sin detrimento de la gallardía de su persona.

Algunas veces, especialmente por la noche, mostraba una inesperada magnanimidad, dejando que Julio saliese solo. Se acordaba de su juventud triunfadora en amores, que tantos éxitos había conseguido antes de la guerra. ¡Qué no tendría ahora con su prestigio de soldado valeroso!... Paseando por su dormitorio antes de acostarse, se imaginaba al héroe en la amable compañía de una gran dama. Sólo una celebridad femenina era digna de él; su orgullo paternal no aceptaba menos... Y nunca se le podía ocurrir que Julio estaba con Argensola en un music-hall, en un cinematógrafo, gozando de las monótonas y simples diversiones de París ensombrecido por la guerra, con la simplicidad de gustos de un subteniente, y que en punto a éxitos amorosos su buena fortuna no iba más allá de la renovación de algunas amistades antiguas.

Una tarde, cuando marchaba a su lado por los Campos Elíseos, se estremeció viendo a una dama que venía en dirección contraria. Era la señora Laurier... ¿La reconocería Julio? Creyó percibir que éste se tornaba pálido, volviendo los ojos hacia otras personas con afectada distracción. Ella siguió adelante, erguida, indiferente. El viejo casi se irritó ante tal frialdad. ¡Pasar junto a su hijo sin que el instinto le avisase su presencia! ¡Ah las mujeres!... Volvió la cabeza para seguirla; pero inmediatamente tuvo que desistir de su atisbo. Había sorprendido a Margarita inmóvil detrás de ellos, con la palidez de la sorpresa, fijando una mirada profunda en el militar que se alejaba. Don Marcelo creyó leer en sus ojos la admiración, el amor, todo un pasado que resurgía de pronto en su memoria. ¡Pobre mujer!... Sintió por ella un cariño paternal, como si fuese la esposa de Julio. Su amigo Lacour había vuelto a hablarle del matrimonio Laurier. Sabía que Margarita iba a ser madre. Y el viejo, sin tener en cuenta la reconciliación de los esposos ni el paso del tiempo, se sintió emocionado por esta maternidad como si su hijo hubiese intervenido en ella.

Mientras tanto, Julio seguía marchando sin volver la cabeza, sin enterarse de esta mirada fija en su dorso, pálido y canturreando para disimular su emoción. Y nunca supo nada. Siguió creyendo que Margarita había pasado junto a él sin conocerle, pues el viejo guardó silencio.

Una de las preocupaciones de don Marcelo era conseguir que su hijo relatase el encuentro de guerra en que había sido herido. No llegaba visitante a su casa para ver al subteniente sin que el viejo dejase de formular la misma petición:

-Cuéntanos cómo te hirieron... Explica cómo mataste al capitán alemán.

Julio se excusaba con visible molestia. Ya estaba harto de su propia historia. Por complacer a su padre había hecho el relato ante el senador, ante Argensola y Tchernoff en su estudio, ante otros amigos de la familia que habían venido a verlo... No podía más.

Y era su padre el que acometía la narración por su propia cuenta, dándole relieve y los detalles de un hecho visto por sus propios ojos.

Había que apoderarse de las ruinas de una refinería de azúcar enfrente de la trinchera. Los alemanes habían sido expulsados por el cañoneo francés. Era necesario el reconocimiento guiado por un hombre seguro. Y los jefes habían designado, como siempre, al sargento Desnoyers. Al romper el día, el pelotón había avanzado cautelosamente, sin encontrar obstáculos. Los soldados se esparcieron por las ruinas. Julio fue solo hasta el final de ellas, con el propósito de examinar las posiciones del enemigo, cuando, al dar vuelta a un ángulo de la pared, tuvo el más inesperado de los encuentros. Un capitán alemán estaba frente a él. Casi habían chocado al doblar la esquina. Se miraron en los ojos, con más sorpresa que odio, al mismo tiempo que buscaban matarse por instinto, procurando cada uno ganar al otro en velocidad. El capitán había soltado la carta del país que llevaba en las manos. Su diestra buscó el revólver, forcejeando para sacarlos de la funda., sin apartar un instante la mirada del enemigo. Luego desistió, con la convicción de que este movimiento era inútil. Demasiado tarde.. Sus ojos desmesuradamente abiertos por la proximidad de la muerte, siguieron fijos en el francés. Este se había echado el fusil a la cara. Un tiro casi a quemarropa... y el alemán cayó redondo.

Sólo entonces se fijó en el ordenanza del capitán, que marchaba algunos pasos detrás de éste. El soldado disparó su fusil contra Desnoyers, hiriéndole en un hombro. Acudieron los franceses, matando al ordenanza. Luego cruzaron un vivo fuego con la compañía enemiga, que había hecho alto más allá mientras su jefe exploraba el terreno. Julio, a pesar de la herida, continuó al frente de su sección, defendiendo la fábrica contra fuerzas superiores, hasta que al fin llegaron auxilios y el terreno quedó definitivamente en poder de los franceses.

-¿No fue así, hijo mío?- terminaba don Marcelo.

El hijo asentía, deseoso de que acabase cuanto antes un relato molesto por su persistencia. Sí; así había sido. Pero lo que ignoraba su padre, lo que él no diría nunca, era el descubrimiento que había hecho después de matar al capitán.

Los dos hombres, al mirarse frente a frente durante un segundo, mostraron en sus ojos algo más que la sorpresa del encuentro y el deseo de suprimirse. Desnoyers conocía a aquel hombre. El capitán, por su parte, le conocía a él. Lo adivinó en su gesto... Pero cada uno de ellos, con la preocupación de matar para seguir viviendo, no podía reunir sus recuerdos.

Desnoyers hizo fuego con la seguridad de que mataba a una persona conocida. Luego, mientras dirigía la defensa de la posición, aguardando la llegada de refuerzos, se le ocurrió la sospecha de que aquel enemigo cuyo cadáver estaba a poca distancia podía ser un individuo de su familia, uno de los Hartrott. Parecía, sin embargo, más viejo que sus primos y mucho más joven que su tío Karl. Este, con sus años, no iba a figurar como simple capitán de Infantería.

Cuando, debilitado por l pérdida de sangre, pudo ser conducido a las trincheras, el sargento quiso ver el cuerpo de su enemigo. Sus dudas continuaron ante la faz empalidecida por la muerte. Los ojos abiertos parecían guardar aún la impresión de la sorpresa. Aquel hombre lo conocía indudablemente; él también conocía aquella cara. ¿Quién era?... De pronto, con su imaginación vio el mar, y vio un gran buque, una mujer alta y rubia que lo miraba con los ojos entornados, un hombre fornido y bigotudo que hacía discursos imitando el estilo de su emperador. «Descansa en paz, capitán Erckmann». Así habían venido a terminar, en un rincón de Francia, las discusiones entabladas en medio del Océano.

Se disculpó mentalmente, como si estuviese en presencia de la dulce Berta. Había tenido que matar para que no lo matasen. Así es la guerra. Intentó consolarse pensando que Erckmann tal vez había caído sin identificarle, sin saber que su matador era el compañero de viaje de meses antes... Y guardó secreto en lo más profundo de su memoria este encuentro preparado por la fatalidad. Se abstuvo de comunicarlo a su amigo Argensola, que conocí los incidentes de la travesía atlántica.

Cuando menos lo esperaba, don Marcelo se encontró al final de aquella existencia de alegría y orgullo que le había proporcionado la presencia de su hijo. Quince días transcurren pronto. El subteniente se marchó, y toda la familia, después de este período de realidades, tuvo que volver a las caricias engañosas de la ilusión y la esperanza, aguardando la llegada de las cartas, haciendo conjeturas sobre el silencio del ausente, enviándole paquete tras paquete con todo lo que el comercio ofrecía para los militares: cosas útiles y absurdas.

La madre cayó en un gran desaliento. El viaje de Julio había servido para hacerle sentir, con más intensidad, su ausencia. Viéndole, escuchando aquellos relatos d muerte que el padre se complacía en repetir, se dio mejor cuenta de los peligros que rodeaban a su hijo. La fatalidad parecía avisarla con fúnebres presentimientos.

-Lo van a matar -decía a su marido-. Esa herida es un aviso del cielo.

Al salir a la calle temblaba de emoción ante los soldados inválidos. Los convalecientes de aspecto enérgico próximos a volver al frente, aún le inspiraban mayor lástima. Se acordó de un viaje a San Sebastián con su esposo, de una corrida de toros que le había hecho gritar de indignación y lástima, apiadada de la suerte de los pobres caballos. Quedaban las entrañas colgando y eran sometidos en los corrales a una rápida cura, para volver a salir a la arena enardecidos por falsas energías. Repetidas veces aguantaban esta recomposición macabra, hasta que al fin llegaba la última cornada, la definitiva... Los hombres recién curados evocaban en ella la imagen de las pobres bestias. Algunos habían sido heridos tres veces desde el principio de la guerra y volvían remendados y galvanizados a someterse a la lotería de la suerte, siempre en espera del golpe supremo... ¡Ay su hijo!

Se indignaba Desnoyers oyendo a su esposa.

-Pero ¡si a Julio no hay quien lo mate!... Es mi hijo. Yo he pasado en mi juventud por terribles peligros. También me hirieron en las guerras del otro mundo, y, sin embargo, aquí me tiene cargado de años.

Los sucesos se encargaban de robustecer su fe ciega. Llovían desgracias en torno de la familia, entristeciendo a sus allegados, y ni una sola rozaba al intrépido subteniente, que insistía en sus hazañas con un desenfado de mosquetero.

Doña Luisa recibió una carta de Alemania. Su hermana le escribía desde Berlín, valiéndose de un Consulado sudamericano en Suiza. Esta vez la señora Desnoyers lloró por alguien que no era su hijo: lloró por Elena y por los enemigos. En Alemania también había madres, y ella colocaba el sentimiento de la maternidad por encima de todas las diferencias raciales y patrióticas.

¡Pobre señora von Hartrott! Su carta, escrita un mes antes, sólo contenía fúnebres noticias y palabras de desesperación. El capitán Otto había muerto. Muerto también uno de sus hermanos menores. Este, al menos, ofrecía a la madre el consuelo de haber caído en un territorio dominado por los suyos. Podía llorar junto a su tumba. El otro estaba enterrado en suelo francés; nadie sabía dónde. Jamás descubriría ella sus restos, confundidos con centenares de cadáveres; ignoraría eternamente dónde se consumía este cuerpo salido de sus entrañas... Un tercer hijo estaba herido en Polonia. Sus dos hijas habían perdido a sus prometidos, y la desesperaban con su mudo dolor. Von Hartrott seguía presidiendo sociedades patrióticas, y hacía planes d engrandecimiento sobre la próxima victoria, pero había envejecido mucho en los últimos meses. El sabio era el único que se mantenía firme. Las desgracias de la familia recrudecían la ferocidad del profesor Julius von Hartrott. Calculaba, para un libro que estaba escribiendo, los centenares de miles de millones que Alemania debía exigir después de su triunfo y las partes de Europa que necesitaba hacer suyas...

La señora Desnoyers creyó escuchar desde la avenida de Víctor Hugo aquel llanto de la madre que corría silencioso en una casa de Berlín. «Comprenderás mi desesperación, Luisa... ¡Tan felices que éramos! ¡Que Dios castigue a los que han hecho caer sobre el mundo tantas desgracias! El emperador es inocente. Sus enemigos tienen la culpa de todo...»

Don Marcelo callaba en presencia de su esposa. Compadecía a Elena por su infortunio, pasándose por alto las afirmaciones políticas de la carta. Se enterneció, además, al ver cómo lloraba doña Luisa a su sobrino Otto. Había sido su madrina de bautizo, y Desnoyers, su padrino. Era verdad: don Marcelo lo había olvidado. Vio con la imaginación la plácida vida de la estancia, los juegos d la chiquillería rubia, que él acariciaba a espaldas del abuelo, antes que naciese Julio. Durante unos años había dedicado a sus sobrinos todo su amor, desorientado por la tardanza de un hijo propio. De buena fe se conmovió al pensar en la desesperación de Karl.

Pero luego, al verse solo, una frialdad egoísta borraba estos sentimientos. La guerra era la guerra, y los otros la habían buscado. Francia debía defenderse, y cuantos más enemigos cayesen, mejor... Lo único que debía interesarle a él era Julio. Y su fe en los destinos del hijo le hizo experimentar una alegría brutal, una satisfacción de padre cariñoso hasta la ferocidad.

-A ése no hay quien lo mate... Me lo dice el corazón.

Otra desgracia más próxima quebrantó su calma. Un anochecer, al regresar a la avenida de Víctor Hugo, encontró a doña Luisa con aspecto de terror llevándose las manos a la cabeza..

-La niña, Marcelo... ¡La niña!

Chichí estaba en el salón tendida en un sofá, pálida, con una blancura verdosa, mirando ante ella fijamente, como si viese a alguien en el vacío. No lloraba; sólo un ligero brillo de nácar hacía temblar sus ojos redondeados por el espanto.

-¡Quiero verlo! -dijo con voz ronca-. ¡Necesito verlo!

El padre adivinó que algo terrible le había ocurrido al hijo de Lacour. Únicamente por esto podía mostrar Chichí tal desesperación. Su esposa le fue relatando la triste noticia. René estaba herido, gravemente herido. Un proyectil había estallado sobre su batería, matando a muchos de sus compañeros. El oficial había sido extraído de un montón de cadáveres: le faltaba una mano, tenía heridas en las piernas, en el tronco, en la cabeza.

-¡Quiero verlo!- repetía Chichí.

Y don Marcelo tuvo que hacer grandes esfuerzos para que su hija desistiese de esta testarudez dolorosa que la impulsaba a exigir un viaje inmediato al frente, atropellando obstáculos, hasta llegar al lado del herido. El senador acabó por convencerla. Había que esperar; él, que era su padre, tenía que resignarse. Estaba gestionando que René fuese trasladado a un hospital de París.

El gran hombre inspiró lástima a Desnoyers. Hacía esfuerzos por conservar su serenidad estoica de padre a estilo antiguo, recordaba a sus ascendientes gloriosos y a todas las figuras heroicas de la República romana. Pero estas ilusiones de orador se desplomaban de pronto, y su amigo le sorprendió llorando más de una vez. ¡Un hijo único, y podía perderlo!... El mutismo de Chichí le inspiraba aún mayor conmiseración. No lloraba: su dolor era sin lágrimas, sin desmayos. La palidez verdosa de su rostro, el brillo de fiebre de sus ojos, una rigidez que la hacía marchar como un autómata, eran los únicos signos de su emoción. Vivía con el pensamiento alejado, sin darse cuenta de lo que la rodeaba. Cuando el herido llegó a París, ella y el senador se transfiguraron. Iban a verlo, y esto bastó para que se imaginasen que ya se había salvado.

La novia corrió al hospital con su futuro suegro y su madre. Luego fue sola, quiso quedarse allí, vivir al lado del herido, declarando la guerra a todos los reglamentos, chocando con monjas y enfermeras, que le inspiraban un odio de rivalidad. Pero al ver el escaso resultado de sus violencias, se empequeñeció, se hizo humilde, pretendiendo ganar con sus gracias una a una a todas las mujeres. Al fin consiguió pasar gran parte del día junto a René.

Desnoyers tuvo que retener sus lágrimas al contemplar al artillero en la cama... ¡Ay! ¡Así podía verse su hijo!... Le pareció una momia egipcia, a causa de su envoltura de apretados vendajes. Los cascos de obús le habían acribillado. Sólo pudo ver unos ojos dulces y un bigotillo rubio asomando entre las tiras blancas. El pobre sonreía a Chichí, que velaba junto a él con cierta autoridad, como si estuviese en su casa.

Transcurrieron dos meses. René se mejoró; ya estaba casi restablecido. Su novia había dudado de esta curación desde que la dejaron permanecer junto a él.

-A mí no se me muere quien yo quiera -decía con una fe semejante a la de su padre-. ¡A cualquier hora permito que los boches me dejen sin marido!

Conservaba a su soldadito de azúcar, pero en un estado lamentable... Nunca don Marcelo se dió cuenta del horror de la guerra como al ver entrar en su casa a este convaleciente que había conocido meses antes fino y esbelto, con una belleza delicada y algo femenil. Tenía el rostro surcado por varias cicatrices, que formaban un arabesco violáceo. Su cuerpo guardaba ocultas otras semejantes. La mano izquierda había desaparecido con un parte del antebrazo. La manga colgaba sobre el vacío doloroso del miembro ausente; la otra mano se apoyaba en un bastón, auxilio necesario para poder mover una pierna que no quería recobrar su elasticidad.

Pero Chichí estaba contenta. Veía a su soldadito con más entusiasmo que nunca: un poco deformado, pero muy interesante. Ella, seguida de su madre, acompañaba al herido para que pasease por el Bosque. Sus miradas se volvían fulminante cuando, al atravesar una calle, automovilistas y cocheros no retenían su carrera para dejar paso al inválido... «¿Emboscados sin vergüenza?...» Sentía la misma alma iracunda de las mujeres del pueblo que en otros tiempos insultaban a René viéndolo sano y feliz. Temblaba de satisfacción y orgullo al devolver el saludo a sus amigas. Sus ojos hablaban: «Sí; ése es mi novio... Un héroe». Le preocupaba la Cruz de Guerra puesta en el pecho de la blusa horizonte.

Sus manos cuidaban de su arreglo para que se destacase con mayor visualidad. Se ocupaba en prolongar la vida de su uniforme, siempre el mismo, el viejo, el que llevaba en el momento de ser herido. Uno nuevo le daría cierto aire de militar oficinesco, de los que se quedaban en París.

En vano René, cada vez más fuerte, quería emanciparse de sus cuidados dominadores. Era inútil que intentase marchar con ligereza y soltura.

-Apóyate en mí.

Y tenía que tomar el brazo de su novia. Todos los planes de ella para el futuro se basaban en la fiereza con que protegería a su marido, en los cuidados que iba a dedicar a su debilidad.

-¿Mi pobre invalidito! -decía con susurro amoroso-. ¡Tan feo y tan inútil que me lo han dejado esos pillos!... Pero, por suerte, me tiene a mí, que le adoro..... Nada importa que te falte una mano; yo te cuidaré. Serás mi hijito. Vas ver, cuando nos casemos, con qué regalo vives, cómo te llevaré de elegante y acicalado... Pero ¡ojo con las otras! Mira que a la primera que me hagas, invalidito, te dejo abandonado a tu inutilidad.

Desnoyers y el senador también se ocupaban del futuro de ellos, pero de un modo más positivo. Había que realizar el matrimonio cuanto antes. ¿Qué esperaban?... La guerra no era un obstáculo. Se efectuaban más casamientos que nunca, en el secreto de la intimidad. El tiempo no era de fiestas.

Y René Lacour se quedó para siempre en la casa de la avenida de Víctor Hugo después de la ceremonia nupcial, presenciada por una docena de personas.

Don Marcelo había soñado otras cosas para su hija: una boda ruidosa, de la que hablasen largamente los periódicos; un yerno de brillante porvenir...

Pero, ¡ay!, la guerra... Todos veían destruidas a aquellas horas algunas de sus ilusiones.

Se consoló apreciando su situación. ¿Qué le faltaba? Chichí era feliz, con una alegría egoísta y ruidosa que dejaba en olvido todo lo que no fuese su amor. Sus negocios no podían resultar mejores. Después de la crisis de los primeros momentos, las necesidades de los beligerantes arrebataban los productos de sus estancias. Jamás había alcanzado la carne precios tan altos. El dinero afluía a él con más ímpetu que antes y los gastos de su vida habían disminuido... Julio estaba en peligro de muerte; pero él tenía la convicción de que nada malo podía ocurrirle. Su única preocupación era permanecer tranquilo, evitándose las emociones fuertes. Experimentaba cierta alarma al considerar la frecuencia con que se sucedían en parís los fallecimientos de personas conocidas: políticos, artistas, escritores. Todos los días caía alguien de cierto nombre. La guerra no sólo mataba n el frente. Sus emociones volaban como flechas por las ciudades tumbando a los quebrantados, a los débiles, que en tiempo normal habrían prolongado su existencia.

«¡Atención, Marcelo! -se decía con un regocijo egoísta-. Mucha alma. Hay que evitar a los cuatro jinetes del amigo Tchernoff».

Pasó una tarde en el estudio conversando con éste y Argensola de las noticias que publicaban los periódicos. Se había iniciado una ofensiva de los franceses en Champaña, con grandes avances y muchos prisioneros.

Desnoyers pensó en la pérdida de vidas que esto podía representar. Pero la suerte de Julio no le hizo sentir ninguna inquietud. Su hijo no estaba en aquella parte del frente. El día anterior había recibido una carta de él fechada una semana antes; pero casi todas llegaban con igual retraso. El subteniente Desnoyers se mostraba animoso y alegre. Lo iban a ascender de un momento a otro; figuraba entre los propuestos para la Legión de Honor. Don Marcelo se veía en lo futuro padre de un general joven, como los de la Revolución. Contempló los bocetos en torno de él, admirándose de que la guerra hubiese torcido de un modo tan extraordinario la carrera de su hijo.

Al volver a su casa se cruzó con Margarita Laurier, que iba vestida de luto. El senador le había hablado de ella pocos días antes. Su hermano el artillero acababa de morir en Verdun.

«¡Cuántos caen! -se dijo-. ¡Cómo estará su pobre madre!»

Pero inmediatamente sonrió al recordar a los que nacían. Nunca se había preocupado la gente como ahora de acelerar la reproducción. La misma señora Laurier ostentaba con orgullo la redondez de su maternidad, que había llegado a los mayores extremos visibles. Sus ojos acariciaron el volumen vital que se delataba bajo los velos del luto. Otra vez pensó en Julio, sin tener en cuenta el curso del tiempo. Sintió la atracción de la criatura futura, como si tuviese con ella algún parentesco; se prometió ayudar generosamente al hijo de los Lauriers si alguna vez lo encontraba en la vida.

Al entrar en su casa, doña Luisa le salió al paso para manifestarle que Lacour le estaba esperando.

-Vamos a ver qué cuenta nuestro ilustre consuegro- dijo alegremente.

La buena señora estaba inquieta. Se había alarmado, sin saber por qué, ante el gesto solemne del senador, con ese instinto femenil que perfora las precauciones de los hombres, adivinando lo que hay oculto detrás de ellas. Había visto, además, que René y su padre hablaban en voz baja, con una emoción contenida.

Rondó con irresistible curiosidad por las inmediaciones del despacho, esperando oír algo. Pero su espera no fue larga.

De repente, un grito..., un alarido..., una voz como sólo puede emitirla un cuerpo al que se le escapan las fuerzas.

Y doña Luisa entró a tiempo para sostener a su marido, que se venía al suelo.

El senador se excusaba, confuso, ante los muebles, ante las paredes, volviendo la espalda en su aturdimiento al cabizbajo René, que era el único que podía oírle.

-No me ha dejado terminar... Ha adivinado desde la primera palabras...

Chichí se presentó, atraída por el grito, para ver cómo su padre se escapaba de los brazos de su esposa, cayendo en un sofá, rodando luego por el suelo, con los ojos vidriosos y salientes, con la boca contraída, llorando espuma.

Un lamento se extendió por las lujosas habitaciones, un quejido, siempre el mismo, que pasaba por debajo de las puertas hasta la escalera majestuosa y solitaria.

-¡Oh Julio!... ¡Oh hijo mío!...