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Los curdas: 2

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Cuadro primero

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(Gabinete elegante. Puertas franqueables al fondo, derecha e izquierda. Teléfono.
Hacia el centro una mesita para té, con sus tazas servidas).


Escena I

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MISIA EMILIA, ADELA (tomando té), después LUISA.

M. Emilia. -¡Pero Luisa! ¡Se te enfría el té!

Luisa. -(De adentro.) ¡Mujer, por Dios! ¡Ya voy! ¡Qué fastidio!

Adela. -¡Déjala en paz, mamá! Debe estar muy ocupada con los trapos del marido. En cuanto Carlos sale, ya está dele cepillo a su ropa! (Alzando la voz.) ¡Eres un prodigio de mujer hacendosa, Luisita!

Luisa. -¡Y qué más remedio cuando a una le tocan esposos tan dejados! Si no fuera por mí andaría Carlos todo el santo día hecho un atorrante.

M. Emilia. -¡Sí... pues para lo que te agradece, hijita! Figurate que ayer hablando del asunto me dijo, que eso de la limpieza era un pretexto tuyo para revisarle los bolsillos...

Adela. -(Irónica.) ¡Infame! ¡Calumniador!

Luisa. -Si ya lo creo. ¡Ingrato! Las ganas que tiene él de andar desaliñado y sucio... Pero... ¿qué es esto? ¡Dios, Dios mío! ¡Mamita querida!... ¡Ay! ¡Adela!... ¡Qué barbaridad!

M. Emilio. -(Alarmada.) ¿Qué te pasa, mujer?

Adela. -¿Qué es eso?

Luisa. -(Saliendo con un saco y un cepillo en las manos.) ¡Ay! ¡Qué horror! Perdido... ¡Miren esto! Qué chorretes. ¿Y la solapa? ¡Qué temeridad!

M. Emilia. -¡Huy!... ¡Qué horror!

Adela. -¡Ave María, mujeres! Tanta bulla por una mancha.

Luisa. -¿Una?... Si es un charco, Adela. Vean esto... Desde acá... (Cepillando.) Y no sale... no, no sale... ¿Pero, de qué será esto?... ¡Jesús! ¡Si parece grasa!... A ver (huele)... ¡Puff!... ¡Qué olor! Qué cosa desagradable... ¡Huele, mamá! ¡Huele tú, Adela!

Adela. -Retira eso, mujer.

M. Emilia. -(Observa unos instantes, huele varias veces con toda conciencia.) ¡Olor a bodegón!

Luisa. -(Tomando el saco.) ¿Pero qué le habrá pasado a Carlos? ¡Jesús! ¡Si parece grasa!... A ver (huele.) Puff... ¡Qué olor! Qué cosa bárbara... ¿Y esto?... ¿Qué será?... (Rasca con la uña.) Y tan pegado. ¡Ay! Si parece... parece... ¡Ay! ¡Es un fideo!...

M. Emilia. -¡Qué asco!

Adela. -Tira ese saco lejos, mujer indiscreta.

M. Emilia. -¡Sí, Luisa, entrégaselo a la sirvienta para que lo limpie!... ¡O lo regale a un pobre!...

Luisa. -No, no, no; mamá. Debo guardarlo para enseñárselo a Carlos. ¡Y pasárselo por las narices! Sí señor, porque esto no puede quedar así, Carlos me va a dar cuenta de esta indecencia. Ya lo creo, que la va a explicar...

Adela. -¡Puede!...

Luisa. -¡Ya lo creo!...

M. Emilia. -Mira, Luisa. No debes tocar este asunto... No te sulfures y oye un consejo de tu madre que en esas cosas tiene bastante experiencia. A los hombres, sobre todo a los jóvenes medios tarambanas como tu marido, no conviene exigirles explicaciones sobre ciertas cosas... cosas como esas del saco ¿entiendes? muy censurable, hijita, pero no de las más graves. Al fin y al cabo está muy lejos de ser un vicio. Una ligereza de muchacho, una sobremesa prolongada y... un saco echado a perder... ¿y qué?... (LUISA se sienta en un rincón y llora.) Ya verás cómo no se repite. No hay mal sin remedio...

Adela. -(Leyendo distraídamente un diario.) Reverteris. Cura infalible... (Ve a LUISA.) ¿Pero qué es esto, Luisa? ¿Estás llorando? ¡Muchacha no seas pava! (Van hacia ella.)

M. Emilia. -¡Por Dios, hija mía! ¡No es para tanto!...

Luisa. -(Que abraza a su madre lloriqueando.) ¡Ay! ¡Mamita querida! Ya me doy cuenta... Lo comprendo todo mamita. ¡Soy una desgraciada! ¡Este Carlos es un infame! ¡Un pillo! Hacerme esas cosas a mí, a su mujercita, que tanto lo quiere...

M. Emilia. -Precisamente, hija, por eso lo hace. Estoy segura que si se hubiera casado con una cualquiera no andaría en tales andanzas. (Le atrae cariñosamente.) Pero, cálmate, cálmate. Te repito que es un simple accidente.

Adela. -¡Es claro, hermana! ¡Ya se compondrá Carlos!

Luisa. -(Con desconsuelo.) ¡Pero mamá, si no es la primera descompostura!... ¡Son muchas las que le conozco!

M. Emilia. -¡Ave María, mujer! ¡No exageres!

Luisa. -No, mamá; no exagero. ¡Como lo oyes! Yo no había querido decirles nada, pero ya que la ocasión se presenta... Hace más de dos meses que Carlos viene a casa a las dos, y a las tres de la mañana.

M. Emilia. -¡Las elecciones, hija, lo tienen muy ocupado!...

Luisa. -¡Oh! ¡Bonitas elecciones!... Miren ustedes, les voy a contar lo que me pasa y ya verán cómo tengo razón. ¿Se acuerdan de la otra noche, cuando nos llevó a Palermo y de allí nos mandó solas a casa diciendo que tenía que hablar con el doctor Pérez, uno que iba en otro coche? Pues bien, al siguiente día le encontré un manchón así, blanco, en la solapa del jaquet.

Adela. -¡Sería cal o polvo!

Luisa. -Polvos, Adela, y de los ordinarios. Y, francamente, yo no sé que el doctor Pérez se empolve. Bien; eso no es lo peor. Las otras noches... Ya era de día cuando llegó a casa y se vino derechito a mi cuarto. Yo me hice la dormida como siempre, ¿sabe?, para que me despertara con un beso. Y él... empezó a desnudarse caminando de un lado para otro y cantando; y aquí dejaba una cosa y más allá otra; colgó el sombrero en el cuadro de la virgen y la corbata en el pico del gas, puso la camisa en el lavatorio, arrojó los pantalones y después se acostó, ¡figúrate! para sacarse los botines y estuvo un rato, así con los pies para arriba, desbrochando hasta que tiró lejos uno y después el otro metiendo un barullo de todos los diablos. Yo, extrañada, volví la cabeza hacia el lado en que él estaba y empecé a mirarlo así, con los ojitos entornados. ¡Qué horror! ¡Qué desencajado estaba!... Entonces él, como si recién me viera, se arrimó despacito con intenciones de darme el beso, sin duda, y cuando ya me iba a tocar se detuvo, me hizo una morisqueta así (remeda) y se dio vuelta el muy perdido. ¡Al rato dormía como un bendito, respirando fuerte, y con un aliento a cerveza Pilsen!...

Adela. -¡Ave María, mujer! ¡Qué olfato! ¡Hasta la marca de la cerveza supiste!

Luisa. -(Con fastidio.) Vamos, Adela, que la cosa no es para bromas... (Exaltándose.) Y ahora díganme si no tengo razón para decir que mi marido es un calavera, un perdido, un sinvergüenza... y para desconsolarme y llorar y gritar y rabiar y...

M. Emilia. -Sí, hija; nadie te lo niega; Carlos es un bellaco, un atorrante... todo lo que se antoje; pero tú eres muy nerviosa y muy atropellada. Esas cosas se toman con más calma y...

Luisa. -(Irritada.) ¡Déjate de zonzeras, mamá! Con calma!... ¡Con calma!... ¡Admirable!... Voy a quedarme hecha una momia, cuando sé que mi señor marido anda haciendo toda clase de perrerías. ¡Ah! ¡Cómo se conoce que ustedes no han sufrido estas iniquidades!...

M. Emilia. -¡Callate, Luisa, callate! No me obligues a hablar... Si cada iniquidad de tu finado padre me hubiera costado un pelo, a la fecha tendría que usar peluca.

Adela. -Pero, de todas maneras, no le falta razón a Luisa.

Luisa. -¡Sí, que la tengo; y además, papá no andaría... manchándose la ropa por ahí!

M. Emilia. -Ciertamente, hija. No era tan flojo como Carlos, pero... las veces que me lo han traído en parihuela! ¡Qué trabajos me daba!...

Adela. -¡Mamá, por Dios! ¡No sigas! Deja tranquilo al pobrecito papá.

M. Emilia. -Sí, hija mía. Si he dicho eso ha sido para tranquilizar a Luisa y probarle que lo que pasa con Carlos, más bien que un vicio es un efecto de eso que por ahí llaman la ley de herencia.

Luisa. -¡Pero mujer! ¿Qué tiene que ver mi marido con papá?

M. Emilia. -¡Muchacha! ¿No es su yerno?... (Suena la campanilla del teléfono.)

Luisa. -(Tomando el tubo.) ¡Hola!... ¡Hola!

¿Quién habla?... sí... ¿pero quién es usted?... (Impaciente.) Diga quien es usted... Sí, soy de la casa... ¡La sirvienta, sí señor!... no está... ¿Si vuelve?... ¿Por un mensajero?... Está bien, sí, sí, se la entregaré... ¡Insolente! (Corta la comunicación.)

Adela. -¿Quién era, che?

Luisa. -¡Quién ha de ser! Pancho, ese amigote de mi marido.

M. Emilia. -¿Y qué se le fruncía?

Luisa. -Avisar a Carlos que le manda una carta por un mensajero, y en la creencia de que yo fuera la sirvienta me ha recomendado que la entregue en mano propia. ¡Ah, y el muy atrevido, me manda un beso!

M. Emilia. -¡Qué audaz! ¿Y por qué andarán con tantos partes y misterios?

Adela. -Me parece que lo adivino. Una pechada.