Los derechos de la salud: 24
Escena V
[editar]- (ROBERTO y RAMOS)
ROBERTO.- (Se sirve una nueva copa de coñac.)
RAMOS.- ¿Más coñac? ¡No hombre, no! No es razonable.
ROBERTO.- Quisiera aturdirme un poco.
RAMOS.- ¿También piensas tú que el alcohol aturde? Duerme. Lo necesitas. Podría darte una inyección de morfina.
ROBERTO.- Dejame así. Dime, ¿cuánto crees que podrá durar aún?
RAMOS.- ¿Luisa?... Es imposible precisar con certeza el desenlace. Si esta reacción continúa podría tirar algunos meses.
ROBERTO.- ¿No temes alguna complicación?
RAMOS.- Tenemos que esperarlo todo.
ROBERTO.- ¿Todo, verdad? La muerte también.
RAMOS.- Ya te lo he dicho. ¿Es que ese ánimo empieza a decaer? ¿Te espanta la inminencia del golpe final?
ROBERTO.- No me espanta. Lo deseo ¿sabes? (Acentuando.) Lo deseo.
RAMOS.- (Estupefacto.) ¡Hombre!
ROBERTO.- Te parece una atrocidad. Pues es así, es así. Lo deseo.
RAMOS.- Me explicaría ese sentimiento ante la perspectiva de una larga y dolorosa agonía. Pero en este caso no existe semejante temor. Luisa se consumirá en una progresiva languidez, apacible y esperanzada.
ROBERTO.- ¿Y si no fuera así?
RAMOS.- Te aseguro que así será.
ROBERTO.- ¿Y si estuviera condenada al tormento de una agonía moral más cruel que todos sus dolores físicos?
RAMOS.- No te entiendo.
ROBERTO.- (Después de cerciorarse de que nadie viene.) Yo le arranqué el revólver de las manos. ¿Comprendes, ahora?
RAMOS.- Entendámonos, Roberto. Estás tan febriciente que no sabes lo que dices o me vienes con una confidencia literaria.
ROBERTO.- No hago literatura, Luisa estuvo a punto de pegarse un tiro. La sorprendí en el momento en que violentaba la cerradura del escritorio y se apoderaba de mi revólver para matarse. Yo nada te había contado por falta de oportunidad o mejor dicho, porque creí poder mantener en secreto este drama de mi hogar y de mi vida. Pero ese secreto se ha convertido en una obsesión espantosa, inaguantable, y antes que el delirio o el alcohol me lo hagan decir a gritos quiero que tú me alivies de su peso.
RAMOS.- Vamos. Serénate y habla.
ROBERTO.- Yo puse el arma en manos de Luisa. ¡Yo!...
RAMOS.- ¡Ah! ¡No!...
ROBERTO.- ¡Yo, yo, yo!...
RAMOS.- No, no. En este tono no andaremos bien. Expón los hechos tranquilamente que ya le llegará su turno a la distribución de responsabilidades. No te castigues así.
ROBERTO.- (Serenándose.) Sí. Tienes razón. (Pausa.) Tú conoces muy de cerca mi vida. Sabes que ha transcurrido sencillamente, sin lucha, sin conflictos ni complicaciones de ningún género. Mi matrimonio no fue otra cosa que un episodio amable en la serenidad de mi existencia. Encontré a Luisa en mi camino, fresca, sana, hermosa, sutilmente espiritual y comprensiva. La amé, me amó y formamos un hogar modelo de apacible convivencia. Ni una nube, ni el menor barrunto de perturbación. Sanos de cuerpo y espíritu, ni ella ni yo podíamos aspirar a más. Pero sobreviene la enfermedad de esta criatura. ¡Eh!... No es nada. Un contratiempo, un factor negativo, de antemano descontado en el fácil problema de nuestra dicha. ¿Qué se agrava? Un poco de inquietud, un poco de piedad y un crescendo de afecto y ternura por la amada sufriente. ¿Qué se agrava más aún? ¿Qué se llega a temer por su existencia? Ese temor no me alcanzó, no llegó a conmover mi seguridad, mi optimismo, mi fe, la fe en su salud, en la resistencia de ese organismo pletórico de sanas energías. ¿Lo recuerdas?... ¡Oh!... Pero luego vino la condena, la espantosa revelación de la impotencia humana contra los elementos inexorables y ante ese fallo inapelable todo cuanto en mí vibraba se desmoronó. De esa fe mía que era un roble, fueron una a una cayendo las hojas, los brotes, desgajándose los retoños, y la fronda de mis esperanzas quedó convertida en mísero montón de cosas inertes, de hojas secas, de ramas sin savia en redor del viejo tronco inconmovible. ¡Oh!... ¡Tú sabes cuanto he sufrido! ¡Qué injusticia! ¡Qué injusticia! ¡Qué injuria el aniquilamiento de esa vida grávida de la eterna potencia!... ¡Qué dolor!... Sin embargo, yo estaba sano ¿me entiendes? sano, incontaminado. Subsistía el viejo tronco arraigado en el mismo corazón de la tierra y sus venas comenzaron a hincharse, a hincharse, y la desolación de aquella derrota, a animarse con la alegría de las verdes reventazones. ¡Oh! ¡La salud! ¡La salud! Madre egoísta del instinto creador, nos traza la ruta luminosa e inmutable y por ella va la caravana de peregrinos de lo eterno y va, y va y marcha sin detenerse un instante, sin volver los ojos una sola vez, sordos los oídos al clamor angustioso de los retardados, de los exhaustos que va dejando en el camino que nunca se vuelve a recorrer. Sí. Yo estaba sano. Me conformé. Me resigné. Los inconsolables caen bajo el dominio de la patología. Luisa incapacitada para las glorias de la maternidad, se convirtió para mí en un objeto de ternura, de infinita ternura. Era todo cuanto podía darle. Ella se conformó. Advirtió la mudanza, y reclamó sus derechos a la vida integral; sospechó la verdad de su estado y se la ocultamos para no atormentar más su larga agonía. Cuando hubimos de decírsela, no quiso creerla y desde entonces a medida que aumentaba su confianza en el porvenir, sus protestas se acentuaban por el despojo que presintiera en los primeros momentos y que no podía pasar inadvertido a su espíritu de análisis sutilizado y exacerbado por el mismo mal que la consumía. Un día no pudo más. Estalló. Arrojó a Renata de esta casa o consintió que se alejara en condiciones que significaban lo mismo. Yo no tuve bastante dominio sobre mis impresiones para disimularlas o desnaturalizarlas y explotaron, estallaron con una violencia insospechada por mí mismo y corrí en busca de Renata, loco, ciego, sin comprender que dejaba en el espíritu de la infortunada compañera la desolación de una evidencia brutal, sin comprender que dejaba en sus manos el revólver con que había de sorprenderla un instante después, a punto de matarse.
RAMOS.- ¡Oh! Luego tú...
ROBERTO.- Amo a Renata. Sí, amo a Renata, con todas las fuerzas del alma y del instinto y con todos los derechos de mi salud. No puedo negarlo y no me avergüenzo de esta pasión que no es una imprudencia ni un crimen.
RAMOS.- ¿Y Renata?...
ROBERTO.- Ella nada sabe de esta tragedia. Volvió a esta casa cuando Luisa se puso tan mal, para asistirla con la devoción de siempre.
RAMOS.- ¿Ignora por completo tus sentimientos?
ROBERTO.- Nada le he dicho. Nada le he dado a comprender, pero tengo la certidumbre de haberla atraído a mis destinos, con el imán de mis energías expansivas. Nada me acusaría pues, nada nos acusaría. Habríamos aguardado sin la menor impaciencia, te lo juro, aunque durara años la desaparición de Luisa, para emprender nuestra marcha. Luego aquí no hay más que un crimen, el horrendo crimen de haber amargado, envenenado los últimos días de la querida enferma, dejándole comprender la verdad de su despojo. Yo, yo, yo soy el único criminal. ¿Cómo evitar, cómo reparar los efectos del daño, cómo llevar un poco de paz a ese espíritu torturado por la desesperanza? Ahí tienes la explicación de mi problema. Resuélvelo si eres capaz.
RAMOS.- ¿La revelación fue tan decisiva?
ROBERTO.- Tal vez no; pero su convencimiento es inquebrantable. Ya lo ves, iba a matarse.
RAMOS.- Es muy posible que exageres un poco y que eso que crees un convencimiento no sea otra cosa que una impresión transitoria. Por otra parte no hay nada más accesible al consuelo que un espíritu que empieza a sentirse corroído por la desesperanza. Cálmate pues. Tienes buen deseo y tienes ingenio. Prodígale tu solicitud y tu ternura y verás como pronto recobra su calma la pobre Luisa.
ROBERTO.- ¿Y si así no fuera?
RAMOS.- Será así. Lo que hemos conversado me permite decirte sin ambajes esta crueldad; deja que obre el mal, deja que obre el mal. El alma más templada se quebranta, las energías morales se relajan al par que las energías del organismo y acabamos por llegar a un estado que únicamente nos deja ver las cosas a través del cristal verde de la esperanza o del cristal sonrosado de la ilusión. Si estás en paz contigo mismo no te atormentes más.
ROBERTO.- ¿Es un reproche? (Clarea un poco.)
RAMOS.- No, Roberto. Te he comprendido bien. Eres un fuerte. Pero toma un poco de cloral. Lo tienes por ahí. (Buscando sobre el escritorio.) Debe ser éste. Bebe un par de tragos. (ROBERTO toma el cloral.) Así.
ROBERTO.- Y ahora dime, dime con franqueza: ¿Qué piensas de mí?
RAMOS.- ¡Hombre!... Pienso que eres un ingenuo.