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Los dioses de la Pampa: 22

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La estancia extiende sus campos ricos y pastosos alrededor de la morada señorial. Jardines alfombrados de flores, montes de frutas exquisitas, parques de grandes árboles y de verdes praderas, rodean la casa altanera, quebrando con sus paisajes artificiales la monotonía pampeana.

Del piso bajo hasta el último, de donde se domina, sin poder alcanzar a ver su límite, los potreros alambrados, poblados de haciendas de gran precio, el edificio está adornado de muebles ricamente tallados, de alfombras lujosas, de cortinados espléndidos.

En una piecita algo obscura, retirada, modesta, sin adornos de lujo ni muebles modernos, está arrodillada una matrona venerable. Reza, contemplando una estatuita de yeso mal pintado, pequeño ídolo de fabricación tosca, colocada en una vidriera esculpida, y delante la cual se consume lentamente el cirio sagrado.

Encima del mismo mueble, están algunos objetos de forma anticuada o fuera de uso, conservados en primoroso estado de limpieza por la misma anciana, quien una vez acabadas sus preces, los friega devotamente, como accesorios sagrados de algún culto misterioso: un mate sencillo con su bombilla de plata; un cuchillo de hoja mellada y de cabo macizo, forjado por algún platero español de antaño, y una papelera de cuero, bastante deshecha por un largo uso. En la pared, rodeado de ejemplares primitivos del entonces naciente arte de la fotografía, representando los reproductores fundadores de la hoy afamada cabaña, está colgado un lazo trenzado, con un par de grandes espuelas y otros aperos del trabajo del hacendado, que de herramientas, se han vuelto reliquias; en una mesita descansa un cráneo de potro, liso y lustroso todavía, y, en el sitio de honor, dominando al diosecito de yeso pintado, están, a cada lado de una litografía ingenua, recuerdo de algún episodio de la conquista del desierto sobre los indios, dos retratos a medio borrar, amarillentos y vetustos. Uno es el del fundador de la familia, finado esposo de la matrona; el otro, el de un hombre bueno a quien ha debido aquél, en parte, su fortuna.

Y todos estos objetos, esos humildes muebles, esas imágenes deformadas, son los dioses Lares de la regia morada.

No siempre ha tenido penates el que fue dueño del inmenso campo poblado hoy de refinadas haciendas. Se necesita un hogar, por humilde que sea, para alojar a esos dioses, protectores de la familia, un hogar fijo: y no siempre lo tuvo.

Pero, a la carpa primitiva, al toldo que hoy se planta aquí, y mañana allá, sin adornos y sin muebles, sucedió el humilde rancho, cuna de la familia futura, y los Penates y los Lares, dioses domésticos ya se asentaron en él. Y fueron, e irán aumentando en número y en valor; y nunca ha decaído ni decaerá jamás la devoción a los primitivos Lares que, juntos con el pequeño ídolo de yeso pintado, han protegido al pobre rancho, cuna de la familia poderosa, y siguen protegiendo la suntuosa morada ricamente amueblada y rodeada de jardines y de campos extensos, poblados de haciendas de gran precio.