Los dos perros y el ladrón
Los perros habían sido encargados de cuidar una casa durante la ausencia de los amos. Uno de ellos, creyendo así hacerse valer, no perdía ocasión de ladrar furiosamente. Cualquier pretexto le era bueno. Si alguno pasaba por la calle, agachaba la cabeza hasta el suelo, metía el hocico contra la rendija de la puerta y se desgañitaba ladrando.
El otro perro, después de comer su ración, se había pacíficamente arrollado en un rincón del patio, de donde podía, de una ojeada, ver todo lo que pasaba en la casa y se quedaba dormitando, sin hacerle caso al compañero, ni a sus gritos.
De repente apareció en el patio un hombre con un palo en la mano; era un ladrón, que sabiendo que los amos no estaban en la casa, había saltado por la pared del fondo y venía a ejercer sus talentos.
El perro gritón, al verlo, corrió hacia él, ladrando más fuerte que nunca; pero el ladrón levantó el palo y antes que lo hubiera dejado caer, el perro había disparado hasta el fondo del jardín, no con ladridos de guapo ya, sino con gritos agudos y despavoridos, como si estuviera herido de muerte.
Se sonrió el intruso y se dirigió hacia el otro perro que, parado y gruñendo, mostraba los colmillos. Éste no caviló mucho tiempo; al ver al hombre cerca, con el palo levantado, se abalanzó sobre él, y agarrándolo de la garganta, lo volteó enseñándole que más muerde el perro callado que el que mucho ladra.