Los duendes de la camarilla/10
Fue a San Justo Lucila en busca de Domiciana, como esta le había mandado; pero no la encontró. En la cerería tampoco estaba. Prescindió de ella por aquel día, y al siguiente le dio D. Gabino el socorro por encargo de su hija, que andaba en ocupaciones callejeras. Otro día volvió, en ocasión de estar ausente el cerero. Ezequiel entregó a la moza, de parte de su hermana, un paquete de comestibles y dos moneditas de a real y cuartillo, agregando frases de afecto dulce, y una vanidosa ostentación de las velas que estaba rizando detrás del mostrador. «Mira, Lucila, ¿qué te parece esta obra?». Digno era en verdad aquel rizado de los sacros altares a que lo destinaba la piedad, y por la gracia y pulcritud del trabajo, competía con lo mejor que labraran manos de angelicales monjas. Verdad que las de aquel mancebo manos de monja parecían, en consonancia con su rostro lampiño y terso, con su expresión de honestidad y la inocente languidez de su mirada. La tez era del color de la cera más blanca, el cabello negro, los ojos garzos y tristes. «Mira, Lucila, mira esta que rizo y adorno para ti -dijo atenuando su orgullo con la media voz de la modestia, al mostrar una vela chica que sacó de un hueco del mostrador-. Ayer la empecé, y no quiero hacerla de prisa, para que me salga a mi gusto...
-¡Oh, qué precioso, qué maravilla! -exclamó Lucila cogiendo la vela, girándola suavemente para verla en redondo.
Admiró la moza el fino adorno que ya transformaba más de la mitad de la vela. Los pellizcos hechos con tenacilla eran tan delicados, que parecían escamas, erizadas con una simetría que sólo se ve en las obras de la Naturaleza. Más abajo, el rizado al aire, que se hace levantando tenues virutas de la pasta con una gubia, y dándoles curva graciosa, imitaba los estambres de flores gigantescas, o las delgadas trompas con que las mariposas liban la miel de los dulces cálices. Lucila no había visto mayor fineza ni arte más soberano para embellecer la cera. Con toda su alma estimaba y agradecía la pobre mujer aquel obsequio, y sentía que no recayera en persona de posición y medios para ostentarlo dignamente. Algo de esto insinuó a Ezequiel, procurando alejar de su palabra todo lo que pareciese intención de desaire, y el hábil mancebo le dijo sonriendo: «¿Pero qué, Lucila, en tu casa no tienes altar? ¿No tienes ninguna imagen? ¿Dices que no? ¿Quieres que te regale una virgencita que fue de mi mamá?...».
Respondió Lucila que lo sentía mucho; pero que no tenía ni altar, ni casa, ni muebles dignos de aquella joya, que merecía ser guardada y manifiesta dentro de un fanal.
-Pues también te daré un fanal -dijo Ezequiel poniendo cuidadosamente la vela en una gruesa tabla agujerada, donde se ajustaba el cabo como en un candelero-. ¡Ay, qué primorosa quedará esta obra cuando la concluya! Lo que ves no es nada. Después que acabe de hacer el rizado al aire y el de tenacilla, pondré las flores. Ya tengo hechos los moldes de patata para campánulas, jazmines y narcisos, que luego pintaré de colores variados. Los aritos de talco serán de lo más fino. Y dime ahora, pues a tiempo estamos: ¿cuál es la combinación de color y metal que más te gusta? ¿Te parece que ponga azul y plata?
-Pon lo que creas más lucido, Ezequiel. ¿Quién lo entiende como tú?... Pero si te empeñas en consultarme, pon el rojo, que es el color más de mi gusto. Doble combinación de encarnado con plata y azul con oro será muy linda.
-Preciosa, como ideada por ti».
No pudo prolongarse más el interesante coloquio, porque entró D. Mariano Centurión, por cierto de muy mal talante, y al poco rato D. Gabino. Este pareció sentir mucho la presencia de testigos, que le impedía disertar con Lucila acerca de sus proyectos referentes al aumento de población.
Los misteriosos quehaceres de Domiciana fuera de casa, que tan singularmente rompían el método de sus monjiles costumbres, tuvieron en aquellos días algunas horas de tregua y descanso para recibir a su protegida y platicar extensamente con ella. En su oficina de hierbas y drogas la encontró Lucila una tarde, calzada con los chapines rojos, vestida con bata nueva, de cúbica, a la moda, que en ella era radical mudanza de los antiguos hábitos. En modales y habla notó asimismo Lucila un marcado intento de transformación. «Siéntate, mujer, que estarás cansada -le dijo acercando una silla a la mesa baja-. Yo llevo unos días de ajetreo que me han ocasionado agujetas... Pero ya me voy acostumbrando.
Si aquel concepto sorprendió a Lucila, mayor extrañeza y confusión le produjo estotro, expresado al poco rato: «No te asombres tanto de verme un poquito tocada de reforma en lo de fuera. Es que cuando una llega tarde a la vida, forzada se ve a marchar de prisa, haciendo en semanas lo que es obra de años largos... Aturdida y sin saber por dónde andaba me has tenido días enteros... A la inteligencia que se ha embotado con el desuso, no le salen los filos cortantes sino después de pasarla y repasarla por la piedra... y no te digo más por hoy...».
Llegada al punto divisorio entre la confianza y la discreción, calló Domiciana. Pidiole Cigüela mayor claridad; pero la cerera se limitó a decirle: «Algún día, quizás muy pronto, no tendré secretos para ti. Espera y no seas preguntona».
Tratando de lo que más a Lucila interesaba, dijo Domiciana: «Ten ya por asegurado tu diario sustento y el del caballero. Yo sola proveeré; yo corro con todo. ¿Me preguntas si habrá indulto?... Como indulto general, nada sé. No me consta que haya tratado de esto el señor Conde de Mirasol. Pero el indulto personal de Tolomín, ya es otra cosa. No te digo que esté ya concedido, ni tramitado, ni que se haya pensado en él... Como que ni siquiera sé el nombre y apellido del que llamamos Tomín. De hoy no pasa que me lo digas, para apuntarlo en un papel... Vendrá el indulto. ¿Cuándo? No puedo decírtelo. Pero vendrá, no lo dudes. Bien pudiera ser que en favor de Tomín se interesara el director de Infantería D. Leopoldo O'Donnell. Pero interésese o no, el rayo de gracia partirá de muy alta voluntad, a la cual nadie puede resistirse... Y mientras esto llega, se tratará de librarle a él y a ti de la ansiedad en que vivís; se vendarán los ojos de la policía para que no vea lo que no debe ver. ¿Me has entendido?».
Poniendo sobre todas las cosas el amor de Tomín y la salvación y salud de este, no podía menos Lucila de celebrar tan lisonjeras esperanzas, aunque en ello viera un desmerecimiento grave de su personalidad en la protección del Capitán perseguido. Alguien que no era ella cuidaba de darle sustento y comodidades; alguien que no era ella mejoraba su alojamiento; alguien que no era ella le aseguraba al fin la libertad y la vida misma. Dejaba de ser Lucila la Providencia única, insustituible, y otra tutelar bienhechora resurgía de improviso, compartiendo con ella el trono de la abnegación, o quizás arrojándola de él. Atormentada de esta idea, sintió caer sobre su corazón una gota fría cuando precisada se vio a dictar el nombre y apellido de Tolomé para que Domiciana lo escribiese. Luego sacó esta del armario en que guardaba sus selectos productos industriales un diminuto frasco, y mostrándolo al trasluz, dijo: «Conviene que vaya pensando el Sr. de Gracián en arreglarse y acicalarse un poco, que un buen caballero no debe olvidar sus hábitos de toda la vida. Aquí tienes aceite aromatizado para el cabello. De su bondad no dudarás cuando sepas que ha sido compuesto para persona de sangre real. Llévatelo, y úsalo para él y para ti. Lo primero es que le desenredes y le desengrases el pelo, que de seguro lo tendrá hecho una plasta. Te daré la receta para desengrasar con yema de huevo. Después de bien desengrasado, se lo cortas, que tendrá melenas de poeta muy impropias de un rostro militar... Mañana llevarás peines y un cepillo. Me dirás cómo anda el hombre de calzado, y si está, como supongo, en necesidad, tráeme la medida del pie. Hoy puedes llevarte el chaleco de abrigo, y mañana una corbata, y para ti algunas cosillas que te estoy preparando».
Dio las gracias Lucila, y reiterando su deseo de que la protectora le encomendara algún trabajo, no sólo por corresponder a sus beneficios, sino también por no estar ociosa, Domiciana le dijo sonriendo: «Trabajo te daré hasta que te canses. Pero no es cosa de mortero ni de filtro. Ven a mi gabinete y verás». Quería la cerera que Lucila la enseñara a peinarse, pues perdida en la vida claustral la costumbre de componer con donaire su cabeza, encontrábase a la sazón muy desmañada para este artificio en que son maestras casi todas las mujeres. Y como no había transcurrido tiempo bastante desde su libertad para el total crecimiento del cabello, tenía la señora que aplicar añadidos y combinaciones que aumentaban la torpeza de sus manos. Al instante procedió a complacerla la diligente amiga, que a más de poseer en grado superior el arte de acicalarse, había tomado lecciones de peinado. El cabello de Domiciana era negro, fino y abundante, con dos ramalillos de canas en la parte anterior, que bien puestos no carecerían de gracia. Lucila, silenciosa, pasaba el carmenador pausadamente desde la raíz hasta los cabos, y en este ir y venir del peine, surgieron en su pensamiento repentinas aclaraciones de aquel enigma de la transfiguración de la exclaustrada. No pudo atajar la vehemencia con que sus ideas pasaron de la mente a los labios, y se dejó decir:
-La persona que a usted la trae tan dislocada y callejera, la que le da tanto conocimiento del mundo y con el conocimiento influencia, es Doña Victorina Sarmiento de Silva, dama de la Reina, que fue madrina de usted cuando profesó, y si de monja la quería, ahora también.
-¡Qué tino has tenido! -dijo Domiciana risueña, mirándola en el espejo de pivotes que delante tenía-. Acertaste: no hay para qué negarlo.
-Las personas que manejan los palillos detrás de Doña Victorina, no puedo adivinarlas...
-Ni tienes por qué calentarte los sesos en esos cálculos, que yo a su tiempo te lo diré, bobilla. Ten discreción y juicio».
Calló Lucila, y con paciencia peine y tragacanto, utilizando el cabello natural de su protectora y aplicando hábilmente los añadidos, rellenos y ahuecadores, armó el peinado conforme a la moda en señoras graves, sencillo, majestuoso; perfiló bien las rayas delantera y transversal, a punta de peine; construyó el rodete, abultándolo con escondidos artificios; extendió los bandós bien planchados y ondeados hasta rebasar las orejas, dejando fuera tan sólo la ternilla agujerada para el pendiente; recogió los cabos en el rodete, y todo lo remató con la peineta graciosamente ladeada. Con ayuda de un espejo de mano miró Domiciana su cabeza por detrás y en redondo, y satisfecha de la obra, no fueron elogios los que hizo: «Estoy desconocida. Parezco otra, ¿verdad? ¡Lo que puede el arte!».
Al despedir a Lucila, recompensó su servicio con estas dulces promesas, que valían más que el oro y la plata: «Poco te queda ya que sufrir, pobrecilla. Vamos en camino de asegurar la vida y la libertad al pobre Tomín. Yo estoy tranquila: tranquilízate tú, y no temas nada de la policía. Lo que hay que hacer es cuidarle mucho para que acabe de reponerse... Que vaya cobrando fuerzas, animación y alegría... No dejes de venir pasado mañana para que estés aquí cuando me prueben los dos vestidos que me encargué el lunes: el uno de merino obscuro, un color así como de ratón con pintitas; el otro de seda negra. Hija, no he tenido más remedio que hacerlo; pero es para calle, o para cuando tenga que asistir a un acto religioso, procesión, Viático, consagración de Obispo... No vayas a creer que andaré yo en ceremonias palaciegas... Todo lo que ahora deseche será para ti. Verás también mi mantilla nueva. Cuenta con una o dos de las que ahora uso... Ropa interior, medias, refajos, peinadores, también he tenido que comprar... Todo es preciso... Tontuela, no me mires con esos ojazos, que no te olvido nunca, y menos cuando voy de tiendas... Ya participarás... De todo un poquito para la pobre Luci...».