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Los duendes de la camarilla/15

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Dejando correr, en una pausa breve, lágrimas dulces, lágrimas amargas, continuó Lucila su triste historia, que en algunos puntos más le causaba gozo que pena; siguió por terreno a veces llano, a veces escabroso, sin esquivar los pasos al borde del precipicio, incitada por la cerera, que le pedía sinceridad, franqueza gallarda. Contó las querellas que con su padre tuvo por el amor de Tolomín; cómo estas desavenencias la separaron al fin de Ansúrez y del hermano pequeño (el cual en aquellos días entró de aprendiz en el taller de unos boteros de la calle de Segovia, amigos de su padre); cómo unió su suerte a la del Capitán, locamente enamorada y obedeciendo a una fuerza imperiosa, irresistible; cómo fueron obsequiados por el Ramos, manolo viejo de ideas revolucionarias, retirado de la patriotería activa y enriquecido en su comercio de maderas viejas; cómo hallándose un día refrescando con el Ramos en cierta botillería de la calle de los Abades, se les apareció el Teniente Castillejo emparejado con la viuda de un capitán, y cómo, en fin, los cuatro se fueron a vivir a un piso quinto, en la calle del Azotado, con anchura de local y estrechez grande de recursos. A poco de instalarse les sorprendió de madrugada la policía, cuando estaban en el primer sueño, pues nunca se acostaban hasta después de media noche. A tiros y sablazos les atacaron tres hombres. Defendiéronse Tomín y el Teniente con gran coraje; mataron a uno; los otros dos tuvieron que huir en busca de refuerzo. Antes que volvieran, Castillejo y la Capitana se bajaron al segundo piso. Tomín fue más previsor: a pesar de hallarse herido de arma blanca en una pierna, de arma de fuego en un brazo, escapó por la bohardilla al tejado vecino, pudiendo descolgarse de un modo casi milagroso al patio de una posada de la Cava Baja. Lucila en tanto cogió calle más pronto que la vista, corrió a la posada y ayudó a su Tomín a escabullirse por la calle de Segovia abajo; tomaron resuello en un corralón de la Cuesta de Caños Viejos, y allí le vendó como pudo las heridas para contener la sangre. La situación era en extremo apurada. Gracián no podía valerse. Con rápida iniciativa ante el peligro, corrió Lucila en busca de el Ramos, única persona de quien podía esperar socorro, y el patriotero jubilado no desmintió en aquel caso su magnánimo corazón, ni su abolengo de sectario constitucional que había vestido el glorioso uniforme de la Milicia Urbana. Al amanecer, en un carro de cueros fue transportado el Capitán a la calle de Rodas. Sin que nadie le viese, fue subido al nido de murciélagos, lugar al parecer distante del acecho policiaco, y allí quedó entre los gatos y el cielo, asistido de su fiel amiga, que con su cuidado y ternura le sostuvo el alma para que no cayese en la desesperación, atajó la muerte, aseguró la vida, y restituyó a la sociedad el hombre que esta había cruelmente repudiado.

-Del valor de Gracián -dijo Domiciana, oída con tanto respeto como admiración la dramática historia-, nadie podrá dudar. Pero si él es bravo, más brava eres tú. Te has portado como mujer heroica, y aunque has pecado, creo yo que Dios te perdonará.

Lo más que hablaron aquella tarde careció de interés. Partió Lucila con la capa sin terminar, proponiéndose rematarla por la noche en su casa. Fue Domiciana con Ezequiel a San Justo, a la novena de San José, y allí vio a Centurión, que no se acercó, como de costumbre, a cotorrear con ella; tampoco la cerera hizo por él, ni quiso mostrar ganas de conversación. Ezequiel pasó a la sacristía, donde tenía más de un amigo, y solía ayudar al culto, bien endilgándose la sotana como turiferario, bien subiéndose al coro para cantar un poco con voz angélica, desafinadita. Habló un rato la cerera con un clérigo que en San Justo decía misa y confesaba, D. Martín Merino, hombre impasible, de una frialdad estatuaria. A Domiciana le agradaba el tal sacerdote por la sequedad cortante con que expresaba sus pareceres, ya en cosas de religión, ya cuando por incidencia hablaba de política. Le tenía por hombre entero, de arraigadas convicciones, de notoria austeridad en sus costumbres. «¿Viene usted a la novena, D. Martín? -le preguntó. Y él: «No, señora: yo salgo; he venido a ajustar una cuenta. Aquí no toco pito esta noche; me voy a mi casa, donde tengo mucho que hacer». Y tomó la puerta. Chocó a Domiciana la escueta familiaridad de la frase no toco pito; y como el hombre solía ser tan áspero en cuanto decía, resultaba de un gracejo fúnebre en sus labios secos la expresiva locución... Terminada la novena, volvió la cerera con Ezequiel a su casa; cenaron, y de sobremesa, solos, porque D. Gabino con el último bocado solía coger el sueño y se quedaba cuajadito en un sillón, hablaron del cumplimiento de ciertas comisiones encargadas aquella tarde al bendito mancebo. «Llevé el lío de ropa y los cuatro libros, y todo lo entregué al señor, en su mano -dijo Ezequiel-. Lucila no estaba en casa.

-¿Y el señor qué tal te recibió? ¿Es amable, de buena presencia?

-Tan buena, que se me pareció a Nuestro Señor Jesucristo.

-Eso no puede ser. A Nuestro Señor no puede parecerse ningún mortal, por hermoso que sea.

-Dices bien, y ahora caigo en que más que a Dios se parece al Buen Ladrón. ¿Has visto el Buen Ladrón del Calvario de San Millán... clavado en la Cruz, y guapo él?

-¿El caballero de Lucila tiene barba?

-Sí: una barba corta y bonita... como la del San Martín que parte su capa con el pobre.

-¿Y reparaste en el color de los ojos?

-No reparé el color; pero sí que tiene un mirar que no se parece a ningún mirar de persona.

-¿Qué dices, Ezequiel?

-Digo que ningún mirar de hombre es como el de ese señor.

-¿Serán sus ojos como de oro... como de plata?

-Como de plata y oro en derredor de una esmeralda.

-Luego, son verdes.

-No te puedo decir que sean verdes; pero algo tienen, sí, de piedras preciosas.

-¿Serán... así por el estilo de la piedra que llevaba en su anillo el señor Obispo que ofició en San Justo el día de la Candelaria?

-No, mujer... No hay ojos de persona que sean de ese color que dices...

-Pues entonces, Ezequiel, serán azules... ¿Has visto tú esa piedra que llaman zafiro?

-No... En el talco es donde yo aprendo los colores. El talco azul, si lo pones en cera que no sea muy blanca, se te vuelve verde.

-Y dime otra cosa: cuando le diste a ese señor los libros, ¿qué hizo? ¿se alegró?

-Leyó el forro y no dijo nada. Se levantó y fue a ponerlos en la cómoda.

-¿Notaste si al andar cojeaba? ¿Es airoso, es gallardo?

-Me parece que sí. El juego de piernas, andando, es de militar, ¿sabes?... Cogió de la cómoda cigarros, como cojo yo mi cachucha... sin reparar... y vino a mí ofreciéndome uno. Yo le dije que no fumo. Él fumó echando el humo muy para arriba, muy para arriba... Luego me preguntó si seguía yo la carrera eclesiástica... y yo respondí que eso quiere mi padre... pero que mi hermana, tú, quieres que estudie para abogado... Pues él dijo que es preciso ser militar o abogado... y que todo lo demás es vagancia pura... Habías de oírle, Domiciana: que todo está muy malo, y que tenemos aquí mucha tiranía, mucho obscurantismo y muchísima inquisición... De repente, dejó caer la mano con que accionaba, dándose tan fuerte palmetazo en la rodilla, que yo... salté en mi taburete. Me asusté del golpe y de los ojos que el caballero puso.

-¿Es hombre de mal genio?

-De genio muy fuerte... ¡Pobre del enemigo que coja por delante, en una guerra, o en una revolución!

-¿Crees tú que pega?

-¡Vaya! Creo que pega a todo el mundo menos a Lucila.

-¿Y quién te asegura que no pega también a Lucila?

-No, eso no... ¡La quiere tanto! -dijo Ezequiel echando a torrentes de sus ojos la infantil ingenuidad.

-Por eso, porque la quiere... Los hombres pegan y las mujeres lloran... Eso es el amor, según dicen...

-Así será en los matrimonios disolutos.

-Y en todos, Ezequiel... y el llorar y el pegar no quitan para que traigan al mundo la familia...».

Aquí paró la conversación. Ezequiel tiraba de sus párpados, que el sueño quería cerrarle. Domiciana le mandó que se acostara, pues había que madrugar. Al siguiente día comenzaban las grandes tareas cereras para Semana Santa... Cerrada la tienda y apagadas las luces, la casa no tardó en quedar en silencio, turbado sólo por el áspero roncar de D. Gabino. Domiciana, recogida en su aposento, empezó a desnudarse. En aquella hora inicial del descanso nocturno, en que el silencio y la calma derraman tanta claridad sobre las cosas próximamente transcurridas y sobre las futuras que no están lejanas, la cerera reunía sus ideas dispersas, sintetizaba, expurgaba, desechando lo inútil, y como un hábil general distribuía sus mentales fuerzas para las batallas del siguiente día. Resumiendo sus impresiones de los hechos recientes y adivinando las que muy pronto habría de recibir, echó a rodar estos pensamientos sobre el fino lienzo de sus almohadas: «No habrá mañana poco tumulto en la casa grande cuando llegue yo y suelte la bomba... la bomba escrita y la bomba parlada por mi boca, diciendo: 'No hay más Patriarca de las Indias que el Sr. D. Tomás Iglesias y Barcones...'. ¡Y luego me hablan a mí de la cuestión de Oriente! ¿Qué tienen que ver la cuestión del Oriente ni la del Occidente con la cuestión Patriarcal?... A Bravo Murillo se le ha metido en la cabeza que Tarancón es grato a la Madre, porque así se lo dijeron el Marqués de Miraflores y el mismo Sr. González Romero... Pero estos son de los que no se enteran de nada, y cuando desean una cosa se forjan la ilusión de que los demás también la quieren... ¡Valiente ganado el de los caballeros políticos!... Andad, andad, hijos, por donde os llevan vuestros pastores, y no salgáis del caminito que se os marca... Duro ha de ser para la Reina decirle a D. Juan: 'Mira, Juan, ese nombramiento que traes a favor de Tarancón, te lo guardas y haces de él lo que quieras... No has de ser más que mi madre, y a mi madre tengo que decirle también que se guarde su candidato, el pomposo Sr. Lezo, a quien yo, por mí y ante mí, nombré Obispo de Farsalia... Ni has de querer compararte con mi tío D. Francisco de Paula, que me traía puesto en salmuera para Patriarca al Padre Cirilo, y también tiene que guardárselo para mejor ocasión. Patriarca de las Indias será D. Tomás Iglesias y Barcones, y no se hable más del asunto'. Esto le dirán, y D. Juan se irá a comer calladito sus chorizos, y a discurrir, para cuando se desocupe del arreglo de la Deuda, la reforma de la Constitución, dejándola en los puros huesos...».

Y ya cogiendo el sueño, apagadas las ideas, dispersas las imágenes, las recogió de la blanca almohada para dormir con ellas: «Y acabada una, se arma otra... la cuestión de la Comisaría General de Cruzada... Esa sí que será gorda... Los Ministros, que siempre están en babia, quieren meter en la Comisaría a ese Nicasio Gallego, que según dicen es poeta... Ya podéis limpiaros, que estáis de huevo... Y parece que los poetas ya le dan la enhorabuena al D. Nicasio... como si lo tuviera en la mano. ¡Pobres majagranzas!... Con estas peripecias no puede una pensar en sus cosas... Mañana tarea de cera. La Semana Santa, con la nueva feligresía, será muy lucida, muy lucida, y... ¡dinero, dinero!... Lindas botas con caña de tafilete verde te voy a comprar... Tomín... ¡Ay! que no me ponga a soñar ahora... Rezo un poquito: «Dios te salve...».